El hotel de las promesas

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
El hotel de las promesas
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

EL HOTEL DE LAS PROMESAS

Arantxa García


Primera edición en ebook: Diciembre, 2020

Título Original: El hotel de las promesas

© Arantxa García

© Editorial Romantic Ediciones

www.romantic-ediciones.com

Diseño de portada: Olalla Pons – Oindiedesign

ISBN: 9788418616020

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.


A David, mi mejor amigo y compañero de vida, y mi niña Lucía, que es, sin duda, mi mejor obra y me insta a superarme día tras día.

CAPÍTULO PRIMERO

Cristina recorrió con la mirada cada uno de los recovecos del amplio vestíbulo donde había penetrado. Deslizó lentamente sus ojos en las baldosas carmesí de inspiración oriental que cubrían las paredes del lugar; en el terciopelo de los sofás de la entrada, donde los clientes esperaban a sus familiares mientras leían con desgana uno de los periódicos que el hotel disponía en estantes dorados para su uso y disfrute; en el tul de las faldas de las damas, que se deslizaban como por medio de un sortilegio: bellas, etéreas, inefables…

Apenas había cruzado unos metros cuando le cerró el paso una mujer esbelta, de porte solemne, a la cual había visto detrás del mostrador de recepción al entrar.

―Si vienes por el trabajo de camarera de piso debes entrar por la puerta de servicio, al otro lado de la calle ―dijo, mientras contemplaba, con evidente disgusto, los sencillos ropajes de la muchacha, algo raídos y desgastados, enlodados y cubiertos por el polvo del viaje.

Cristina había tomado la diligencia dos días antes desde la periferia de aquella provincia. Vivía en un pueblecito pequeño, atorado en usos y costumbres de antaño, donde el progreso era tan solo una suerte de utopía que aquellas gentes sencillas, curtidas en la miseria y la adversidad, se obstinaban en ignorar, afanadas en sus quehaceres diarios, sin más objetivo que el de tratar de sobrevivir. Caminó presurosa desde su cabaña hasta la plaza del pueblo, donde la diligencia que la llevaría al centro de la ciudad se detenía puntual todos los martes a las doce del mediodía. Un sujeto encanecido, con el rostro corroído por las improntas de la viruela y una mirada lasciva que se posó en sus rodillas por más tiempo del que dictaminaban las normas de decoro, tomó de su mano los escasos ahorros de la muchacha y la ayudó a subir. La tormenta azotó los caminos que recorrió aquel carruaje durante unas horas azarosas en las que la joven llegó a temer por su vida. El conductor de la diligencia, para su alivio, no se dirigió a ella en todo el camino, ni siquiera cuando la muchacha rechazó su oferta de pasar la noche en una fonda cercana y se acurrucó con sus escasas pertenencias en el asiento, expuesta a la intemperie y a las inclemencias del tiempo.

Cristina, por lo tanto, había llegado a aquel hotel excesivamente agotada y famélica como para prestar atención a los dictados del protocolo. Iba a decirle a aquella mujer hostil que no deseaba ningún empleo y que, por tanto, no era ese el motivo de su presencia en el lugar, cuando sus ojos se posaron, accidentalmente, en la puerta del comedor donde los clientes del hotel disfrutaban de su almuerzo. Entonces lo vio… Miguel, con gesto adusto y servil, se inclinaba sobre una mesa y, sin mediar palabra, depositaba agua en el vaso de un caballero que, absorto en la conversación con su acompañante, ni siquiera se dignaba a dirigirle una mirada ni gesto alguno de reconocimiento. El corazón de la joven se detuvo en ese instante. Allí estaba su amigo de la infancia, el amor de su vida, el muchacho que a los quince años le había prometido matrimonio tras robarle un casto beso en la orilla del río donde solía acudir a lavar su ropa. Cristina siempre había pensado que pasaría el resto de su vida a su lado, que unirían sus destinos en la capilla del pueblo y compartirían una vida sencilla y rutinaria en la cabaña en la que, hasta hacía menos de dos días, ella vivía con su madre. Tenía esa idea tan enraizada en su fuero interno, que jamás había osado preguntarse si era lo que realmente deseaba. Ella creía amar a Miguel. Después de todo, era lo más natural, ¿verdad? Era una muchacha pobre, sin recursos. Sus aspiraciones, sus deseos… todo ello había sido sofocado mucho tiempo atrás, sesgado por el peso abrumador de la realidad. Miguel era su destino, el único camino que conocía.

Un año antes el muchacho había decidido partir a la ciudad.

―Pequeña ―así solía llamarla―, creo que es lo mejor para los dos. Ya sabes que en este pueblo inmundo escasea el trabajo y la temporada de siega está a punto de finalizar. Pero me he enterado de que en la ciudad han abierto un hotel de lujo y el sueldo es más que satisfactorio. He sopesado largamente las opciones y creo que en dos años ahorraría lo suficiente como para comprar una casa mejor en el centro del pueblo y casarnos. Es más, quizá en unos meses pueda llevarte conmigo y juntos podríamos empezar una nueva vida lejos de todo. Me aseguraría de que a tu madre no le faltara nada.

Cristina se sintió embargada por la emoción. Huir del lugar, asentarse donde nadie conociera sus orígenes y poder dar a su progenitora un futuro mejor… era, sin duda, su sueño más íntimo. Así que no se opuso a la marcha de su prometido. Se despidieron en la plaza del pueblo una semana después, sin lágrimas, sin que la tristeza les sobrecogiera. Un beso presuroso en los labios, un leve apretón de manos y Miguel se alejó de ella por tiempo indefinido.

El joven no tardó en enviarle una misiva anunciando que había logrado el tan ansiado trabajo. Los primeros meses solía escribir con regularidad. Cartas adustas, exentas de pasión, meros compendios de su día a día en la ciudad. Ni un recuerdo para ella, ni un atisbo de añoranza, ninguna referencia a su regreso. Muy poco tiempo después, Cristina había dejado de recibir noticias de Miguel. En un principio, temió que el muchacho hubiera sufrido algún daño, mas algo en su fuero interno le anunciaba que ese no era el motivo del silencio de su prometido. Pasó un largo mes en el que la impaciencia ante la espera la sobrecogió. La furia impulsaba su desazón. Su madre la contemplaba en silencio con gesto adusto. Una noche, sentadas una enfrente de la otra, la mujer tomó las manos de su hija entre las suyas y le habló sin afectación, tal como solía dirigirse a ella desde que era muy niña:

―Hija, debes ir a la ciudad. Sabes la dirección del trabajo de Miguel. Ve a buscarle y descubre qué ha pasado. Solo la verdad te devolverá el sosiego.

Ante estas palabras, Cristina se decidió a tomar la diligencia y encaminarse al hotel en el cual sabía que su prometido trabajaba. No estaba dispuesta a ser abandonada sin respuesta ni motivo. Aunque tuviera que increparle allí, en su trabajo, delante de sus jefes y los clientes del hotel, estaba resuelta a ello.

Por tanto, con voz ahogada, apenas perceptible al oído de su interlocutora, Cristina balbució una disculpa apresurada y se dispuso a encaminar sus pasos al lugar que le había sugerido.

―Y recuerda, niña. ―Oyó a su espalda―. No vuelvas a acercarte a los clientes del hotel con semejante descaro. Es indispensable que el personal de servicio se mantenga en el lugar que le corresponde.

Al percibir el veneno de su voz, Cristina se volvió lentamente y le dirigió una sonrisa torcida:

―Mis disculpas. Te agradezco mucho el consejo. Está claro que entre empleadas debemos ayudarnos.

Dicho esto, encaminó sus pasos con aire resuelto hacia la puerta de servicio. Cristina Martínez no permitía que nadie la agraviara. Ni Miguel ni esa joven altiva que se creía con derecho a menospreciarla tan solo por vestir un uniforme elegante.

La gobernanta del hotel resultó ser una anciana afable, pese a la severidad que denotaba el rictus de su rostro. Aquel gesto se veía curtido por la experiencia y las vicisitudes vividas; su mirada destilaba sabiduría, como si fuera capaz de penetrar en el alma de las gentes con solo posarse en ellas. Tal vez fue la franqueza en los ojos de Cristina lo que le hizo confiar en esa muchachita menuda de humildes ropajes y exiguas pertenencias.

―Efectivamente, precisamos una camarera de piso ―le dijo―. Tu labor consistirá en encargarte de las habitaciones del hotel. Deberás mantenerlas limpias, asegurarte de que la lumbre esté siempre dispuesta y llevar a los clientes a sus habitaciones lo que soliciten, ya sea alimento, correspondencia, enseres de higiene o cualquier otro servicio que puedan precisar. Debes levantarte al amanecer y recuerda lo que voy a decirte, niña: no tolero el retraso. En ninguna circunstancia. Deberás ser diligente en tus tareas y mostrarte como una sombra ante los clientes. Tu presencia no deberá perturbarles y no te dirigirás a ellos a no ser que así lo soliciten. Podrás retirarte a tus habitaciones después de la cena. Generalmente, los clientes descansan por la noche, por lo que el servicio de habitaciones se suspende. Si algún cliente precisa algo a esas horas, acudirá a la recepción. No obstante, tu labor no se limitará exclusivamente a los dormitorios. Si necesitamos tu ayuda en la cocina o el salón, acudirás sin tardanza y ello no repercutirá en ningún incremento salarial. Por lo demás, el hotel dispone en el piso inferior de habitaciones de servicio. De modo que, si así lo deseas, se te proporcionará comida y alojamiento. Tendrás un domingo libre al mes que podremos modificar a nuestro albedrío si las necesidades del hotel lo requieren. Dime, muchacha, ¿tienes referencias?

 

―No, señora ―reconoció la chica―. Nunca he abandonado mi pueblo hasta hoy y no hay nadie que pueda acreditarlo, pero, además de limpiar, sé de labores de costura y entiendo de cocina. Mi madre y yo trabajamos como lavanderas y tenemos un pequeño huerto.

―Entiendo. En ese caso tendremos que ponerte en periodo de prueba. Tu sueldo será de trescientas pesetas semanales. Si nos satisface tu trabajo, hablaremos de aumentarlo. En caso contrario, te marcharás sin premura y no percibirás el salario retrasado ni acreditación alguna.

Cristina sintió cómo su respiración se detenía. Aquella cantidad era el doble de lo que su madre y ella solían ganar en un mes lavando los exquisitos ropajes de las damas ricas de su comarca. Pensó en cómo podía aliviar con ese dinero la carga de la amorosa mujer y decidió aceptar el trabajo. Ya llegaría el momento de enfrentarse a Miguel y exigir una explicación a su comportamiento abyecto y cobarde. De repente, la posibilidad de un futuro mejor, sin necesidad del apoyo de Miguel, se abría ante ella lleno de esplendor y nuevas esperanzas.

―Me parece bien, señora ―afirmó bajando la mirada recatadamente, tal como dictaba la costumbre.

―¿Puedes incorporarte inmediatamente?

―Así es.

―En ese caso, acude a la lavandería sin tardanza y solicita un uniforme de tu talla. Cuando lo tengas, acude a las cocinas y se te indicará tu dormitorio y tus nuevas funciones. ―Sonriendo afectuosamente por vez primera desde que había empezado aquella reunión, la gobernanta estrechó, cortés, la mano de Cristina―. Bienvenida al hotel Bonanza, señorita Martínez.

Pablo de la Mora abrió los ojos cuando los rayos del sol despuntaban en todo su esplendor a través de las cortinas de su ventana, cerca del mediodía. La bella acompañante con quien había compartido aquel lecho la noche anterior ya había abandonado la estancia, posiblemente sofocada y avergonzada, cuidando de no alentar con el ruido de sus pasos a otros clientes. Pablo sonrió divertido imaginando la escena. Esas damas aburridas, vacías, sin más aliciente en la vida que gastar la renta de sus esposos en lujos irrisorios y superfluos, tan bellas, altivas y pudorosas, dibujaban una falsa apariencia de decoro a ojos ajenos para luego deshacerse entre sus brazos cuando, con una sonrisa seductora y un discurso bien ensayado y repetido hasta la saciedad, las llevaba a su cama sin hallar resistencia. Esas damas puritanas y altivas, eran expertas en burlar a sus maridos para robarle unas horas a sus insípidas rutinas y pasarlas junto a él. Era un juego sencillo donde no mediaba sentimiento alguno ni había lugar para el engaño. Jamás fingía amarlas y, en verdad, ellas tampoco parecían esperarlo. Nada le unía a ellas más allá de esas horas de deleite. Sin embargo, era capaz de hacerlas alcanzar el cielo a través de la lluvia de besos que intercambiaban. Al alba, ellas se alejaban, con el acuerdo tácito, sin necesidad de intercambiar palabras, de no volver a hablar jamás de esos apasionados encuentros.

Pablo se vistió lentamente y decidió bajar al bar del hotel en busca de un café. Después se sentaría en el vestíbulo a fumar su pipa y leer el periódico. Realmente, su vida también estaba vacía y él era plenamente consciente de ello. Es cierto que había recibido una educación exquisita en los mejores colegios, gélidos internados donde sus progenitores parecían olvidar su existencia durante meses. Cuando regresaba a su casa en el período vacacional, su padre no cesaba de repetirle cuán decepcionante le resultaba su mera presencia. Nunca le explicó los motivos. Tal vez se tratara del carácter apocado del muchacho, pues jamás osaba alzar los ojos de las baldosas del suelo ante la presencia del patriarca; quizá el problema residía en su amor por la lectura y su desinterés por todo tipo de deporte. No obstante, lo cierto es que Rafael de la Mora le había repetido tantas veces que era un pusilánime incapaz de valerse por sí mismo que Pablo acabó por creerlo. Respecto a su madre, era una dama gélida cuya presencia podía sobrecoger el aire de una estancia y cubrirla de una escarcha intangible que envolvía a cuantos la rodeaban. Todo su tiempo era consagrado a placeres banales que no le permitían dedicar a su hijo ni un solo instante. Los criados lo trataban con deferencia, pero eran distantes y los preceptores del internado se mostraban severos con él. Nadie lo trató jamás con afecto durante sus años de niñez. Debido a ello, Pablo se centró en sus estudios, aunque era tal su congoja que no lograba destacar en materia alguna, pese a que era un joven imaginativo y de inteligencia despierta.

No obstante, durante sus años de universidad, viajó por primera vez en el recién inaugurado ferrocarril. Fue tal su fascinación ante aquella máquina imponente capaz de alcanzar velocidades inauditas, que su mente empezó a trazar un plan que se convirtió en el centro de sus obsesiones. Fascinado por las nuevas tecnologías y ebrio de progreso, Pablo empezó a dedicar sus noches a un proyecto con el que pensaba traer la prosperidad al negocio de su padre. La base de la fortuna familiar era el transporte a gran escala de la materia prima que producían en su hacienda. Tenían tratados con las fábricas más importantes del país y el apellido De la Mora, aun cuando los años le habían arrebatado su abolengo aristocrático, era respetado por doquier. No obstante, en los últimos años los procedimientos de la empresa habían quedado un tanto obsoletos y las pérdidas eran cada vez más preocupantes. Pablo pensaba que podían aprovechar el ferrocarril para abaratar los costes y triplicar los beneficios. Si alquilaban un vagón y dejaban de utilizar un carruaje para trasladar su mercancía, era un hecho constatable que abarcarían más territorio en un espacio de tiempo mucho más breve. En el futuro, el barco de vapor les permitiría expandir su negocio allende los mares.

Trabajó en su proyecto durante meses y elaboró un informe sumamente detallado que pensaba presentar a su padre en cuanto tuviera oportunidad. Al finalizar sus estudios, acudió al despacho del patriarca familiar a fin de exponerle sus ideas. Su corazón palpitaba desbocado, sus esperanzas se agitaban, inquietas, en su estómago. El hombre le recibió con una mueca de desagrado.

―¿Qué quieres?

―Señor… yo… quería presentarle un proyecto que he elaborado para el negocio familiar.

El hombre clavó sus ojos, estupefacto, en el muchacho y sonrió con desprecio.

―¿De verdad pensabas, mequetrefe, que iba a permitirte arruinar el legado de mis ancestros con tus ideas absurdas? No entiendo cómo has osado siquiera intentarlo.

Solo el orgullo impidió que las lágrimas se agolparan en el rostro de Pablo, el cual veía cómo sus sueños quedaban abruptamente segados por la cerrazón de su progenitor. Incapaz de contener su desazón, el joven se dispuso a abandonar la estancia, pero un gesto enérgico de Rafael de la Mora le retuvo en su asiento:

―Escúchame, Pablo. Desde el mismo día en que naciste has sido una contrariedad continuada. Y, sin embargo, hace unos días descubrí que, pese a no ser más que un lastre para esta familia, aún puedes servirme de alguna utilidad. Quiroga, mi socio más estimado, me ha comunicado que desea que te cases con su bellísima hija, Ana. No pongas esa cara de lechuguino, yo tampoco entiendo cómo puede desearte como yerno. Y, sin embargo, así es. Vuestra unión traerá prosperidad y abolengo a nuestro apellido. Quiroga es dueño de la fábrica de textiles más importante de este país y me ha asegurado que nos permitirá tomar parte activa en sus negocios tras el matrimonio. Es una fortuna inesperada, muchacho. Mayor de la que jamás has merecido. Ana es una dama realmente exquisita.

Pablo, abrumado, fue incapaz de hallar palabras. Era menester correr a su dormitorio para asumir en soledad las novedades de las que acababan de hacerle partícipe. Con una leve inclinación de cabeza, el joven se dispuso a abandonar la estancia. Antes de salir, su padre dictó una sentencia que rememoraría reiteradamente en su memoria en lo sucesivo:

―Ten en cuenta, muchachito inútil, que solo yo decidiré quién será mi sucesor a mi muerte.

Tras esa conversación, Pablo abandonó sus ambiciones y se dedicó a gastar a manos llenas la fortuna familiar. Acabó convirtiéndose en lo que tantas veces le habían repetido: un joven pusilánime, ocioso y superficial. Pasaba largas temporadas alejado de su morada porque la convivencia con su padre era insostenible. Sabía que cualquier día el patriarca familiar le convocaría a su presencia y debería regresar para casarse con su hermosa y pérfida prometida. Tal vez, una vez que tomara esposa y la instalara en la vivienda familiar, pudiera regresar a la única vida que conocía, con aquellas amantes efímeras que le permitían burlar esa soledad incipiente que lo ahogaba, alejándose continuamente en largos viajes sin retorno, abocado a una infelicidad interna que no osaba reconocer, pese a estar allí, agazapada entre lujos y placeres tenues y difusos que sofocaban en su esplendor los deseos más profundos de su fuero interno. Solo él sabía que aún había noches en las que volvía a tomar el viejo informe entre sus manos y trabajaba en él durante horas. Sabía que su matrimonio con Ana Quiroga podía proporcionarle los contactos que precisaba para poder llevar a cabo su proyecto. Y, no obstante, algo en su interior se agitaba al comprender que el precio de sus sueños era la libertad.

Al cruzar el pasillo se topó con una muchachita rubia y diminuta que arrastraba, distraída, un carrito con enseres de limpieza. La cofia de su uniforme ocultaba parcialmente unos ojos fulgentes y perspicaces que la joven, ignorando su hermosura, posaba en las baldosas del suelo con timidez. Era la primera vez que la veía y llamó poderosamente su atención porque le pareció una jovencita excelsa que se hallaba en lucha perpetua contra su propia naturaleza. Con solo contemplarla, Pablo sentía refulgir su inteligencia y un espíritu rebelde que trataba de sofocar. Sus viajes le habían permitido conocer las vicisitudes de las clases más desfavorecidas por lo que el joven desarrolló cierto sentimiento de justicia social, completamente inusual en los hombres de su posición, que le permitía solidarizarse con aquellas gentes a las que la falta de oportunidades abocaba a la miseria sin posibilidad de remisión.

«Una víctima de las circunstancias ―pensó un tanto cabizbajo―. Sin duda, su pobreza no le ha permitido desarrollar todo su potencial».

Pablo vio salir a Rosa Sanabria de su habitación. La mujer comenzó a avanzar por el pasillo a gran velocidad, arrastrando la falda de su vestido. No fue consciente de la presencia de la joven camarera, pues para ella las gentes como esa muchacha no eran merecedoras de la más mínima atención. Debido a ello, al pasar por el lado de la asistenta, la empujó bruscamente a fin de apartarla. No obstante, fue tal su infortunio que en ese momento la chica sostenía en su mano un bote de detergente el cual, debido al impacto, resbaló y cayó sobre la presuntuosa mujer, derramando su contenido sobre su vestido. Rosa Sanabria, enfurecida, clavó sus ojos sobre la joven, al tiempo que tomaba su brazo con gran brusquedad.

―Maldita estúpida ―masculló―. Eres una completa inútil. Este vestido vale más que todo el salario que ganas en un año.

Normalmente, cualquier empleada hubiera bajado los ojos avergonzada, tratando de mascullar una disculpa. Pero aquella joven no se amedrantó. Sostuvo con decisión la gélida mirada de su interlocutora y, sin el menor atisbo de temblor en su voz, respondió resueltamente:

―Disculpe, señora, pero es usted la que ha avanzado por el pasillo sin mirar y ha chocado conmigo. No es mi culpa si no tengo ojos en la espalda.

Pablo no pudo evitar sonreírse ante aquella réplica. No así Rosa Sanabria, que no dudó en abofetear a la muchacha.

―Pequeña insolente. Vas a pagar cada céntimo de este vestido. Voy a hablar con el dueño del hotel ahora mismo. Pienso asegurarme de que nadie te dé trabajo en esta ciudad.

Tras estas palabras, la joven clavó sus ojos en el rostro de la clienta con tal furia y resolución que Pablo decidió que era el momento de intervenir.

―Rosa, querida. ¿Cómo estás? ―Con una sonrisa franca y seductora, el joven tomó las manos de la mujer, alzándolas por encima de su cabeza―. Pero fíjate, qué mancha tan fea. Deberías quitarte ese precioso vestido y llevarlo a la tintorería para que la saquen. Ayer gané unos céntimos en el casino y no sabía en qué gastarlos. Yo pagaré la factura de la limpieza. ―Dicho esto, Pablo acercó sus labios al oído de su interlocutora y bajó la voz, aunque no lo suficiente como para que la joven camarera pudiera evitar oír las siguientes palabras―. Venga, Rosita, dame el capricho. Desde que te he visto no he podido evitar imaginar lo bien que quedaría ese vestido en el suelo de mi habitación.

 

La mujer se sonrojó levemente y humedeció sus labios. A Pablo no le supuso esfuerzo alguno adivinar las imágenes que evocaba en ese momento la mente de la mujer. Sin fuerzas para emitir réplica alguna, Rosa Sanabria miró a la muchacha nuevamente. La furia había desaparecido de su rostro.

―Querida ―dijo Pablo, al tiempo que envolvía con su brazo los hombros de la mujer―, deja ya a la chica. Sin duda es inexperta y no merece que te sofoques así por su causa. Olvídate ya de ella y dime que cenarás conmigo esta noche. Ayer tu esposo me dijo que debía partir unos días por negocios. Puedo disponerlo todo en mi habitación a las ocho, si así lo deseas.

La mujer sonrió maliciosamente y susurró una frase inaudible al oído de su interlocutor. Acto seguido, contempló una última vez a la joven camarera y volvió sobre sus pasos sin más palabras.

La muchacha permaneció unos instantes en silencio, deliberando acerca de lo que acababa de suceder. Pero no tardó en sofocar toda su confusión y volver a tomar su carrito, resuelta a continuar con su labor.

―Disculpa, ¿cuál es tu nombre?

La camarera se volvió sorprendida. No esperaba que aquel joven se dirigiera a ella. Sin duda, había creído que la intervención de aquel cliente había sido motivada por sus intereses particulares. Desde que había empezado a trabajar en el hotel días atrás, había asumido que era invisible a ojos de las personas a las que servía.

―Cristina Martínez, señor.

En el rostro de Pablo había una afabilidad que la joven no había contemplado hasta ese momento. Todos los clientes del hotel la veían como un ser inferior cuya única finalidad era la de servirles. Las únicas palabras que le habían dirigido hasta el momento eran órdenes que pronunciaban en un tono áspero y distante.

―Hola, Cristina. Yo soy Pablo de la Mora y me alojo en la habitación 219. ¿Eres la nueva camarera de piso?

―Así es, señor.

El joven sonrió sin malevolencia alguna. Había simpatía en sus ojos al contemplarla.

―Rosa es una mujer ruin, créeme, la conozco. Pero he aplacado sus ánimos y dudo que vuelva a molestarte. Aun así, quiero que sepas que lo he visto todo y sé que no has tenido la culpa. Así se lo diré ante tu gobernanta si es preciso.

Algo en el fuero interno de la joven se rebeló al oír aquellas palabras, por lo que, obviando toda prudencia, espetó, furiosa, a su interlocutor las siguientes palabras:

―Y ¿de qué serviría, señor De la Mora? Si esa supuesta dama decide acusarme, de nada valdrá mi palabra o las nobles intenciones de usted.

Cristina se arrepintió al instante de aquellas afirmaciones. Desde niña había tenido problemas para someter su orgullo y, en ocasiones, olvidaba su lugar ante la gente poderosa. No obstante, para su sorpresa, Pablo se carcajeó al escucharla.

―Dime, ¿siempre dices lo primero que se te pasa por la cabeza?

La joven camarera enmudeció.

―Temo que sí, señor De la Mora.

Pablo depositó sus dedos sobre el mentón de la muchacha y la obligó a sostener su mirada.

―Cristina, ¿me dejas que te dé un consejo? ―Ella asintió―. Debes ser más lista que ellos. ―Ante la perplejidad que reflejó el rostro de la chica, Pablo la contempló seriamente―. Ella no es mejor que tú, eso lo sé sin conocerte. Pero tiene dinero y eso hace que su estatus sea superior al tuyo. Tú posiblemente estás aquí porque necesitas desesperadamente el salario que recibes. Ella lo sabe y se aprovecha de ello.

―Y dígame, señor, ¿qué se supone que debo hacer yo ante eso?

―Te lo he dicho, sé más lista que ellos. No les enfrentes abiertamente, no les des esa satisfacción. Debes esperar tu momento y fortalecerte, verás cómo el tiempo te dará la ocasión de poner las cosas en su sitio. Conserva este trabajo, trata de ahorrar y piensa en tu futuro. No sacarás ningún beneficio perdiendo este empleo, no encontrarías otro mejor en este momento. Pero si ahorras y te formas quizá logres cambiar tu destino. Y tal vez halles el modo de devolverle a esa arpía todas sus humillaciones.

Cristina sopesó en silencio esas palabras. Recordó sus sueños de infancia, la inquietud que la empujó a pedirle al sacerdote de la región que le enseñara a leer; su perseverancia cuando acudía a la biblioteca y trataba de ilustrarse en sus escasos momentos de ocio, su interés por ir todos los domingos en busca de un periódico que le permitiera conocer la realidad de su entorno. Pero la necesidad (y Miguel) la empujaron a abandonar sus ambiciones. Era pobre… y mujer. No tenía los medios para escapar de su realidad. Por primera vez en mucho tiempo aquel desconocido le hizo cuestionarse las ideas que había albergado durante los últimos años.

―Gracias, señor, le agradezco sus palabras y su ayuda, de verdad.

Pablo volvió a sonreír.

―Bien, voy a bajar a ver si puedo comer algo. Por lo visto, tengo una cita esta noche. ¡Y yo que tenía la esperanza de poder dormir unas horas!

Cristina no pudo evitar soltar una carcajada ante esas palabras. Pablo le guiñó un ojo y se alejó del lugar sin más dilación.