Czytaj książkę: «Tristán o el pesimismo», strona 19

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XXI
LA MALDICIÓN

Poco antes de la hora de comer Clara recibió una carta suya previniéndole que no le esperase, que comía con unos amigos y no volvería a casa hasta la hora de costumbre. No le sorprendió porque alguna vez lo había hecho, aunque muy rara. Pero sí quedó admirada de que hallándose aún en el comedor se presentase Escudero. Después de los saludos y de algunas palabras indiferentes, el tío de Tristán le manifestó, con emoción mal disimulada, que su sobrino había tenido un lance de honor aquella tarde y que había herido a su adversario. Para evitarse molestias y para sustraerse a la curiosidad de sus amigos había resuelto dormir aquella noche en casa de sus tíos, adonde podía ir ella también si gustaba.

Clara quedó yerta y preguntó sabiendo ya de antemano la respuesta:

–¿Con quién fue el lance?

–Con el marqués del Lago.

Se puso pálida y permaneció un instante pensativa.

–No le ha herido, le ha matado, ¿verdad?

Don Ramón bajó la cabeza sin contestar.

Ambos quedaron silenciosos. Al cabo Clara, alzando la frente, dijo con resolución:

–Vamos allá. Voy a ponerme otra ropa y a prevenir a la niñera.

Lo que pasaba por el corazón de la joven esposa en aquel momento no es fácil definir. No se le ocultaba que el lance había sido provocado por Tristán a causa de sus ridículos celos, y aunque amaba ciegamente a su marido su conciencia no podía menos de sublevarse contra tal barbarie, contra una injusticia tan notoria. Aquel desenlace trágico la llenaba de confusión y de terror. ¿Qué hombre era éste que por una estúpida aprensión llegaba a dar muerte a un chico inocente? La entrevista con Tristán en casa de Escudero se resintió de tal confusión de ideas, de este choque de sentimientos tan diversos. Hubo instantes de emoción intensa, de demostraciones de cariño frenético; pero los hubo también de visible y extraña frialdad. Tristán, turbado por las emociones de la tarde, aturdido por las consecuencias fatales que sus celos habían ocasionado, no pudo advertir la singularidad de la conducta de su esposa. Pasaron allí la noche. Clara no quiso acostarse y se estuvo hasta las primeras horas de la madrugada con su tía Eugenia, que dormía poco y vivía cada vez más miserable bajo un constante terror de todas las calamidades posibles e imaginables; unas veces de los grandes agentes físicos, el aire, el fuego, el agua, otras de los organismos microscópicos, bacilos, microbios, etc. Escudero había aconsejado a su sobrino que saliese unos días de Madrid. Aquel desafío seguramente iba a levantar mucho ruido, los periódicos hablarían, las autoridades acaso hicieran averiguaciones: nada más oportuno que mantenerse alejado hasta que la marejada se calmase. Por la mañana salieron, pues, los esposos en el gran familiar de su tío, acompañados solamente de la niñera y la cocinera, para una finca que aquél poseía en los límites de la provincia de Toledo. Allí permanecieron aproximadamente quince días. Durante este tiempo, la influencia del campo, la vida más íntima y sobre todo la necesidad de acallar el grito de su conciencia, hicieron a Tristán más cariñoso y atento con su esposa. Apartado de la vida de café y de círculo y de las rivalidades de la vida literaria, el lazo del amor conyugal se estrechó. Clara por su parte hacía esfuerzos extraordinarios por apartar de su imaginación aquel desafío fatal. Alguna vez, sentada al lado de su marido al pie de una fuente o caminando emparejada con él por el monte, llevando ambos colgada del hombro la escopeta, se sintió feliz. Hubiera permanecido allí toda la vida.

Cuando volvieron a Madrid la casa se le cayó encima. Adiós ilusiones de paz y de amor, adiós aire puro, adiós gratas correrías, adiós sueño tranquilo. Otra vez a la soledad de su casa, a las tristes alternativas de un humor suspicaz y sombrío. En la tarde del mismo día en que regresaron se hallaban los esposos en el despacho de Tristán. Clara sentada en un diván tenía al niño en sus brazos mientras aquél a su lado se esforzaba en hacer reír al pequeñuelo retozando con él. El criado se presentó.

–Una señora pregunta por los señoritos.

–¿Quién es? ¿Ha dado su nombre?

–No, señor. Ha dicho que es de confianza y quiere darles una sorpresa.

Tristán quedó un momento vacilante. Clara se puso repentinamente seria como si un presentimiento triste atravesase su corazón.

–Bien; haz que pase.

El criado se retiró y a los pocos instantes apareció en la puerta la marquesa viuda del Lago. Clara sintió que toda la sangre de sus venas fluía al corazón. Tristán se alzó del asiento como movido por un resorte. La marquesa, alta, delgada, vestida con un manto negro hasta los pies, parecía un fantasma.

–¿No me esperaban ustedes, verdad?—dijo con voz enronquecida, extraña, que jamás le habían oído—. Sin embargo, yo les aguardaba a ustedes desde hace muchos días; les aguardaba con impaciencia. Los vecinos de la calle pueden dar testimonio de ello. Ellos me habrán visto pasear día y noche bajo el sol y bajo la lluvia sin perder de vista los balcones de esta casa que con ansia deseaba ver abiertos. Allí ha dormido, me decía mirando hacia acá, allí ha dormido tranquilo mucho tiempo, pero no dormirá más el asesino de mi hijo…

–¡Señora! ¿qué está usted diciendo?—profirió Tristán con ímpetu dando un paso adelante.

–¡No dormirá más, no!—prosiguió la marquesa sin hacer caso de la interrupción—. Yo me encargaré de envenenar su sueño, de tener abiertos sus ojos hasta que apunte la aurora. No quiero que para él haya ya aurora ni luz, quiero que se agite entre las sábanas como entre envolturas de llamas, que le persiga el fantasma del inocente que ha sacrificado, que mil demonios le taladren sin cesar el corazón…

–¡Vea usted lo que dice!—gritó Tristán rojo de cólera—. Si hago llamar para que escuchen estas palabras dará usted cuenta de ellas ante la justicia.

–Llame usted a sus criados, llame usted a los vecinos, llame usted a todo el mundo para que se enteren de que ha provocado usted a un desgraciado joven para matarle no como hacen los caballeros, con riesgo igual de su vida, sino como los traidores y cobardes, buscando la ventaja para hurtar el cuerpo. Lo mismo usted que los amigos que le han apadrinado sabían que mi hijo marchaba como un cordero al sacrificio, porque su infernal habilidad en el arma que había elegido le daba sobre él una superioridad indudable.

–¿Quería usted que habiendo sido abofeteado le diese a elegir el arma que más le conviniese?—replicó Aldama con más humildad.

–Pero ¿quién ha ido a provocarlo? ¿Quién fue a sacarle de su palco para injuriarlo? ¿Quién es el que fríamente concierta las condiciones de un desafío en que sin remedio había de perecer un pobre joven, casi un niño? Únicamente el que no tiene ni nobleza, ni valor, ni sentimientos honrados en el corazón… ¡Ah, mi pobre hijo! ¡hijo de mis entrañas! ¡Cómo has caído en el lazo que te tendieron los traidores…! No estaba aquí tu desgraciada madre para prevenirte, la madre que te ha tenido colgado de sus pechos, la que besaba los rizos dorados de tu pelo al acostarte y volvía a besarlos cuando te despertabas. Ya no existes, pobre hijo mío… Una bala traidora ha agujereado tu pecho, y cuando empezabas a vivir, cuando todo el mundo te sonreía y tu madre vivía pendiente de tu sonrisa, tú tan noble, tan hermoso, tan valiente, ya no eres más que ceniza… Dios que estás en los cielos, ¿por qué me dejas vivir sin mi Nanín…?

La voz de la marquesa sollozaba al pronunciar estas palabras. Tristán, presa de honda emoción, no supo más que balbucir:

–Señora, para mí ha sido también una desgracia irreparable…

–¡Miente usted!—exclamó revolviéndose furiosa con los ojos llameantes—. Es usted incapaz de sentir lo que ha hecho, porque en usted no hay más que envidia y vanidad.

–En el estado en que usted se halla sus palabras no tienen valor alguno. Créalo usted o no lo crea, su dolor de madre conmueve hasta lo profundo de mi alma, y daría con gusto en este momento mi vida por devolverle la de su hijo…

–¡No me hable usted con dulzura! No quiero de usted la compasión. Prefiero el odio. Ya que odiaba usted a mi hijo, ódieme también a mí. Máteme usted como le ha matado a él. Acaso fuera el único bien que usted puede hacer en este mundo… ¡Oh, mi Nanín! ¡oh, hijo de mi corazón…! Venganza del cielo, ¿no caerás sobre la cabeza de su verdugo? Sí, sí… caerá… Dios es justo. ¡Jamás vivirá tranquilo el que ha matado a un ángel…! ¡Maldición, maldición sobre él!

La marquesa avanzó un paso todavía. Sus ojos brillaban como ascuas debajo de sus cabellos blancos; todo su cuerpo temblaba de odio y de cólera como el de una fatal euménida.

–¡Maldito sea usted y quien le ha engendrado! ¡Maldita sea la hora en que ha nacido! ¡Permita Dios que su esposa vea siempre esas manos teñidas de sangre! ¡Maldita sea ella también! ¡Maldita la leche que ese niño está mamando…! ¡Malditos seáis todos, malditos, malditos, malditos…!

Clara cayó sobre la alfombra con el niño entre los brazos. Tristán acudió a socorrerlos. Cuando volvió la cabeza, la marquesa había ya desaparecido.

Al recobrar el conocimiento y después de haberle prodigado los cuidados necesarios se hizo venir al médico. Este, teniendo en cuenta el estado de la madre y el tiempo que ya contaba el niño, ordenó que se le destetase. Se dispuso, pues, que durmiese en un cuarto separado con la niñera. Clara pasó el resto de la tarde llorando. Tristán salió un momento después de comer y quiso distraerse en el café, pero no pudo lograrlo. Se hallaba tan melancólico, tan abatido que muy presto se restituyó a su casa. Clara se disponía a acostarse, pero no en la alcoba del gabinete donde dormía el matrimonio, sino en otra habitación alejada. Al presentarse Tristán y mostrar en los ojos su sorpresa le dijo balbuciendo:

–Dispénsame, Tristán, me encuentro muy débil, me duele mucho la cabeza y temo que me molesten allí los ruidos de la mañana… Ya ves, está tan próxima a la puerta… Aquí hay más silencio…

–Está bien—dijo Tristán fingiendo creer la disculpa—. No te levantes mañana. Yo encargaré a todos que no hagan ruido.

Hablaron unos momentos de cosas indiferentes, procurando ocultarse su emoción y el abatimiento que los dominaba. Pero cuando Tristán al despedirse quiso darla un beso, Clara se echó hacia atrás con un movimiento de terror gritando: «¡No!»—Después se puso roja y bajó los ojos. Tristán la miró largamente en silencio. Luego girando sobre los talones salió de la estancia. Por la mañana saliendo de su despacho se encontró en el corredor con ella. Estaba pálida. Se acercó a él y cayó en sus brazos. Tristán la estrechó contra su pecho. Lloraron en silencio largo rato. Ambos sentían que su felicidad estaba rota, que algo siniestro se cernía sobre ellos y que no les dejaría hasta secar el amor en su corazón.

Clara luchó denodadamente en los días sucesivos contra sus negros presentimientos, contra sus terrores, contra la sangrienta visión que las palabras de la marquesa habían dejado en su mente. Se mostró con su marido cariñosa y solícita hasta el exceso, procurando envolverle en una red de atenciones. Este cuidado alejaba de ella otros pensamientos, pero era demasiado exagerado para que no se advirtiese el esfuerzo. Tristán lo adivinaba y se sentía más herido en su orgullo que en su amor. Hubiera podido, hubiera debido dar explicaciones, rebatir la terrible acusación de la marquesa; los ojos de Clara se las demandaban con insistencia; pero la innata y fiera altivez de su naturaleza le cerraba los labios. Suponer que él era capaz de dejarse abofetear con el objeto de tener facultad para elegir armas era una injuria que su esposa no tenía derecho siquiera a imaginar. Este silencio fue fatal para ambos. Clara al cabo de algún tiempo sintió desfallecer su fe. Cuando un alma pura pierde la fe, la desesperación se apodera de ella. Amaba a su marido porque creía en él, porque creía tanto en la nobleza de su corazón como en su talento. Al filtrarse la duda en su mente todo lo vio negro, todo lo vio horrible y le acometieron deseos de huir o de morir. Se fatigó de aquellas calurosas expresiones de amor que no encontraban la debida correspondencia. Tristán cada día más frío, más serio, más encerrado en sí mismo, detenía sus caricias y congelaba sus expansiones. El malestar fue creciendo y el alejamiento de los esposos haciéndose más ostensible. Y ¡caso estraño! este alejamiento, provocado principalmente por su actitud, hirió a Tristán tan cruelmente que le volvió loco de ira. Era frío y altivo; comenzó a mostrarse grosero. Su carácter, inclinado al despotismo, se agrió todavía más, particularmente con los criados. Con Clara un cierto respeto, que aún no había perdido, le detuvo durante algún tiempo. Pero también llegó a perderlo. Por cualquier negligencia promovía en la casa un fuerte disturbio, se exasperaba, gritaba como un loco. Nadie le entendía, nadie le daba gusto. Habiendo sorprendido una sonrisa de inteligencia entre el criado y la doncella le bastó esto para imaginar que en la casa se conspiraba contra él, que todos estaban de acuerdo para vejarle y Clara la primera. Entonces comenzó para ésta una vida bien miserable. Tristán apenas le hablaba: algunas veces se sentaban a la mesa y se levantaban sin haber despegado los labios. Sólo se dirigía a ella alguna vez cuando necesitaba desahogar su mal humor para reprenderla ásperamente, para injuriarla también en ocasiones. La joven contestaba a estas violencias con lágrimas y sollozos. Llegó un momento, sin embargo, en que su corazón herido, deshecho, ya no pudo más. Se secaron las lágrimas repentinamente y un día en que su marido enloquecido se desbordaba en palabras ultrajantes le clavó una mirada larga, fría, despreciativa que le dejó paralizado. «Mi mujer me odia», se dijo estremecido. Y desde entonces aquella idea no se apartó de su mente. Se puso a observarla con ansiedad queriendo sorprender en sus ojos, en sus ademanes aquel odio que él mismo había trabajado por despertar. No era verdad, sin embargo. Clara no le odiaba, le despreciaba. Armada de este desdén como de una coraza que la naturaleza piadosa colocara en su corazón escuchaba los insultos de su marido sin pestañear y seguía ejecutando lo que tenía entre manos con la misma calma que si oyese el ruido de la mar.

Tristán comenzó a padecer del estómago. Sus digestiones se hicieron penosas, contribuyendo esto a exacerbar aún más su mal humor. No resignándose a pensar que fuese una enfermedad enviada por la naturaleza espontáneamente, se puso a imaginar que tenía la culpa la cocinera, que los alimentos eran de mala calidad, que se los servían unas veces crudos, otras salados o picantes, etc. Por reflejo, Clara tenía la culpa de todo. Se despidió a la cocinera; vino otra y pasó lo mismo. A veces se marchaba a comer al restaurant, y entonces llegaba triunfante a casa y decía en alta voz que aquel día se sentía admirablemente aunque no fuese verdad. Un día le preguntó a un amigo médico en el café:

–Dime, ¿es verdad que existen venenos lentos?

–Cualquier sustancia nociva es un veneno lento si se administra a la continua—le respondió.

Aquel día estuvo doblemente preocupado y caviloso. Desde entonces comenzó a observar con intensa atención los movimientos de su esposa, a reconocer a hurtadillas todos los cacharros que había en el aparador, a dirigir rápidas y penetrantes miradas a aquélla cada vez que gustaba los alimentos. Cierta noche, después de comer, no sintiéndose con ganas de salir, se acomodó en una butaca y pidió que le hiciesen te. Al oír los pasos del criado que se lo traía, Clara que estaba bordando debajo de la lámpara, se alzó precipitadamente de la silla, reconoció la azucarera donde sospechaba que ya no quedaba azúcar, y viendo confirmada su presunción, corrió al encuentro del criado y le hizo volver a la cocina. Mandó sacar azúcar de la despensa, le echó los tres terrones que su marido necesitaba siempre, y ella misma vino a servírselo. Mientras tanto Tristán, que había seguido la maniobra de su esposa con vivo recelo, esperaba anhelante acometido de una terrible inquietud que se revelaba en su respiración y en sus ojos. Tomó con mano temblorosa la taza que le presentaban, y después de vacilar un instante, se decidió a llevarla a los labios. Fuese aprensión o que en realidad el te estuviese mal hecho, lo cierto es que percibió un extraño y desagradable sabor. Dejó caer la taza al suelo, y sujetando a su esposa por la muñeca con fuerza le preguntó furiosamente:

–¿Qué has echado en este te?

–¿Cómo…? ¿Qué dices?—respondió Clara aterrada al ver los ojos de su marido, pero sin comprender todavía.

–¡Te pregunto qué es lo que me has echado en el te!—gritó con más furor sacudiéndole el brazo y soltándolo después con un movimiento de repulsa que la hizo tambalearse.

Clara comprendió al fin y llevándose las manos a los ojos exclamó con espanto:

–¡Dios mío, qué horror!

Después como si fuese acometida súbitamente por un rapto de locura se puso a gritar a la niñera:

–¡Juana! ¡Juana…! ¡El niño! ¿Dónde está el niño? ¡Traerme el niño…!

–¿Qué haces? ¿Qué quieres?—preguntó a su vez sorprendido Aldama.

–¡El niño! ¡El niño!—seguía gritando Clara sin hacer caso.

Corrió a su habitación, se echó un abrigo encima de los hombros y tomando al niño que le presentaba ya Juana se dirigió a la puerta de la calle. Tristán le interceptó el paso.

–¿Adónde vas?

–Adonde no te vea—replicó resueltamente la joven.

Entonces en el cerebro de Aldama brilló un rayo de luz; tuvo por un instante la visión clara de su injusticia, de su increíble necedad, y cayó de rodillas.

–¡Clara, perdón! ¡No te vayas!

–¡Aparta, aparta, miserable! Ya he sufrido bastante. ¡Mi corazón no puede más!

Y como Tristán tratase de retenerla, le dio con su brazo vigoroso un empujón que le hizo caer de espaldas.

Cuando se levantó, su esposa bajaban ya la escalera con el niño y Juana detrás de ella.

Se puso en pie. La vergüenza y la cólera ardían al mismo tiempo en su pecho. Escuchó unos instantes, hasta que el ruido de los pasos dejó de percibirse, y cerró la puerta, que había quedado abierta. Luego se dirigió al salón, encendió las luces y comenzó a pasearse de una esquina a otra con las manos en los bolsillos. Un frío cortante como una espada entraba en su corazón. Veíase solo, y con profundo estupor se daba cuenta de que todo había concluido para él. Se hallaba en la situación de un jugador que acaba de arriesgar su fortuna a una carta y la pierde. Al cabo de un rato llamaron con suavidad en la puerta de la estancia.

–¡Adelante!—dijo parándose.

Entró la doncella, cuya adoración por Clara era conocida.

–Señorito—manifestó con resolución—, habiéndose ido la señorita yo no puedo quedar en esta casa. Si tuviese la bondad de darme la cuenta…

–Ahora mismo—replicó Tristán cuya frente se frunció terriblemente.

Fue al despacho, le pagó y se vino de nuevo al salón. Pero a los pocos instantes se presentó el criado balbuciente, ruborizado. Él también quería irse, no porque estuviese descontento del señorito, pero era novio de la doncella… pensaba casarse en abril… Lucila se lo había exigido…

–Basta—dijo Aldama secamente.

Y sin pronunciar otra palabra fue al despacho y le entregó su cuenta. Sintió después el ruido que hacían al arrastrar sus baúles, oyó abrirse la puerta, oyó la voz de unos hombres que debían de ser los mozos de cuerda, y luego se cerró la puerta y todo quedó en silencio. Pero inmediatamente se presentó la cocinera. Era una mujer de más de cuarenta años y de tan fea catadura que inspiraba risa.

–Aunque hace poco tiempo que estoy en la casa ya cogí ley al señorito, porque es simpático y amable… y tiene ángel… ¡vamos porque sí, porque me gusta! Pero ya el señorito puede comprender que una joven sola en una casa con un caballero no parece bien… La gente es muy mala y se agarra a cualquier cosa para hacer daño… Necesito mirar por mi honra.

Tristán la contempló fijamente con curiosidad burlona. Le dio por completo la razón. Nada, nada, los jóvenes de distinto sexo no estaban bien solos bajo un mismo techo. Le pagó y la pudorosa doméstica se despidió hecha una jalea diciendo que al día siguiente vendría a buscar el baúl.

Entonces Tristán quedó solo en la casa. Una tristeza inmensa, infinita, pesaba sobre su alma. Sentía deseos de sollozar. Acaso esto hubiera aliviado su corazón, pero el orgullo dominaba sus lágrimas, las obligaba a volverse atrás cuando querían salir.

Largo rato paseó por la estancia sin detenerse, con el rostro pálido, los ojos secos y febriles, la frente dolorosamente fruncida. A la puerta oyó los leves aullidos del perro que quería entrar. Fue a abrirle. El Fidel comenzó a recorrer el salón con la cola agitada, oliendo en todas partes: luego salió como un torbellino, recorriendo los pasillos, entrando en las habitaciones, buscando, olfateando. Entró de nuevo, miró a Tristán, dejando escapar quejidos lastimeros, se fue a la puerta de la calle, volvió y repitió varias veces esta maniobra. El pobre animal buscaba a su ama.

Una sonrisa amarga se dibujó en los labios de Aldama.

–¿Tú también quieres irte? ¡Anda, anda, marcha cuando quieras!

Se dirigió a la puerta y la abrió. El perro se precipitó raudo por la escalera. Tristán volvió al salón y entonces, sí, quedó enteramente solo.

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Data wydania na Litres:
01 lipca 2019
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