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Czytaj książkę: «El señorito Octavio», strona 12

Czcionka:

XV.
Buscando salvación.

Las ocho de la mañana serían ya bien sonadas cuando el señorito Octavio abrió los párpados despegándose del sueño febril que le embargara desde el amanecer. Muy lejos de concederle descanso y reparar sus gastadas fuerzas, le dejó más inquieto y molido que nunca: las mejillas pálidas; un círculo oscuro, amoratado en torno de los ojos.

La idea del anónimo cayó de improviso como un rayo sobre su mente y le hizo dar un salto en la cama. Representósele con espantosos y sombríos colores la gran atrocidad que había hecho. Le pareció imposible que él, un hombre de honor, hubiese llevado á cabo acción tan indigna y repugnante. Por un momento dudó si estaría aún bajo la influencia de alguna pesadilla. Cuando se cercioró de que era una realidad, de que había sido un vil delator, de que corría peligro la vida del ser que más amaba, entregóse á una violenta desesperación, mordiendo la ropa del lecho y prodigándose con furia epítetos á cual más injurioso. La imaginación le hizo ver la muerte próxima de la condesa. Ante un cuadro tan espantable, desapareció al momento la afrenta que había recibido y se la perdonó de todo corazón. «Después de todo, se decía, yo no tengo ningún derecho sobre ella. Si se ha enamorado de otro, debo sufrirlo con resignación como una desgracia. Sólo un corazón pequeño es capaz de hacer lo que yo hice. Hasta se comprende que los hubiese matado en aquel momento, porque la pasión ciega el espíritu… ¡pero delatarlos!… ¡Dios mío, qué indignidad!… Cualquiera diría que mi amor no era más que un deseo vanidoso de ser preferido… Y, sin embargo, no es cierto; yo la adoraba… La adoro todavía en lo profundo de mi pecho. En un principio me sedujo el aparato mundano de que estaba rodeada; pero después se fué infiltrando poco á poco en mi alma, hasta el punto de que no era yo el que pensaba y sentía, sino ella la que pensaba y sentía por mí… Hoy daría la vida porque fuese una pordiosera, con tal que me amase un poco…»

Y embebecido en estas y otras reflexiones estuvo algún tiempo sentado. De repente le asaltó el pensamiento del grave peligro que corrían las vidas de los amantes, y se arrojó con ímpetu del lecho. Vistióse á medias precipitadamente, como si fuese á ejecutar algún acto que exigiese mucha premura. Una vez vestido, quedóse inmóvil con la mano puesta sobre el pestillo de la puerta. ¿Adónde iba? Era preciso á toda costa evitar el crimen que no tardaría en perpetrarse, si no se había perpetrado ya; pero ¿cómo? Quiso pensar en algún medio, mas no pudo. Las ideas le daban vueltas en la cabeza. No acertaba á sacar nada en limpio de su meditación ansiosa. Adivinaba la existencia de algún pensamiento salvador, pero estaba envuelto en tan tupidas gasas que no percibía de él absolutamente nada. Y cuantos más esfuerzos hacía para sujetar su imaginación y enderezarla á un resultado práctico, más se turbaba y más se perdía en un piélago de lucubraciones absurdas. Lo único que vió claro fué la imposibilidad de intentar por su cuenta nada con el conde. Era necesario darles aviso á ellos; pero ¿en qué forma y por qué medios? Después de mucho vacilar, se resolvió á ir él mismo á la Segada.

Emprendió la marcha inmediatamente y con no poca celeridad, aumentando ésta á medida que la idea terrible de no llegar á tiempo se iba apoderando de su revuelto cerebro. Ya estaba en la carretera… ya cruzaba el puente… ya caminaba por el túnel de avellanos… ya estaba en el pueblo. Acercóse al palacio lleno de susto, y vió salir á un criado de una de las cuadras. Después de reprimir su respiración fatigosa, y fingiendo naturalidad, le abocó diciéndole:

– ¡Hola, amigo! ¿Los señores condes se han ido ya de caza?

El momento que trascurrió entre su pregunta y la respuesta del criado fué de suprema angustia.

– La señora condesa ha salido ya con el mayordomo. El señor conde está durmiendo.

La noticia, sin sacar á nuestro joven de apuros, le tranquilizó un poco. Tuvo fuerzas para decir:

– Gracias, muchacho: voy á dar un corto paseo mientras el señor conde se levanta.

Así que se alejó algún trecho, retoñaron con más fuerza sus ansias. Aquel extraño sueño del conde en tales circunstancias le causaba gran inquietud y le parecía precursor de una tremenda desgracia. «¡Oh! tengo la seguridad, se dijo, de que antes de una hora el conde de Trevia saldrá de su palacio… Y si sale es para cazarlos como á dos ciervos… ¡Dios mío, es horrible, es horrible!… ¿No habrá un medio de cortar el paso á la muerte?…»

Se mesaba los cabellos y corría sin tino por la margen del riachuelo que bajaba de la Peña Mayor. Al dar vuelta á un repliegue del terreno vió blanquear entre los árboles, no muy lejos de sí, la iglesia de la parroquia. Al mismo tiempo surgió en su espíritu un pensamiento, al cual se agarró el desdichado inmediatamente, como se agarra á un clavo ardiendo el que rueda hacia el abismo. Pensó en el cura de la Segada y en la influencia poderosa que ejercía al parecer sobre el conde. Pensó en que como hombre sagaz y de mucho ingenio pudiera tal vez hallar algún recurso ó excogitar algún medio de conjurar la tormenta. Después de todo, en su calidad de ministro de Dios, estaba en el deber de hacer cuanto le fuera posible para evitar la consumación de un crimen. Como amigo de los condes, hallábase aún más obligado á impedir la desgracia que les amenazaba. Se determinó á ir á la rectoral y contarle lo que ocurría, bajo secreto de confesión.

Los momentos críticos y decisivos. Se dió á correr cuanto más pudo hacia la casa, que por fortuna no estaba lejos. Era, como casi todas las rectorales de aldea, pobre de aspecto, rodeada de huertas extensas y feraces, y tenía en la fachada principal un largo balcón de madera sin pintar, guarnecido todo él por una parra cuyos pámpanos estaban ya marchitos. La puerta, ennegrecida por el tiempo, no tenía llamador. Se vió precisado á dar dos golpes sobre ella con la palma de la mano. Después de un buen rato de espera rechinaron los goznes con cierto chirrido prolongado semejante á un lamento, y apareció una vieja, la cual, sin aguardar la pregunta del mancebo, le dijo en tono áspero:

– El señor cura está arriba.

Y á paso acelerado fué á hundirse por una puertecilla, que más parecía agujero, de donde salían bocanadas de humo y fuerte olor á guisado. Octavio tomó la escalera estrecha, sucia y llena de agujeros que conducía al piso primero y último de la casa, y después de atravesar un corto pasillo, hallóse frente á una puerta sobre la cual dió otros dos golpes con la mano, aunque más discretos.

– ¡Hola! ¿quién anda ahí?– preguntó la voz cascada del cura desde adentro.

– Soy yo, señor cura; tenga la bondad de abrir.

– ¿Sabe que no le conozco, mi amigo?… Pero aguárdese un instante el que sea, que estoy concluyendo de afeitarme.

Le molestó extraordinariamente aquella dilación. Se puso á dar vueltas agitadamente por el pasillo. Cada minuto que pasaba le parecía que traía consigo una calamidad. Por fin se abrió la puerta, y el rostro atezado del cura, que apareció detrás de ella, expresó una agradabilísima sorpresa al ver á nuestro joven.

– ¡Ave María Puriiiiisima!… ¡Pues no era el señorito Octavio el que llamaba! ¿Por qué no dijo su nombre, criatura, y le hubiera abierto inmediatamente? Vaya por Dios… vaya por Dios… Es usted el diantre, señorito… Pase ahora adelante… Siéntese y cúbrase; siéntese y cúbrase; siéntese y cúbrase…

La estancia en que penetró era la más original que en su vida había visto. No tenía grandes dimensiones, pero albergaba trastos suficientes para amueblar una casa entera, los cuales se hallaban esparcidos de tan singular y caprichoso modo, que era en verdad cosa digna de verse. Los sofás, que eran tres, no se hallaban arrimados á la pared como en todas las salas del mundo, sino que formaban en el medio un cuadrado abierto por uno de los lados, al modo que se ponen los bancos en las iglesias los días de funeral. En el centro de este cuadrado se alzaba un ropero de madera sin barnizar atestado de sotanas, balandranes, manteos, sombreros de teja, bonetes, etc., etc., todo muy usado y sucio. En el rincón más oscuro apenas se veía la mesa de escribir cubierta con una bayeta que habría sido verde; actualmente las manchas de tinta, vino, leche y otros líquidos la habían puesto casi incolora. Sobre la mesa descansaban algunos breviarios, algunas plumas de ave, algunos tinteros y una buena cantidad de polvos de escribir. Había además hasta una docena de manzanas (ó pomas, como las llamaba el licenciado Velasco de la Cueva), un paquete de café molido y algunos cigarros. Un armario inmenso, colosal, tapaba casi por entero uno de los lienzos de la estancia. Cerca de él, amontonados formando pila, unos cuantos feísimos y desvencijados cofres. Más allá una cómoda y sobre ella un San José de madera con su correspondiente niño, algunos paquetes de periódicos y dos grandes caracoles de mar. Otros muchos muebles había, de los cuales no se hace mención por no ser prolijos. Las sillas numerosas, siendo de notar que no se encontraban dos de una misma clase: era una escala que recorría desde la forrada de vaqueta con respaldo tallado, hasta la moderna de rejilla. En el suelo y arrimados á la pared había varias hileras de frascos de todas formas y tamaños, y esparcidos en curioso desorden yacían no pocos libros forrados en pergamino.

Este cuadro tenía un fondo opaco y pardusco que advertía claramente de que la escoba no había penetrado jamás en aquel recinto. El polvo envolvía en su manto protector los muebles, los libros y los frascos de la habitación, y la tapizaba tan perfectamente que los pies no echaban menos la mullida alfombra. Al poco rato de estar allí nadie dejaba de aspirar, mascar y tragar polvo en respetables porciones.

El señorito Octavio, así que estuvo sentado, experimentó un vago malestar, cuya causa no podía bien explicarse. Se arrepintió también vagamente de haber acudido á aquel sitio en busca de salvación.

– Vaya, vaya, vaaaya… ¿Y cómo deja usted á su señor padre y á su señora madre? Tan buenos, ¿eh? ¿No es verdad?… Pero, hombre, ¡qué bien se conserva su señor padre! El otro día le vi en la calle y me dejó pasmado: está cada día más joven… Ya le dije yo: «Don Baltasar, la buena conducta obra milagros». Porque su señor padre, quiero que usted lo sepa, siempre pisó derecho… es verdad, y si todos hubiesen seguido su ejemplo cuando jóvenes, no andarían tantos por ahí hechos verdaderas cataplasmas…

Octavio, para huir el vago malestar que le aquejaba, procuró representarse bien el apuro en que se veía y el sagrado ministerio de la persona que tenía delante. Se hizo cargo de que no había más remedio que entregarse en manos del cura, saliese lo que saliese, y le dijo con decisión:

– Señor cura, he venido á su casa para hablarle de un asunto muy grave. Hay circunstancias en la vida en que un consejo dado con oportunidad puede sacarnos de un serio conflicto. Yo me encuentro, por desgracia, en una situación bastante apurada, y pienso que ninguna persona mejor que usted puede serenar la tormenta que me amenaza.

– Vamos, vamos… Al parecer se trata de un caso de conciencia, ¿no es así?

– Algo de eso.

– Pues entre nosotros los curas, pasa por una gran verdad que la conciencia se descarga más fácilmente teniendo el estómago repleto que vacío. Conque así, mi amigo, antes de pasar adelante va usted á fortalecer el suyo con algo que le voy á dar… Porque ha de saber usted, señorito, que yo tengo siempre de repuesto en esta alacena un poco de lastre para los pecadores.

El cura se había acercado efectivamente á una alacena, riendo mientras la abría.

– Dispense usted, señor cura; no puedo tomar nada en este momento.

– Nada, nada… aquí no hay dispensas que valgan… Ustedes los jóvenes necesitan nutrirse para tener un poco sosegados esos nervios… ¡esos nervios!…

– Señor cura, por Dios me dispense, me es imposible…

– ¡Quieto! ¡quieto! que este mundo acá ha de quedar… y lo que le voy á dar no es un veneno… De aquí no sale sin haber hecho algún gasto al cura de la Segada… Porque, lo que es á terco, no me gana usted á mí, señorito.

El cura se dirigió al decir esto á la puerta, dió la vuelta á la llave y se la guardó en el bolsillo. Después tornó á la alacena y fué sacando con calma y poniendo sobre la mesa un gran pedazo de salchichón, dos bollos de pan y una botella de vino. Octavio le dejó hacer, mirando todo aquel aparato con ojos resignados. Comprendió que el cura no escucharía una palabra si antes no tomaba algo.

– ¡Ajá! ya están arreglados los bártulos… Lo mejor que puede hacer ahora… créame á mí… es meter algo en el cuerpo. El tiempo que se gasta en comer, no se pierde. Los viejos hemos aprendido estas cosas al cabo de muchos años, y ustedes los jóvenes las aprenderán también… es verdad… El salchichón vino directamente de la fábrica. Tengo yo en Vich un primo hermano establecido, que todos los años se acuerda de mandarme una buena provisión. El pan está amasado y cocido en casa… Coma, pues, sin escrúpulo, que luego hablaremos.

Nuestro joven empezó á morder con manifiesta repugnancia un pedacito de salchichón que tenía entre los dedos.

– Vaya, vaya, vaaaaya con el señorito Octavio… ¿Y qué vientos corren por la villa, señorito? Nosotros, los curas de aldea, no sabemos nada de lo que pasa en el mundo hasta que llega el día del mercado.

– Pues lo mismo de siempre, señor cura: nada ocurre de particular.

– ¿Qué se sabe de la separación del promotor fiscal?

– No tenía noticias hasta ahora de que…

– Hombre, hombre… ¿Viene usted de la villa y no sabe que el gobernador pidió al Gobierno la separación del fiscal? Al parecer es cuestión de elecciones…

– Como yo me entero poco de política…

– Hace usted bien, señorito; hace usted bien; hace usted bien. La política trae consigo muchos disgustos… Pero en España no hay otro camino mejor para arribar á los altos puestos y hacerse hombre en un momento. ¡Cuántos que hoy son grandes personajes y se sientan en la poltrona andarían por su tierra escribiendo pedimentos y dando consultas á peseta si no hubiesen metido la nariz en la política!… La verdad es, querido, que el que no anda se queda atrás, y sólo la ocasión hace al hombre, y el que no la aprovecha es un tonto. Y en último resultado hay que tomarlo todo con calma… con calma… con calma; porque lo que es de tomarlo á pechos no se saca nada… La fe es muy buena para salvar las almas, pero los cuerpos… nequaquam. En la política pienso yo que no basta ya aquello de ver y creer, sino que es necesario ver y tocar… ¿no es verdad, mi amigo, no es verdad?… ¡eh! ¡eh! ¡eh!…

El malestar de Octavio iba en aumento. Apuntábale ya el deseo de marcharse. Sintió al mismo tiempo sed, porque el salchichón hacía ampolla en la lengua.

– ¿Podrían traerme un vaso de agua, señor cura?

– No blasfeme usted, señorito… ¡Qué agua ni qué ocho cuartos! El agua para las ranas y el vino para los hombres… Va usted á beber uno de misa mayor que tengo reservado para los amigos que estimo de veras…

– Gracias, gracias; tengo mucha sed, y el vino no me la apaga.

– Está usted en un error, señorito… en un error muy grande. Para apagar la sed no hay nada mejor que el vino; está probado. No diré que si usted bebe ese peleón que traen los arrieros de Toro, lleno de campeche y otras porquerías, no quede usted peor que antes; pero en tratándose del vino de Rueda legítimo y con diez años en la bodega, como el que tiene delante, diga usted que es una bendición del cielo, y que apaga la sed lo mismo que hace discurrir á un borrico… ¡Calle!… ¡pues si no le he traído copa para beberlo!… ¡Válate Dios… válate Dios… válate Dios!…

El cura se levantó, fué otra vez á la alacena y sacó de ella una copa extraordinariamente sucia. Después de haberla mirado al trasluz, fué á lavarla á la jofaina con el mayor sosiego. Octavio bebió una copa del vino de misa mayor, y, en efecto, no le apagó la sed: La impaciencia y la rabia ayudaban también á abrasarle las entrañas.

– Pues, como iba diciendo, tiene usted razón, señorito. La política trae muchos disgustos; pero en último resultado vienen á recaer sobre los que dependen de ella y tienen el pan de cada día ligado á la voluntad de un cacique. Mas no sucede otro tanto cuando el que se mete en ella es una persona independiente por su fortuna, como usted, pongo por caso, señorito. Mañana le da un disgusto la política á un hombre como usted; pues se mete en su casa muy tranquilo, diciendo: ¡Ahí queda eso!… Además, no es fácil comprender hasta qué punto facilita el camino de los altos puestos la circunstancia de gozar una buena renta el que los solicita… Créame que, averiguado que un hombre es rico, los obstáculos desaparecen de su vista como por encanto… Pero así que se susurra que es pobre, todo el mundo corre á ponerle el pie delante para que caiga de narices. Yo no sé lo que tiene la pobreza, que á todos huele mal. ¿No es verdad? ¿eh? ¿eh?

La charla del clérigo había conseguido marear á nuestro joven, poniéndole en completo desorden las ideas. La impaciencia que le devoraba desde el comienzo de la escena, le había ido subiendo la sangre á la cabeza y bullía dentro de ella haciéndole pensar en cosas extrañas bien lejanas del asunto que debía ocuparle. Mientras la voz cascada del cura le martirizaba los oídos, estaba pensando en un perro que había encontrado por el camino con una pierna rota. ¿Quién habría puesto de aquel modo al infeliz animal? Tal vez algún muchacho le tiraría una piedra. ¡Vaya una proeza!

Poco á poco se fué apoderando de su espíritu una gran repugnancia, una repugnancia invencible. Al mismo tiempo empezó á brillar en sus ojos la firme decisión de no decir palabra de su gravísimo asunto al hombre de sotana que tenía cerca y de marcharse al instante de aquel sitio. Se había equivocado. Allí no encontró el salvador que buscaba. Todavía, no obstante, permaneció clavado en la silla como si el cuerpo se negase á obedecer las órdenes apremiantes del espíritu. El clérigo prosiguió diciendo:

– El único joven que en esta comarca se encuentra en condiciones de ser un hombre influyente en la política es usted, señorito. Ya sabe que no soy adulador y que se lo digo como lo siento… No porque la modestia lo tape se deja de reconocer el mérito donde lo hay… Pero no se me afilie, por Dios, en ese rebaño de charlatanes y chorlitos como el hijo de D. Lino Pereda, porque entonces no conseguirá nada… Si usted comprende sus intereses, no debe separarse del partido de los hombres serios y respetables… Los partidos avanzados están llenos de jóvenes, y para que uno de ustedes llegue á brillar es necesario que sea una eminencia, y aun así jamás adquiere respetabilidad. En cambio el partido católico tiene consigo toda la riqueza del país y toda la aristocracia, pero le hacen falta jóvenes, por lo cual no es difícil que un muchacho de valer como usted logre distinguirse pronto… Créame á mí, señorito, créame á mí… Es el Evangelio lo que usted está oyendo. Para alcanzar dentro de pocos años una posición brillante y mandar como jefe en este distrito y acaso en la provincia, no tiene más que hablar con prudencia, alternar con las personas sensatas del pueblo, cumplir con los preceptos de la Iglesia y dejarse estar… dejarse estar… Lo demás corre de nuestra cuenta… Los curas valemos poco… es verdad… pero todavía… todavía… todavía… Hoy por hoy, lo que le conviene es apoyar con decisión la candidatura del señor conde de Trevia… Hará usted un gran favor á la buena causa y adquirirá la consideración de todos los hombres sensatos. Mañana será otro día… El conde no ha de ser siempre diputado, señorito… y cuando llegue la ocasión, todos arrimaremos el hombro y le ayudaremos á empinarse…

Octavio sintió un fuerte estremecimiento al oir el nombre del conde de Trevia, como si despertase de un sueño profundo. De pronto se alzó de la silla y dijo con tono resuelto que no admitía réplica:

– No me siento bien en este momento, señor cura. Otro día hablaremos del asunto que aquí me trajo. Hasta la vista.

Y sin aguardar contestación salió como un huracán por la puerta, dejando altamente sorprendido al clérigo. Al llegar á la calle, sin detenerse un punto, dióse á correr por la margen del riachuelo en dirección á la montaña. «Después de todo, se iba diciendo, el conde aún no sabe quién es el amante de su mujer.»

Y los que por allí cruzasen á la sazón observarían, no sin sorpresa, que el pálido semblante del señorito resplandecía como el de las estatuas de los héroes, y su cuerpo afeminado parecía hecho de acero al escalar los primeros riscos de la Peña Mayor.