Czytaj książkę: «Para que no gane el olvido»

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Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

Fotografía de portada y del autor: Félix Castañón Rodríguez

Diseño de portada: Carlos Ortega Fernández

ISBN: 978-84-1114-346-2

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A mi familia, a los vecinos de mi aldea de Souto de Mogos (A Pontenova) y a mis amigos.

A todas cuantas personas he conocido en mi infancia, que me trataron con inmenso cariño y ternura.

Con un emotivo recuerdo a los que ya no están.

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«Ningún ser humano desea venir al mundo. Un buen día, sin que nos hayan consultado, nos encontramos en medio del escenario, algunos obtienen el papel de protagonista, otros son simples comparsas, otros salen de la escena antes de finalizar el acto o prefieren bajar y disfrutar del espectáculo desde la platea; reír, llorar o aburrirse, según el programa del día».

Susana Tamaro.

Prólogo

Antonio Linares Rodríguez, nacido en una pequeña aldea gallega (Souto de Mogos, en A Pontenova), amante de la lectura, médico de profesión y por fin escritor, nos presenta en esta obra autobiográfica mucho más que la descripción del modus vivendi de los habitantes de un determinado pueblo de Galicia en un determinado contexto histórico o la narración de algunos de los hechos que marcaron su vida; además de ello, nos presenta sus reflexiones vitales sobre los grandes temas que nos asolan: la infancia, el primer amor, la fe, las relaciones familiares, la enfermedad, la vejez, la vida y la muerte, sin que en ningún momento todo ello nos avasalle; muy al contrario, lo hace sin pretender describirlo todo o adoctrinarnos, sutilmente, como a cuentagotas, sin darse importancia: y para entonces ya estamos imbuidos en su autobiografía y disfrutando de ella. Como si lo conociéramos de todo la vida y necesitáramos descubrirlo todo.

Y tal ejercicio no es sencillo. Oscar Wilde ya nos dijo que para escribir solo se necesitan dos requisitos: tener algo que decir y decirlo. Antonio tiene algo que decir y lo dice. Pero además no lo dice todo y todo lo que dice nos aporta, cosas que se agradecen. Porque me han interesado tanto las características del medio rural en el que vive como los hechos concretos y los acontecimientos vividos a lo largo de su vida o la naturaleza de los personajes a los que se acerca y describe; y, desde luego, algunas de sus reflexiones vitales que aporta y que completan una obra que termina siendo entretenida y enriquecedora. Porque además todo ello lo hace con verbo ligero, lenguaje rico y tono sentido, consecuencia tanto de sus habilidades lingüísticas como de su humildad, su sencillez y su cercanía, atributos que todo escritor debería trabajar y, a ser posible, poseer, lo cual no suele ser ni fácil ni, por lo tanto, habitual.

Este es un libro que anima a la cultura y a la lectura, al compromiso social y al compromiso vital, o sea, a no pasar por la vida como si tal cosa. Y a que no gane el olvido. Es un libro que suma y que aporta; y que no solo a las personas más cercanas a Antonio encantará leer; también a mí me ha encantado hacerlo; y a todos los que se acerquen a él; lástima que no puedan hacerlo quienes ya no están. Estoy seguro que a Antonio le habría encantado. Y Laura, ¿qué dirá?

Introducción

«No existen más que dos reglas para escribir:

tener algo que decir, y decirlo».Oscar Wilde.

«Miramos el mundo una sola vez, en la infancia.

El resto es memoria».

Louise Glück

Es difícil escribir con sinceridad sobre los asuntos más íntimos, o al menos hacerlo sin importantes elementos de ficción y de anacronismo; recordar es volver a construir el pasado, sin otros elementos que breves escenas alojadas al azar en nuestra memoria; por otra parte, intentar ser fiel al pasado podría hacer daño a personas que nos quieren más de lo que nos merecemos. Intencionadamente he cambiado algunos algunos nombres y existen partes del relato que son imaginarias.

Es posible que al lector se le antoje un discurso muy pobre, además de incompleto. Ha de ser necesariamente incompleto, porque los recuerdos que aporto son fruto de situaciones o más bien emociones totalmente fortuitas que los evocan; dichos recuerdos podrían dilatarse hasta mi muerte, y más aún si llego a ser anciano con demencia, cuando uno recuerda vivamente las escenas de la infancia, pero se olvida de las del día a día. Dios no quiera que llegue a ese estado de deterioro intelectual.

Este relato comenzó como un pequeño diario en el que habituamente cada mañana escribía siempre que visitaba mi aldea, merced a los recuerdos que vivamente aparecían en la situación más insospechada. Yo siempre he madrugado mucho, y me encanta la soledad de los primeros momentos del día después de tomar un café. Son esos momentos de lucidez, tal vez incluso de cierta creatividad, que aprovecho para escribir, para estudiar e incluso para hacer planes que algunas veces han cambiado mi futuro.

Aprovecho esa soledad cortita, llena de energía, hasta que se levantan mi esposa y mis hijos, o hasta que aparece mi madre para invitarme a un chocolate como los de antes, en un viejo tazón de porcelana. En esos momentos el detalle más nimio me trae una enorme cantidad de evocaciones de mi infancia, y eso hace mi vida más intensa y apasionada.

Comencé a escribir esos sentimientos e impresiones en un fichero, «Escritos de aldea», y lo fui haciendo lentamente porque visito menos de lo que desearía mi casa de aldea y el tiempo para la reflexión es breve si se compara con la multitud de tareas que me esperan; ahora que tengo hijos de corta edad, también madrugadores, el tiempo libre es aún más exiguo. Por eso el contenido le puede parecer insuficiente al lector.

Una vida plena de recuerdos es una vida más intensa, es realmente la vida porque lo que somos está construido a base de recuerdos; los recuerdos nos desligan y eluden del tiempo real, del tiempo del reloj, para de alguna forma sumergirnos en el tiempo subjetivo, en donde no existe propiamente un antes y un después, sino esa sensación de plenitud en la que en el presente se mezcla el pasado y las esperanzas de futuro, y de ese modo se rompe con la monotonía de la vida cotidiana.

Mi infancia se desarrolló pobre hasta el extremo en recursos, pero por el contrario resultó extraordinariamente rica en imaginación; mi infancia transcurrió aislada en un insignificante reducto del planeta, llamado Soto de Mogos, ahora Souto de Mogos, aunque en adelante lo llamaré simplemente Soto, aislado de cualquier información porque mis padres no se habían podido comprar una radio, la televisión no existía, la prensa no tenía cabida en aquel mundo, y mi vida cotidiana se centraba en el colegio, en la iglesia (misa, catecismo, labor de monaguillo…) y en el tiempo de ocio, sin juguetes, solo con los objetos de la vida cotidiana, transformados en objetos de juego con mi imaginación.

El contraste con el mundo actual, tan sobrepasado de ideas y utensilios, es radical. El mundo actual acaba con nuestra sensibilidad, con nuestra imaginación, con nuestra riqueza de pensamientos y nos resta protagonismo personal, porque siempre tenemos otros famosos en escena a los que mirar; podemos tener vacías nuestras cabezas porque otros se encargan de llenarlas con sus ideas.

Pero en Soto no era y aún no es así. Lo importante para los mayores era la vida de los vecinos, los cotilleos de aldea. Mi madre sigue enganchada a los culebrones de pueblo de modo que la llena más saber lo último que le ha pasado a un vecino que el último acontecimiento del famoso de turno en la televisión.

La filosofía de la vida en Soto era entonces muy sucinta. Se transmitía de generación en generación y no admitía crítica o contestación alguna. Era la época de la infalibilidad del Papa y de los mayores (padres y abuelos), de los dogmas y verdades eternas, de la inapelable e incontestable existencia de Dios y de las ánimas del purgatorio. Nadie osaba dudar o responder a sus mayores, o cuestionar por un segundo ninguna verdad que se daba por sobradamente conocida, so pena de ser declarado un maleducado, un sinvergüenza e incluso un proscrito

Uno de los objetivos que pretendo transmitir es que casi sin nada se puede ser feliz, o al menos uno puede estar repleto de evocaciones felices, pues es bien conocido que nuestra mente olvida intencionadamente los momentos desagradables. La verdad es que recuerdo mi infancia como la etapa más feliz de mi vida, a pesar de tantas privaciones y carencias.

Cuando uno no tiene nada, está obligado a «ser», a desarrollar su propia esencia, a ser artífice de su propia vida, creador de sus propios sueños y descubridor y transformador de su propio mundo.

Solo el tiempo y la ausencia nos permiten valorar con mayor objetividad aquellas personas que ya no están, y eso nos enseña la lección magistral de la vida de disfrutar de las que aún están, de las que tenemos con nosotros; nada evitará su añoranza cuando se hayan ido. Tal vez a nosotros también nos valoren o nos echen de menos cuando ya no estemos, hasta que con los años todo se desvanezca, como las letras en las lápidas de los cementerios. Las de mi padre, aún lustrosas y nítidas, las de mi padrino y las de mi abuela ya difuminadas. Los ramilletes de rosas o claveles cada vez se quedan más marchitos, y con los años hasta las flores artificiales acaban descoloridas de tanta ausencia. Después de décadas nadie reclamará los restos cuando otras familias construyan nuevos nichos.

Dentro de unos años nadie leerá ni comprenderá estos relatos, ya no existiremos ni en el recuerdo de nuestros descendientes, y en el mejor de los casos irán quedando las letras despintadas de nuestros nombres en la lápida del nicho del cementerio, hasta que definitivamente sea retirada cuando trasladen al osario común los últimos restos de nuestro esqueleto, para poner en nuestro lugar un cadáver más reciente.

Nunca sospeché que sintiese tanto amor por mis padres y por mi tierra, tantos y tantos recuerdos gratos; revivirlos es como permanecer en la felicidad de la infancia, en la ingenua felicidad de disfrutar segundo a segundo de todo el entorno. Pero hoy aún pueden leer estos fragmentos de la memoria casi todos los compañeros de la infancia, tal vez disfrutarlos o sentirse protagonistas conmigo de esos recuerdos

Todos deberíamos tener garantizada una larga existencia, un mínimo vital asegurado, y un tiempo de regalo o de reserva aleatorio, incierto. Deberíamos tener aseguradas esas décadas de lucidez, de ilusión, de vida plena, y llegar pletóricos al tiempo de descuento, al tiempo de regalo, al tiempo sentados en un merecido trono por una faena bien hecha, por una vida que pretendió basarse en la generosidad, el amor, el servicio…

Pero la vida está salpicada de muertes prematuras, de desenlaces inapropiados, violentos, sin contemplaciones, y nada hay más aleatorio y endeble desde el momento antes de nacer, en que un anecdótico contratiempo o despiste de atención te puede conducir a la parálisis cerebral o a la muerte casi instantánea.

La vida en mi aldea nos ha dado hasta estos momentos en que escribo una vida plena a todos los de mi generación.

A todos menos a Ratapón, atrapado precipitadamente por la muerte.

Ratapón ha muerto

No por esperada, la noticia resultó menos conmovedora. Así como la pequeña campana de la ermita comenzó con su tañido lento, parsimonioso, todos los vecinos, a esa hora ocupados en las labores del campo, se persignaron, musitaron un «descanse en paz», un «qué pronto se lo llevó Dios», un «a esta vida solo se viene a sufrir», un «el pobrecillo nació ya desgraciado», un «para qué le valió que le pusiesen un hígado nuevo», un «mira para lo que le sirvió afanarse en las labores del campo, resfriado y mojado a todas horas» y se acercaron así como pudieron a la casa mortuoria, unos en cuanto volvieron con el ganado hasta el establo, otros terminando con urgencia de colocar la maleza en el carro para el cubil del ganado, otros interrumpiendo la recolección de los nabos.

En aquel atardecer melancólico de otoño, frío, con grandes nubarrones, la cerrada bruma en el horizonte, la llovizna persistente, lluvia de tontos, ese chisporroteo frío hora tras hora, no era ya una sorpresa que Ratapón falleciese, después de tantas idas y venidas al médico, al hospital de área y al hospital de referencia.

Parecía que nada podría incrementar la melancolía crónica de los humildes vecinos en aquellas tardes lóbregas de otoño, pero de vez en cuanto el tañer parsimonioso de la campana de la ermita demostraba que todo es susceptible de empeorar, y aunque eran pocos vecinos en aquella pequeña aldea, la muerte acudía puntual a su cita anual en Soto, casi siempre en otoño o invierno, puntual con ese mal frío que remata a los débiles.

Todos acudieron a dar el pésame de urgencia a la familia.

Yo llegué a tiempo para acompañar a mi padre al velatorio.

Estaban presentes al menos un vecino de cada casa y otras personas que yo no había visto jamás, probablemente familiares venidos de otras aldeas; nos congregamos en la vieja cocina de la casa de piedra, con las paredes ennegrecidas por el humo del lar; humo de los leños húmedos, que apenas calientan; algunos niños se acercaban al fuego tiritando de frío, mirando sorprendidos al entorno, sorprendidos de la atmósfera triste, sin entender lo que ocurría, sin saber aún que la muerte existe y es condición sine qua non del ser humano; reina un silencio roto por la brisa gélida que se cuela por los resquicios de la vieja pared, y por un cristal roto del ventanuco de la cocina y por los cuchicheos de los asistentes; la tenue luz de una bombilla, aún más atenuada por la suciedad que tornaba traslúcido el vidrio, producía una atmósfera tenebrosa; el matrimonio hace guardia a la puerta; el padre, enjuto, resignado, aparentemente insensible y la madre con los ojos llenos de lágrimas, el pelo desaliñado, el pañuelo negro, y el desconsolado llanto que arreciaba cada vez que abraza a un nuevo vecino que se acercaba a ver el féretro, con su tapa entreabierta dejando ver el cadáver de Ratapón afeitado, encorbatado y oliendo a perfume de hierbabuena.

Todo eran cuchicheos de convencionalismos. Las mismas frases liberadoras, eternamente repetidas, pero que tal vez, como el llanto, ayudan a aceptar lo incomprensible, lo absurdo de la vida y de la muerte. Convencionalismos que son, como los ritos, la única respuesta posible a lo que nuestra razón no alcanza a comprender.

Cuando llegó doña Felisa, todos pasamos a la habitación contigua, donde yacía el cadáver.

Doña Felisa era la maestra de la vecina aldea de Condarcas.

Inteligente, elegante, enérgica, con el impecable tocado de su moño, tan acicalada, serena y respetuosa con su mantilla, su sentido de autoridad, ferviente católica, de misa y rosario diarios, doña Felisa acudía puntual a los velatorios de los vecinos de la parroquia. Le tenían preparada una silla y un cojín, y sin muchos preámbulos, después del breve formulismo del pésame, y probablemente con más afectación que afecto, lo que en absoluto le resta mérito, comenzó a dirigir el rezo del rosario en aquella noche de un lúgubre miércoles de otoño.

Misterios gloriosos. Primer misterio. La Resurrección del Señor…

El féretro se situaba al lado de un camastro, sobre un banco de madera, y estaba flanqueado por dos grandes cirios, que iluminaban de forma muy tenue el tétrico habitáculo.

Ratapón yacía durmiente con la tapa del féretro entreabierta, su corbata negra, su cara afeitada como no lo había estado nunca, los claroscuros cambiantes por la suave brisa que movía los cirios y producía aleatorios claroscuros, creando en aquella tez inanimada un resplandor de ultratumba.

Ratapón, el primero que se fue de nuestra pandilla de la escuela, el pobrecillo inocente, a veces hazmerreír de todos, niños malvados, que no perdonamos al más débil, el más limitado, objeto de nuestras burlas y desprecios. Siempre el primero en ser atrapado cuando jugábamos a la pilla, el primero en ser sorprendido en el escondite, porque era el que disponía de menos tiempo para esconderse, el de la respuesta más lenta y parsimoniosa, el más duro de mollera, al que el maestro, don Primitivo, más tiempo dedicaba, intentando denodadamente que estuviese a la altura de los demás alumnos, ignorante como todos de que algo no andaba bien en su hígado ni en sus pulmones.

Ratapón, el pobrecillo, no pasaba nunca de las primeras páginas del libro de lectura, ni siquiera sé si llegó a aprender a leer con fluidez. Era enclenque, de ideación torpe, y de caminar lento, ya que se fatigaba con el mínimo esfuerzo. Así era aceptado sin más por todos; cuando al paso lo saludaban: «¿Qué tal Ratapón?», contestaba sin perder su sonrisa y su compostura: «Vamos tirando».

Tercer misterio. La venida del Espíritu Santo…

Origen de la vida

«Uno tiene la angustia, la desesperación de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse perdido, sin brújula, sin luz adonde dirigirse. ¿Qué se hace con la vida? ¿Qué dirección se le da?».

Don Pío Baroja.

Como todo ser humano, de mi nacimiento y mi primera infancia lo ignoro todo. Salvo contados recuerdos muy fugaces y obviamente tardíos, he de hacer referencia a lo que espontáneamente me han contado; nunca he osado preguntar nada, siempre preferí la ignorancia a molestar con las preguntas. Ese ha sido un atributo de mi personalidad que no ha cambiado con los años. Reconozco que a menudo no preguntaba por no pecar de ignorante, o por no ser reprendido o contrariado por ello y siempre he confiado en que otros hiciesen sus preguntas por mí. Por no preguntar me he dejado muchas cosas sin aprender pero, por otra parte, nunca he sentido tanta vergüenza ajena como cuando alguien sentado cerca de mí alzaba la mano para preguntar algo que se me antojaba capcioso y propio de imbéciles. Esa actitud probablemente ha motivado que muchas personas piensen que soy menos ignorante de lo que en realidad soy. Siempre procuré escuchar con mucha atención y elaborar mis propios pensamientos calladamente. He sido siempre tan reservado que incluso aquí y ahora me dejaré sin duda temas importantes en el teclado.

Lo cierto es que ignoro los detalles de mi nacimiento, salvo que fue en la vieja casa de piedra de mi aldea, apresuradamente, una cálida tarde de verano. A mi madre, ya cumplida, aunque al parecer sin signo alguno de embarazo —«¿Dónde estarías tú metido?», me ha comentado en un sinfín de ocasiones a lo largo de la vida—,le sobrevinieron los dolores de parto cuando estaba trabajando en una pradera y apenas tuvo tiempo de llegar a casa y de avisar a la partera, doña Otilia de Lucas, que era de la edad de mi abuela y a la que tuve ocasión de conocer, aunque no de reconocerle sus méritos, porque en los niños está el don espontáneo del cariño y del afecto a quienes nos aman y nos cuidan, pero nos faltan esos gestos protocolarios, y a menudo tan hipócritas, de las expresiones de agradecimiento. La casa de Lucas era casi contigua a la de mis padres, pues solo la casa de Marqués las separaba.

Nadie en aquella casa se llamaba ni se apellidaba Lucas, ni en la de Marqués se llamaba o se apellidaba de ese modo, aunque sin duda hacían referencia a algún antepasado con ese apellido. La nuestra era la de Álvarez, que era el segundo apellido de mi abuela materna. Y con el fallecimiento de mi abuela, desapareció también, para siempre, el «Álvarez» de mi familia.

Las personas eran conocidas por su nombre de pila y el apellido de su casa de nacimiento, o la casa a la que se iban a vivir una vez casados. En mi casa, antes de nacer yo vivía María la de Álvarez, Dolores la de Álvarez, Mariquiña la de Álvarez, una criada advenediza, y Manuel el de Rojas o incluso Rojas a secas (así se llamaba la casa de nacimiento de mi padre). Así que todos ignoraban el apellido de Otilia, porque con saber que era Otilia de Lucas era más que suficiente.

Era esta una señora más bien regordeta, con su pañuelo negro ceñido a la cabeza, como mi abuela y como todas las mujeres a partir de cierta edad por aquel entonces. La partera siempre me tuvo afecto, siempre recuerdo su sonrisa y en la lejana infancia esa frase que mi madre repetía: «Ella fue la que te trajo a este mundo».

Doña Otilia se merece un recuerdo, y un eterno agradecimiento, por no tergiversar los designios de la divina providencia, como a menudo hacemos los médicos, a veces para bien, pero a veces, me temo, para mal, y lo que presuntamente estaba destinado a ser normal resultó normal; siempre he presumido de un ombligo normal (a decir verdad, la única parte de mi cuerpo que no ha cercenado mi autoestima), algo que no se podían permitir algunos vecinos de mi edad, que no tuvieron la dicha de que una señora tan ducha ayudase a traerlos al mundo, tal vez por enemistad con la casa de la partera.

A mí me sonrió la fortuna, y si había rencillas, que las habría, se concedió una momentánea tregua para que yo viniese al mundo con un ombligo anónimo.

Les adelanto que este hecho no es sino un mero ejemplo de cómo era entonces la vida en la aldea, habitualmente llena de altruismos y de impagables deudas, en donde cada uno donaba, llegado el caso, lo mejor de sí mismo a los demás, a pesar de las envidias y las rencillas, casi siempre temporales. Yo me siento en deuda con todos, porque de una forma o de otra, todos me sacaron de algunos apuros.

Me llamaron Antonio, aunque nunca nadie se dirigió a mí con ese apelativo, pues todo el mundo me llamaba «Toñín». Toñín el de Álvarez. Antonio como San Antonio de Padua, no como otros santos que se llamaban como yo. Mi tío y padrino, Antonio, rezó dos veces el credo por si a la primera se había equivocado o incluso había omitido alguna palabra, lo que hubiese significado que yo hubiese sido tartamudo o que al menos estuviese limitado por problemas más o menos graves para el lenguaje.

La noción del tiempo es tan subjetiva y contradictoria… Los tiempos de doña Otilia me parecen tan lejanos, que me imagino que forman parte de la vida de otro, de otro tiempo, de otro yo, hace siglos o milenios. No sé si todo el mundo cuando recuerda su infancia experimenta una vivencia de una vida tan dilatada en el tiempo.

Por otra parte, después de este largo medio siglo de existencia siento que me dejé escapar lo mejor de mi vida sin enterarme, que viví muchos años sin historia, sin vivencias que añadir en mis recuerdos, años de rutina absorto en el trabajo. Ahora que las semanas corren deprisa y todo parece que fue ayer, lo que más lamento es no haber dado más oportunidades a la vida para disfrutar de más sensaciones que rompiesen la monotonía, en cierto modo cómoda, de lo cotidiano. Lamento las horas de literatura perdidas por el sinfín de horas dedicadas a la lectura de trabajos científicos. Lamento no saber poner horas a mi trabajo para concluirlo antes de sentirme rendido, agotado, exhausto sin otro anhelo que dejarme caer en el sofá y recuperar energía para el día siguiente.

En la infancia el tiempo era infinito; cada día era toda una vida, se disfrutaba cada segundo del presente, y el mañana no existía, cada día experimentaba vivencias inagotables.

Ahora las semanas pasan rápidamente, por más que me rebele. Vuelve a ser viernes y ni siquiera me entero si ha llovido, si ha hecho frío, si fue cuarto menguante.

O si luce el sol.

La vida debería ser rigurosamente simétrica, y no recordar nada ni del Big Bang de nuestra existencia, ni del cataclismo ineludible, del agujero negro de nuestra extinción. Una diminuta célula que en nueve meses se transforma en millones y millones de hermanas que dan lugar a un ser vivo que sale sollozando de su lecho materno, ignorante de todo, ajeno a todo menos a sus instintos. La antesala de la muerte debería ser también un gran sollozo, un gran grito de despedida, igual de anónimo, igual de olvidable.

No se trata de un elogio de la demencia, del drama de la demencia, sino del retorno a la ingenuidad de la infancia, a la sorpresa en cada instante, de cada acontecimiento, y sobre todo a la despreocupación por la muerte, porque nada más alejado de la mente de un niño que la muerte, y de igual modo nada debería estar alejado de nuestra existencia en la decadencia que la muerte.

Ciertamente existe una preparación espontánea, una aceptación no reñida con la lucidez sino con la sabiduría que ha proporcionado la existencia, una ansiada necesidad de volver a vivir los mismos sentimientos de la infancia, una búsqueda intencionada de la sorpresa, del gozo de los instantes, pero reivindicaría para el ser humano un final inevitable de la vida como un espejo de la infancia, y entre ambos la lucidez plena, en la que nadie, absolutamente nadie debería morir, en donde hacerlo es el mayor absurdo, la mayor aberración de la vida.

Como si una estrella se apagase anticipadamente.

Morirse precipitadamente es como nacer con veinte años.

Evitar las muertes prematuras, la muerte en plena lucidez, la muerte cuando existe el miedo pavoroso a la muerte. Dejar la muerte para más tarde, para cuando la vida se apaga sin que en el ser humano exista la noción de muerte, cuando la vida se apaga como la de una gacela o la de un rinoceronte enfermo: esa es una de las más encomiables tareas que deberíamos hacer por nosotros mismos los seres humanos.

Velatorio

«Los más sabios de todas las épocas han pensado siempre que la vida no vale nada… Siempre y en todas partes se ha oído de su boca el mismo acento: un acento cargado de duda, de melancolía, de cansancio de vivir, de oposición a la vida. Incluso Sócrates dijo a la hora de su muerte: ‘La vida no es más que una larga enfermedad; le debo un gallo a Esculapio por haberme curado’. Hasta Sócrates estaba harto de vivir».

Friedrich Nietzsche.

En una esquina de la habitación yacía moribunda una desvencijada estufa catalítica a la que me fui acercando disimuladamente porque las avemarías no me proporcionaban calor y comenzaba a tiritar; hacía años que no sentía ese impacto del hileo en mi tuétano, a pesar de haberme vestido con la ropa de abrigo que utilizo en los días más gélidos del invierno.

Aunque intentaba concentrarme en el rezo, el pensamiento se refugiaba una y otra vez en los recuerdos de mi infancia, en lo absurdo de la vida y de la muerte, en la vida de Ratapón y en mi propia vida, en el don, a menudo reservado a los más humildes, de vivir la vida sin pensar ni un solo instante en la muerte, mientras otros vivimos instalados en el pesar constante, cotidiano, de ese trance. Tal vez el rezo del Rosario, además del consabido resultado relajante que conlleva la repetición de una frase o de un gesto, no es sino un pretexto para que uno reflexione sobre la vida y sobre la muerte, «ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte», insistentemente.

¿Qué puede uno esperar de piropear reiteradamente a la Virgen María si no es la inmediata contrapartida del alivio del dolor, del sufrimiento, la ayuda en la aceptación de la desgracia y la motivación para ser un ser humano más bondadoso, dispuesto a dar más y más por todos y por todo?

Laura se me acercó, no sé si buscándome o buscando el calor de la estufa, y sin apenas tiempo para mirarla, me propinó un beso en la mejilla. No sé si me propinó un beso o una bofetada cariñosa, de esos en el que el contacto dura milisegundos y nunca sabes si te quieren o te odian o sin más te desprecian o te ningunean. Infinitos milisegundos en los que sentí el calor de su mejilla gélida, como la mía, la ternura de su piel suave, tersa, húmeda, como la de la más tierna infancia y pensé que las mujeres bellas y elegantes se hacen un tratamiento de belleza hasta para acudir a un funeral. Acaricié fugazmente con mi mano temblorosa sus largos y tupidos cabellos áureos, con grandes tirabuzones, que tampoco parecían haber cambiado.

Aunque con alguna arruga facial, sus ojos seguían pareciéndome bellísimos, y bellísimas sus facciones. Una enorme bufanda de colores vivos, para mi gusto poco apropiada para la ocasión (pero yo siempre fui un cero a la izquierda en gustos), cubría su cuello y su mentón, y sin lugar a dudas se jactaba de haberla puesto para el velatorio, muy en su línea un tanto hippie, como ella apostillaba siempre que hacía algo que llamaba la atención, como llevar calcetines de distinto color, guantes siempre rojos y alegres vestidos blancos.

Deseaba preguntarle mil cosas, saber de su vida… En un instante recordé toda nuestra infancía en común en el colegio y en la aldea. Y su precipitada huida. Una vez más, y al igual que en mi infancia, enmudecí al verla.

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