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Proceso a la estética
Proceso a la estética
Introducción y traducción de Vicente Jarque
Armando Plebe
Col·lecció estètica & crítica
Director de la col·lecció:
Romà de la Calle
L’edició d’aquest volum ha comptat amb la col·laboració de Galeria Lluís Adelantado i de Galeria Rita García, de València
Títol original: Proceso all’Estética
© Edició italiana: La Nuova Italia Editrice
© De la traducció: Vicente Jarque, 1993
© D’aquesta edició: Universitat de València, 1993
Disseny de la coberta: Manuel Lecuona
Disseny de l’interior, fotocomposició i maquetació:
Servei de Publicacions de la Universitat de València
I.S.B.N.: 978-84-370-9373-4
Edició digital
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN La estética bajo sospecha
PROCESO A LA ESTÉTICA
PRIMERA PARTE La crisis de la estética
I.LA CRISIS DE LA ESTÉTICA SISTEMÁTICA
1.El ocaso de la estética psicológica alemana
2.La crisis de la estética idealista
II.¿ESTÉTICA, LINGÜÍSTICA O SEMÁNTICA?
1.Aventuras lingüísticas, estilísticas y simbólicas de la estética
2.Simbolismo y semántica en la crisis de la estética
III.LA CONTRIBUCIÓN DE J. DEWEY A LA CRISIS DE LA ESTÉTICA
1.La crítica de las determinaciones y los confines del arte
2.La crítica a la estética filosófica
SEGUNDA PARTE El proceso a la estética
IV.EL PROCESO SEMÁNTICO A LA ESTÉTICA
1.La condena semántica de la estética
2.Polémicas y teorías consiguientes a la condena
V.EL PROCESO ESPECULATIVO A LA ESTÉTICA
1.La crítica de U. Spirito a la estética como ciencia filosófica
2.La crítica de las categorías estéticas y el empirismo de la estética
VI.DISCUSIONES COHERENTES E INCOHERENTES EN DEFENSA DE LA ESTÉTICA
1.Justificaciones de la estética en el ámbito de la semántica
2.Justificaciones relativistas de la estética
3.La reacción croceana al proceso a la estética
TERCERA PARTE: El significado de la crisis y del proceso
VII.DIFICULTADES DE ALGUNAS CORRIENTES CONTEMPORÁNEAS DE LA ESTÉTICA
1.La estética ‘fenomenológica’
2.La estética ‘científica’
3.La estética marxista
4.La estética existencialista
VIII.DE LA ESTÉTICA A LAS ESTÉTICAS
1.¿Es posible una estética filosófica?
2.De la estética a las estéticas
INTRODUCCIÓN:
La estética bajo sospecha
I
La estética ha sido siempre –y aun hoy parece que sigue siendo– una rama algo peculiar, incluso en relación a las demás especialidades filosóficas mejor establecidas. El rasgo que con mayor nitidez la distingue de ellas es, posiblemente, esa rara ambigüedad que deriva de su incierta posición entre la filosofía de la práctica y las disciplinas teoréticas clásicas, como la epistemología o la ontología. Sucede así que, aun cuando su objeto pueda parecer a primera vista relativamente bien determinable, es decir, teóricamente abarcable, la realidad es que las solicitaciones y los compromisos a que se ve sometida acaban por resultar tantos y tan dispares, que ha tendido a discurrir históricamente diluida en un irregular conjunto de consideraciones bastante heterogéneas.
Es cierto que ya Kant logró asignarle un digno lugar como puente de plata entre el saber y el deber, entre la esfera del puro conocimiento teórico en que se fundaba «el seguro camino de la ciencia» y el universo de los fines racionales que apuntaban, más allá de la experiencia sensible, hacia lo estrictamente inteligible. Allí ubicada, la experiencia estética estuvo por fin en condiciones de ganarse su relativa autonomía ejerciendo como mediación privilegiada entre ambos territorios. Pero tal función mediadora no podía sino aparecer determinada por esa vaciedad intrínseca que afecta a todo aquello que sólo es camino o vehículo, espacio de tránsito pasiva y generosamente abierto a cualquier contenido. Incluso el kantiano Schiller, con sus célebres ideas sobre el impulso de juego y su más intensa conciencia del problema histórico, quedó todavía preso en el marco de esa orientación formalista que hacía del arte un dócil receptáculo de indefinidas representaciones utópicas o, en su caso, una especie de sala de espera donde podían acomodarse los círculos restringidos de las almas bellas, delicadas idiosincrasias descompuestas por una modernidad que empezaba a revelarse desgarradora.
Y no deja de ser significativo que fuese también una profunda carga de experiencia histórica concreta, precisamente la que le inocularon los primeros románticos, la que orientase la estética más allá del formalismo kantiano. Poco después, Hegel se hallaría en condiciones de extraer las consecuencias de la naciente conciencia del arte moderno, del espíritu crítico y radical de aquel temprano romanticismo alemán con el que había tenido ocasión de familiarizarse desde su época de Tubinga, en su convivencia con Schelling y Hölderlin, hasta su traslado a Jena, donde la influencia de Schlegel y su extinto Athenäum comenzaba a declinar. En efecto: la mediación estética había de ser absoluta, pero su contenido de verdad tenía que ser histórico. Fue entonces cuando comenzó a gestarse la primera teoría estética concebida enteramente como filosofía del arte. Y fue entonces también cuando se desencadenó el proceso que llevaría la estética a su condición actual de disciplina dispersa o, si se quiere, de abigarrada corte de la confusión.
Puesto que no es difícil percibir la gran diferencia que existe entre ocuparse de la belleza en general –o de su experiencia– o bien del arte en particular. En cuanto que teoría de la belleza o del gusto, favorecida por la presunta estabilidad de su objeto, la estética podía aún avanzar serena, moverse al ritmo relativamente parsimonioso de la filosofía. En cuanto que teoría del arte, sin embargo, no podía ya dejar de introducir en su seno la variable realidad empírica de las distintas artes y, de algún modo, acompasarse a un devenir imprevisible, fragmentario y progresivamente acelerado: un curso histórico que, con el advenimiento de las vanguardias, alcanzaría un ritmo tan enloquecido, que la estética se ha convertido en una de las disciplinas filosóficas más comprometidas, para bien y para mal, con la más inmediata y casi periodística experiencia de las cosas.
Pero el pensamiento estético de Hegel supuso un punto de inflexión también en otro sentido diferente, aunque relacionado con lo anterior. De hecho, la radical historización hegeliana de la experiencia estética se llevó a cabo en un contexto donde, como es bien notorio, lo decisivo era la absolutización de la historia misma. Esto permitió al arte mantenerse en su posición de agente mediador hacia lo absoluto, pero sólo a cambio de presentarse en lo sucesivo como una mediación todavía inmediata, relativamente pobre en determinaciones y ya superada por la religión, y finalmente por la filosofía, como manifestación del Espíritu Absoluto.
Dicho de otro modo: nos encontramos con que la primera estética concebida como filosofía del arte es también la primera que parte de la premisa de que el arte es algo ya periclitado, una eines Vergangenes. De más está recordar que este tipo de ideas apenas tenía una relación tangencial con actitudes nostálgicas de sesgo más o menos clasicista. Es cierto que Hegel veía los antiguos modelos griegos como la más perfecta expresión sensible del absoluto, pero es claro también que no se trataba de una cuestión de mero gusto personal. La afirmación de que las bellas artes habían entrado en una fase de decadencia, incluso la opinión de que virtualmente se habrían extinguido, la formuló por vez primera el romano Petronio en su Satiricón, y desde entonces ha sido reiterada en demasiadas ocasiones. Pero quizá fuese no sólo erróneo, sino más bien imperdonable, empobrecer la enseñanza de Hegel reduciendo su pensamiento estético a semejantes trivialidades. Por el contrario, la idea de que el arte se halla en un estado de después concuerda bastante ajustadamente con su definitiva pérdida de ingenuidad y remite a la necesidad, característicamente moderna, de incluir en la obra un elemento de reflexión sobre sí misma y, por tanto, un elemento de negación de la apariencia estética en el seno de la propia apariencia artística.
II
Con la quiebra del gran paradigma idealista, la filosofía del arte entró en una fase bastante difícil y un tanto esquizoide: mientras los mejores pensadores, como Schopenhauer o Nietzsche, o incluso los socialistas, apuraban las últimas oportunidades de integrar la experiencia estética en uno u otro modelo filosófico de cierto rango, nihilista o revolucionario, los teóricos más o menos impresionados por la ideología positivista trataron de convertir la estética en una disciplina particular dentro del ámbito de las llamadas ciencias humanas, cuando no se esforzaban en diluirla en el variopinto, y en general poco brillante, conjunto de las distintas teorías de las artes particulares. El resultado fue un lamentable alejamiento mutuo de arte y filosofía, lo cual, como es obvio, no podía conducir sino a un radical empobrecimiento de la filosofía del arte.
Por eso sucedió que, con el advenimiento de las vanguardias a principios de nuestro siglo, la estética se vio sumida en un estado de perplejidad que podría parecer cercano a la catatonía. En efecto, y a pesar de ciertos puntos de convergencia meramente ocasionales, ni las corrientes intuicionistas o neoidealistas a la manera de Dilthey o Croce, o de los teóricos de la Einfühlung, ni las adustas orientaciones fenomenológicas, ni, por supuesto, las neopositivistas, se propusieron seriamente dar cuenta del extraordinario vuelco histórico que estaba teniendo lugar en esos mismos momentos en los dominios del arte.
En realidad, aparte de los precedentes singulares de Bloch y Benjamin, y frente a los desarrollos clásicos de Lukács, habrá que esperar casi hasta Adorno para encontrar una teoría estética plenamente elaborada en función de las concretas exigencias y los problemas suscitados por el arte más avanzado de nuestro siglo. Entretanto, las corrientes anglosajonas –las de la llamada filosofía analítica– han discurrido hasta hace poco, por lo general, elegantemente distantes de la procelosa y complejísima realidad empírica del arte, y en particular del arte contemporáneo, fingiendo ignorar las noticias de la historia y pretendiendo que una determinada categoría estética podía ser elucidada con independencia de la plural e inabarcable realidad de las artes. En cuanto a la semiología, como su propio nombre indica, no es filosofía.
Un panorama tan confuso no podía desembocar sino en la consagración del desorden. Ésa es precisamente una buena manera de caracterizar la situación actual. Ante la aparente deserción de los filósofos, ausentes de la escena por razón, según parece, de permiso por asuntos propios, han tenido que ser los historiadores, los sociólogos, los críticos y hasta los artistas mismos quienes han asumido la tarea de construir ese discurso que la estética contemporánea no ha sabido articularles. Ahora bien, el problema estriba en que la pérdida de autoridad de la filosofía en los dominios de la experiencia estética, e incluso en otros dominios aparentemente más centrales, ha tenido como consecuencia inevitable una insuficiente fundamentación de la historiografía y de todas las demás ciencias del arte, así como de la crítica y, por supuesto, de la reflexión autónoma de los artistas sobre su propio trabajo.
Así pues a nadie puede extrañar que, ante la carencia de un paradigma filosófico provisto de un mínimo de credibilidad, la experiencia estética haya tenido que ser teorizada, cuando no es contemplada desde los distan-tes territorios de la academia, en un estado de dispersión demasiado próximo al de la dispersión misma del arte. Por eso tiende a ser habitual que la reflexión estética se nutra hoy de los discursos más heterogéneos, muchas veces interesantes, pero siempre abiertamente fragmentarios, relativamente arbitrarios y, por tanto, generalmente inconsistentes.
¿Acierta entonces Baudrillard, cuando sostiene que nos hallamos en la era de la transestética? No, podríamos responder, si por «transestética» se entiende la consagración del aperçu, la celebración de la sugerencia ingeniosa o el mero apunte aislado como germen de un discurso retóricamente hinchado y puramente ocasional. Por otro lado, sin embargo, puede que Baudrillard sí acierte en la medida en que su diagnóstico se refiera a la idea de que la estética no puede ya, no sólo seguir concibiéndose como una doctrina de la belleza, lo cual es obvio, sino tampoco presentarse como una teoría del gusto a la manera ilustrada, y ni siquiera como una rigurosa filosofía del arte al estilo posthegeliano. Puesto que, de hecho, la estética se ve hoy determinada por unas exigencias que ya no se limitan a las de sus objetos tradicionales (la belleza, el gusto, el arte), sino que ha de incluir, por ejemplo, la experiencia vehiculada por la cultura de masas, un universo en el que intervienen tantos factores, que la vieja esperanza moderna de delimitar estrictamente los dominios de lo estético debería ser revisada y, tal vez, incluso abandonada.
III
Este que he tratado de describir es el panorama desde cuyo marco se habría de leer el texto que aquí presentamos. Armando Plebe en realidad experto, sobre todo, en estética antigua, lo publicó en 1959 como un libro de batalla, y desde entonces lo ha reeditado en diversas ocasiones como ilustración, precisamente, de la existencia de un debate inconcluso. Su intención primera fue la de someter la estética de nuestro siglo a una especie de examen de conciencia, una revisión de sus debilidades e inconsistencias, un análisis de urgencia del que pudiera salir reforzada y en disposición de afrontar los nuevos desafíos que le viene presentando la cultura contemporánea.
Entre tales desafíos, por cierto, no es el menor el que deriva de la pérdida de funcionalidad del concepto mismo de arte, un término que, como el propio Plebe viene a reconocer, hace ya tiempo que ha dejado de ser útil para conferir unidad a ese conjunto de problemas que involucran cosas tan dispares como una catedral gótica, un cuadro de Mantegna, un cuarteto de Schubert, una canción popular, una construcción de Tatlin, un poema dadaísta, una novela de Kafka, una película de John Ford o incluso las bodas de un audaz escultor con una célebre actriz porno.
Plebe asume como punto de partida la crisis de la estética sistemática, fruto tardío de la crisis general de los sistemas filosóficos, cuyos últimos vestigios importantes fueron los representados por las corrientes neogehelianas de un Croce o un Collingwood. Con el idealismo, durante las primeras décadas de nuestro siglo, caerían también las estrategias subjetivistas al estilo de las aparecidas en el contexto de la teoría de la Einfühlung, cuyos fundamentos habían quedado ya por debajo del nivel de conciencia históricamente alcanzado por la filosofía contemporánea. Otro flanco crítico derivaría del renovado interés teorético por el problema del lenguaje y por los procesos de significación en general: desde la estilística de Vossler hasta la semiótica conductista de Morris, pasando por la semántica de Ogden y Richards, y por la teoría de las formas simbólicas de Cassirer. Un tercer flanco fue el que abrió el pragmatismo de Dewey, ese «hombre auténticamente libre» (como le calificase Adorno) cuyo esfuerzo por vincular el arte a la experiencia humana no podía sino conducir más allá de los límites de la tradición estética.
Y tras la crisis, el proceso: Plebe lo ubica sobre todo en el contexto anglosajón, en lo que atañe al lado empírico y semántico, y en el italiano, en cuanto a la tradición especulativa inaugurada por Croce y proseguida incluso por alguno de sus críticos. Con un examen escasamente piadoso (tal vez sea éste el punto en que el autor se muestra menos objetivo) de las corrientes dominantes de la estética hacia mediados de siglo –la fenomenología, las corrientes positivistas, el marxismo y el existencialismo, en cuyo marco ubica a Heidegger–, Plebe nos sitúa ante la que habrá de ser su propia propuesta: la de una estética filosófica crítica de la tradición, y orientada, sin embargo, hacia una suerte de metafísica débil entre el historicismo y el vitalismo (una determinación ciertamente espinosa, aunque no desdeñable), en convivencia con una pluralidad de estéticas particulares –poéticas– de las que extraer materiales para la reflexión.
En cualquier caso, lo que Plebe consigue ofrecernos es un ágil repaso de algunas de las corrientes que con mayor énfasis, aunque con diferente suerte, se han venido ocupando principalmente del problema institucional de la estética, de su lugar, su función y su sentido en el contexto del pensamiento contemporáneo. Será tarea del lector establecer no sólo en qué medida Plebe hace verdadera justicia a las concepciones que expone (y si son todas las que están o están todas las que son), sino también hasta qué punto resultan convincentes sus propios argumentos alternativos. Pero de lo que no cabe duda es de que este libro puede ayudar a reflexionar acerca del presente y, sobre todo, acerca del previsible porvenir de la estética: esa disciplina de tan complicada inserción en el contexto del saber institucional, esa parte de la filosofía de la que Walter Benjamin llegaría a decir que era la peor en orden a embarcarse en la dudosa aventura de una carrera universitaria. Puede que justamente por eso resulte hoy tan atractiva.
Vicente Jarque
Valencia, marzo de 1993
Proceso a la estética
PRIMERA PARTE
La crisis de la estética
I.
La crisis de la estética sistemática
1.El ocaso de la estética psicológica alemana
Hace aproximadamente ochenta años, en 1906, cuando estaba de moda en Alemania la doctrina estética de la empatía (Einfühlung), que creía haber hallado al fin la clave passe-partout para resolver todo problema estético, aparecía aquel libro de indudable genialidad que fue la Ästhetik und allgemeine Kunstwissenschaft, de Max Dessoir. Eran años de fermentación; Johannes Volkelt, gran representante de la doctrina de la empatía, había publicado el año anterior el imponente primer volumen de su System der Ästhetik, 600 densas páginas; y justo al mismo tiempo co-menzaba la teoría croceana a aflorar en el mundo germánico a través de la primera traducción alemana de la Estética (que es precisamente de 1905) y de la obra de Vossler. En aquel fervor de estudios estéticos aparecía Dessoir afirmando un principio de cuya gravedad acaso él mismo no se daba cuenta del todo, pero que estaba destinado a alimentar una crítica cada vez más radical no sólo contra la estética de la empatía, sino contra la estética filosófica en general. «Las metáforas con las que trabajan los teóricos de la estética –decía– no son la expresión genuina de un proceder científico, sino tan sólo su armazón lingüística».1 De hecho, la culpa que Dessoir reprochaba aquí a los teóricos de la empatía era de un más amplio alcance: ¿Cuántas presuntas soluciones definitivas del problema estético no reposaban justamente en este trueque de una terminología verbal por una peculiaridad metafísica? ¿Cuántos sistemas de estética no debían su fortuna justamente a haber conferido una consistencia científica y metafísica a una pura expresión terminológica? Éste era el peligro, que Dessoir denunciaba, de las alles erklärende Formeln, de las fórmulas explica-todo que amenazaban con sobrevolar la concreción de los problemas en la ilusión de que el único y verdadero cometido de la estética sería el de encontrar la fórmula.
Una de estas célebres fórmulas, la de la empatía, se hallaba por entonces en la cima de su florecimiento; otra, la croceana del arte-intuición, iba afirmándose rápidamente. El problema que entonces se planteaba con urgencia era éste: ¿puede una doctrina filosófica tener derecho a introducir propiamente una fórmula-clave para explicar fenómenos tan concretos y circunstanciados como son los del arte? No debe asombrarnos que fuese Alemania el lugar donde surgía esta cuestión fundamental; Alemania y Austria tenían a este propósito casi una tradición de crítica y de escepticismo frente a la estética; Grillparzer y Hebbel se habían divertido componiendo epigramas de escarnio contra los filósofos del arte y, antes aún, el propio Goethe no se había ahorrado su sarcasmo contra ellos.2 Pero lo más interesante es que, en Alemania, ni los mismos teóricos de la empatía habían permanecido indiferentes a esta skepsis.
Si queremos cerciorarnos del aflorar de este problema institucional, incluso en los teóricos de las fórmulas, no tenemos más que hojear el primer volumen del System der Ästhetik de Volkelt, del que anteriormente hablaba. Su segundo capítulo se titula precisamente «Posibilidad de la estética como ciencia», y es una defensa de la posibilidad de una estética filo-sófica; defensa que no sólo presupone la existencia de una crítica vigorosa, sino que refleja la propia perplejidad de su autor. «Desde muchos flancos –reconoce– se confronta la estética con una cierta antipatía (Ungunst). Y para el teórico de la estética resulta particularmente desagradable el hecho de que sean precisamente los creadores de lo bello, los artistas, los que tan a menudo se enfrentan a su ciencia sin comprensión, cuando no directamente con desprecio o con escarnio».3 Admitido esto, Volkelt reducía la cuestión a un problema más restringido, para poder dominarlo con mayor facilidad. Sostenía, en efecto, que la desconfianza que se alimentaba contra la existencia de una estética científica (antigua en cuanto a la historia de la estética) estaría originada en el problema de la variabilidad e inestabilidad de los sentimientos y de los juicios estéticos. Y de este modo, ante la constatación de la variabilidad del gusto estético, le era fácil objetar la constatación opuesta de que sobre el gusto se ha acostumbrado discutir, y así reconducir toda la cuestión de la antinomia formulada por Kant, en la que a la proposición de que «cada uno tiene su gusto» se opone la de que «sobre el gusto se puede discutir».4
La solución que Volkelt ofrecía al problema kantiano de la antinomia del gusto era, por tanto, la de un historicismo de tipo hegeliano. Esto es, después de haber distinguido tres clases de variabilidad del gusto estético, en el tiempo, en el espacio y de individuo a individuo, Volkelt remitía esta variabilidad a un desarrollo histórico del gusto, el cual estaría más o menos evolucionado según la época, la región o el individuo. Pero lo más notable en esta posición no era tanto la solución por ella ofrecida cuanto el hecho de que, a diferencia de Hegel, él extraía de este historicismo la deducción de la imposibilidad de una estética absoluta. «La estética debe reconocer abiertamente que no quiere ni puede ser una estética absoluta, sino que se produce únicamente desde la perspectiva de aquel grado de evolución del sentimiento estético que el teórico de la estética juzga como el más evolucionado».5
Pero ¿cómo podía no proclamarse absoluta una estética como la alemana de los inicios de siglo, la de Theodor Lipps, Karl Groos o el mismo Volkelt, una estética que pretendía haber hallado en el fenómeno de la empatía la explicación del milagro del arte? Cierto es que la fórmula de la empatía, inventada, como es notorio, por Robert Vischer (el hijo del célebre Friedrich, discípulo de Hegel), había sido presentada ya en formas tan diversas y tan opuestas entre sí, según el filósofo por el que era sostenida, que la estética de la empatía ya no era, en verdad, más que un nombre que en cada caso recibía un nuevo significado. Antes bien, la misma historia de esta estética era la mejor confirmación de la vanidad de las alles erklärende Formeln de las que hablaba Dessoir. No se trata ya de que la teoría de la empatía se redujese, como afirmó expeditivamente Croce,6 a una simple hedonística; pero la verdad era que en 1905 muy poco quedaba de la auténtica teoría de Vischer acerca del arte como empatía. Vischer había hablado de Einfühlung en el sentido de que «la intuición ideal introduce en el objeto, contemplándolo, un sentimiento que no está contenido en él».7 Pero si tomamos la teorización de la empatía artística que ofrecía Karl Groos en su volumen Der ästhetische Genuss, en 1902, nos encontramos ante un lenguaje muy diferente; aquí empatía no significa ya una simple proyección de los sentimientos del hombre sobre un objeto contemplado que no los con-tiene, como quería Vischer. Aquí empatía significa una imitación interior (innere Nachahmung) en virtud de la cual el hombre revive después y a la vez (mit-und nach-erleben) la experiencia contenida en el objeto.8 Ese mis-mo año de 1902, otro teórico de la empatía, Th. Lipps, interpretaba el sen-timiento como una vivencia del yo (Ich-Erlebnis) sentando las bases de un sistema de estética, cuyo primer volumen aparecía el año siguiente, fundado en una interpretación de la empatía como la conversión de una percepción en un sentimiento.9 A su vez, Volkelt insistía en la stimmungssymbolische Einfühlung (término poco menos que imposible de traducir, que se podría entender como empatía del simbolismo evocativo); donde la empatía se transformaba en la capacidad de la que puede estar dotado un objeto para evocar simbólicamente en nosotros imágenes de un orden diferente.10
Todos estos pensadores –Lipps, Groos, Volkelt–, habían enarbolado la bandera de la estética de la empatía y, sin embargo, no sólo cada uno de ellos entendía por empatía una cosa distinta, sino que ninguno de los tres empleaba el término según el sentido en el que había sido ideado por Robert Vischer, esto es, como una proyección de los sentimientos humanos sobre el objeto contemplado. ¿Qué es lo que quedaba entonces de la fórmula de la empatía? Eine schablonenhafte Versprachlichung; «una terminología estandarizada»; así la definía Dessoir, a quien hemos citado al principio.11 Y, frente a la crítica de Dessoir, ni siquiera Volkelt, el más aguerrido de los teóricos de la empatía, supo nunca ofrecer una defensa concluyente. O mejor, la debilidad de su defensa no hizo sino confirmar todavía más la insostenibilidad de la fórmula. En efecto, cuando en 1914 publicó el tercer grueso tomo de su System der Ästhetik, escribía en una nota: «Yo quisiera decir a algunos críticos que no me siento en absoluto afectado por lo que ellos objetan, puesto que dirigen sus objeciones contra una forma tan tosca de la teoría de la empatía como nunca me ha venido a la cabeza».12 Pero ¿no era esto mismo el mejor reconocimiento por parte de Volkelt de la in-sostenibilidad de un verdadero contenido especulativo de la fórmula de la empatía, desde el momento en que bajo este título podían quedar incluidas las teorías más dispares?
Todo esto tenía en realidad un significado de mayor alcance. Significaba, en efecto, que bajo la apariencia de un rozagante florecer de los sistemas de estética se ocultaba una muy profunda crisis de la estética sistemática alemana. Era verdad que en el espacio de tan sólo cinco años, desde 1900 a 1905, habían aparecido en Alemania no menos de seis notables sistemas de estética; la Allgemeine Ästhetik de J. Cohn (1901), Das Wesen der Kunst de K. Lange (1901), Der ästhetische Genuss de K. Groos (1902), el primer volumen de la Ästhetik de Th. Lipps (1903), los Grundzüge der allgemeinen Ästhetik de Witasek (1904), el primer volumen del System der Ästhetik de Volkelt (1905). Pero todos estos sistemas, más o menos emparentados con la doctrina de la empatía, llevaban consigo el peso de su dúplice origen: por un lado, el positivismo decimonónico de Fechner; por otro, un historicismo mitad hegeliano y mitad evolucionista. En efecto, todos los autores de estos sistemas habían comprendido la debilidad de la estética positivista de Fechner, según la cual toda estética tendría siempre que ser una actividad puramente receptiva.13 Y habían tratado de salvar la idea de una creatividad humana, ineliminable de nuestro concepto de arte, recurriendo al idealismo decimonónico, bien fuese a través de la doctrina de la empatía heredada de R. Vischer, bien a través del concepto de un desarrollo histórico del gusto estético, que ya hemos citado como dominante en Volkelt. Y no sólo en Volkelt: también K. Lange había insistido en una fundamentación historicista de su estética, en sus entwicklungsges– chichtliche Grundlage.14 Se había concebido así una estética que pretendía, por un lado, fundarse en el estudio de elementos fisiológicos y psicológicos constitucionales del hombre; pero que, por otro lado, no renunciaba a un historicismo en evidente contraste con aquel estudio; es decir, por una parte, se aspiraba a establecer una estética experimental de tipo fechneriano cuyos resultados habrían debido ser de validez absoluta; pero, por otra, se reconocía a la manera historicista (como en Volkelt) la imposibilidad de una estética absoluta.
Puede comprenderse por tanto, volviendo a Max Dessoir, cómo pudo éste trazar un cuadro profundamente pesimista de la situación de los estudios estéticos en la Alemania de los primeros años del siglo, no obstante el excepcional florecer de los sistemas de estética, de los que ya hemos hablado; «a la diligencia que hoy se dedica a la estética no corresponde un provecho esencial. Los unos se sitúan ante el argumento sin una auténtica participación en él, los otros se confían con una envidiable seguridad absoluta a un par de conceptos conductores y metodológicos, y aun otros creen haber llevado a cabo un gran progreso a través de nuevas denotaciones y denominaciones para viejas ideas».15 La culpa de todo esto la achacaba propiamente a la pretensión sistemática de las estéticas de su tiempo. Y aquí Dessoir ponía el dedo justo sobre la llaga; según él, las teorías que preten-den explicarlo todo sistemáticamente (die allumfassenden Theorien) podían ser comparadas al Mar Muerto, donde quienquiera que se aventure no puede jamás descender bajo la superficie como no sea perdiendo la vida. Así eran para Dessoir los sistemas de estética: podían afrontar cualquier problema, pero a condición de permanecer en la superficie.16 De este modo explicaba Dessoir lúcidamente, en 1906, la crisis de la estética sistemática alemana.