Czytaj książkę: «La teología de la Reforma y la significancia de las 95 tesis»

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Publicaciones Faro de GraciaP.O. Box 1043 Graham, NC 27253 www.farodegracia.org

ISBN 978-1-629463-20-9

La teología de la Reforma, y la significancia de las 95 tesis . Por Benjamin B. Warfield (1851–1921) Tomado de The Biblical Review, ii. 1917, p. 490–512 (publicado por The Biblical Seminary en Nueva York)

Traducción: Ailet Torres Hernándes y Paula Bautista

© 2020 Publicaciones Faro de Gracia.

Edición realizada por Francisco Hernández; diseño de la portada y las páginas por Francisco Hernández. Todos los Derechos Reservados.

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©Las citas bíblicas son tomadas de la Versión Reina-Valera ©1960, Sociedades Bíblicas en América Latina. © renovada 1988, SociedadesBíblicas Unidas, a menos que sea notado como otra versión.

Utilizado con permiso.



Contenido

LA TEOLOGÍA DE LA REFORMA

LA IMPORTANCIA TEOLÓGICA DE LAS NOVENTA Y CINCO TESIS

SÍNTESIS CONCISA DE LA TEOLOGÍA REFORMADA

LAS 95 TESIS

Otros títulos de Publicaciones Faro de Gracia

LA TEOLOGÍA DE LA
REFORMA1

harles Beard comienza sus Conferencias de Hibbert sobre la Reforma con estas palabras: «Ver la Reforma del siglo XVI solo como la substitución de un grupo de doctrinas teológicas por otras, o considerarla como la limpieza de la iglesia de los abusos y corrupciones notorias, o incluso apreciarla como un retorno del Cristianismo a algo así como la sencillez y la pureza primitiva —es asumir una opinión inadecuada de su naturaleza e importancia». Él desea que nosotros notemos los cambios de largo alcance en la vida humana que han sido causados por lo que llamamos la Reforma; que observemos las numerosas áreas de actividad que han sido al menos afectadas por ello, y entonces que busquemos su causa en algo que sea tan amplio en su extensión, como lo son sus efectos.

Él mismo atribuye esta causa al «despertar general del intelecto humano», que comenzó en el siglo XIV y estaba siendo «fomentado con rapidez acelerada en el siglo XV». En su opinión la Reforma fue meramente el paralelo religioso de lo que llamamos el Renacimiento. «Fue la vida del Renacimiento», afirma, «infundida a la religión bajo la influencia de hombres de la vehemente y seria raza teutónica». Él incluso se siente justificado a decir (según su opinión) que la Reforma «no fue fundamentalmente, ni un movimiento teológico, ni religioso, ni eclesiástico».

Que hay cierta exageración en esta representación, es obvio. Que esta exageración es debido a un análisis defectuoso, es igualmente claro. La sospecha consiste en que el defecto en el análisis tiene su raíz en una apreciación imperfecta de los valores. Hacer referencia al despertar general del intelecto humano que estaba en progreso en el siglo XV, no es revelar una causa; solo es describir una condición. El argumentar, que como resultado de este despertar del intelecto humano llegó a existir una profunda consciencia de la necesidad de una reforma; y que eso ocasionó repetidos intentos vanos por efectuarla; y que los hombres en todo lugar llegaron a darse cuenta plenamente de la corrupción mundial denigrante de los modales y la moral (la cual no podían corregir), es animarnos a encontrar la causa de la Reforma en una situación general que no había producido una reforma en los años previos. La pregunta que nos apremia es: ¿De dónde vino el poder que logró tal efecto —un efecto aparentemente superior al poder de las fuerzas superficiales?

De nada sirve el tratar de encubrir los hechos, bajo argumentos tan despreciables. Es fácil hablar con menosprecio de la «substitución de un grupo de doctrinas teológicas por otras», de la misma manera que lo sería el hablar con desdén de la substitución de un grupo de doctrinas políticas o sanitarias por otras. La fuerza de tal sugerencia malsana yace en guardar el asunto en lo abstracto. Pero tales argumentos han de ponerse a prueba para saber si son ciertos. No hay duda de que es posible hablar indiferentemente de las combinaciones para poder desbloquear un teléfono, sin tomar en cuenta que una de ellas es la correcta. La sustitución doctrinal ocurrida en la Reforma, consistió en reemplazar las doctrinas que tenían que ver con la muerte, por aquellas que prometían y podían dar la vida. Lo que sucedió en la Reforma (cuando las fuerzas de la vida fueron activadas por las agitadas masas litigantes) fue el avivamiento del Cristianismo vital; y esa es la vera causa de todas las consecuencias de tan gran revolución, en todas las áreas de la vida. Sin lugar a duda, los hombres, han estado deseando y buscando por mucho tiempo «un retorno del Cristianismo a algo así como la sencillez y la pureza primitiva». Erasmo, por ejemplo, consideró las necesidades de su tiempo, en términos de que las personas, en vez de sentir repulsión por el Cristianismo de su tiempo, y de ser atraídos por el Cristianismo en su pureza primitiva (de lo cual no tenían ni idea), ellos simplemente andaban a tientas en la oscuridad. Martín Lutero redescubriría el Cristianismo vital y lo traería nuevamente al mundo. Hacer esto significó encender la chispa, cuya explosión aún seguimos sintiendo.

La Reforma consistió —e insistimos en ello— precisamente en la substitución de un grupo de doctrinas teológicas por otras. En eso consistió para Lutero; y eso es lo que, mediante Lutero, ha significado para el mundo cristiano. Para Lutero significó —debido a calmar su turbada consciencia, y debido al alivio de su profunda convicción de pecado— el redescubrir la gran verdad, la más grande de las verdades que un hombre pecador puede escuchar, es decir, que la salvación es solamente por la pura gracia de Dios. Oh pero usted dirá, que eso resultó de la experiencia religiosa de Lutero. Ante eso respondemos que no, pues lo que le sucedió a Lutero fue un descubrimiento doctrinal —un descubrimiento aparte del cual y sin el cual, Lutero nunca habría tenido su experiencia religiosa. A él se le había enseñado otra doctrina, una doctrina que había sido encarnada en una máxima popular, común en su tiempo: «Haz lo mejor que puedas, y Dios te ayudará». Él había tratado de vivir esa doctrina, pero no había podido ni practicarla, ni creerla. Él nos ha contado de su desesperación. Nos ha contado cómo su desesperación se hizo cada vez más profunda, hasta que fue sacado de ella precisamente por el descubrimiento de esta nueva doctrina —que es Dios y solo Dios Quien en Su infinita gracia nos salva; que Él lo hace todo, y que nosotros no ofrecemos nada excepto la necesidad de ser salvados y las alabanzas subsiguientes que nuestros corazones agradecidos le dan a Él, nuestro único y exclusivo Salvador. Esta es una doctrina radicalmente diferente de aquella; y esta produjo efectos radicalmente diferentes en Lutero; Lutero el monje y Lutero el Reformador son dos hombres totalmente diferentes. Esta doctrina ha producido efectos radicalmente diferentes en el mundo; el mundo medieval y el mundo moderno son dos mundos totalmente diferentes. Lo que los divide es la nueva doctrina que Lutero encontró en el monasterio en Wittenberg —¿o habrá sido en Erfurt?— al estudiar minuciosamente la gran declaración en el primer capítulo de la epístola a los Romanos: «El justo por la fe vivirá». Émile Doumergue describe toda la historia en una oración: «Dos religiones radicalmente diferentes dan a luz a dos civilizaciones radicalmente diferentes».

Lutero mismo sabía perfectamente bien que lo que él había hecho por sí mismo, y que lo que él quería hacer ampliamente por el mundo, era substituir una nueva doctrina por la antigua, en la que ni él, ni el mundo podrían encontrar vida. Así que él se presentó como un maestro, como un maestro dogmático, como un maestro dogmático que se gloriaba en su dogmatismo. Él no solo estaba en busca de la verdad; él tenía la verdad. Él no hacía sugerencias al mundo sujetas a consideración; él lidiaba con «afirmaciones» —así le gustaba llamarlas. Esto era naturalmente un modo de proceder muy ofensivo para un hombre políticamente correcto, como Erasmo, de quien se puede decir, que no concebía que hombres cultos no pudieran sentarse en una mesa elegante y debatir juntos de manera placentera con mentes abiertas. «Tengo tan poco estómago para «afirmaciones», decía él, refiriéndose directamente a Lutero, «que yo podría fácilmente adoptar la opinión de los escépticos —en todo lugar», añade con petulancia, «donde me fuera permitido por las Sagradas Escrituras y los decretos de la Iglesia, a los cuales me someto enteramente, ya sea que siga lo que se presenta o no». Lutero aprovechó la ocasión de esta observación para dedicarle un sermón muy necesario a Erasmo acerca del papel del dogma en el Cristianismo. Decir que no te agradan las «afirmaciones» —dice él, es lo mismo que decir que no eres cristiano. Si quitas las «afirmaciones», tendrás que quitar el Cristianismo. Ningún cristiano soportará el desprecio a las «afirmaciones», ya que esto sería negar rotundamente toda la religión y la piedad, o declarar que la religión, la piedad y todos los dogmas no son nada. Las doctrinas cristianas no pueden ser puestas al nivel de las opiniones humanas. Éstas se nos otorgan divinamente en las Sagradas Escrituras para formar los moldes en los que la vida cristiana debe desarrollarse.

He aquí lo que se conoce como el principio formal de la Reforma. El significado fundamental de esto es que la Reforma fue principalmente, como todas las grandes revoluciones, una revolución en el campo de las ideas. ¿No fue un hombre sabio quién nos instó hace tiempo atrás a ofrecer diligencia especial para guardar nuestros corazones (el corazón es la facultad cognitiva en la Escritura), por el motivo expreso que de él mana la vida? La batalla de la Reforma fue librada bajo un estandarte en el que la sola autoridad de la Escritura estaba inscrita. Pero el principio de la sola autoridad de la Escritura no fue un principio abstracto para la Reforma. Este principio estaba interesado en la enseñanza de las Escrituras; y particularmente para este principio, la autoridad de las Escrituras consistió en la autoridad de lo que se enseña en las Escrituras. Esto por supuesto es dogma; y el dogma que los hombres de la Reforma encontraron que se enseña en la Escritura sobre todos los otros dogmas (de tal manera que en éste se encuentra resumido toda la enseñanza de la Escritura), es la sola eficiencia de Dios en la salvación. Esto es lo que llamamos el principio material de la Reforma. Al inicio no fue conocido por el nombre de justificación por la sola fe, pero desde el primer momento fue abrazado fervientemente como la renuncia a todas las obras humanas y la dependencia de la sola gracia de Dios para la salvación. En este principio la Reforma vivió y se movió y tiene su existencia; en un sentido elevado de las palabras, este principio es la Reforma misma.

Sería ridícula la confusión (incluso patética) de pensar que la Reforma consiste en la corrección de los abusos de la vida, ya sea de la Iglesia o de la sociedad en general. Lutero desde el comienzo supo muy bien dónde yacía el centro de su Reforma, y no confundió ni por un momento sus efectos periféricos con ella. Aquí, de hecho está la diferencia exacta entre él y los otros reformadores de su tiempo —aquellos otros reformadores que no pudieron reformarse. Erasmo, por ejemplo, tenía tan buena vista como Lutero para ver y era tan directo como Lutero para condenar los verdaderos abusos de ese tiempo. Pero él concebía que la tarea de la reforma era puramente negativa. El mensaje de su reforma era la sencillez; él deseaba volver a la «sencillez de la vida cristiana», y como un medio para eso, a la «sencillez de la doctrina». Él se contentaba con un proceso de despojamiento, esperando alcanzar el corazón del verdadero Cristianismo meramente al remover por completo la cáscara que lo cubría y escondía. Como suponía que el verdadero Cristianismo estaba detrás y debajo de las corrupciones de ese tiempo, no se necesitaba ninguna restauración, sino solo sacarlo a la luz. Cuando procedió a ello, Erasmo no se detuvo, pues no solo llegó hasta el hueso, sino a través del hueso, y nada fue dejado en su mano sino una «filosofía de Cristo», que era un mero moralismo. Peter Canisius, al ver esto con formalidad, idóneamente la llama, «la teología de Pirro». Lutero, juzgándolo desde el punto de vista material, dice que Erasmo hizo «un evangelio de Pelagio». Por lo tanto, de cualquier modo, Erasmo enseguida demostró que debajo de la inmensa estructura del Cristianismo medieval yace como su centro vigorizante nada más que puro moralismo; y al sacar a relucir este moralismo y etiquetarlo «Cristianismo sencillo», se ha hecho a sí mismo el padre de esa gran multitud en nuestro día que al clamar: «¡regresen a Cristo!» han reducido el Cristianismo al simple precepto: «Haz el bien y te irá bien».

En marcado contraste con estos reformadores negativos, Lutero se presentó con un evangelio positivo en sus manos; sus adversarios acertadamente lo llamaron «una nueva religión», al igual que sus descendientes hoy. Él no estaba interesado particularmente en la corrección de los abusos, aunque él los quitaba valientemente cuando se interponían en su camino. A decir verdad, este trabajo necesario lo aburría un poco, pues él no percibía que la remoción de dichas cosas revelaría un evangelio puro. Él sabía que su nuevo evangelio una vez que fuera difundido, tenía el poder en sí mismo de abolirlas. Lo que hacía arder su corazón era difundir este nuevo evangelio; para substituir, el evangelio de las obras (con el cual los hombres estaban siendo alimentados), por el evangelio de la gracia. Toda su Reforma consistió en esa substitución.

En su respuesta detallada a la Bula de excomunión, publicada contra él en 1520 (en la cual cuarenta y una proposiciones de sus escritos eran condenadas), Lutero muestra claramente dónde radicaba el centro de la controversia para él. Fue en ese artículo donde él afirmó la sola eficiencia de la gracia en la salvación. Él hizo su apelación real a la Escritura, por supuesto, pero él no dejó de señalar también que él tenía de su lado a Agustín y a la experiencia también. Se burló de las pretensiones de sus oponentes de separarse de los pelagianos al hacer distinciones entre los méritos de congruo y de condigno; Si pudiéramos asegurar la gracia por las obras —dice él, de nada sirve que las nombremos cuidadosamente como méritos de condigno y nos abstengamos de llamarlas méritos de congruo. «¿Cuál es la diferencia» —afirma, «al pretender negar que la gracia es por obras, y aún así se enseña que es a través de nuestras obras? Permanece todavía aquí el concepto impío de que la gracia no es gratis, sino que es por nuestras obras. Los pelagianos no enseñan ni hacen obras diferentes a las de ustedes, para recibir la gracia. Son obras del mismo libre albedrío y los mismos miembros, aunque ustedes y ellos les otorguen diferentes nombres. Tales obras son los mismos ayunos, oraciones y caridades —pero ustedes las llaman obras congruentes con la gracia, y ellos las consideran obras condignas a la gracia. Los pelagianos permanecen victoriosos de cualquier forma».

Como podrá verse, el interés de Lutero es la absoluta exclusión de las obras de la salvación, y el descanso entero del alma en la gracia de Dios. Él se levanta con total elocuencia al acercarse al final de su argumento, poniendo en aprietos a sus enemigos: «Al no poder negar que debemos ser salvos por la gracia de Dios», exclama, «y al no poder eludir esta verdad, entonces la impiedad ha buscado otra forma de escape —al pretender que, aunque no podemos salvarnos a nosotros mismos, sin embargo por la gracia de Dios podemos prepararnos para ser salvos. ¿Qué gloria le queda a Dios, pregunto, si somos capaces de lograr que seamos salvos por Su gracia? ¿Acaso es una habilidad insignificante que aquel que no tiene gracia, pueda hacerse del poder suficiente para obtenerla, cuando él quiera? ¿Cuál es la diferencia entre eso, y decir con los pelagianos que somos salvados sin la gracia —ya que ustedes ponen la gracia de Dios a merced de la voluntad del hombre? De hecho, ustedes me parecen peor que Pelagio, pues en vez de simplemente negar la necesidad de la gracia como él, ustedes la colocan en poder del hombre. Es decir, me parece que es menos impío negar totalmente la gracia que, representarla como asegurada por nuestro celo y esfuerzo, colocándola así en nuestro poder».

Este tremendo ataque, prepara el camino para una declaración notable en la que podemos apreciar el concepto propio que él tenía de su labor como reformador, y la importancia relativa que él le adjudicaba a los asuntos controversiales. Roma enseñaba, sutilmente, la salvación por obras; Lutero, por otra parte no sabía ni sabría nada sino la salvación por gracia, o como el el mismo lo expresa, «nada sino Cristo y Éste crucificado». Era la cruz lo que Roma condenaba en él; porque era en la cruz y solo en ella donde él ponía su confianza. «En todos los otros artículos», dice él —esto es, todos los otros de las cuarenta y una proposiciones que habían sido condenadas en la Bula— «aquellos concernientes al papado, los concilios, las indulgencias y otras nimiedades no necesarias (¡nugae!)» —Así las llama— «la frivolidad e insensatez del Papa y sus seguidores puede ser soportada. Pero en este artículo», —que es el que trata sobre el libre albedrío y la gracia— «el cual es el mejor de todos y el resumen de nuestro asunto, tenemos que lamentarnos y llorar por la insensatez de estos hombres miserables». Es en este artículo, donde para él reside todo el meollo del conflicto. Él desearía poder haber escrito más sobre esto. Por más de trescientos años, nadie, o casi nadie, había escrito a favor de la gracia; y no hay otro tema que sea tan necesario de tratar como éste. «He deseado a menudo el abordar este tema» —añade, «mientras lamentablemente lidio con estas nimiedades y peleas papistas frívolas (nugis et negotiis), que solo destruyen a la iglesia».

Su oportunidad para hacerlo llegó cuando cuatro años después (1524), Erasmo incitado por sus patronos y amigos, tomando como comienzo este mismo debate, publicó su encantador libro «Diatriba sobre el libre albedrío». Este el mejor libro del gran humanista, elegante en su estilo, fino en su tono, delicado en sugerencia, encantador en su llamado, el cual presenta con habilidad consumada la defensa de la enseñanza romanista contra la cual Lutero se había opuesto. Separándose a sí mismo decisivamente (si no fundamentalmente) de Pelagio y Scoto por un lado —en otro lugar habla con desagrado de «Scoto y su alma áspera e irritable»— y por otro lado de los reformadores — teniendo particularmente a Karlstadt y a Lutero en mente— Erasmo se apega a lo que él llama, según la concepción de su tiempo, la doctrina agustiniana; es decir el sinergismo de los escolásticos, quizás más cerca de la forma que había sido enseñada por Alejandro de Hales, y de cualquier modo prácticamente de la manera en que pronto llegó a ser autoritativamente definida como la doctrina de la Iglesia por el Concilio de Trento.

A esta doctrina sutil él dedica su argumentación más atractiva, tejiendo alrededor de ella el encanto de su gracia literaria. Lutero no fue insensible a la belleza este libro, pues él dice que la voz de Erasmo en éste, le pareció como la canción de un ruiseñor. Pero él estaba en busca de substancia, no de forma, y se sintió atado a confesar que su experiencia al leer el libro fue como la del lobo en la fábula, el cual, cautivado por la canción de un ruiseñor, no pudo descansar hasta que lo hubo capturado y devorado con avidez —solo para comentar con indignación: «Vox, et praeterea nihil».

Lutero no apreció los refinamientos de las declaraciones de Erasmo. Lo que él deseaba —y nada más podía contentarlo— era un reconocimiento claro y definido de que la obra de la salvación es solo por la gracia de Dios y que el hombre no contribuye en nada a ella. Erasmo no podía hacer este reconocimiento. El mero propósito por el cual él estaba escribiendo era vindicar al hombre una parte, la parte decisiva en su propia salvación. Él podía pretender magnificar la gracia de Dios usando los mejores términos. Podía protestar que sin la gracia de Dios el hombre no podía hacer nada bueno, de modo que la gracia es el comienzo, el medio y el final de la salvación.

Pero cuando fue puesto contra la pared fue obligado a reconocer que, en algún punto en «el medio», la acción del hombre llegaba, y esta acción del hombre constituía el aspecto decisivo que determina su salvación. Erasmo pudo haber minimizado esta acción del hombre a lo más mínimo, y pudo haber señalado que es algo muy, muy pequeño lo que retiene a las facultades humanas —solo es cuestión, como alguien pudiera decir, que el hombre oprima el botón y la gracia hará el resto; pero esto no satisfizo a Lutero. Nada lo satisfaría, excepto el que toda la salvación —cada parte de ella— se le atribuyera a la gracia de Dios solamente.

Lutero incluso se burló de los esfuerzos de Erasmo para reducir al mínimo la participación del hombre en la salvación, pero haciéndola no obstante el punto decisivo de la misma. En lugar de escapar del pelagianismo con tales argumentos —dice él, Erasmo y sus compañeros sofistas se meten cada vez más profundo en la tina y salen como pelagianos doblemente empapados. Los pelagianos al menos son honestos con nosotros y con ellos mismos.

Ellos no nos engañan, haciendo vanas distinciones entre los méritos de congruo y de condigno. Ellos llaman al pan, pan y al vino, vino, y dicen con franqueza que el mérito es mérito. Ellos no rebajan nuestra salvación al rebajar las obras por las cuales la mereceríamos. No escuchamos de ellos que merecemos la gracia salvadora por algo «tan pequeño, que es casi nada». Ellos consideran la salvación como algo muy valioso y nos advierten que, si hemos de ganarla, tendrá que ser solamente a cambio de un gran esfuerzo —«tota, plena, perfecta, magna et multa studia et opera». Si vamos a caer en el error en tal asunto —dice Lutero, al menos no le restemos valor a la gracia de Dios, ni la tratemos como algo vil y despreciable. Lo que él quiere decir es que el aparente compromiso, aunque sigue pelagiano en principio, pierde sin embargo la ética elevada del pelagianismo. Al buscar algún punto medio entre la gracia y las obras, y congratularse ingenuamente de retener ambas, no conserva ninguna, pues nada entre dos aguas. Depende de las obras tanto como el pelagianismo, pero a su vez disipa dichas obras en las cuales depende. Al reducir la salvación a algo «tan pequeño, que es casi nada», dice Lutero, «niega al Señor Jesucristo Quien nos ha comprado, más de lo que los pelagianos, o cualquier hereje, lo haya alguna vez negado».

El libro con el cual Lutero respondió a la « Diá- triba sobre el libre albedrío», Lutero correspondientemente lo nombró «La esclavitud de la voluntad». Naturalmente, la pureza fluida de la latinidad del gran humanista, y la gracia flexible de su estilo no se encuentran en el libro; pero está escrito en un latín suficientemente bueno —sencillo, fuerte y franco. Evidentemente Lutero se esforzó mucho en este libro, y debido a la fertilidad de su pensamiento y el sorprendente vigor de su lenguaje, queda más que compensada su carencia de atractivo literario. A. Freitag, su último editor, lo describe brevemente como una «proeza» (Grosstat), y Sodeur no vacila en describirlo categóricamente como «una obra maestra dialéctica y polémica», cuyas palabras tienen manos y pies. Sin embargo, su distinción real, debe buscarse en algo mayor que estas cosas. Este libro es la encarnación de los ideales de la Reforma de Lutero, y de entre todas sus obras constituye lo más cercano a una exposición sistemática de los mismos. Esta obra es la primera exposición de las ideas fundamentales de la Reforma en una presentación extensa, y es por tanto, realmente el manifiesto de la Reforma. Así la consideró Lutero mismo, no porque la viera como una obra de «mera literatura», o un logro personal; sino porque contenía la doctrinae evangelicae caput —la cabeza y principio de la enseñanza evangélica. Él podría haber prescindido de todo lo que escribió, pues le dijo a Capito en 1537 que dejara todo, excepto «La esclavitud de la voluntad» y el «Catecismo»; solo éstas están bien (justum). En las «Charlas de sobremesa» (Lauterbach–Aurifaber) se nos dice que Lutero hizo referencia a la respuesta que recibió de Erasmo respecto a su libro. Lutero no admitía que Erasmo lo hubiera refutado; no aceptaba que Erasmo pudiera alguna vez refutarlo ¡no, no, eternamente no! «Conozco esto completamente bien», —dice él, «desafío al diablo y a todas sus artimañas a refutarlo. Porque estoy seguro de que es la verdad inalterable de Dios». El que toque esta doctrina —dice nuevamente, toca la niña de Sus ojos.

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