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Czytaj książkę: «El señorito Octavio», strona 13

Czcionka:

XVI.
Las heces del cáliz.

Salieron solos. El conde había dormido mal y necesitaba todavía algún descanso. Les dijo, por medio de uno de sus monteros, que podían ir andando, pues no tardaría en alcanzarlos.

La mañana estaba nublada y fresca. El toldo de nubes que cerraba herméticamente el horizonte no era, sin embargo, muy espeso: la luz pasaba por él sin trabajo. Del lado del Oriente se percibía la redonda masa inflamada del sol, prisionero entre cendales plomizos. Un vapor trasparente y azulado llenaba todo el espacio y descomponía y borraba los contornos de los objetos dejando en ellos únicamente el color, y á veces sólo la mancha. Allá en los rincones del valle todavía se observaban algunos jirones de niebla, algunos pedazos blancos de muselina que no consiguieron levantarse y que se movían temblorosos entre el amarillo follaje de los árboles. La claridad sembraba de variados matices el llano y las montañas, compensando en cierto modo la monotonía del cielo. Sobre el color verde dominante de las praderas resaltaban las grandes manchas negras y rojas de la tierra labrada. Al lado de las blancas rocas calizas se alzaban los grupos de árboles vestidos á medias de hojas amarillas. La tierra traspiraba copiosamente. El musgo de las laderas ahumaba bajo los tibios rayos del rebozado sol: de cada hilo de hierba pendía una gota de agua.

Nuestros cazadores caminaban lentamente. El aliento que salía de sus bocas se cuajaba en la atmósfera. La condesa iba ceñida por un riquísimo abrigo forrado de pieles, y ocultaba su rostro, encarnado como una cereza por el fresco de la mañana, debajo de enorme y caprichoso sombrero de paja. Pedro, en traje de cazador, marchaba llevando sobre el hombro una carabina de dos cañones y la de su señora, que era un primoroso juguete encargado exprofeso por el conde á Inglaterra. El semblante del mayordomo expresaba una melancolía grave y profunda que su pareja no echaba de ver, á juzgar por el tono indiferente que imprimía á las palabras que de vez en cuando cruzaba con él. Pocas eran las que habían salido de los labios de Pedro en la media hora que llevaban de camino. Marchaba distraído, con la mirada perdida en las nieblas del horizonte, absorto en vagos y tristes pensamientos. Los celos le tenían asida el alma desde el encuentro que por la noche tuviera con Octavio. Mas era su amor tan tímido, á pesar de las victorias alcanzadas, que no osaba decir una palabra de tal escena á la condesa. Su corazón sencillo no tenía conocimiento de las mil estratagemas que se emplean tan á menudo para sorprender los pensamientos y las intenciones de los otros, sin dejar ver las nuestras. Por otra parte, su naturaleza ruda y leal rechazaba por instinto la perfidia. Así que, ante la presunción de ser engañado por la mujer que amaba, su pensamiento se revolvía aturdido como el pájaro que penetra casualmente en una sala.

Al fin la distracción llegó á ser tan manifiesta que la condesa se le quedó mirando un rato y le preguntó con inquietud:

– ¿Qué tienes?

– ¿Yo?… Nada.

– Sí tal… Algo te pasa… ¿Por qué estás triste?

– No estoy triste.

– ¡Oh! No puedes engañarme, Pedro. Si no te pasara algo que te causa pena, dada la suerte que hemos tenido de salir solos, irías contento como otras veces… Á menos— añadió lanzándole una mirada entre cándida y maliciosa,– á menos que no te vayas cansando de mí.

Pedro se puso rojo y balbució algunas palabras incoherentes para protestar de aquella suposición que le lastimaba el alma. Laura se cercioró aún más de su tristeza, y poniéndole una mano sobre el hombro, le dijo con mimo:

– Vamos… díme, querido, ¿qué tienes?

El mayordomo dió todavía algunos pasos sin contestar. Una lágrima tembló en sus negras y largas pestañas, y bajó rodando silenciosa por la mejilla. Laura al verla exclamó con sobresalto:

– ¿Qué es eso? ¿Por qué lloras?

– Porque no me quieres.

El semblante de Laura se serenó, y medio riendo repuso:

– ¿Y cómo has llegado á averiguar eso, pícaro?

– No me martirices, por Dios… Tengo aquí en el lado izquierdo un dolor tan vivo, que parece que me están abriendo el pecho con garfios… Quiero más morir que padecerlo… Escucha; voy á hacerte una pregunta… Según como contestes, así me matarás ó me darás la vida… ¿Prometes decirme la verdad?… ¿Lo prometes por la salud de tus hijos?…

– No necesito jurar para decir verdad… pero sí… te lo juro por la salud de mis hijos… Habla…

– ¿Estás enamorada ó sientes algún interés por el hijo de D. Baltasar Rodríguez, por ese joven rubio que viene á menudo al palacio?

– No.

La condesa pronunció esta negación con tal fuerza y mostrando tanta seriedad, que Pedro, sintiendo de improviso una alegría inmensa, infinita, quedó, sin embargo, confuso. No supo más que decir mirando al suelo:

– ¡Perdóname!

– Estás perdonado; pero mira… no vuelvas á hacerme preguntas tontas… Tenemos demasiadas cosas en que pensar, para ocuparnos en llorar celos ridículos.

No necesitó más el mayordomo para quedar enteramente sosegado. La palabra de la condesa hizo la luz en su atribulado espíritu, y dejó escapar un suspiro de satisfacción, como si le hubiesen quitado una losa de plomo de encima de los hombros. Ni se atrevió, ni quiso preguntar más. Tenía bastante con la mirada límpida y franca que su dueña le dirigió al responderle. Tornó á brotar en su pecho la pura alegría que siempre le acompañaba, manifestándose al exterior de una manera infantil. Empezó á charlar por los codos y á caminar con más celeridad. De buena gana hubiese dado brincos. Cuando alguna rama ó vástago importuno interrumpía el camino, ya de muy lejos se daba á correr para separarlo y que la condesa pasase cómodamente. Si percibía entre las zarzas alguna madreselva, aunque se arañase las manos, ya estaba saltando á cogerla para ofrecérsela. Otras veces procuraba quedarse atrás para contemplarla á sabor. La condesa sentía sobre su espalda la mirada amorosa del joven, y sonreía.

Caminaban por la margen del río, cuyo declive hasta entonces había sido bastante suave. Poco á poco, y á medida que se iba estrechando la cañada, fué haciéndose más agrio y más violento. Cesaron las praderas y empezaron los bosques de hayas, que se extendían por entrambas laderas hasta perderse de vista. Los perros se internaron por ellos rastreando algún corzo ó robezo; pero Laura no quería cazar, y Pedro los hizo venir inmediatamente con un silbido.

– ¿No te parece que dejemos la caza para cuando él venga? Subamos mientras tanto al lago; no me canso de verlo. En la primer cabaña que encontremos podemos dejar dicho dónde estamos…

El mayordomo lo halló todo muy bien, y siguieron andando. La selva ofrecía un aspecto mágico. El otoño, dorando por entero muchas de sus hojas, haciendo palidecer levemente á otras y dejando verdes las menos, la había convertido en un rico manto de brocado que cubría los formidables hombros de la montaña. El rumor que de ella venía no era, como en la primavera, dulce, sino desapacible. Los olores, acres y punzantes.

Los pies de los cazadores trituraban las hojas secas de que estaba sembrado el camino. Al cabo de algún tiempo terminaron los bosques y empezaron de nuevo las praderas, que se apartaban bastante de las del llano, pues no eran como éstas de un verde claro, sino oscuras y tersas: la hierba, en extremo tupida y menuda. Así que dejaron el bosque toparon con una cabaña, donde hicieron alto. El pastor les sirvió leche acabada de ordeñar, y quedó avisado para decir al conde y á sus monteros que no tardarían en descender. Y continuaron su interrumpida marcha por la senda que serpeaba á la vera del arroyo. La pendiente se hizo muchísimo más agria. El arroyo, en vez de desatarse sereno y cristalino como abajo, se despeñaba en espumosos tumbos asordando á los viajeros, los cuales se detenían con frecuencia á tomar aliento. Con el pecho anhelante y las mejillas pálidas, quedábanse uno frente á otro sonriendo.

– ¿Estás fatigada?

– Algo.

– ¿Quieres que te lleve en brazos un poquito?

– Ni un poquito, ni un muchito… Tú me juzgas demasiado débil, Perico… Es necesario que te vayas convenciendo de que soy una aldeana en toda la extensión de la palabra… Y si no, mira… mira…

La condesa emprendía á correr desaforadamente por el monte arriba; pero á los pocos pasos dejábase caer jadeante sobre el césped, llamando burlón y cazurro al joven porque se estaba riendo. Entonces éste acudía á levantarla, cogiéndola por ambas manos. Pero la nueva aldeana se hacía la pesada: era necesario tomarla por la cintura para ponerla en pie. El viento del puerto, cargado de aromas saludables, los tornaba retozones como cabritillos. Escuchábase á lo lejos el sonido de los cencerros y veíanse pastar tranquilamente algunos ganados. Dejaron las márgenes del arroyo y se pusieron á ascender por una de las laderas, siguiendo un estrecho sendero que hacía eses. Pronto se borró el sendero y tuvieron que caminar sobre el musgo.

– Te advierto— dijo Pedro— que no tardaremos en tropezar con la niebla… Ya la ves ahí cerca…

– ¿Y entonces?…

– Nada, yo tengo la seguridad de que no dura más de doscientos pasos y de que el corte de la Peña se encuentra á estas horas bañado por el sol… Pero si tienes miedo á la humedad podemos volvernos…

– No, no… de ningún modo… ¿Crees que vamos á ver el sol de veras?… Pues adelante.

En efecto, después de subir algo más por un áspero repecho, vestido casi todo él de tojo y retama, lo cual hacía muy penosa la ascensión, tocaron en la niebla y se internaron por ella. Pedro cogió de la mano á la condesa para que no cayese, en el caso de tropezar. Al poco rato sintieron húmeda la cara y las manos y se rieron como si les hubiese pasado alguna cosa placentera.

– Debemos parecer dos fantasmas, Pedro… ¿Será cierto que estamos dentro de una nube?

– ¡Ya lo creo!

– ¿De una de esas nubes que vemos correr por el cielo?

– ¿Pues de qué otras quieres que sea?

– ¡Ave María!

Así como el mayordomo lo había predicho, no se habían pasado diez minutos cuando la niebla comenzó á enrarecerse, convirtiéndose en una gasa sutil que dejó percibir en vagorosa indecisión las peñas y los arbustos. Sintieron en el rostro calor, como si se aproximasen á un horno, y observaron que el leve vapor que aún los envolvía se agitaba. Allá arriba, delante de sí, vieron una gran mancha de oro. Y de repente, despojándose de su cendal gaseoso, como el que deja caer una túnica de los hombros, quedaron anegados en luz, surgiendo como dos manchas negras en medio del éter azul, debajo de un sol radiante. La condesa lanzó un grito de entusiasmo. Después, acercándose más á su amante y empinándose sobre la punta de los pies, le dió un beso claro y sonoro en la mejilla. Pedro la estrechó contra su corazón. Era la primera caricia que se hacían desde que salieron de casa.

Poco trecho necesitaron andar para colocarse sobre el mismo corte de la Peña. El espectáculo que entonces hirió su vista fué uno de los más hermosos, y sin duda el más sublime que pueden ver los humanos. Por toda la región que la vista abrazaba se extendía un mar de leche, ligero y fluido, que cerraba por entero el horizonte. Sobre este mar resplandecía la esfera luminosa del firmamento, donde nadaba el sol, arrastrando con orgullo su majestuosa cabellera de oro. Allá á lo lejos, de uno y otro lado, se alzaban sobre el mar de leche algunos negros ó jaspeados islotes que eran, sin duda, las crestas de las montañas más elevadas de la cordillera cantábrica. Parecía que echándose á nadar se podía llegar á ellas al instante. El sol no teñía por igual la superficie de aquel océano nubloso: en unas partes lo matizaba levemente de rosa, en otras de oro; á trechos lo dejaba en sombra y á trechos lo hacía arder en resplandores. Nuestra pareja se hallaba sobre la misma cresta de la Peña Mayor, que formaba una de las varias islas de que estaba sembrado. Debajo de ellos, á los cuarenta ó cincuenta pasos, las olas de leche y rosa cercaban la Peña y la batían dulcemente con su hálito sutil. Nadie imaginara que dentro de ellas, allá en el fondo, dormían las aguas tristes y pesadas del lago Ausente su eterno sueño inalterable.

El corazón de los amantes se estremeció de alegría delante de aquel cuadro prodigioso, tan lejano de los que se acostumbran á ver en la tierra. ¡La tierra! La tierra no existía en aquel sitio: era un mito sombrío, una pesadilla de la imaginación. ¡Quién se acordaba de la tierra! Allí no había más que cielo; cielo arriba, cielo abajo, cielo en todas partes.

Sentados sobre la Peña bebían por su entreabierta boca el aire de las alturas, nítido y fresco como el aliento de los ángeles. La luz se desprendía en efluvios infinitos por los orbes azules, haciéndoles centellar. La soledad y el silencio, tan amargos en la tierra, eran allí dulces y amables. Ningún ruido terrestre profanaba la majestad de aquella gloria. Sólo la mente, mejor que los oídos, escuchaba un rumor solemne, una música grave y melodiosa, como el himno que las esferas entonan sin cesar al Eterno.

Poco á poco fué entrando el vértigo en el alma de Laura. Un deliquio voluptuoso, dulcísimo, se apoderó de sus sentidos, dejando despierta tan sólo la fantasía; y empezó á soñar. Imaginóse que ella y Pedro no llegaban del lodazal de la tierra, sino de los espacios lumbrosos que los rodeaban. Habían atravesado en raudo vuelo el éter, y vinieron á posarse como dos pájaros celestes sobre aquella roca. Pero no tardarían en alzarse de nuevo para sumirse otra vez en los senos azules del firmamento y alcanzar otros sitios de mayor gloria. Ya estaban muertos para el mundo, y sólo bajaban á él de raro en raro, envueltos en la bruma de la tarde ó en la ola de los mares, ó atados, tal vez, á un rayo de sol. Habían sondado el inefable misterio de los cielos y formaban parte del coro de los santos que cantan las alabanzas del Señor. Gozaban entre nubes de incienso y resplandores de la dicha perdurable reservada á los buenos.

Pero este hermoso sueño fué turbado por un pensamiento cruel que heló su corazón. Ella no podía entrar en el cielo. Ya no era inocente y pura como en otros tiempos, y no ofrecería en remisión de sus pecados veniales una vida de martirios y humillaciones. Había destruído con una venganza ruin todos sus merecimientos. No era más que una infeliz pecadora, una despreciable adúltera. Las puertas del infierno se abrirían para ella cuando muriese, y quedaría sepultada eternamente en los tormentos de los condenados.

Se estremeció de horror. ¿Sería posible que Dios la perdonase aquel gran pecado? No dudaba de su misericordia infinita, mas para ser perdonada era necesario arrepentirse. Entonces pensó vagamente en huir de su amante y hacer penitencia. Acercóse más á él y le preguntó con voz temblorosa:

– ¿Te has confesado, Pedro?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Porque estamos ofendiendo á Dios enormemente… porque estamos en pecado mortal… Si ahora nos muriésemos iríamos á dar al infierno.

– Yo sí… Tú no, porque eres una mártir.

– Yo soy una pecadora mucho peor que tú, porque he jurado delante de Dios guardar fidelidad á un hombre y he violado este juramento… Soy una mujer despreciable que está deshonrando á su marido… Mira, Pedro, te quiero con toda mi alma. Por ser libre y casarme contigo me resignaría desde ahora mismo á ganar el pan, como la última labradora, con el sudor de mi frente… aún más, me resignaría á mendigarlo de puerta en puerta… Pero no quiero perder mi alma ni la tuya… No puedo amar á mi marido, pero puedo serle fiel… Lo que estamos haciendo es muy criminal, y tarde ó temprano caerá sobre nosotros el castigo del cielo… ¿Por qué no hemos de amarnos puramente, sin manchar nuestras almas? Tal vez esto sea lícito… Yo me informaré del confesor… Detrás de ese cielo azul está Dios contemplándonos. Si ahora refrenamos nuestro gusto, iremos á juntarnos á él después de la muerte y podremos amarnos por los siglos de los siglos…

Pedro bajó la cabeza sin atreverse á contradecirla. La condesa le interrogaba con la vista. Al fin repuso:

– Ya no sé si es malo ó bueno lo que estamos haciendo. Tú dices que es malo, y lo será. De lo que estoy seguro es de que si dejas de quererme iré para el infierno irremisiblemente… Y en último resultado, faltándome tu amor, el cielo y el infierno son iguales para mí…

– ¡Calla, calla!– exclamó ella tapándole la boca con una de sus manos.– ¡No digas blasfemias!

Todavía prosiguieron algún tiempo hablando seriamente sin hallar ninguna solución que les contentase. Cuando agotaron el tema permanecieron tristes y silenciosos sin atrever á mirarse. Los ojos de entrambos se perdían en los repliegues del océano ondulante que se extendía á sus pies y parecían seguir con atención el vaivén de sus olas argentadas. Al fin, la condesa volvió la cara hacia Pedro y le dirigió una tierna sonrisa. Después aproximóse más á él y reclinó la cabeza sobre su fornido pecho, sin dejar de contemplar en silencio el espectáculo sublime de la Naturaleza.

Mas en aquel instante escucharon pasos á su espalda y se volvieron con presteza. El señorito Octavio estaba delante de ellos. Sin esperar pregunta alguna ni hacer caso de la sorpresa que en sus rostros se pintaba, les dijo con tono imperioso:

– ¡Huid! El conde puede llegar de un momento á otro.

– Le estamos aguardando— contestó Pedro secamente.

– Pues haces mal en aguardarlo. Lo sabe todo y viene á matarte.

– Razón de más para que no huya.

– ¡Eso es, hazle frente, y después de haberle robado la honra, mátalo!… Los valientes hacen las cosas por redondo. Eres un necio y un fatuo… Si no amas la vida ahora, no mereces la dicha que has logrado… ¡Huye, huye, insensato!… El valor no consiste en despreciar la vida, sino en saberla perder á tiempo.

El viento había derribado el sombrero del señorito. El sol bañaba su revuelta cabellera dorada, que despedía fugaces destellos como en la mañana que por primera vez le vimos. Su faz, pálida entonces por el sueño, lo estaba ahora por la emoción. Pero sus ojos… ¡oh, sus ojos mudaron mucho desde entonces! Ya no eran aquellos ojos fríos y tímidos que resbalaban sobre los objetos sin penetrarlos. Brillaban con inusitado fuego.

Su figura delicada y endeble alzábase soberbia en el sitio más eminente de la roca y descollaba sobre el azul del cielo. Los dos amantes, situados en un lugar más bajo, desaparecían delante de él como desaparecen de los ojos del público los actores secundarios cuando entra en escena el protagonista del drama. La condesa, que se estrechaba, muerta de susto y vergüenza, contra su amante, le encontró desconocido.

– Huye, huye, por Dios, Pedro— dijo Laura con voz temblorosa.

– Sí, pero tú conmigo.

– Yo no puedo huir… Tengo hijos… Además, te serviría de estorbo…

– ¿Y si pone la mano sobre ti?

– Ya sabes que no puede ser… Por infame que tenga el corazón, no llegará á tanta cobardía… El conde no tiene derecho sobre mi vida…

El semblante de Octavio se iluminó de repente al escuchar estas palabras y preguntó en seguida con ansiedad:

– ¿Está usted segura, señora, de que su marido no intentará nada contra usted?

– Estoy segura.

– Ya lo oyes, Pedro… La condesa no necesita tu vida por ahora… Puedes marcharte sin temor.

Pedro comprendió que tenía razón; pero no hubiera cedido á no encontrarse con los ojos suplicantes de su amada. Al fin, posando los suyos sobre ella, y envolviéndola en una mirada grave y tierna, le dijo con acento enérgico:

– Hasta luego.

Y lanzándose por la pendiente abajo, desapareció á los pocos momentos.

El que siguió fué solemne para los dos seres que quedaban en la roca. La condesa ocultaba el rostro entre las manos. Octavio la contemplaba en silencio. Él fué quien primero lo rompió, exclamando:

– ¡Está fuera de peligro! Conoce todos estos sitios á palmos. No daría con él un batallón entero, cuanto más un hombre. Ya no debe usted afligirse, señora…

– No me aflijo por él.

– ¿Pues por quién?

– Por usted.

– ¡Por mí!

– Sí; le he hecho á usted mucho daño… Conozco que tiene usted motivo sobrado para odiarme… y le pido perdón.

– ¡Bah!– repuso el joven afectando tono indiferente.– Yo no tengo de qué perdonar á usted. Si me ha pisado el corazón, es porque me he empeñado en ponerlo debajo de sus pies. ¿Había de ser forzoso que usted se enamorase de mí?… Estas cosas no dependen de la voluntad… son fatales… El amor rara vez encuentra al amor en este mundo… ¿Por qué he de ser yo la excepción y no la regla?… No se preocupe usted por mí ni se aflija… Después de todo, las heridas que no matan de repente suelen cicatrizarse… La vida es un conjunto de lágrimas y quebrantos donde sólo muy pocos seres privilegiados recogen algunas flores.

Aquel tono indiferente no podía engañar á nadie. Hablaba con el corazón desgarrado. Sus palabras expiraban á menudo en la garganta, como el eco de un sollozo reprimido. Las que llegaban á los labios venían envueltas en lágrimas. Mientras las pronunció no apartó los ojos del nebuloso horizonte, que el sol teñía de grana. Laura adivinó perfectamente lo que pasaba en aquel espíritu ardiente y delicado, y guardó silencio.

Al cabo de un rato, el oído de Octavio, fino como el de un tísico, percibió entre la niebla un rumor. Volvió entonces el rostro hacia la condesa, y dirigiéndole una sonrisa le dijo con voz apagada:

– Hasta luego.

– ¿Cómo? ¿Se marcha usted?

– Sí: pronto nos veremos.

Sonó entre la niebla un tiro, y el señorito Octavio se desplomó sobre la tierra con la cara mirando al cielo.

Oyóse inmediatamente un segundo disparo, y la condesa vino á caer de bruces sobre él, cual si fuese á hacerle una caricia.

El conde surgió de la nube al instante. Llegóse á los cadáveres y con un pequeño esfuerzo los hizo rodar por la pendiente de la Peña. La niebla los tapó en seguida. Después se oyó el ruido que produjeron al entrar en el lago.

– — – —

El viento había arrojado muy lejos las nieblas que envolvían el lago, y la noche se presentó limpia y serena. En el oscuro manto del cielo principiaron á encenderse, como lejanas luces trémulas, algunas estrellas. El héspero corría á esconderse entre las montañas. La luna asomaba ya su disco resplandeciente por detrás de ellas.

Las aguas del Ausente dormían su sueño profundo, quietas, inmóviles como el día en que Dios las vertió en aquella inmensa pila de granito. No siempre estaban así. Alguna vez, de tarde en tarde, solían despertar y esperezarse como un monstruo, con terribles sacudidas, lanzando su baba espumosa á las paredes que lo guardaban prisionero. Mas ahora el monstruo callaba como un muerto, y dejaba pasar sobre su lomo bruñido los rayos temblorosos de la luna, que formaban sobre la oscura linfa un reguero luminoso.

Negreaban las altas montañas que lo cercan arrojando sobre él capas de sombra. El cielo parecía cortado por sus enormes masas dentadas. Las sombras se espesaban en las márgenes del lago y subían por los flancos de la roca hasta tocar en la cima. El reguero luminoso brillaba en el centro como una cinta de oro.

Al fin la luna apareció toda entera sobre una de las crestas y emprendió su marcha callada por el espacio. Las estrellas la seguían con sesgo vuelo como una bandada de pájaros. Los ámbitos del lago quedaron iluminados, y los líquidos senos del monstruo se estremecieron levemente al recibir la caricia del astro de la noche. Allá entre la juncia de la orilla oyóse la voz dulce y aflautada de un sapo.

Pedro bajó lentamente, apoyándose con las manos en las rocas hasta tocar con sus pies en los bordes del agua, y permaneció inmóvil. El sapo había repetido centenares de veces sus eternas notas románticas. La luna alcanzaba ya el medio de la esfera y flotaba como una isla de oro entre los pliegues del viento. El lago titilaba bajo su blanda caricia, y la figura triste y dolorida del mayordomo aún seguía inmóvil al pie de la orilla con los brazos cruzados y los ojos hundidos en el oscuro seno del agua.