Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 96

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Fanny salió de su marasmo y, contestando sólo en parte, dijo:

––Pero si usted sólo va de un grupo de amigos a otro. Se instalará en la casa de una amiga muy íntima.

––Sí, muy cierto, la señora Fraser ha sido mi íntima amiga durante años. Pero no siento los menores deseos de estar con ella. Sólo puedo pensar en los amigos que dejo..., en mi excelente hermana, en usted y en los Bertram en general. Hay entre ustedes mucho más corazón del que una suele encontrar por esos mundos. Aquí me dan todos la impresión de que se puede confiar en ustedes, cosa que, en el trato corriente, es totalmente desconocida. Preferiria haber convenido con la señora Fraser que no iría a su casa hasta después de Pascua, época mucho mejor para el caso; pero ahora ya no puedo saltarme el compromiso. Y cuando la deje a ella he de ir a casa de su hermana, lady Stomaway, porque más bien era ésta, de las dos, mi amiga íntima; pero no me he ocupado mucho de ella en estos tres años últimos.

Después de este discurso, las dos muchachas permanecieron silenciosas por espacio de unos minutos, dejándose llevar de sus respectivos pensamientos..., meditando Fanny sobre las distintas clases de amistad, Mary sobre algo de tendencia filosófica. Ésta fue la primera en romper el silencio:

––¡Qué perfectamente recuerdo mi decisión de buscarla aquí arriba, dispuesta a dar con el cuarto del Este, sin tener la menor idea de dónde pudiera hallarse! ¡Qué bien recuerdo lo que iba pensando al venir, y el momento en que asomé la cabeza y la vi a usted aquí, sentada a esta mesa trabajando, y después el asombro de su primo cuando abrió la puerta y se encontró aquí conmigo! No diga, que ocurrírsele a su tío volver precisamente aquella tarde... jamás hubo en mi vida unos días como aquellos!

De nuevo se abandonó a un breve arrebato de abstracción; cuando, sacu-diéndolo de pronto, de este modo acometió a su compañera:

––Vamos, Fanny; la veo a usted en un completo arrobamiento... pensando, espero, en alguien que siempre piensa en usted. ¡Oh, si pudiera llevármela por algún tiempo a nuestro círculo de Londres, para que se diera cuenta de la impresión que causa allí su poder sobre Henry! ¡Oh, las envidias y rencores de tantas y tantas docenas de fracasadas...; el asombro, la incredulidad que habrá de suscitar la noticia de lo que usted ha conseguido! Porque, quede esto en secreto. Henry es como el héroe de un romance antiguo y llega a gloriarse de sus cadenas. Tendría que venir a Londres para saber apreciar su conquista. ¡Si viera cómo le cortejan, y cómo a mí me cortejan por él! En realidad, sé muy bien que en casa de la señora Fraser no me dispensarán una acogida ni la mitad de calurosa, a consecuencia de los propósitos de mi hermano. Cuando sepa la verdad, lo más probable es que desee que me vuelva a Northamptonshire. Porque el marido de mi amiga, Mr. Fraser, tiene una hija, de su primera esposa, que es ya mayor y está rabiosa por casarse, y quería pescar a Henry. ¡Oh!, ha intentado conseguirlo por todos los medios. Permaneciendo aquí, inocente y tranquila, no puede tener idea de la sensación que va usted a causar, de la curiosidad que habrá por verla, del sinfin de preguntas que habré de contestar. La pobre Margaret Fraser me acosará sin cesar, interesándose por sus ojos, y sus dientes, y la forma de su peinado, y quién le hace el calzado. Preferiría que Margaret se hubiera casado, para bien de mi pobre amiga; pues considero a los Fraser tan desgraciados, poco más o menos, como la mayoría de los matrimonios. Y, no obstante, fue un partido magnífico para Janet. Todos estábamos encantados. No podía hacer otra cosa que aceptarle, pues él era rico y ella no tenía nada; pero el hombre se muestra cada día más malhumorado y exigente, y quiere que una mujer joven, una linda y joven mujer de veinticinco años, sea tan seria como él. Y mi amiga no sabe manejarlo bien; parece que no sabe cómo encauzar las cosas para vivir lo mejor posible. Y hay entre ellos un espíritu de encono que, para no decir algo peor, es prueba de muy mala educación. En aquella casa recordaré con respeto los hábitos conyugales de la rectoría de Mansfield. Hasta el doctor Grant muestra una absoluta confianza en mi hermana y tiene en cierta consideración sus puntos de vista, lo que hace que una note que hay un mutuo afecto; pero entre los Fraser no verá nada de eso. Mi corazón quedará en Mansfield para siempre, Fanny. Mi propia hermana como esposa, sir Thomas Bertram como marido, son mis modelos de perfección. La pobre Janet se engañó lamentablemente; y, sin embargo, no es que obrase a la ligera; no se precipitó al matrimonio irreflexivamente; no hubo falta de previsión. Se tomó tres días para reflexionar, y durante esos tres días pidió consejo a todos los parientes cuya opinión valiera la pena, y acudió en especial a mi difunta tía, cuyo conocimiento del mundo hacía que su criterio fuese justamente reconocido por toda la gente joven relacionada con ella; y mi tía decidió a favor de la boda. Así es que parece que no hay nada que pueda asegurar una agradable vida matrimonial. Tanto no puedo decir respecto de mi amiga Flora, que dio calabazas a un estupendo muchacho en el Blues, para unirse a ese horrendo de lord Stornaway, que tiene poco más o menos, Fanny, la inteligencia de Mr. Rushworth, pero mucho peor aspecto y la índole de un tunante. Yo tuve mis dudas entonces en cuanto a lo acertado de su elección, pues él no tiene siquiera el aire de un gentleman; pero ahora estoy segura de que se equivocó. A propósito Flora Ross se moría por Henry el primer invierno que apareció en sociedad. Pero si fuera a enumerarle todas las mujeres que yo sé que se han enamorado de él, no acabaría nunca. Sólo usted, nada más usted, insensible Fanny, es capaz de pensar en él con una especie de indiferencia. ¿Pero es, en realidad, tan insensible como se muestra? No, no, ya veo que no.

Era, en efecto, tan intenso el rubor que en aquellos momentos cubría el rostro de Fanny, como para convertir en certidumbre la sospecha de una mente predispuesta.

––¡Excelente criatura! No quiero atormentarla. Todo seguirá su curso. Pero, querida Fanny, debe usted reconocer que no estaba tan desprevenida cuando se le planteó la cuestión como se figura su primo. A la fuerza tuvo que dar cabida a algunos pensamientos acerca de ello, a algunas suposiciones en cuanto a lo que pudiera ser. Forzosamente había de notar que él trataba de complacerla dedicándole cuantas atenciones podía. ¿No estuvo, en el baile, por entero consagrado a usted? Y aun antes del baile: ¡la gargantilla! ¡Oh!, la recibió usted apreciando su significado, tan a sabiendas como pudiera desearlo un corazón, lo recuerdo perfectamente.

––¿Quiere usted decir, entonces, que su hermano sabía de antemano lo de la gargantilla? ¡Oh, miss Crawford! Eso no fue leal.

––¡Sí lo sabía! Todo fue obra suya, idea suya. Me avergüenza decir que a mí no se me había ocurrido; pero me encantó intervenir a propuesta suya, en beneficio de los dos.

––No diré ––replicó Fanny–– que no sintiera algún temor en aquella ocasión, pues noté algo en su mirada que me asustó; pero no al principio. Nada sospeché al principio... nada, en absoluto. Es esto tan cierto como que ahora estoy sentada aquí. Y de haberlo sospechado, nada hubiese podido inducirme a aceptar el presente. En cuanto al comportamiento de su hermano, en efecto, noté algo especial. Lo venía notando desde hacía poco tiempo, quizá dos o tres semanas; pero consideré que no significaba nada; interpreté simplemente que era su modo habitual, y estaba tan lejos de suponer como de desear que se hiciera algún pensamiento serio con relación a mí. Yo no fui, miss Crawford, una observadora poco atenta de lo que ocurría entre él y cierta persona de esta familia, durante el verano y el otoño pasados. Estuve callada, pero no ciega. Y pude ver que Mr. Crawford se permitía galanterías que no significaban nada.

––¡Ah! No puede negarlo. Se ha entregado de vez en cuando a lamentables devaneos, importándole muy poco el estrago que puede causar en los cora-zones femeninos. Muchas veces le he reñido por ello; pero es su único defecto. Y he de decir que muy pocas jovencitas merecen que sus sentimientos sean tenidos en cuenta. Por otra parte, Fanny, ¡qué gloria la de tener cautivo al hombre a quien tantas niñas casaderas han lanzado el anzuelo, la de tenerlo una en su poder para ajustarle todas las cuentas contraídas con nuestro sexo! ¡Oh!, estoy segura de que no cabe en la idiosincrasia femenina rechazar semejante triunfo.

Fanny meneó la cabeza.

––No puedo considerar bien a un hombre que juega con los sentimientos de cualquier mujer; con ello se causan a menudo sufrimientos mayores de que lo pueda suponer un observador circunstancial.

––No le defiendo: lo dejo por entero a merced de usted; y cuando él la tenga en Everingham, no me importa que le predique tanto como quiera. Pero una cosa debe tener en cuenta: que su defecto, eso de gustarle que las chicas se enamoren un poco de él, no es ni la mitad de peligroso para la felicidad de una mujer que una propensión a enamorarse él mismo, cosa a la que nunca tuvo afición. Y creo, seriamente y de verdad, que ha quedado prendado de usted como nunca lo estuvo de ninguna; que la quiere con todo su corazón. Si hubo alguna vez un hombre que amase para siempre a una mujer, creo que a Henry le ocurrirá lo mismo con usted.

Fanny no pudo evitar una débil sonrisa, pero nada quiso decir.

––No recuerdo haber visto nunca a Henry tan feliz ––prosiguió Mary–– como cuando hubo conseguido el ascenso de su hermano.

Con esto acababa de lanzar un certero ataque sobre los sentimientos de Fanny.

––¡Ah, sí! ¡Qué amable, qué amabilidad la suya!

––Me consta que hubo de poner en ello un gran empeño, porque sé cuáles eran las piezas que tenía que mover. Al almirante le disgusta tener que molestarse y le irrita que le pidan favores; y hay tantas peticiones de muchachos que atender, que de no intervenir una amistad y una energía muy decididas nada se consigue. ¡Qué feliz debe sentirse William! ¡Si pudiéramos verle!

El ánimo de Fanny se vio arrastrado al más angustioso de sus cambiantes estados. El recuerdo de lo que hizo en favor de William era siempre el más poderoso obstáculo para toda decisión contra Mr. Crawford; y quedó meditando sobre ello hasta que Mary, que se había limitado, primero, a contemplarla con satisfacción y, después, a murmurar algo sin especial interés, reclamó de pronto su atención diciendo:

––Me pasaría aquí el día sentada charlando con usted, pero no debemos olvidar a las señoras de abajo; de modo que, adiós, mi querida, mi dilecta, mi excelente Fanny, pues aunque nominalmente nos separemos en el salón, aquí debo despedirme de usted en particular. Y me despido, anhelando una feliz reunión y confiando que, cuando volvamos a encontramos, será en unas circunstancias que permitan a nuestros corazones abrirse sin un resto de reserva.

Un efusivo, muy efusivo, abrazo y cierta afectación en el acento acompañaron estas palabras.

––Veré pronto a su primo en la capital; él dice que irá sin tardar mucho; y creo que sir Thomas también, en el curso de la primavera; y a su primo mayor, y a los Rushworath, y a Julia estoy segura de que les veré una y otra vez; a todos, menos a usted. Dos favores he de pedirle, Fanny: uno, la correspondencia. Tiene que escribirme, y el otro, que visite con frecuencia a mi hermana y la consuele de que me haya marchado.

El primero, al menos, de esos favores, hubiera preferido Fanny que no se lo pidieran; pero le era imposible rehusar la correspondencia; hasta le era imposible no acceder con más prontitud de lo que su propio criterio le aconsejaba. No cabía resistencia ante un afecto tan manifiesto. Su natural estaba especialmente dotado para apreciar un trato cariñoso; y por haberlo recibido hasta entonces en pocas veces, tanto más la impresionaba el de miss Crawford. Además, sentía por ella gratitud por haber hecho de aquel tête-à-tête algo mucho menos penoso de lo que sus temores le habían pronosticado.

Había pasado ya, y ella había escapado sin reproche y sin pesquisas. Su secreto seguía siendo suyo; y mientras fuese así, se veía capaz de resignarse a casi todo lo demás.

Por la tarde hubo otra despedida. Henry Crawford acudió y estuvo un rato con ellos; y como el estado de ánimo de Fanny no fuera previamente el más tenso, por unos momentos se enterneció su corazón al verle allí, pues en realidad parecía sufrir. Muy distinto a su habitual modo de ser, apenas dijo nada. Era evidente que se sentía abrumado; y Fanny tuvo que apiadarse de él, aunque con la esperanza de que no volviera hasta que fuera el marido de otra mujer.

Cuando llegó el momento del adiós, si él le hubiera cogido la mano, ella no se hubiera negado; sin embargo, nada dijo Henry, o nada que ella pudiera oír; y cuando hubo salido de la habitación, quedó ella más contenta de que aquel rasgo de amistad no se hubiera manifestado.

Al día siguiente, los Crawford se habían ausentado de Mansfield.

CAPÍTULO XXXVII

Una vez ausente Mr. Crawford, el primer objetivo de sir Thomas fue que se le echara de menos; y concibió éste grandes esperanzas de que su sobrina encontrase un vacío en la pérdida de aquellas atenciones que antes había considerado, o imaginado, como un mal. Ahora sabía lo que era tener importancia, lo había gustado en la forma más halagadora; y él esperaba que la pérdida de aquella admiración, el hundirse otra vez en la nada, despertaría en el espíritu de Fanny unas muy saludables añoranzas. La observaba con esta idea, pero apenas podía decir con qué provecho. Dificil se le hacía apreciar si había en su ánimo alguna mutación. Era ella siempre tan dulce y reservada que sus emociones escapaban de sir Thomas. No la comprendía; de ello se daba perfecta cuenta. Y por tanto acudió a Edmund para saber hasta qué punto la afectaba la actual situación y si era más o menos feliz que antes.

Edmund no apreciaba en ella síntoma alguno de pesar, y consideró a su padre un tanto irrazonable por suponer que tres o cuatro días bastasen para ello.

Lo que principalmente sorprendía a Edmund era que su prima no echara de menos, de un modo más evidente, a la hermana de Henry, a la compañera y amiga que tanto había significado para ella. Le extrañaba que Fanny hablara tan poco de ella y tan poco tuviera que decir, espontáneamente, en cuanto a su pena por la separación.

¡Ay! Aquella hermana, aquella amiga y compañera, era el principal tormento contra su tranquilidad. Si ella hubiera podido considerar el destino de Mary tan desligado de Mansfield como estaba decidida a que lo fuera el de su hermano; si le hubiera cabido la esperanza de que ella tardaría en volver tanto como muy inclinada estaba a creer que tardaría Henry, se le hubiera aligerado el corazón, sin duda. Pero cuanto más recordaba y observaba, tanto más profundo era su convencimiento de que todo seguía ahora un curso más favorable que nunca para el casamiento de Edmund con miss Crawford. Por parte de él la inclinación era más fuerte; por la de ella, menos equívoca. Los prejuicios, los escrúpulos de Edmund basados en su integridad, parecían todos desechados..., nadie podía saber cómo; y las dudas y vacilaciones de Mary, motivadas por su ambición, se habían igualmente superado, y también sin razón aparente. Sólo cabía imputarlo a un creciente afecto. Los buenos sentimientos de él y los malos de ella se rendían al amor, y este amor tendría que unirlos. Él iría a Londres en cuanto dejara resuelto algún asunto relativo a Thornton Lacey..., quizá dentro de unos días. Hablaba de su viaje, le gustaba comentarlo; y una vez se reuniera con ella... Fanny no podía dudar del resto. La aceptación por parte de Mary era tan segura como la declaración de Edmund; y, no obstante, prevalecían en aquélla unos principios deplorables que hacían el proyecto penosísimo para Fanny, independientemente (ella creía que independientemente) de sus propios sentimientos.

En la misma conversación sostenida últimamente entre ambas, miss Crawford, a pesar de ciertas demostraciones de ternura y de su mucha amabilidad personal, siguió siendo miss Crawford, siguió mostrando una mente extraviada, y aturdida, y sin sospechar en absoluto que fuese así; ofuscada, y figurándose que irradiaba luz. Podía amar a Edmund, pero no le merecía por ningún otro sentimiento. Fanny apenas creía que pudiera unirles un segundo sentimiento afin; y los sabios más experimentados la perdonarían por considerar la posibilidad de un futuro mejoramiento de miss Crawford como una esperanza casi inútil, por creer que si la influencia de Edmund, en aquella época de enamoramiento, de tan poco había servido para desembrollar su juicio y centrar sus ideas, acabaría él por rendirse y agotar toda su valía al lado de aquella esposa, en unos años de matrimonio.

La experiencia hubiese previsto algo mejor para cualquier pareja de las mismas circunstancias, y la imparcialidad no hubiera negado en miss Crawford la participación de esa naturaleza común a todas las mujeres que habría de llevarla a adoptar, como propias, las opiniones del hombre que ella quería y respetaba. Pero como aquélla era la convicción de Fanny, mucho sufría por tal motivo y nunca podía hablar sin pena de miss Crawford.

Sir Thomas, entretanto, seguía con sus esperanzas y sus observaciones, considerándose todavía con derecho, dado su conocimiento de la naturaleza humana, a esperar que se le manifestara el efecto de la pérdida de influjo e importancia en el ánimo de su sobrina, y que las pasadas atenciones del enamorado produjeran en ella un regusto, un deseo de volver a gozarlas; mas, poco después, hubo que resignarse a no tener de momento una visión completa y exacta de todo ello, ante la perspectiva de otra visita, cuya sola presencia había él de considerar que bastaría para sostener los ánimos que tenía bajo observación. William había obtenido un permiso de diez días, que dedicaría a Northamptonshire, y allí se dirigía, convertido en el más feliz de los tenientes por ser su ascenso el más reciente, para mostrar su felicidad y describir su uniforme.

Llegó; y le hubiera encantado exhibir el uniforme allí también, de no haberle impedido las crueles ordenanzas usarlo fuera del servicio. De modo que el uniforme se quedó en Portsmouth, y Edmund conjeturó que antes de que Fanny tuviera ocasión de verlo, toda su lozanía, y toda la lozanía de la ilusión de su poseedor, se habría marchitado. Se habría convertido en símbolo afrentoso; porque, ¿qué puede haber más impropio o indigno que el uniforme de un teniente que lleva de teniente uno o dos años, y ve que otros ascienden a capitán antes que él? Así razonaba Edmund, hasta que su padre le hizo confidente de un proyecto que permitía considerar la probabilidad de que Fanny viera al segundo teniente del «H. M. S. Thrush» en la plenitud de su gloria.

El proyecto consistía en que ella acompañase a su hermano a la vuelta de éste a Portsmouth y pasara algún tiempo con sus familiares. Se le había ocurrido a sir Thomas en una de sus graves meditaciones, como una providencia justa y deseable; pero, antes de decidirse por completo, consultó a su hijo. Edmund lo consideró por todos lados, y no vio en ello sino un total acierto. La cosa era buena en sí, y no podía ser más oportuno el momento; además, no cabía duda de que sería en extremo agradable para Fanny. Esto bastó para que se determinara sir Thomas; y un decisivo: «Pues así se hará» cerró aquella etapa de la cuestión. Sir Thomas quedó no poco satisfecho, previendo unos beneficios aparte y además de lo hablado con su hijo; pues su móvil principal al prepararle aquel viaje tenía muy poco que ver con la conveniencia de que ella viera a sus padres otra vez, y nada en absoluto con la idea de procurarle una dicha. Deseaba, ciertamente, que fuera con gusto, pero no menos ciertamente deseaba que llegara a estar francamente hastiada de su hogar antes de dar por terminada allí su estancia; que un poco de abstinencia de los refinamientos y lujos de Mansfield Park la llevase a penar más cuerdamente y la inclinara a justipreciar el valor de aquel otro hogar más estable, e igualmente amable para ella, que se le había ofrecido.

Era un plan curativo para el entendimiento de su sobrina, que él debía considerar actualmente enfermo. Una permanencia de ocho o nueve años en los lares de la riqueza y la abundancia habían desequilibrado algo su facultad de juzgar y comparar. La casa de su padre, con toda probabilidad, le enseñaría a apreciar el valor de una buena renta; y confiaba hacer de ella la mujer mas sensata y feliz para toda la vida mediante el experimento ideado.

De haber sido Fanny nada más que un poco aficionada a los raptos, le hubiera dado uno muy fuerte cuando vino en conocimiento del proyecto; al ver que su tío le brindaba la ocasión de visitar a sus padres y hermanos, de los que había permanecido alejada casi la mitad de su vida; la ocasión de volver por un par de meses al escenario de su infancia, con William como protector y compañero de viaje, y la seguridad de continuar al lado de su hermano hasta el último instante de su permanencia en tierra. De no poder evitar alguna vez una explosión de júbilo, ésta tenía que producirse en aquella ocasión, pues era inmenso su gozo; pero era la suya una clase de felicidad reposada, profunda, íntima; y aun sin pecar nunca de habladora, más se inclinaba todavía a callar cuando sentía con más fuerza. De momento pudo sólo agradecer y aceptar. Después, familiarizada ya con la alegre visión tan de repente abierta ante sus ojos pudo hablar más ampliamente a William y a Edmund de lo que sentía pero quedaban aún tiernas emociones que era imposible vestir con palabras. El recuerdo de sus antiguos goces y de lo que había sufrido al verse arrancada de los mismos volvió a ella con renovada fuerza, y le parecía como si la vuelta al hogar paterno fuera a remediar cuantas penas habían desde entonces atormentado su vida, aparte de la separación. Verse de nuevo en el centro de aquel círculo, querida de todos, y hasta más querida por todos de lo que fuera jamás; sentir cariño sin temor ni limitación; sentirse igual a los que la rodeasen; verse libre de cualquier alusión a los Crawford, estar a salvo de cualquier mirada que pudiera ella suponer un reproche a propósito de los mismos... Era éste un proyecto para ser saboreado con una intensidad que sólo a medias podía traslucirse.

Y Edmund, además... Pasar dos meses alejada de él (y tal vez le permitiesen prolongar hasta tres meses la ausencia), tenía que ser para ella un gran bien. Con tierra por medio, sin el asedio de sus miradas y de sus bondades, a salvo de la perpetua tortura de estar leyendo en su corazón y de esforzarse en evitar sus confidencias, estaría en mejores condiciones para razonar más sensatamente; sería capaz de imaginárselo en Londres, arreglando allí todas sus cosas, sin sentirse tan desgraciada. Lo que en Mansfield hubiera sido duro de soportar, iba a convertirse en Portsmouth en una pena leve.

La única rémora estaba en la duda de si tía Bertram se conformaría a quedarse sin ella. A nadie más era Fanny imprescindible; pero su tía acaso la echara de menos hasta tal punto, que no quería ni pensarlo. Y esta parte de la cuestión fue, en efecto, la más dificil de resolver por sir Thomas; y la que sólo él, y nadie más, hubiese podido solventar.

Pero él era quien mandaba en Mansfield Park. Cuando de veras había tomado una decisión sobre cualquier medida a adoptar, conseguía siempre llevarla a efecto; también ahora, abundando en palabras sobre el tema, explicando y subrayando el deber que tenía Fanny de ver a su familia alguna vez, indujo a su mujer a que la dejara ir..., consiguiéndolo, no obstante, más por sumisión que por convicción; pues, fuera de que sir Thomas consideraba que Fanny debía ir, y por lo tanto tenía que ir, de muy poco más llegó a convencerse lady Beitiam. En la plácida soledad de su trasalcoba, en el curso de sus imparciales meditaciones, sin la coacción de los aturdidores argumentos de su marido, no podía reconocer la necesidad de que Fanny fuese para nada cerca de un padre y una madre que tanto tiempo habían podido pasar sin aquella hija, cuando ella tanto la necesitaba. Y en cuanto a no echarla de menos, que durante la discusión del caso con tía Norris fue el caballo de batalla, se opuso lady Bertram firmemente a admitir tal cosa.

Sir Thomas había apelado a su razón, a su conciencia, a su dignidad. Lo calificó de sacrificio, y como tal lo pidió a su bondad y abnegación. Pero tía Norris quería persuadirla de que se podía muy bien prescindir de Fanny (estando ella dispuesta a dedicar a su hermana todo el tiempo que fuera preciso) y, en fin, de que no podía en realidad necesitarla o echarla de menos.

––Puede que sea así ––se limitó a responder lady Bertram––, y hasta diría que tienes mucha razón; pero yo estoy segura de que voy a echarla mucho de menos.

El paso siguiente fue ponerse en comunicación con Portsmouth. Fanny escribió ofreciendo su visita; y la contestación de su madre, aunque breve, fue tan cariñosa (en pocas líneas expresaba una tan espontánea y maternal alegría ante la perspectiva de volver a ver a su hija) que confirmó en Fanny todas sus previsiones de felicidad a su lado, y la convenció de que encontraría ahora a una tierna y cariñosa amiga en la «mamá» que, por cierto, antes nunca había mostrado por ella una muy notable dilección pero fácilmente podía suponer que esto había sido culpa suya o fruto de su imaginación. Probablemente se había hecho extraña a su amor con la debilidad y displicencia de su carácter medroso, o había sido inmoderada al desear una participación de cariño mayor de la que a una sola podía corresponder, entre tantos. Ahora, que había aprendido a hacerse útil y a reprimirse mejor, y que su madre no estaría ya tan ocupada en las incesantes tareas de una casa llena de criaturas, habría tiempo y gusto para toda grata sensación, y ambas serían pronto lo que madre e hija deben ser, una para con otra.

El plan hizo a William casi tan feliz como a su hermana. Para él sería el mayor placer tenerla a su lado hasta el momento de embarcar, y acaso la encontraría aún allí al regreso de su primer crucero. Además, tenía grandes deseos de enseñarle el «Thrush» antes de que la nave abandonara el puerto. Era el «Thrush», realmente, la mejor corbeta en servicio. También en el arsenal se habían introducido varias mejoras que deseaba mostrarle.

No tuvo escrúpulos en añadir que tener a Fanny una temporada en casa sería una gran ventaja para todos.

––No sé a qué será debido ––prosiguió––, pero en casa parece que hace falta alguien que tenga el esmero y el orden que tú pones en todas las cosas. La casa está siempre revuelta. Tú harás que las cosas vayan mejor, estoy seguro. Le dirás a nuestra madre cómo debería estar todo, y serás útil a Susana, y enseñarás a Betsey, y harás que los muchachos te quieran y te obedezcan. ¡Qué bien y qué acogedor quedará todo!

Cuando llegó la contestación de la señora Price, vieron que les quedaban ya muy pocos días de permanencia en Mansfield; y parte de uno de estos días lo pasaron nuestros jóvenes viajeros llenos de alarma a propósito del viaje, porque cuando llegó el momento de hablar del modo de realizarlo, y tía Norris vio que toda su ansiedad por ahorrar el dinero de su cuñado era en vano y que, a pesar de sus deseos e insinuaciones en favor de un medio de transporte menos caro por tratarse de Fanny, lo efectuarían en silla de posta; cuando vio que sir Thomas entregaba, en efecto, unos billetes de banco a William para tal fin, se le ocurrió la idea de que en el carruaje habría sitio para una tercera persona, y sintió de pronto unos fuertes deseos de ir con ellos... de acompañarles y visitar a su pobre y querida hermana, la señora Price. Dio a conocer sus pensamientos: «tenía que decir» que estaba más que medio decidida a partir con sus sobrinos; que seria para ella una gran satisfacción; que no había visto a su pobre y querida hermana desde hacía más de veinte años; que seria un descanso para los dos hermanos la compañía de una persona respetable y de experiencia durante el viaje ; y que no podía menos de pensar que su pobre y querida hermana la consideraría muy poco amable si no aprovechaba aquella oportunidad para ir a verla.

William y Fanny quedaron horrorizados ante semejante idea.

Todo el encanto de su encantador viaje quedaba deshecho en un momento. Se miraron con mutua expresión de pesar. Un par de horas duró la incertidumbre. Nadie intervino para animarla ni para disuadirla. Dejaron a tía Norris que resolviera por sí misma. La cosa acabó, para inmensa satisfacción de sobrino y sobrina, al recordar que no era posible prescindir de ella en Mansfield Park en aquellos momentos; que era ella demasiado necesaria a sir Thomas y a lady Bertram para cargar con la responsabilidad de dejarlos, ni que fuera una sola semana, y por lo tanto debía sacrificar, desde luego, cualquier otro placer al de serles útil.

En realidad, se le había ocurrido que, aunque nada le costaría el viaje hasta Portsmouth, difícilmente podría evitarse los gastos de vuelta. De modo que dejó a su pobre y querida hermana abandonada al desencanto de ver que ella desaprovechaba semejante oportunidad, y así empezaron, acaso, otros veinte años de separación.

Los planes de Edmund se vieron alterados por este viaje a Portsmouth, esa ausencia de Fanny. También él tuvo que sacrificarse por Mansfield Park, tanto como su tía. Según lo proyectado debía encontrarse, por aquellas fechas, camino de Londres; pero no podía dejar a sus padres precisamente cuando los demás seres que mayor consuelo y alegría podían darles estaban todos ausentes; y con pesar, sentido pero no manifestado, aplazó por una o dos semanas el viaje que había preparado con la esperanza de que fijaría para siempre su felicidad.

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9782380374124
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