Czytaj książkę: «Por la vida con Séneca»

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Antonio Herrero Serrano

Nació en Esquivias (Toledo), en 1957. Sacerdote desde 1985. Licenciado en Filosofía por la Universidad Gregoriana. Máster en Filosofía por la Universidad Pontificia de Salamanca. Profesor de Humanidades Clásicas en España y en México. Ha escrito varios libros de espiritualidad y ha colaborado con artículos en revistas de humanidades y de literatura.

La vida humana es una travesía. Séneca se la imagina como un viaje de Italia a la ciudad de Siracusa, en Sicilia. En el recorrido habrá peligros, contratiempos, tormentas y también quietud e incomparables maravillas. Con esa metáfora de la navegación, el filósofo nos hace adentrarnos en los anhelos de la existencia humana: el dar sentido a la vida y al tiempo, la búsqueda de la felicidad y la gloria; pero también, en sus pruebas y enigmas: el combate de los vicios y de las virtudes, la brevedad de la existencia, la vejez, la muerte, la inmortalidad. En Por la vida con Séneca, el filósofo cordobés parece tendernos la mano para invitarnos a recorrer, sencillamente, a su lado, la aventura de la vida. Cogidos de su mano y llevados de sus obras, de estilo vivo e inquieto, captaremos no solo el pulso y la intensidad con que él recorrió esa travesía, sino que tendremos una carta de marear útil también para la nuestra.

Por la vida con Séneca

Existencia, tiempo, muerte e inmortalidad

en el filósofo de Córdoba

Antonio Herrero Serrano

Por la vida con Séneca

Existencia, tiempo, muerte e inmortalidad

en el filósofo de Córdoba


Colección Diálogos

Director

Vicente Lozano Díaz

Comité Científico Asesor

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Fernando Viñado Oteo

Ángel Barahona Plaza

Cristina Ruiz-Alberdi Fernández

© 2018 Antonio Herrero Serrano

© 2018 Editorial UFV

Universidad Francisco de Vitoria

Ctra. Pozuelo-Majadahonda, km 1, 800

28223 Pozuelo de Alarcón (Madrid)

Tel.: (+34) 91 351 03 03

editorial@ufv.es

www.editorialufv.es

Primera edición: marzo de 2018

ISBN edición digital: 978-84-18360-24-4

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Índice

INTRODUCCIÓN

I. EL INICIO DE LA TRAVESÍA

1. La vida, don y préstamo

2. La vida en marcha

3. El puerto de llegada: la felicidad

II. LOS IMPONDERABLES DE LA NAVEGACIÓN. EL HOMBRE ANTE DIOS Y ANTE EL DESTINO

1. El destino

a. Identidad

b. Actitud ante el destino

2. La fortuna

a. Identidad

b. Actitud ante ella

3. La divinidad y su providencia

a. Dioses y destino

b. Dios y su providencia

4. El problema del mal

5. Margen para la libertad en el camino hacia la felicidad

III. COMBATE A BORDO: LAS VIRTUDES CONTRA LOS VICIOS EN EL VIR SAPIENS

1. El vicio y los vicios

a. Caracterización

b. De la ira y otros vicios

2. La virtus y las virtutes

a. Caracterización

b. Catálogo de las virtudes

3. El modelo del sapiens

a. Figura y descripción

b. Modelos del sapiens

c. Los proficientes

d. Séneca: ¿sapiens o proficiens?

4. El puerto de la felicidad

a. Qué es la vida feliz

b. Componentes

c. Lo que no es felicidad

d. ¿Felicidad completa aquí?

IV. SENTIDO Y APROVECHAMIENTO DE LA VIDA Y DEL TIEMPO

1. Brevedad de la vida

a. La inquietud

b. La respuesta

c. Dos caminos para orientar y aprovechar tan breve vida

2. La vejez

a. Vejez y brevedad de la vida

b. La vejez: entre el elogio y el realismo del ocaso de la vida

3. Sentido de la vida

a. Fijar el fin general de la vida

b. Ante el día - a - día de la vida

c. Tres estilos de vida según las actividades elegidas

4. El tiempo

a. Las tres dimensiones: pasado, presente y futuro

b. Aprovechamiento del tiempo

c. El tiempo empleado en el negotium y el dedicado al otium .

d. Qué es el ocio en Séneca y qué utilidad tiene. El ocio y las artes liberales

V. LA MUERTE Y LA INMORTALIDAD

1. La muerte

a. Meditatio mortis

b. El suicidio

2. La inmortalidad

a. Contemplatio aeternitatis

b. Somnium Senecae

3. Las almas allende la muerte. El mundo de aquende, al final de los tiempos

a. ¿Cómo serán las almas en esa región?

b. El desenlace de este mundo en que vivimos

RECAPITULACIÓN

BIBLIOGRAFÍA

Introducción

Dedicarse en pleno siglo XXI a la filosofía de Séneca por algún periodo es saltar el océano de veinte siglos. Dato irrebatible, calendario en mano. Es dejar la sociedad tecnologizada y sumergirse en la Roma del inicio de nuestra era, basada en no pequeña medida en el ejército para extender el Imperio, y en el trabajo de los esclavos para sostener la riqueza y el desarrollo, eso que hoy llamamos bienestar. También es pasar, en nuestro caso, del idioma español al idioma latino. El barranco de veinte siglos comienza a achicarse si pensamos en los conflictos sociales de nuestro mundo, lacrado también por esclavitudes reales de distinta clase, y si consideramos que el castellano de hoy no es sino el latín que se hablaba en el ayer de Séneca en su Córdoba natal.

Hay conexiones, a pesar de tantos siglos que median. La más importante es precisamente la de la vida. Nuestro vivir no difiere radicalmente del de Séneca, quitados algunos rasgos externos: vestido, medios de transporte, ciertas diversiones... Los anhelos y problemas existenciales coinciden en buena medida: felicidad, dolor, enigma del mal, muerte, inmortalidad... Y cuando vamos descubriendo que de esos se ocupa la filosofía de Lucio Anneo Séneca, el foso de los siglos, aun existiendo, se salva por un puente: la humanitas. Esto es, en sentido amplio, nuestra condición de hombres, que es la misma en lo bueno y en lo malo. Y esta humanitas es la protagonista de las páginas de este filósofo. El interés de Séneca por el hombre le mantendrá siempre cercano al hombre de todos los tiempos, porque ha llegado a palpar sus inquietudes.

Por otro lado, el modo que tiene Séneca de abordar esas cuestiones de la vida es apasionado. Tan arrollador, tan claveteado de situaciones concretas, que nos parece estar a su lado y escucharle cuando va escribiendo, como en voz alta, sus reflexiones en las Epístolas Morales o Cartas a Lucilio, a todas luces personaje más de ficción literaria que de carne y hueso, pero interlocutor que parece vivo para el filósofo cordobés. Y cuando en sus Tratados o ensayos se lanza a meditar, por ejemplo, sobre la brevedad y la felicidad de la vida, el destino y la providencia, el dolor, la muerte y la inmortalidad, nos sentimos arrebatados por sentimientos parecidos a los suyos —aceptemos o no sus enfoques y consideraciones—, como si los hubiésemos compartido en un coloquio o, incluso, en una tertulia filosófica, antes de leerlos en los volúmenes escritos.

Su pensamiento es siempre actual, inquieto e inquietante. Y su estilo sorprende por la vivacidad y la carga sapiencial. Estamos ante un maestro de vida, y no solo ante un filósofo de la biblioteca del pasado. Las ideas nunca se le quedan revoloteando en lo inconsistente o colgadas en la entelequia; a Séneca le falta tiempo para ejemplificarlas y concretarlas. Del filósofo cordobés se ha dicho que fue, a su modo, el director espiritual de la alta sociedad romana del siglo I de nuestra era. Pero es verdad que esa guía la ha seguido ejerciendo con sus escritos en los siglos posteriores, sobre todo en la Edad Media y al inicio de la Edad Moderna. La cercanía al pensamiento cristiano ha ayudado no poco a su supervivencia: «Seneca saepe noster», lo llamaba Tertuliano (Sobre el alma, XX). Y lo sintió casi como propiedad del cristianismo: «Alma naturaliter christiana» (Apologeticum, XVII, 6). Lo que equivale a decir: cristiano sin pasar por la pila bautismal o cristiano ante litteram.1

Este trabajo quiere adentrarse en las directrices que este guía marca para la vida humana. Concretamente, se detendrá en lo que piensa sobre los problemas de la existencia ya mencionados: el destino, la divinidad y el enigma del mal, la lucha entre el vicio y la virtud, la felicidad, la brevedad de la vida y su constante acercamiento a la muerte, la inmortalidad. La reflexión se hace, sobre todo, a partir de los Diálogos o tratados morales y de las Cartas.

En estas páginas se quiere dejar hablar al filósofo para captar fresco su sentir. Por eso se acude pocas veces a textos de estudiosos que interpreten al filósofo, porque en cierto sentido pueden amordazar su pensamiento o entubarlo de modo forzado. Se prefiere entrevistarse personalmente con sus palabras textuales. Esta es la razón por la que no se ha pretendido estructurar la filosofía del cordobés, sino marcar sus nervaduras. Séneca es una corriente intrépida de doctrina y de experiencias. Encauzar su reflexión con diques intelectuales, quizá preconstruidos, es quitarle su fuerza y su encanto; es desbaratar a Séneca mismo. Entubar las aguas de un río puede ser provechoso, pero coartamos su libertad, su esparcirse caprichoso por llanuras y pendientes, su culebrear libre en amplios meandros y su intrepidez cuando se despeña valle abajo. Contemplar luego el cauce seco por donde hubiera seguido avanzando espontáneamente es desolador. Con estas reflexiones se quiere, más bien, observar la corriente vital de Séneca tal como nace a borbotones y fluye valiente e incluso traviesa. En todo caso, se ha pretendido captar —por usar la expresión de Gerardo Diego a propósito justamente de un río, el Duero— «el mismo verso», que es como decir los temas y argumentos más frecuentes del filósofo, pero respetando la «distinta agua»: la espontaneidad constante de su expresión, las aparentes pérdidas de la línea lógica al exponer, las contradicciones en que incurre por su fogosidad intelectual, la avidez de concretar las reflexiones con ejemplos que cristalicen las ideas, si es que pudieran parecer abstractas. Ese estilo vivo, directo y a la vez reflexivo, hace que sus ensayos, o Diálogos nos resulten como cartas; y, por su parte, las Epístolas Morales en ocasiones den la impresión de sencillos, pero valiosos ensayos.

Acercarse al concepto filosófico que Séneca presenta sobre la vida, el tiempo, la muerte y la inmortalidad es, por lo tanto, introducirse no solo en una teoría mental, sino principalmente en una realidad existencial; es meter la mano en la vida caliente del filósofo estoico hispanorromano. La vida en su fluir, en su acabamiento en este mundo y en su pervivencia es para él el escenario en que se desarrolla su filosofía. Para Séneca, la filosofía es la vida misma.

Sobre esas tablas cada hombre —pensamos en el romano de entonces, pero también en el hombre de hoy— puede hacer lo mismo: poner en acción la propia existencia para ver cómo la lleva a cabo y cómo debe vivirla. La ciencia del bien vivir puede tomar lecciones del filósofo. Se trata de una filosofía vital y de una vida filosófica.

Por eso la filosofía senequista es ante todo de carácter moral. Y lo teórico que pueda darse en ella es ante todo el andamiaje elemental, pero imprescindible, para sostener el bien obrar, para llevar una vida conforme a la sabiduría, a la filosofía o recta razón humana.

Los nervios esenciales de sus planteamientos los extrae Séneca de la Stoá antigua: Zenón, Cleantes, Crisipo... Sin embargo, el filósofo cordobés no se olvida de que ese modo de pensar y de vivir del siglo III a. C. ha tenido ya una traducción y acogida romanas, un siglo más tarde, en el círculo de los Escipiones. En efecto, ellos son los forjadores del ideal romano del vir y de la virtus, que se inspiran en el estoicismo antiguo griego, pero a la vez lo hacen más aguerrido y práctico en el suelo romano. Las costumbres de los antepasados, los mores maiorum, que crearon la grandeza de Roma, coincidían casi espontáneamente con el cuadro doctrinal y moral del estoicismo. Séneca, depositario de esa tradición grecorromana, quiso fijarse en un estoicismo orientado a la vida. Prefirió no recalcar tanto la filosofía del conocimiento o la lógica, cuanto la ética. Así, por expresarlo gráficamente, se pasaba de la Stoá griega al forum; del pórtico, algo protegido aún, a la plaza abierta, que es a la vez confluencia y cruce de caminos de la vida de cada día, llena de situaciones y problemas concretos.

Ante este maestro de la vida y del pensamiento quiere detenerse este trabajo para seguir «el mismo verso» y retenerlo en el alma; y para sorber algo de la «distinta agua».

Salamanca, 4 de septiembre de 2017

I. El inicio de la travesía

El concepto de vida arranca para Séneca de un punto a quo, o inicio, ya dado: nos encontramos en la vida por querer de la naturaleza —natura—, no por méritos nuestros, totalmente inexistentes como es obvio, antes de nuestro nacimiento; ni siquiera por mérito de nuestros padres. «La naturaleza nos ha engendrado», confesará en el tratado Sobre el ocio (V, 3), hablando del hombre como ser abierto a la belleza y al afán de saber.

1. LA VIDA, DON Y PRÉSTAMO

La vida es un don, un préstamo de la naturaleza, no una propiedad que se tiene como derecho. Escribe así a Polibio, aludiendo a su hermano difunto: «La naturaleza no te lo dio en propiedad, como tampoco a los demás hermanos suyos, sino que te lo prestó» (Consolación a Polibio, X, 4).2 Somos, pues, administradores de nuestra propio existir, no dueños.

Esa condición de préstamo de la naturaleza marca desde el inicio la precariedad de la vida y la indeterminación del tiempo de la muerte. La fecha de caducidad de cada uno la tiene escrita la naturaleza en el código de cada vida. Ella, por lo tanto, puede exigir pronto la deuda o restitución del préstamo, sin que nadie pueda culparla: «La naturaleza le dio la vida a tu hermano, te la dio también a ti. Si ella, haciendo uso de su derecho, ha reclamado más pronto su deuda a quien quiso no es culpable ella, cuyas condiciones estaban bien claras, sino la codiciosa esperanza del espíritu mortal, que tantas veces olvida qué es la naturaleza y nunca se acuerda de su destino más que cuando recibe una advertencia» (Consolación a Polibio, X, 5).

Por lo pronto, la naturaleza regala la vida. Y lo hace con el gozo de que indaguemos sus porqués, a la par, admiremos su belleza. Y no se muestra celosa de que nuestra indagación le quite resultados o provecho: «La naturaleza nos ha dado un carácter curioso y, sabedora de su destreza y de su hermosura, nos ha engendrado como admiradores de tan magníficos espectáculos, pues echaría a perder el disfrute de sí misma si cosas tan grandes, tan radiantes, tan delicadamente trazadas, tan espléndidas y bellas no de una sola forma las hubiera mostrado en un desierto» (Sobre el ocio, V, 3).

Un retrato amable de la naturaleza, que es también un canto a la vida para el que la estrena. La llamada a investigarla tendrá una primera etapa —πάθoς, la llama Platón— en el asombro o estupor, espanto incluso —τὸ θαυμάζειv—, y posteriormente en la reflexión filosófica —τὸ φιλoσoφεῖν— y en el quehacer científico.3 Filosofía y ciencias naturales tomadas en sentido amplio —la physica— no se distanciaban como hoy, sino que eran aliadas de trabajo y de resultados. El mismo Séneca, en sus Libros sobre las cuestiones naturales, cumplirá con esa vocación admiradora e investigadora, filosófica y científica, que le empalmará con la filosofía griega. Los pensadores de entonces, sobre todo Platón y Aristóteles, ávidos de saber, daban a su filosofía amplio cauce, para que llegara a cuanto se pudiera conocer: física —ciencias naturales, biología, astronomía...—, metafísica, ética, política... Un saber pluripotencial o, si se prefiere, humanista, que se mantendrá en Occidente hasta la caída del Imperio romano, menguará en la Edad Media y se recuperará en el Renacimiento. Por desgracia, se volverá a perder en la Edad Contemporánea con la tal vez excesiva y reductiva especialización.

El hombre es por naturaleza indagador, «curioso», ávido de hallar el cur, de dar con la causa de las cosas. «La naturaleza nos ha dado un ingenio curioso». Con esa afirmación que ya hemos destacado hace unas líneas, Séneca se sitúa en la misma línea de salida de la Metafísica de Aristóteles: «Todos los hombres, por su propia naturaleza, desean saber». En esa dimensión de querer saber —εἰδέvαι, scire—la razón de lo que existe, el hombre es ya scientificus: iniciador de la ciencia —scientia—, porque está ávido de saber.

Pero esa consideración tan positiva de la vida, que la naturaleza abre pluripotencialmente, queda entenebrecida por una constatación: el hombre tiene un margen de libertad para aceptar o no esa llamada esperanzada de la naturaleza y para obrar en consecuencia. Se espera la respuesta positiva, desde luego. Pero cuando es negativa, puede parecer que la conducta de los hombres se asemeja a la condición natural y que, por lo tanto, la naturaleza tiene buenos y malos partos. Está claro que ella es, por definición, engendradora —natura: la que va a hacer nacer o engendrar—. Pero es verdad que en la vida hay seres pendencieros; otros, ingratos; algunos son avaros; incluso se encuentran los impíos: «La naturaleza humana produce espíritus insidiosos; los produce también ingratos, avaros, impíos» (Sobre la ira, lib. II, XXXI, 5). Un teclado variopinto. Así los produce y presenta la naturaleza humana —fert humana natura—. Con todo, esa diversificación en el mal cuenta ya con la colaboración del hombre, y, por ende, no se identifica con el proyecto de la naturaleza, que es tan generoso y que ella nos presenta con bondad. En todo caso, parece que la naturaleza tiene que soportar la otra acepción del verbo latino fert— esas manifestaciones negativas que tergiversan su designio.

Hablar de la natura como origen de la vida introduce forzosamente en la pregunta de si para Séneca son sinónimos Dios y la Naturaleza —escrita también con mayúscula—. Sabemos que Baruc Espinoza (1632-1677) tendió el puente entre ambos con su sentencia «Deus sive Natura», con la implicación panteísta que en su filosofía acarrea esa igualdad. En Séneca no se traza plenamente esa equivalencia. Más bien, aun con ciertos titubeos,4 las páginas del filósofo reconocen a Dios como hacedor de la naturaleza o del universo —formator universi—, por lo tanto causa de ella, y en consecuencia distinto de ella; como artífice y artesano de lo existente, cuya incorporalis ratio o inteligencia incorpórea permea todo. Por eso el mundo o la naturaleza están impregnados de una ratio o inteligencia divina.

Así, puedes creerme —escribe para consolar a su madre que llora su destierro en Córcega—, quedó determinado por quienquiera que haya sido el configurador del universo [formator universi], bien sea un dios omnipotente, bien una inteligencia incorpórea creadora de obras inmensas, bien un soplo esparcido por todo lo más grande y lo más pequeño con igual intensidad, bien el hado y la invariable sucesión de causas vinculadas unas con otras (Consolación a su madre Helvia, VIII, 3).

Son muchas las expresiones de Séneca para manifestar que la autoría de la naturaleza es divina. Por eso, además de formator universi, que aparece en el citado fragmento, llama a Dios también formator rerum y artifex mundi (Epístolas, lib. VII, 65, 19), omnium conditor et rector (Sobre la providencia, V, 8).

Asunto diferente de la teología de Séneca es analizar la inmanencia o trascendencia de Dios en relación con la naturaleza. En ocasiones parecerá inclinarse a la inmanencia, pero otras veces (cf. por ejemplo, Epístolas, lib. VII, 65, 23-24) parece despegarse hacia la trascendencia.5

Esta ratio ingentium operum —el Λόγoς— dirige el universo todo, y, por supuesto, no deja al ser humano al arbitrio ajeno ni para darle el ser y situarlo en el mundo, ni para el desarrollo de su vida. Una de las obras ingentes y maravillosas suyas, la más grandiosa, es el hombre. Dios contiene las esencias seminales —λόγoι σπερματικoί— de cuanto existe o va a existir, sobre todo las semillas del ser humano.

Origen pues de la vida humana es el Λόγoς. Y al permitir existir al hombre dando vida a esas rationes seminales de la divinidad, hace que el ser humano sea racional. Séneca, como se ve en el fragmento ahora citado, respeta la estructura metafísica y teológica del estoicismo, deudora en buena medida sobre todo de la filosofía de Heráclito, introductor del Λόγoς como ordenador del eterno fluir de lo que existe. Pero también el filósofo cordobés recoge la herencia platónica y especialmente la neoplatónica.

El hombre comienza su andadura por la vida, y lo primero que debe hacer es conocer su identidad. La repetida sentencia γvῶθι σαυτόv del pronaos del templo de Apolo en Delfos la presenta también Séneca como pórtico de la vida humana: «Nosce te: conócete» (Consolación a Marcia, XI, 3).6 El filósofo quiere guiar a todo hombre para interrogarse con él, o incluso en sustitución de él: «Quid est homo?» pregunta que formula dos veces, y no como mero recurso retórico-literario, sino para subrayar su importancia vital. El filósofo cuaja la respuesta en una descripción poco alentadora, quizá por un excesivo realismo. El hombre es un alma arrojada y aherrojada en el cuerpo. Un ser endeble, frágil, necesitado de ayuda. Un ser caduco; más aún, inútil. Con sus palabras: «¿Qué es el hombre? Una vasija frágil ante cualquier golpe y cualquier sacudida. No hay necesidad de un violento temporal para destrozarte: en cuanto te des un golpe, te desharás. ¿Qué es el hombre? Un cuerpo endeble y frágil, desvalido, indefenso por su misma naturaleza, necesitado de ayuda ajena, abandonado a todas las insolencias de la suerte; […] fabricado con materiales flojos y deleznables, elegante en sus rasgos externos; […] precisa una vigilancia ansiosa y atenta, su aliento es precario e inestable […]; motivo constante de preocupación para sí mismo, defectuoso e inútil» (Consolación a Marcia, XI, 3).7 Rasgos impresionistas, pero ocres y oscuros, que basculan hacia el pesimismo. Esta meditación tan humanística es de acentos platónicos. Aun así, el préstamo que Séneca toma de esa filosofía no quita fuerza a su estoicismo vital.

Más difícil es encontrar en el filósofo el origen del alma: ¿es emanación de la Naturaleza —con mayúscula—, que equivale a decir: emanación de Dios?; ¿tiene principio y fin?; ¿es una parte o partícula más del universo fundida con él? Inquietudes que permean el pensamiento de los filósofos más adelantados de la Antigüedad, sobre todo Platón. También invade la filosofía existencial de Séneca que, como se ha dicho, sigue en esto las huellas de la Academia.

Toda la grandeza del hombre se encuentra en la verdad sobre él: su alma está encarnada en un cuerpo. O encarcelada, si se prefiere la terminología platónica. Pero también la verdad del hombre incluye su miseria. Su documento humano de identidad le define como alma o espíritu encarnado.8 El hombre es un regalo divino y un mensajero de la divinidad para los demás: «Homo, sacra res homini» (Epístolas, lib. XV, 95, 33). La cuasi religiosa definición, cargada por otra parte de humanismo, evoca de cerca la que circulaba entre los mejores pensadores griegos: ἄvθρωπoς ἀvθρώπῳ δαίμωv, caracterización o definición de las más elevadas que nos legó la Antigüedad.9 Con esas palabras, el filósofo de Córdoba completa el lado positivo del hombre, que había quedado oscuro o encubierto en la descripción anterior de la Consolación a Marcia. Si el hombre es un ser sagrado o divino para el hombre, lo debe principalmente a su alma. Si el hombre da vueltas a las cosas espirituales e inmortales —«immortalia, aeterna volutat» (Consolación a Marcia, XI, 5)—, es por su alma; si el hombre es racional, se debe a su alma. El hombre, un pequeño dios o δαίμωv por su alma. Un prodigio siempre admirable por la grandeza de su espíritu. Viene aquí a la mente como eco el himno a la grandeza del hombre y a sus hallazgos que Sófocles hace entonar al coro en Antígona. Los dos primeros versos abren así ese canto: «Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre» (vv. 334-335). San Agustín de Hipona, siglos más tarde, va casi a reproducir ese noble pensamiento del dramaturgo griego, cuando escribe en La Ciudad de Dios: «El hombre es un milagro mayor que todos los que el hombre realiza».10 En cambio el cuerpo, cualquiera que sea el estatuto metafísico de unión que se le dé con el alma, evidencia su fragilidad, su desnudez y mendicidad existenciales. El cuerpo será el causante de que este animal —el hombre—, tan admirado, sea a la par tan despreciado —«hoc tam contemptum animal» (Consolación a Marcia, XI, 4)— y haga que su miseria termine en la muerte. El dualismo platónico cobra en Séneca fuerte sabor romano y lleva al filósofo a moverse entre los dos polos naturales de esos elementos: encontraremos textos que son cabales himnos a la grandeza humana, parecidos al de Sófocles arriba mencionado, y luego tropezaremos — como nos ha pasado ya (cf. Consolación a Marcia, XI, 3)11— con algunos escorados intensamente hacia la fragilidad que nos constituye.

Y continúa el texto con una descripción y desentrañamiento concretos y vivos para explicar la debilidad y fragilidad del cuerpo. Pero líneas más adelante del mismo capítulo, el pensamiento de Séneca despega de ese territorio del cuerpo, aun sin olvidarse de la vejez y de la muerte, para volar a lomos de la grandeza espiritual del alma: «En su mente da vueltas a proyectos inmortales y toma disposiciones para nietos y bisnietos, mientras la muerte le sorprende haciendo planes a largo plazo, y lo que se llama vejez se le reduce a un periodo de muy pocos años» (Consolación a Marcia, XI, 5). Esa lucha entre la grandeza y la pequeñez están en la definición filosófica técnica del hombre. Séneca se atiene a ella: «rationale enim animal est homo» (Epístolas, lib. IV, 41, 8). Pero sobre todo es el camino vital del hombre el que evidencia el forcejeo entre su elevación y su levedad.

De ahí que, con esas señas de identidad grabadas en su ser, el hombre recibe de la naturaleza un documento abierto a los avatares que pueblan su viaje existencial. Son las cartas de marear por la vida. Y Séneca usa con viveza esa metáfora del marinero que se embarca y de la nave que surca el mar. Incluso el filósofo, con un lenguaje más desgarrador, llega a escribir que estamos «arrojados a este mar profundo y turbulento que va y viene con sus flujos y reflujos, y tan pronto nos eleva con repentinas crecidas como nos precipita con mayores perjuicios y nos zarandea sin cesar y nunca hacemos pie en tierra firme» (Consolación a Polibio, IX, 6). El de Córdoba sigue describiendo vigorosamente esas incertidumbres y naufragios de la vida. El símil entre la vida y la navegación es tópico en la literatura occidental. Por ejemplo, san Agustín, en el tratado sobre la felicidad, ya citado, compara la vida humana con navegantes arrojados también a un mar proceloso que, por fin, llegan a la paz del puerto de la filosofía.

La vida humana es, en efecto, una travesía con una serie de etapas que se van alejando y quedando atrás a medida que avanza la nave de cada uno. Etapas que corresponden a las diferentes estaciones de la existencia: niñez, juventud, adultez, vejez. Y el autor cordobés reviste la travesía de calor peninsular: como viajar de Italia a Sicilia, concretamente a Siracusa. La naturaleza nos orienta. El marinero que conoce esa zona del Mediterráneo —el Mare Nostrum— pone al tanto de sus peligros al que va a zarpar, para que no emprenda la navegación imprudentemente: «Si alguien le dijera a uno que quiere viajar a Siracusa: “Primero entérate de todos los inconvenientes y de todas las satisfacciones de tu inminente viaje, y luego hazte a la mar…”». Y sigue la descripción de tales peligros y de las incomparables maravillas de ese recorrido (cf. Consolación a Marcia, XVII).

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