El edificio de piedra

Tekst
Z serii: Narrativa #27
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
El edificio de piedra
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa


ASLI ERDOGAN

El edificio de piedra

Traducción de Rafael Carpintero Ortega

www.armaeniaeditorial.com

Título original: Tas Bina (Everest, 2012)

Primera edición: Febrero 2021

Primera edición ebook: Agosto 2021


Copyright © Asli Erdogan, 2012 represented by Agence litteraire Astier-Pécher

Ilustración de cubierta: © Bo Zwir, 2019

Copyright de la traducción © Rafael Carpintero Ortega, 2020

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L., 2021

Armaenia Editorial, S.L.

www.armaeniaeditorial.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-18994-27-2



El visitante matutino

Por fin llegó el amanecer. El día nació después de una noche que había avanzado con dificultad, lenta como un tren de mercancías que sube una cuesta. En la ventana de mi buhardilla apareció en silencio una mancha que fue profundizándose. Un sol somnoliento, un sol septentrional, comedido y vergonzoso, anunció, como quien cumple con una obligación, que había comenzado el nuevo día. Todo lo que veía en aquel momento, junto con el tejado mojado que ascendía como si dibujara un ángulo recto, era una rebanada de cielo aprisionado entre árboles gigantescos. Ramas delgadas y enlutadas mecidas por el viento, hojas temblorosas ligeramente podridas… Como manos de un pordiosero abriéndose al cielo en vano. Era agosto y podemos decir que verano… Presunto verano. Ya me había derrotado el abatimiento brumoso de aquel país del norte y mi alma estaba ahíta de aquella ciudad rodeada por el mar, por la lluvia y por el olor a algas.

En algún lugar de la casa de madera el teléfono suena largamente, con insistencia. Aunque la oscuridad del cuarto pueda engañar, son las ocho pasadas, pero es demasiado pronto para este sitio, para el centro de refugiados. A esas horas no se oyen más que ronquidos, suspiros y la respiración de la casa de madera en su sueño agitado. En la habitación a mi derecha está la bosnia que siente un placer especial enseñando sus heridas de metralla a las frías bellezas del norte —las heridas de la mayoría de nosotras son más silenciosas—. A mi izquierda, una rusa que subsiste trabajando en películas porno escucha hasta el amanecer canciones protesta de una época que se terminó hace mucho. Más allá, una mujer con el pelo teñido de rojo de la que nadie sabe ni su origen ni a qué se dedica, y al fondo, la rumana ligona y gorrona, cien por cien gitana, que no ha trabajado ni un solo día de su vida y que ha conseguido que todo el mundo se tragara el cuento de que es una madre somalí. Le gusta presumir diciendo que es capaz de derretir el corazón más helado con su acordeón. Refugiadas, cada una llegada de una tierra, cada una de una noche, ahora duermen en la retaguardia el sueño de quienes se acostumbraron a la sangre. Resignadas a un destino que odian, no confían en nada más que en la desgracia a la que hace mucho que se han rendido. Por nuestro refugio común se arrastra una nube de olor a bebida, sudor, tabaco y piel sucia agravada por todos los excesos y decepciones del mundo, y algunas mañanas unos pasos muy ligeros resuenan en la nube. Puede que el andrajoso fantasma de la soledad, manchado de barro y otras cosas, esté abandonando la casa tambaleándose, o quizá la mujer de pelo rojo ha estado probando un nuevo amante.

Antes de que cese el timbre del teléfono, se oyen unos pasos en la escalera. Pasos lentos, cansados, que han recorrido un largo camino, se acercan, se acercan y se detienen ante mi puerta. Tras un encogimiento de corazón que pasa en lugar de los segundos, oigo mi nombre. Quizá me esté engañando mi imaginación, pero una voz ronca me llama en mi lengua materna.

—Sí, soy yo. Pase.

La puerta se abre casi gimiendo, con un crujido tan conmovedor como el sonido de un violín. Con el aire frío como el mercurio que se cuela dentro, aparece un hombre bajo y moreno. Sus amplias espaldas, de hombros caídos, ocupan el cuarto entero cerrando la puerta como si nunca se hubiera abierto. Mi visitante se queda un rato parado sobre unas piernas delgadas que apenas sostienen su cuerpo y, de repente, se vuelve hacia mí con movimientos mecánicos de marioneta. Su cara parece hecha de escayola, como si se hubiera secado antes de que el artista hubiera terminado su chapucero trabajo. La nariz, maciza, parece haberse derretido y derramarse por las mejillas caídas y los ojos son invisibles en las profundas cuencas. Es como si no se hubiera quitado en años el traje oscuro que le cuelga arrugado. No lleva corbata y parece haber abandonado hace mucho la costumbre de afeitarse. De su pelo negro y grueso, aunque ya va escaseando, se desprende un olor a noche fresca y oscura. Estoy segura de haberlo visto antes.

—Se me ha ocurrido pasarme. Me he enterado de que vivías aquí.

Quizá tendría que haber murmurado unas frases de bienvenida y estrecharle la mano, fría como la de un muerto. Quizá tendría que haberme asustado. Pero si en esta inmóvil ciudad portuaria no hay nada de lo que asustarse… Es como si casi ni existiese la muerte. Y cuando llega, lo hace como los tranvías, justo a la hora, ni antes ni después…

Sostenía la gabardina entre sus manos pálidas y blancas y examinaba mi habitación pestañeando. Su mirada, que empezaba a acostumbrarse a la oscuridad, escogió primero la cama encajada bajo el techo fuertemente inclinado. El colchón flaco, arrojado sobre una telaraña de hierro, estaba todo revuelto por las pesadillas nocturnas tras un combate que acababa de terminar. En la mesa cubierta por libros, tarros, vasos sucios y ceniceros rebosantes todavía ardía una vela colocada en una botella de cerveza. La mía era una habitación amplia, sin muebles, oscura a cualquier hora del día. Por las mañanas, cuando me ponía de pie bajo la ventana de no más de un palmo y levantaba la cabeza, me creía un submarino que asciende a toda velocidad hacia la superficie. Dispersos a izquierda y derecha había todo tipo de trastos de la vida diaria. Aquellos ingeniosos y sociables objetos, ignorantes de su valor, eran testigos de mi soledad absoluta y llevaban las huellas de la agobiante oscuridad. Todo, todo lo que tocaba mi mano, estaba magullado. La ropa que rebosaba de la maleta y los libros que se apilaban en la mesa estaban descoloridos, rasgados, manchados. Los vasos habían perdido su transparencia y los bolígrafos y los mendrugos mohosos de pan estaban roídos aquí y allá, como las deprimentes paredes. Sobre el lavabo, en el que ondeaba un líquido asqueroso, había colgado un espejito. El espejo había perdido el azogue de tal manera, que si aquellos destartalados utensilios hubieran querido ver su reflejo, no habrían podido conseguirlo y se disolverían en una neblina borrosa. En cuanto a mí, me veía a mí misma en la maltrecha superficie de los objetos. Mi propia piel maltrecha… Magullada, como una finísima membrana que resistiera contra el vacío, el interior y el exterior…

—Un sitio frío este, ¿no? —sonrió clavando la mirada en la estufa eléctrica. Tenía una sonrisa compasiva—. Y eso que ya estamos en agosto.

Le miré a la cara sin hablar. No pude ver sino dos ojos completamente negros, un par de túneles de final impreciso.

—Antes de que pasen dos meses caerán las primeras nevadas. Primero, empieza a soplar desde el mar un viento que hace que te duelan los pulmones. La placa de hielo que cubre los charcos se va haciendo más espesa, y una mañana al despertarte te encuentras en un mundo completamente blanco. Todo se ha helado. Y sueña con el día en que renacerá en ese ataúd de hielo en que lo han enterrado, helado pero vivo.

Avanzó hacia el centro de luz del cuarto, hacia la mancha rectangular de sol que recordaba un ojo vago clavado en el techo. Noté en él la limitación de movimientos de alguien que siempre ha vivido en espacios estrechos, como si incluso en esa habitación sin muebles temiera golpearse a izquierda y derecha. Quizá no quisiera dejar huellas tras de sí. Por su rostro pasó un ramillete de luz pálida. De repente, lo reconocí. La piel sin vida de un amarillo terroso, las ojeras amoratadas, los ojos en los que venas sanguinolentas dibujaban un mapa de carreteras… Él era también de los que no pueden dormir por las noches.

—Pero más insoportable que el frío es la oscuridad. Este sol…

Se detuvo, miró la mancha brillante del suelo. Parecía que si se agachaba y abría una tapa fuera a brotar la luz del día llenando la habitación. Volví la cabeza hacia la ventana. Ramas que temblaban verdísimas, gotas plateadas en las hojas, la danza suave y onírica de las sombras en el cristal… El ancho azul que abrazaba mi mirada pero la limitaba … En los raros momentos en que brillaba el sol del norte, el mundo entero relucía, se transformaba, sonreía. Pero enseguida se nubló y el cuarto se oscureció más que antes.

 

—Este sol lo verás una o dos horas al día como mucho. Poco antes de mediodía, aparecerá en el horizonte como una mancha blanca y enfermiza, y antes de que llegue a lo alto, perderá fuerza. En realidad, el sol de verdad nunca saldrá. Su fantasma indigente y cochambroso te dará marcos vacíos en lugar de días. El mundo se separará en dos mitades, como si las hubieran cortado con un cuchillo, la iluminada y la oscura.

Volvió los ojos a las paredes, y yo, con él, con sus ojos, peiné aquellas paredes polvorientas que me sabía de memoria. Entre cables y tuberías que colgaban como pelos sueltos y manchas de humedad que recordaban costras de heridas, me miraba una sombra que había perdido su forma humana. Su sombra, más grande y terrible que él, otra sombra entre las sombras…

—Entonces tu vida constará de una única noche, larga, sin interrupciones. Solo los fantasmas pueden soportar una noche así. Gente que se ha vuelto blanca, árboles que se han vuelto blancos, la ciudad por la que vagan los fantasmas… Entonces comenzará la larga noche de tu memoria.

Aquella voz… Aquella voz terrible, conocida, triste, había hablado antes conmigo, muchas veces… Se iban abriendo, una tras otra, puertas en mi espíritu; las cerraba enseguida, tiritando por el aire de azogue frío que entraba por ellas…

—Da igual, no tenemos mucho tiempo. Tienes que tomar una decisión ya.

Me incliné hacia el paquete de tabaco y la vela.

—Tienes que tomar una decisión y terminar. La vida es así, simple y sencilla. Inspira, espira, inspira, espira… Simple y sencilla.

Lanzó al espejo una mirada breve, intensa, de desaprobación, pero lo que vio fue solo una imagen manchada y borrosa.

—Te voy a contar una historia que ocurrió hace miles de años —comenzó, cerrando lentamente los párpados, como si descendieran sobre un ataúd.

—No pienso escucharte. Siempre estás haciéndome volver allá —yo hablaba por primera vez. ¿Hablaba de verdad?—. Vienes para recordarme que nunca he logrado salir de allí. Esa oscura celda me persigue dondequiera que vaya. La verdad es que la llevo dentro de mí. Por las noches crece, como las raíces de un árbol. Crece, crece y sale al exterior rasgándome la piel. Se vuelve concreta en el primer hueco que encuentra.

Le mostré mi habitación con la mano:

—Ya ves, me encierro en mí misma como si siempre pintara el mismo cuadro en tres dimensiones. Innumerables litografías de una única imagen de mi vida. Los árboles, el horizonte, el cielo… Donde mire, dentro o fuera, solo veo una pared. Me vuelva hacia el pasado o hacia el futuro, se me cae encima un muro de piedra. Quizá me escondo entre paredes porque no puedo soportar el vacío. La falta de fondo del vacío. Su estruendo…

—Había una vez un hombre —continuó él, impaciente—. En realidad, era una buena persona. En fin, en realidad todos somos buenas personas. Pero este hombre cambiaba cuando se hacía de noche y se convertía en malo. ¿Me entiendes? Las palabras son limitadas. Se convertía en la sombra que reflejaba en la pared. Quizá fuera su esposa quien lo llevó a esta situación. Cuanto peor era el hombre, más le mimaba.

»En aquel país lejano, había un edificio que se envolvía en la oscuridad en cuanto el sol se ponía. De esos edificios de piedra que hay en cualquier país. ¿Te acuerdas? Con la oscuridad caía también un silencio infinito, sin fondo. Los que no conocen pesadillas peores que la muerte lo llaman un silencio mortal. Lo cierto es que era de esos silencios en que no pueden oírse ni las voces del interior del silencio, ni la respiración de la nada.

»Y cuando caía esa terrible oscuridad, la luz de la luna acariciaba los barrotes de las rejas de hierro con sus dedos enfundados en guantes de satén blanco. Tenía un enorme corazón, de un dorado pálido, impecable. Pero un corazón así no puede con la oscuridad. De hecho, ¿no se han inventado las rejas para que no se filtre hacia fuera la oscuridad interior de la gente?

»Y en el tejado de ese oscuro edificio había pájaros. Estos pájaros llevaban siglos transportando incansablemente ramas secas al tejado. Creían que un buen día, cuando hubieran apilado suficientes ramas, el edificio de piedra no aguantaría el peso y se haría pedazos. Pero llegaba el atardecer, soplaba un viento implacable y se llevaba las ramas. Con todo, los pájaros volvían a ponerse manos a la obra cada mañana. ¿Estás llorando? ¿Por qué?

»Y cuando comenzaba la larga noche el hombre ya estaba preparado. Cenaba siempre a la misma hora, se ponía el traje que su mujer le había planchado y salía de casa, siempre a la misma hora. Nadie sabía adónde iba… Primero despacio, luego con pasos cada vez más rápidos, febriles, inexorables, sin vuelta posible. Los pájaros que lo veían se hacían señales, se llamaban de una punta a otra de la ciudad, se avisaban. La luna pálida de corazón de mantequilla se ocultaba detrás de las nubes con la esperanza de que quizá el hombre no encontrara su camino en aquella oscuridad negra como la pez. Pero uno no olvida el camino que sigue en la noche, ¿verdad? Escucha, todavía no he terminado.

»Y cuando aquel hombre sombrío llegaba al edificio de piedra se elevaban aullidos escalofriantes. Gritos que no se interrumpían hasta que salía el sol… Gritaban los pájaros, gritaba la luna, un torbellino de llamas rojas envolvía el cielo. La noche se convertía en un grito infinito, sin fondo. Un grito único, largo, ininterrumpido… Sobre el abismo que se iba hinchando, la noche temblaba como una delgadísima membrana; desnuda y bañada en sangre, se le abrían heridas terribles por todas partes; rasgada, partida, ensangrentada, reventada, sobre sus heridas se cerraban los labios sedientos del vacío. Por fin, se hacía pedazos y se esparcía por los cuatro puntos cardinales. La oscuridad llovía sobre la gente en forma de piedras del cielo, pesadillas y maldiciones, vagaba como una sombra entre los durmientes, cubría sus cuerpos con una nieve negra, llenaba los agujeros más profundos, se filtraba por las venas más ocultas, se lanzaba sobre el sueño como un tigre ciego…Y era entonces cuando comenzaba la noche única, larga, sin fin de la memoria».

Cuando levanté la cabeza hacía rato que se había ido. Su carta seguía sobre la mesa. Abrí el cajón y la dejé con las otras. Fuera al lugar del mundo que fuese, me encontraban. Los muertos me escribían, me contaban cosas que yo ya no era capaz de contar y me llamaban a un lugar al que acabaría por regresar. Me avisaban contra la vida, a causa de la cual yo había huido de mi propia historia. Sabían que el futuro en el que me refugiaba no era sino narrar de nuevo el pasado, una y otra vez. Que lo que me esperaba solo era el espectro del pasado en el exilio, ese único visitante que venía a mi celda, a esa celda oscura y eterna que tenía dentro de mí… No había abierto ni uno de aquellos sobres, pero lo sabía. Lo que contenían eran ramas secas, luz de luna color dorado pálido y un último grito sin dueño.

Pájaros de madera

La puerta de la habitación se abrió de repente y una cabeza roja se asomó al interior. Se oyó la voz impaciente de Dijana, sin aliento:

—¡Vamos, Felicita! ¿Tenemos que esperarte todo el día? Levanta ese culo gordo de la cama. ¡Estás muerta por dentro, chica, muerta!

La puerta se cerró a la misma velocidad a la que se había abierto; fuera quedaron el olor a desinfectante del pasillo del hospital y la voz chillona de Dijana y su hiriente sarcasmo, por superficial que fuera.

Filiz, a la que las enfermas de pulmón llamaban con una ironía incomparable «Felicita» —felicidad—, era una mujer en extremo pesimista, introvertida y recelosa. Su condición de refugiada política, su doctorado en historia, los tomos y tomos de gruesos libros de su habitación, la convertían en una intelectual no demasiado agradable a ojos de las enfermas. «Ah, esa Felicita nuestra —decía Dijana—. Antes que intentar charlar con ella prefiero leerme un libro de oncología. Hay que sacarle las palabras con tenazas». ¡Nuestra flaca y morena Felicita! ¡La que se tragó dos años de cárcel en su país, la que no levanta la cabeza de los libros, la que en diez años no ha sido capaz de hablar alemán sin acento, Felicita!

Filiz se levantó lentamente de la cama. Su larga enfermedad —neumonía de ambos lados y asma crónica— le había enseñado a usar sus fuerzas de manera ahorrativa. Se sometía a los caprichos de su cuerpo, que continuamente le hacía quejosas exigencias.

Saldría del edificio del hospital por primera vez en ocho meses. En la lista de dos horas de permiso que se daba los sábados a las enfermas en recuperación aparecía también el nombre de «Filiz Kumcuoğlu». Dijana, que había convertido en la mayor aventura de su vida hospitalaria el sortear a la enfermera que hacía la guardia nocturna y escamotear los expedientes de las enfermas, estaba al tanto de la noticia desde el lunes. Por eso le había preparado «una gran sorpresa». ¡El Amazonas Expreso! Filiz se había ganado el derecho a compartir el gran secreto de las enfermas del tercer piso, a montarse en el Amazonas Expreso. Lo cierto es que Filiz no esperaba nada. Como mucho, irían al pueblo de T., el único lugar habitado en un radio de treinta kilómetros y se tomarían un par de copas. Quizá los mozos y los hombres del pueblo se encontraran allí con las enfermas, tan consumidas como ellos. ¿Qué otra cosa podría hacerse en medio de la Selva Negra?

Justo al cruzar la puerta, Filiz recordó de repente una historia que había oído hacía veinte años por lo menos y que había enterrado en un rincón recóndito de su memoria. A principios de siglo, las mujeres enfermas de tuberculosis del sanatorio de la isla Heybeli iban por la noche a escondidas al bosque y allí hacían el amor con los enfermos varones. Mujeres que caminaban llevando antorchas, con camisones blancos, de tez pálida, condenadas a muerte… No creía que la historia fuera cierta, pero la encontró poética y trágica. La poesía hacía mucho que había desaparecido de su vida y sus tragedias personales se habían multiplicado de tal manera que le habían secado la savia de su existencia como plantas parásitas.

¡Sal por la puerta doble de cristales! Dale la espalda a ese rótulo serio, gris, cejijunto, de «Hospital de T. Servicio de Enfermedades Pulmonares» y echa a andar rápido, sin mirar ni a izquierda ni a derecha, hasta donde termina la sombra gigantesca del edificio. Detente justo allí, en las fronteras del imperio del sol, contén la respiración y da muy despacio ese único paso, el paso que te sacará de la sombra. De forma que hasta el mezquino sol del norte te caliente en un momento la espalda, y tú ¡convéncete de que puedes borrar de tu mente el pasado por completo! Deja que el sol haga pequeños trucos con tu pelo, que el bosque se vista de colores crudos, que se borren las líneas del mundo, que la realidad se convierta en pura luz.

Filiz recordó a Nadezhda, que soñaba que si levantaba los brazos podría volar hacia el cielo, la desdichada Nadezhda de El duelo de Chéjov. Ella se veía como una heroína de Chejov. Puede que en ese momento también pudiera convertirse en un pájaro, pero como mucho un pájaro de madera. Un pájaro sin vida, inútil, grotesco, con alas que no sirvieran para volar sino para producir ruidos mecánicos. La llenó una emoción dolorosa. Quería llorar y reír al mismo tiempo, vivir y morir.

—¡Vamos, Felicita! Te has quedado parada como una momia. Se nos hace tarde.

A Dijana la acompañó la voz de contralto de Gerda, áspera por el tabaco y la tuberculosis:

—¡Vas a perder el Amazonas Expreso!

El grupo reunido ante la puerta del jardín estaba compuesto por seis mujeres. «Tres extranjeras, tres alemanas, tres tísicas, tres asmáticas —las clasificó rápidamente Filiz—. Las alemanas están todas tísicas, las del tercer mundo estamos asmáticas. Aunque era de esperar lo contrario». Había dos alemanas rubias, altas y bien plantadas que habían conseguido permanecer fuertes a pesar de la tuberculosis: Martha y Gerda (en realidad Gerda no era demasiado alta, y tampoco se la podía considerar rubia, pero los ojos de Filiz, insensibles a los detalles personales, las consideraban iguales y les habían otorgado la representación de la clase trabajadora en aquella pequeña comunidad). A Filiz le asustaba un poco la fuerza física de aquellas mujeres, su rudeza, la decisión que demostraban al defender sus intereses, y, por otro lado, las envidiaba en secreto. La tercera alemana era Beatrice, una ex heroinómana de veinte años, delgada como un tótem y con las mejillas hundidas. A Filiz siempre le daba pena verla con su pelo castaño cortado muy corto, los ojos tristes, que siempre parecían estar buscando algo que hubiera perdido, y su cuerpo de adolescente que recordaba a un árbol seco. Dijana, la raposa roja y comedianta que salía de debajo de cualquier piedra, a la que nunca le importaba nada un comino y que nunca se enfadaba por nada excepto si la llamaban yugoslava en lugar de croata. Y Graciela, la argentina…

 

Graciela era la única enferma en el sanatorio a la que excluían tanto o más que a Filiz. Ver entre las enfermas de pulmón a aquella mujer seca, privilegiada de nacimiento, descrita unánimemente con adjetivos como «selecta, elegante, culta», era un buen ejemplo del desagradable sentido del humor de la vida. Medía como uno cincuenta y ocho (más baja incluso que Filiz) y tenía una constitución menuda y graciosa. El pelo liso, con flequillo, las cejas «Marlene Dietrich» que no descuidaba ni aunque estuviera en un hospital y los ojos almendrados capaces de lanzar miradas al mismo tiempo cálidas y frías como el hielo le habían ganado el sobrenombre de «Evita». Era la favorita de médicos y enfermeras; se comportaban con ella como si fuera un jarrón antiguo, frágil y sin par. De hecho, daba la impresión de que el mundo entero debía tratarla con cuidado y delicadeza. No obstante, Filiz intuía su dureza tras las líneas perfectas de su cara, que recordaban una figurita de porcelana. Graciela tenía una sonrisa que asustaba a la gente. Con ella, Filiz se acordaba de su maestra de primaria, una señora simpática y muy fina que siempre llevaba un fular y que en el momento en que entraba en el aula se transformaba en una torturadora de primera.

La primera vez que la vio la tomó por una visitante que hubiera caído por error en la cantina de enfermos. Graciela estaba en una mesa individual junto a la ventana. Llevaba una falda estrecha de terciopelo negro y una blusa con los vistosos botones abiertos hasta la línea del pecho. Entre ambos pechos, muy atractivos, relucía un colgante en forma de corazón. Completaban su aspecto unos zapatos «de tango», con tacón alto y hebilla, y unas medias de nylon. Entre los enfermos que se paseaban en chándal y sandalias y con el pelo grasiento, lucía tan anómala como una rara flor tropical. Un día Dijana, la editora del periódico de rumores del hospital, se metió estrepitosamente en el cuarto de Filiz y le desveló el secreto:

—¿Sabes? Esa argentina, Evita, era exactamente igual que tú.

—¿Qué quiere decir «igual que yo»?

—O sea, refugiada política. Cárcel, tortura y tal. Así fue como se le fastidiaron los pulmones, de hecho. Su ex marido era diplomático; los dos venían de familias muy ricas, muy antiguas y tenían amigos muy importantes. Pero, ya ves, él le pisó el callo a alguno y emitieron una orden de arresto en su contra. En dos horas puso pies en polvorosa, dejando atrás a su mujer. Estuvieron dos meses intentando hacer hablar a Graciela pero no consiguieron que dijera dónde estaba su marido. Puede que no lo supiera. ¿Puedes creértelo? Esa tipa tan remilgada. No hay que fiarse de las apariencias…

Para Filiz aquello fue un golpe demoledor. Como si se hubieran burlado de sus dolores más hondos, como si con su personalidad y su historia hubiera devaluado a Filiz K. En su interior había hecho de sí misma una heroína mitológica y solo era capaz de seguir viviendo si creía en aquel personaje. El recuerdo del pasado terrible era una necesidad para demostrar que existía, y le había levantado un rincón sagrado en su espíritu. Y ahora aquella advenediza escupía a la cara a sus iconos. ¿Con qué derecho se atrevía a ser dueña de las mismas tragedias que Filiz la fuerte, la temeraria (así era como se definía ella), que había pagado un precio por sus principios y sus creencias? ¡Y por amor a un tipo miserable, barrigudo y con dos amantes!

La caravana de enfermas caminaba por la estrecha carretera de asfalto que, retorciéndose como una serpiente oscura, iba hacia el valle de T. Ya desde el principio del viaje se había producido una mitosis. La vanguardia, compuesta por Dijana y las dos fornidas alemanas, se había sumido en una conversación intrascendente. Una charla de sábado compuesta de temas que a Filiz no le interesaban lo más mínimo y que saltaba de rama en rama. Una detallada murmuración sobre los médicos —demostraban preferencia por los más guapos de ellos y celos de ellas—, las comidas de la cafetería, que el café no había quien lo tomara, programas de televisión, comparación entre Banderas y Pitt, etc. Mientras las alemanas apoyaban a Banderas, Dijana, admiradora de la raza germánica, defendía a Pitt. Un par de recuerdos pertenecientes a la época anterior al hospital… En la fábrica en la que Martha había trabajado hacía cuatro años encontraron el cadáver completamente desnudo y degollado de una obrera. Gerda también tenía unas cuantas historias de asesinatos en su patíbulo particular: sacó uno de ellos del congelador para servirlo calentito. En cuanto a Dijana, cuya familia vivía en Bosnia, ni mencionó la violencia, se refugió tras un silencio que iba creciendo como un alud.

Beatrice, que no acababa de decidir adónde pertenecía, caminaba sola. A solas con su mundo interior. Trataba de saborear la extraordinaria tarde de septiembre sin desperdiciar ni una gota, el valle verde esmeralda que se extendía ante ellas, las dos horas de libertad. Parecía contenta, y aquella felicidad en su destrozado rostro juvenil, por alguna razón, era más conmovedora que una expresión llena de amargura.

Filiz se acercó a Graciela e intentaba inútilmente encontrar algo de lo que hablar. El silencio entre ellas era largo y espinoso.

—La verdad es que me ha sorprendido verte en el Amazonas Expreso.

—¿Por qué? —le preguntó secamente Graciela. En los ojos le brillaba una fría llama. Era el reflejo de la ira que llevaba años guardando como una joya en su interior—. No te han dicho dónde vamos, ¿no?

—No, se lo han guardado para ellas, como si fuera un gran secreto.

—Realmente es un gran secreto el Amazonas Expreso —(tono de voz sarcástico y taimado, sonrisa como una cicatriz)—. Hasta a ti te sorprendería.

—Supongo que vamos al pueblo.

Graciela se llevó a los labios uno de los dedos de largas uñas pintadas con laca rojo cereza.

—Chiiist —dijo como la enfermera del cartel de «¡Silencio!» del hospital.

A Filiz se le quitaron las ganas de continuar la conversación y tampoco se atrevía a hacerlo. Se dedicó a disfrutar del paseo. Estaba fuera después de ocho meses, caminaba por un bosque de cuento, aspiraba un aire sosegado, puro y sabroso como el agua. Un aire que al llenar sus agotados pulmones la purificaba de toda la suciedad del pasado. Un sol amable y generoso, una infinitud verde que se extendía hasta el horizonte y la felicidad simple, sencilla, extraordinaria, de poder caminar sin límites, como le apeteciera… Sin que le salieran al paso puertas cerradas… Puertas de pabellón con barrotes de hierro, puertas de hospital con el número de habitación, que no dejaban pasar el sonido y con las bisagras engrasadas… Desde luego, alguien sano no podía entender el placer infinito de ser capaz de usar libremente las piernas, de ser capaz de transportar el propio cuerpo. Filiz percibió el aroma particular e incomparable del bosque. No era un olor dulce y doméstico como el de la hierba recién cortada del hospital, era tosco y terrenal, mareante. O quizá lo que mareaba a Filiz era ese extraño silencio, que el valle de T. se extendiera ante ella como una alfombra verde de trama bien prieta, o que las colinas parecieran estar guiñándose a sus espaldas. En el valle, que la luz otoñal ahondaba, el sol y la sombra libraban una guerra interminable por ocupar aquella tierra. A lo lejos se distinguía la cruz brillante como el oro de la iglesia del pueblo. «Todo está tan reluciente y tan libre de preocupaciones que da tristeza», pensó.

Beatrice se aproximó al grupo de las mujeres morenas con las manos llenas de fresas silvestres. Debía de haber superado su crisis de identidad y decidido que su lugar estaba entre «extrañas». El lazo trágico que atraía a aquellas dos antiguas reclusas también había atrapado a Beatrice y se la tragaba como la tela de una araña venenosa. La heroína le enseñó lo que eran la soledad, la desesperación, el hundimiento y, a pesar de ser la más joven de todas, era también la que había conocido más de cerca la muerte. La había llevado en su cuerpo semiinfantil. Las otras habían luchado por creer en la vida, por aferrarse a ella, por participar en ella, y seguían haciéndolo; sin embargo, Beatrice ya a los dieciséis años había renunciado a la vida. Heroína, prostitución, hepatitis, tuberculosis… Había recibido golpes mortales uno tras otro, pero en cada ocasión se había levantado como un boxeador que se pone en pie al contar nueve, antes de que suene el gong del K.O., y había seguido aguantando la paliza.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?