Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 93

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––Sí ––dijo Fanny con voz desfallecida, baja la mirada y enrojeciendo de nuevo; y se sintió casi avergonzada de sí misma, después del cuadro que había trazado su tío, por no gustarle Mr. Crawford.

Tenías que darte cuenta ––reanudó sir Thomas––, tenías que notar, de un tiempo para acá, cierta particularidad en la actitud de Mr. Crawford hacia ti. Esto no puede haberte cogido de sorpresa. No podían pasarte inadvertidas sus atenciones; y aunque siempre las recibiste dignamente (nada tengo que reprocharte por este lado), jamás noté que te resultaran desagradables. Casi me inclino a creer, Fanny, que no conoces exactamente tus propios sentimientos.

––¡Oh, sí, tío! Sí que los conozco. Sus atenciones eran siempre... lo que no me gustaba.

Sir Thomas la miró más sorprendido aún.

––Esto está fuera de mis alcances ––dijo––. Esto requiere una explicación. Joven como eres, sin haber tratado apenas a ningún hombre, es casi imposible que tu corazón...

Se interrumpió y la miró fijamente. Vio en sus labios formado un no, aunque la palabra no llegó a articularse, pero su rostro se riñó de escarlata. Esto, sin embargo, en una muchacha tan modesta, podía ser muy compatible con la inocencia; y decidiendo al menos mostrarse satisfecho, añadió rápidamente:

––No, no; Ya sé que esto está fuera de toda duda... que es completamente imposible. Bien, no hay más que decir.

Y nada dijo por espacio de unos minutos. Se puso a meditar profundamente, mientras su sobrina meditaba también, tratando de templarse y prepararse contra ulteriores interrogatorios. Hubiera preferido morir antes que confesar la verdad; y esperaba, con un poco de reflexión, hallar la suficiente fortaleza para no traicionarse.

––Aparte del interés que la elección de Mr. Crawford parece justificar ––dijo sir Thomas, empezando de nuevo con gran serenidad––, el hecho de que desee casarse tan pronto le acredita a mis ojos. Soy un defensor de los casamientos a temprana edad, cuando existen medios adecuados, y me gustaría que todos los hombres, disponiendo de ingresos suficientes, fijaran su vida lo antes posible a partir de los veinticuatro años. Tanto es así, que me apena pensar cuán poco probable es que mi hijo mayor, tu primo Tom, se case pronto; pero, al presente, me parece que el matrimonio no entra en sus cálculos ni pensamientos. Desearía verle más inclinado a establecerse ––aquí echó una ojeada a Fanny––. A Edmund, teniendo en cuenta sus tendencias y hábitos, lo considero mucho más propenso a casarse joven que su hermano. Es indudable que él, según ha deducido últimamente, ha descubierto a la mujer en quien podría depositar su amor; lo cual, estoy convencido de ello, no le ha ocurrido a mi hijo mayor. ¿No es así? ¿Estás de acuerdo conmigo, querida?

––Sí, señor.

Lo dijo débilmente, pero con tranquilidad, y sir Thomas quedó aliviado por lo que a los primos se refería. Pero la desaparición de su alarma no sirvió de nada a Fanny. Al confirmarse lo inexplicable de su actitud, aumentó el disgusto de su tío; éste se puso en pie y empezó a pasear por la habitación con un ceño que Fanny pudo imaginar, ya que no se atrevió a levantar la mirada, para decir poco después, con tono autoritario:

––¿Tienes alguna razón, criatura, para pensar mal del carácter de Mr. Crawford?

––No, señor.

Hubiera querido añadir: «... pero de sus principios, si que la tengo»; no obstante, le faltó el valor ante la aterradora perspectiva de discutir, explicar y, probablemente, no convencer. El mal concepto en que le tenía se fundaba principalmente en observaciones que, por consideración a sus primas, apenas podía atreverse a mencionar ante el padre. María y Julia, y especialmente María, estaban tan estrechamente ligadas al mal comportamiento de Mr. Crawford, que Fanny no podía describir la personalidad de éste sin traicionarlas. Ella había concebido la esperanza de que para un hombre como su tío, tan sagaz, tan caballeroso, tan bueno, el simple conocimiento de una decidida aversión por parte de ella sería suficiente. Grande fue su pena al encontrarse con que no era así.

Sir Thomas se acercó a la mesa ante la que estaba ella sentada, temblando de angustia, y con acentuado tono de fría severidad dijo:

––Me doy cuenta de que es inútil hablar contigo. Mejor hubiera sido poner fin a esta enojosa conferencia. No debemos tener aguardando por más tiempo a Mr. Crawford. Por lo tanto, sólo añadiré, considerando que es mi deber exponer mi opinión sobre tu conducta, que has defraudado todas mis esperanzas y que demuestras tener un carácter completamente opuesto a lo que yo había imaginado. Pues yo tenía, Fanny, y supongo que mi comportamiento lo habrá demostrado, una muy favorable opinión de ti, desde que regresé a Inglaterra. Te consideraba particularmente libre de terquedades, engreimientos y de toda propensión a ese espíritu de independencia tan preponderante en estos tiempos modernos, hasta entre las jóvenes, y que en las jóvenes resulta más ofensivo y desagradable que cualquier ofensa vulgar. Pero ahora me has demostrado que puedes ser voluntariosa y egoísta, que puedes y quieres decidir por tu cuenta, sin la menor consideración o deferencia hacia aquellos que tienen ciertamente algún derecho a guiarte... sin pedirles siquiera consejo. Te has mostrado muy distinta de lo que yo había imaginado. Las ventajas o desventajas para tu familia... para tus padres, para tus hermanos y hermanas, parece que ni por un momento te has detenido a considerarlas en esta ocasión. Lo mucho que ellos podrían beneficiarse, lo mucho que ellos habrían de alegrarse de semejante colocación, nada significa para ti. Piensas sólo en ti misma; y sólo porque no sientes exactamente por míster Crawford lo que una imaginación joven, exaltada, se figura que es indispensable para ser feliz, decides rechazarlo en el acto, sin pedirte siquiera un poco de tiempo para considerarlo... sin dejar un poco más de margen a la fría reflexión, a un concienzudo examen de tus verdaderas inclinaciones... y, en un inconcebible arrebato de insensatez, estás desechando una oportunidad de casarte con un partido deseable, honroso, digno, como acaso nunca más se te vuelva a ofrecer. Aquí tienes a un hombre joven de buen sentido, con temperamento, carácter, modales y fortuna, que te quiere de sobra y que pretende tu mano del modo más noble y desinteresado; y deja que te diga, Fanny, que acaso vivas otros dieciocho años sin que te pretenda otro hombre con la mitad del patrimonio de Mr. Crawford ni con la décima parte de sus cualidades. Contento le hubiera yo cedido cualquiera de mis propias hijas. María se casó dignamente; pero si Mr. Crawford me hubiera pedido la mano de Julia, se la hubiera concedido con mayor y más profunda satisfacción de la que me ocupo al conceder la de María a Mr. Rushworth –– después de una breve pausa añadió––: Y me hubiera sorprendido muchísimo que alguna de mis hijas, al recibir una proposición de casamiento, en cualquier ocasión, y aun siendo sólo la mitad de deseable que ésta, se hubiera opuesto de un modo inmediato y perentorio, y sin tener la delicadeza de consultar mi opinión o mi criterio, con una rotunda negativa. Me hubiera sorprendido y me hubiera lastimado mucho tal proceder. Lo hubiera considerado una grosera violación del respeto y del deber. A ti no hay que aplicarte la misma regla. Tú no me debes la sumisión de una hija. Pero, Fanny, si en tu corazón puede caber la ingratitud...

Se interrumpió. Fanny sollozaba en aquellos momentos tan amargamente que, a pesar de lo irritado que él estaba, no quiso insistir más sobre aquel punto. Ella sentía que se le destrozaba el corazón con aquella descripción del concepto que merecía a su tío... ¡con aquellas acusaciones, tan duras, tan múltiples, alzándose en tan espantosa progresión! Voluntariosa, obstinada, egoísta... y desagradecida. Todo eso la consideraba su tío. Ella había defraudado sus esperanzas, había destruido el buen concepto en que la tenía... ¿Qué sería de ella?

––Lo siento mucho ––dijo Fanny de un modo inarticulado, entre sollozos––; de veras que lo siento mucho.

––¡Lo sientes! Sí, espero que lo sientas; y seguramente tendrás motivo de lamentar, por mucho tiempo, lo decidido este día.

––Si me fuera posible obrar de otro modo... ––dijo ella, haciendo otro gran esfuerzo––; pero estoy completamente convencida de que nunca podría hacerle feliz, y de que yo misma me sentiría miserable.

Nuevo torrente de lágrimas; pero, a despecho de esta nueva riada, y a despecho de la funesta palabra «miserable» que sirvió para provocarla, sir

Thomas empezó a pensar que acaso tuviera alguna parte en ello cierta tenden-cia conciliatoria, cierto principio de rectificación, y a inferir que sería favorable la súplica personal del joven pretendiente. Sabía que Fanny era extremadamente tímida y nerviosa, y se dijo que no era del todo improbable que su estado de ánimo fuese tal, que un poco de tiempo, un poco de presión, un poco de paciencia..., una juiciosa mezcla de todo ello por parte del galán, pudiera producir los acostumbrados efectos. Si el caballero estuviera dispuesto a perseverar..., con tal que su amor fuera suficiente para llevarle a perseverar... Sir Thomas empezaba a sentirse nuevamente esperanzado. Y después de hacerse estas reflexiones que confortaron su ánimo, dijo, empleando un tono convenientemente grave, pero menos colérico:

––Bueno, bueno criatura, enjuga tu llanto. De nada sirven estas lágrimas; nada pueden arreglar. Ahora, debes acompañarme abajo. Mr.Crawford lleva ya demasiado tiempo esperando. Debes darle tu respuesta personalmente: no puedes esperar que vaya a conformarse con menos; y sólo tú puedes explicarle la razón de esa errónea interpretación de tus sentimientos en que, desgracia-damente para él, ha incurrido. Yo soy totalmente incapaz de ello.

Pero Fanny mostró tal renuencia, tal aflicción ante la idea de acudir a su lado, que sir Thomas, después de considerarlo un poco, juzgó que sería mejor condescender. Sus esperanzas respecto de la proyectada entrevista sufrieron, por tanto, una ligera depresión; pero al mirar a su sobrina y ver el estado de su ánimo y su rostro a consecuencia del llanto vertido, pensó que había tanto a perder como a ganar con una inmediata entrevista. En consecuencia, diciendo algunas palabras desprovistas de especial significación, marchóse él sólo, dejando a su pobre sobrina llorando por lo ocurrido, sumida en un mar de infelicidad.

En el ánimo de Fanny todo era desorden. El pasado, el presente, el futuro, todo se le aparecía terrible. Pero la cólera de su tío era lo que le causaba la pena más honda. ¡Egoísta y desagradecida! ¡Que él la considerase así! Ya siempre seria desgraciada. No tenía a nadie que se pusiera de su parte, que la aconsejara, que hablase por ella. Su único amigo estaba ausente. El hubiese podido aplacar a su padre. Pero todos, quizás todos, la considerarían egoísta y desagradecida. Tendría que soportar el reproche un día y otro; tendría que oírlo, o verlo, o reconocer su existencia en cuanto se relacionase con ella. No pudo menos que sentir cierto resentimiento contra Mr. Crawford; sin embargo, ¡y si la amaba realmente, y era desgraciado también! Todo era un conjunto de desventuras.

Al cabo de un cuarto de hora, aproximadamente, volvió su tío; al verle, Fanny estuvo a punto de desmayarse. Pero le dirigió la palabra apaciblemente, sin severidad, sin reproches, y ella revivió un poco. Además, había también consuelo en sus palabras, tanto como en su tono, pues empezó diciendo:

––Mr. Crawford se ha ido; acaba de dejamos. No es necesario repetir lo que ha ocurrido. No quiero agravar tu sentimiento, refiriéndote lo que ha sentido él. Baste con decir que se ha conducido del modo más noble y caballeroso, y me ha confirmado en la favorabilísima opinión que me merece su entendimiento, corazón y temple. Ante mi exposición de lo que tú estabas sufriendo, inmediatamente, y con la mayor delicadeza, abandonó su pretensión de verte por el momento.

Aquí Fanny, que había alzado la mirada, la bajó de nuevo.

––Desde luego ––prosiguió su tío––, como no podías dejar de suponer, ha pedido hablar contigo a solas, aunque sólo sea por espacio de cinco minutos; una petición muy natural, una aspiración demasiado justa para no satisfacerla. Pero no se ha fijado el momento; acaso mañana o cuando tu espíritu esté lo bastante sosegado. De momento, lo único que debes hacer es tranquilizarte. Reprime ese llanto; sólo contribuye a agotarte. Si, como quiero suponer, deseas hacerme algún caso, no te abandonarás a esas crisis emocionales, sino que procurarás razonar y mostrar una mayor entereza de ánimo. Te aconsejo que salgas; el aire te hará bien. Date un paseo de una hora por los caminos enarenados, entre los matorrales; nadie te estorbará allí, y será lo mejor para tomar el aire y hacer ejercicio. Y, Fanny ––añadió, volviéndose otra vez por un momento––, abajo no haré mención alguna de lo sucedido; ni siquiera se lo contaré a tía Bertram. No es ocasión de divulgar el contratiempo; no digas tú nada tampoco.

Era ésta una orden para ser obedecida con la mayor alegría; era un proceder bondadoso que Fanny agradecía en el alma. ¡Ahorrarle los interminables reproches de tía Norris! La dejó con el corazón inflamado de gratitud. Cualquier cosa podía resultar más soportable que tales reproches. Ni siquiera la perspectiva de entrevistarse con Mr. Crawford podía abrumarla tanto.

Salió enseguida, como le había recomendado su tío, y siguió al pie de la letra su consejo, hasta donde le fue posible: contuvo su llanto y con el mayor celo trató de apaciguar sus ánimos y fortalecer su espíritu. Quería demostrar a sir Thomas que deseaba complacerle y ansiaba reconquistar su favor; pues él le había dado otro poderoso motivo para esforzarse, al ocultar a sus tías la totalidad de aquel asunto. No despertar sospechas a través de su aspecto o porte constituía ahora su objetivo que valía la pena conseguir; y se sintió capaz de casi cualquier cosa que la pusiera a salvo de tía Norris.

Quedó impresionada, profundamente impresionada, cuando, de vuelta de su paseo, lo primero que vio al entrar en su cuarto del Este fue un magnífico fuego ardiendo, llameando en la chimenea. ¡Tenía lumbre! Casi era demasiado. Que le hiciera semejante favor, justamente en aquellos momentos, provocaba en ella una gratitud hasta aflictiva. Se maravilló de que sir Thomas tuviera tiempo de acordarse de aquella menudencia; pero no tardó en enterarse, por la espontánea información de una criada que acudió para atizar el fuego, de que así seria todos los días. Sir Thomas había dado las oportunas órdenes en tal sentido.

––¡Tendría que ser yo una fiera, realmente, para sentir ingratitud! ––exclamó en un soliloquio––. ¡Que el cielo me impida ser ingrata!

No vio más a su tío, ni a tía Norris, hasta que se reunieron para comer. La actitud de su tío con respecto a ella fue lo más parecida posible a lo normal. Estaba segura de que él no pretendía mostrarse nada distinto, y de que era sólo su propia conciencia lo que la llevaba a imaginar que existía alguna diferencia; pero su tía pronto empezó a mostrarse belicosa con ella; y al constatar lo mucho y lo desagradablemente que la simple cuestión de haber salido a pasear sin el permiso de su tía podía apurarse, diose cuenta Fanny de cuán grande era su razón al bendecir la bondad de sir Thomas, que le ahorraba las censuras de aquel mismo espíritu de reproche aplicado a una cuestión de mayor transcendencia.

––De haber sabido que salías, te hubiera encargado que te llegaras hasta mi casa con algunas instrucciones para Nanny ––dijo tía Norris––; pero, al igno-rarlo, y aun representando para mí un gran inconveniente, me he visto obligada a ir a hacerlo yo misma. Apenas disponía de tiempo para ello, y tú pudiste ahorrarme la molestia sólo con que hubieras tenido la amabilidad de hacerme saber que salías. A ti te hubiera dado lo mismo, supongo, pasear por el plantío de arbustos que llegarte a mi casa.

––Recomendé a Fanny los arbustos, por ser el lugar más seco ––terció sir Thomas.

––¡Oh! ––exclamó tía Norris, quedando momentáneamente cortada––; fue una gran amabilidad, Thomas; pero no sabes lo seco que es el camino que lleva a mi casa. Por ese lado, Fanny hubiera dado un paseo igualmente saludable, con la ventaja de hacer algo útil y complacer a su tía. Suya es toda la culpa. Cuando menos, podía decirme que iba a salir. Pero hay algo en Fanny... Ya lo he observado en varias ocasiones: le gusta hacer las cosas a su antojo, no quiere que la guíen, va a pasear por su cuenta, siempre que puede; es evidente que hay en ella cierto espíritu de misterio, de independencia e insensatez, del cual le aconsejaría que se desprendiese.

Sir Thomas pensó que, como reflexión general sobre Fanny, nada podía ser más injusto, a pesar de que él mismo, aquel mismo día, había expresado los mismos conceptos; y procuró cambiar la conversación. Lo procuró repetidas veces antes de conseguirlo, porque tía Norris carecía del discernimiento necesario para notar, ni entonces ni nunca, hasta qué punto sir Thomas consideraba bien a su sobrina, o lo lejos que estaba de desear que se ensalzaran los méritos de sus propias hijas a costa de rebajar los de Fanny. Tía Norris estuvo hablando a Fanny y lamentando su paseo secreto hasta la mitad de la comida.

Calló, sin embargo, al fin; y la velada se presentó con un cariz más apacible para Fanny y una mayor cordialidad de lo que ella hubiera podido esperar después de aquella mañana tan tormentosa; pero, tenía, ante todo, la certeza de haber procedido rectamente, de que no la habían cegado sus propias convicciones... De la pureza de sus intenciones podía responder. Y, en segundo lugar, alimentaba la esperanza de que el disgusto de su tío iba cediendo, y cedería más aún cuando examinara el caso con más ecuanimidad y reconociera, como un hombre bueno debe reconocer, lo calamitoso e imperdonable, lo irremediable y vil que sería casarse sin amor.

Cuando la entrevista que la amenazaba para la mañana siguiente hubiese terminado no podría menos de hacerse la ilusión de que el asunto había concluido por fin; y de que, una vez lejos Mr. Crawford de Mansfield, todo quedaría pronto como si no se hubiera dado el caso. No quería, no podía creer que lo que Mr. Crawford sintiera por ella le atormentase mucho tiempo; su espíritu no era de esa clase. Londres le curaría pronto. En Londres aprendería pronto a maravillarse de sus apasionamiento, y le agradecería a ella su sano juicio, que le salvaba de las malas consecuencias.

Mientras Fanny estaba concibiendo estas esperanzas, a su tío, poco después del té, le reclamaron fuera de la habitación; caso éste demasiado corriente para que ella pudiera sorprenderse, y ni siquiera se acordó más de ello hasta que, a los diez minutos, reapareció el mayordomo y se dirigió directamente hacia ella para decirle:

––Sir Thomas desea hablar con usted, señorita, en su despacho.

Entonces se le ocurrió de qué podía tratarse; por su mente cruzó una sospecha que se llevó el color de sus mejillas. Pero se puso en pie inmedia-tamente, dispuesta a obedecer, cuando tía Norris la llamó:

––¡Aguarda, aguarda, Fanny! ¿Qué te ocurre? ¿Adónde vas? No te precipites así. Puedes estar segura que no es a ti a quien llaman; es a mí, no lo dudes –– mirando al mayordomo––; lo que pasa es que tienes mucho afán de colocarte delante de todo el mundo. ¿Para qué iba a necesitarte sir Thomas? Es a mí, Baddeley, a quien se refiere usted; voy al momento. El recado era para mí, Baddeley, estoy segura; sir Thomas me llama a mí, no a miss Price.

Pero Baddeley se mantuvo firme.

––No, señora, es a miss Price; estoy seguro de que es a miss Price.

Y acompañó a sus palabras de una media sonrisa que quería decir: «No creo que usted sirviera para el caso, en absoluto».

Tía Norris, muy contrariada, tuvo que calmarse antes de poder reanudar la labor; y Fanny, agitada por la certeza de lo que la esperaba, salió para encontrarse un minuto después, como había supuesto, a solas con Mr. Craw-ford.

CAPÍTULO XXXIII

La entrevista no fue tan corta ni tan decisiva como había previsto. El galán no se conformó tan fácilmente. Estaba dispuesto a perseverar, tanto como pudiera desearlo sir Thomas. Tenía una vanidad que le llevaba decididamente, en primer lugar, a creer que ella le amaba, aunque tal vez sin saberlo; y después, al verse finalmente obligado a reconocer que ella sabía cuáles eran sus propios sentimientos, a estar convencido de que con el tiempo podría lograr que esos sentimientos llegaran a ser lo que él quería.

Estaba enamorado, muy enamorado; y era el suyo un amor que, al actuar sobre un espíritu vivo, vehemente, más ardiente que delicado, hacía que el cariño de Fanny le pareciese más importante por serle negado, y le llevó a la decisión de conseguir el triunfo, tanto como la felicidad, al obligarla a que le amase.

No desesperaría, no iba a desistir. Tenía bien fundados motivos para una firme constancia; la sabía poseedora de todas las virtudes que pudieran justificar la más ardiente esperanza de hallar a su lado una perdurable felicidad; su misma conducta de aquella ocasión, al poner de manifiesto el desinterés y delicadeza de su carácter (cualidades que él consideraba muy raras, desde luego), contribuía a avivar sus deseos y a confirmarle en su decisión. No sabía que atacaba a un corazón ya comprometido. De eso, no tenía la menor sospecha. Más bien la consideraba una muchacha que no había nunca detenido lo bastante su pensamiento en esas cosas para estar en peligro; que de ello la había protegido su juventud..., una juventud espiritual tan encantadora como la de su cuerpo; a quien la modestia había impedido entender el sentido de las atenciones que él le prodigara, y que estaba todavía aturdida por lo repentino de unos requerimientos tan absolutamente inesperados, así como por la novedad de una situación que su fantasía nunca había llegado a soñar.

¿No se desprendía de ello, lógicamente, que cuando fuese comprendido habría de triunfar? Él lo creía a pies juntillas. Un amor como el suyo, en un hombre como él, podía contar con que, perseverando, se vería correspondido, y a no muy largo plazo; y le entusiasmaba hasta tal punto la idea de obligarla a quererle en muy poco tiempo, que apenas se dolía de que no le quisiera ya. Tener que vencer una pequeña dificultad no era un mal para Henry Crawford; era algo que más bien le espoleaba. Ya había comprobado su actitud para ganar corazones con excesiva facilidad. Ahora se hallaba ante una situación nueva y excitante.

Para Fanny, sin embargo, que demasiadas contrariedades había conocido durante su vida para ver en ello el menor encanto, todo eso era ininteligible. Le veía empeñado en perseverar. Pero cómo podía ser capaz, después de haberla oído expresarse en el lenguaje que ella se consideró obligada a emplear, no alcanzaba a comprenderlo. Le dijo que no le amaba, que no podía amarle, que estaba segura de que no le amaría jamás; que semejante cambio en sus sentimientos era totalmente imposible; que era una cuestión muy dolorosa para ella; que había de rogarle que nunca volviese a mencionarla, que la dejara marchar sin retenerla más y considerase el asunto terminado para siempre. Y como él siguiera presionando, añadió que, en su opinión, tenían unos gustos tan opuestos, que hacían incompatible un mutuo afecto; y que no podían ser el uno para el otro debido al carácter, formación y hábitos respectivos. Todo esto le había dicho, con la buena fe de la sinceridad; pero no bastó, pues acto seguido negó él que hubiera la menor incompatibilidad de caracteres, ni nada en sus gustos que les impidiera congeniar, y declaró categóricamente que seguiría amándola y no abandonaría la esperanza.

Fanny conocía bien su propio sentir, pero no podía juzgar el efecto que producía su modo de expresarlo; su modo era irremediablemente suave, y no se daba cuenta de hasta qué punto dejaba oculta la firmeza de su propósito. Su apocamiento, gratitud y dulzura hacían que toda expresión de indiferencia pareciese casi un sacrificio de abnegación... Parecía, al menos, que le diera a ella misma tanta pena como a él. Mr. Crawford ya no era el Mr. Crawford que, como admirador clandestino, insidioso, traidor de María Bertram, se había ganado su aborrecimiento; aquél cuya sola presencia se le había hecho insoportable; en quien ella no podía creer que existiese una sola cualidad buena, y cuyos poderes, incluso el de resultar agradable, ella apenas había reconocido. Ahora era el Mr. Crawford que se le dirigía con ardiente, desinteresado amor; cuyos sentimientos se habían convertido, al parecer, en cuanto pueda haber de noble y recto; cuyos proyectos de felicidad se cifraban todos en un casamiento por amor; que estaba expresando lo mucho que apreciaba las virtudes que la adornaban y describía su afecto una y otra vez, demostrando, hasta dónde puede demostrarse con palabras y, además, con el lenguaje, el tono y el espíritu de un hombre de talento, que la quería por su dulzura y su bondad; y, para que nada faltara... ¡era ahora el Mr. Crawford que había conseguido el ascenso de William!

Existía un cambio, y existían unos favores que forzosamente habían de producir algún efecto. Ella hubiera podido desdeñarle con toda la dignidad de la virtud ofendida en los terrenos de Sotherton o en el teatro de Mansfield Park; pero ahora se le acercaba con unos derechos que reclamaban un tratamiento distinto. Tenía que mostrarse cortés y compasiva. Debía considerarse honrada, y lo mismo pensando en ella que en su hermano, tenía que sentir una profunda gratitud. Efecto de todo ello fue un modo de expresarse tan doliente y turbado, con unas palabras entremezcladas con su negativa tan expresivas de gratitud y pesar, que, para un temperamento fatuo y creído como el de Crawford, la autenticidad o al menos el grado de su indiferencia podía muy bien ser discutible; de modo que no estuvo él tan falto de lógica como Fanny le consideró, en sus manifestaciones de que estaba dispuesto a perseverar sin desmayo, en vez de mostrarse desengañado, y que pusieron término a la entrevista.

Sólo de mala gana se resignó Henry a separarse de ella; pero al despedirse no había en su aspecto el menor síntoma de desesperación que desmintiera sus palabras, o que diera esperanzas a Fanny de que sería más razonable de lo que se mostraba.

Ella quedó enojada. No pudo evitar cierto resentimiento ante aquella perseverancia tan egoísta y poco generosa. Ahí estaba de nuevo aquella falta de delicadeza y consideración que anteriormente la había impresionado y ofendido. Ahí estaba de nuevo algo de aquel mismo Mr. Crawford que había repudiado. ¡Cómo se evidenciaba una grosera falta de sensibilidad y humanitarismo cuando quería satisfacer sus deseos! Y, ¡ah, cómo se notaba que nunca existieron unos principios para suplir, como deber, lo que le faltaba de corazón! Aunque ella tuviera el suyo tan desocupado... como acaso debiera tenerlo, nunca hubiese podido Henry conquistarlo.

Así pensaba Fanny con absoluta sinceridad y serena tristeza en el curso de sus meditaciones, sentada ante aquella condescendencia y aquel lujo excesivos de tener fuego en su cuarto del este, considerando el pasado y el presente, preguntándose qué iba a ocurrir ahora, en un estado de nerviosa agitación que le impedía ver nada claro, excepto la imposibilidad de poder llegar nunca, en ningún caso, a querer a Crawford, y la felicidad de tener el calor de un fuego ante el que poder sentarse y meditar.

Sir Thomas se vio obligado, o se obligó a sí mismo, a aguardar hasta la mañana para saber lo ocurrido entre los jóvenes. Entonces vio a Crawford, que le dio su referencia. La primera sensación fue de desencanto; había esperado algo mejor; había creído que una hora de súplicas por parte de un joven como Henry Crawford tenía que producir un cambio mayor en una muchacha de carácter tan dócil como Fanny Price; pero halló inmediato consuelo en los decididos propósitos y ansias de perseverar del enamorado; y viendo tan confiado en el éxito al primer interesado, no tardó sir Thomas en confiar también.

Por su parte no omitió cortesía, cumplimiento o amabilidad que pudiera ayudar al proyecto. Honró la firmeza de Mr. Crawford, ensalzó a Fanny y puso de manifiesto que aquellas relaciones seguían siendo lo más deseable del mundo. En Mansfield Park, Mr. Crawford sería siempre bien recibido; no tenía más que consultar su propio juicio y sus sentimientos en cuanto a la frecuencia de las visitas, lo mismo ahora que para el futuro. En todos los familiares y amigos de su sobrina sólo podía caber una opinión, un deseo, con referencia al caso; la influencia de todos los que la querían había de inclinarla en aquel sentido.

Dijo cuanto podía dar aliento, Henry lo acogió con agradecida satisfacción y los dos caballeros se separaron como los mejores amigos.

Satisfecho de que la causa siguiera ahora un curso tan propio y prometedor, sir Thomas resolvió abstenerse de importunar más a su sobrina y de mostrar una clara ingerencia. Consideró que la benevolencia seria el mejor camino para influir en su ánimo. Las súplicas procederían de un solo sector. La abstención de la familia en un punto respecto del cual ella no podía dudar de los deseos que todos habían de sentir, sería el medio más seguro de conseguir algún progreso. De acuerdo con este principio, sir Thomas aprovechó la primera ocasión para decir a Fanny con indulgente gravedad, a propósito para dominarla:

––Bueno, Fanny, he visto nuevamente a Mr. Crawford, y por él he sabido exactamente cómo están las cosas entre vosotros. Es el joven más extraordina-rio, y cualquiera que sea el resultado, debes darte cuenta de que has creado un afecto de carácter nada corriente; aunque, por ser tú tan joven y tener poco conocimiento de la pasajera, variable, inconstante naturaleza del amor, como generalmente se da, no puede sorprenderte, como a mí, cuanto hay de maravilloso en una perseverancia semejante contra el descorazonamiento. En su caso, todo es cuestión de sentimiento; él no pretende que se le reconozca ningún mérito por ello; acaso no tenga derecho a ninguno. No obstante, por haber elegido tan bien, su constancia tiene un carácter muy encomiable. De no haber sido tan intachable su elección, yo hubiera condenado su perseverancia.

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9782380374124
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