Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 809

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Y ahora, ¿con quién se casó Elisa? Porque si Higgins era un solterón predestinado, ella seguramente no era una solterona predestinada. Pues esto puede contarse en pocas palabras a los que no lo han adivinado por las indicaciones que ella misma les ha dado. Casi inmediatamente después que Elisa airadamente declara su firme decisión de no casarse con Higgins, revela el hecho de que el joven míster Frederick Eynsford Hill le escribe diariamente declarándole su amor vehemente. El caso es que Freddy es joven; tiene veinte años menos que Higgins. Es un caballero, un "pollo bien", como diría Elisa, y se expresa como tal. Va muy bien vestido, es tratado por el coronel como un igual, la quiere sinceramente y no es el superior de ella ni trata de dominarla, ni mucho menos, en razón de las ventajas de su posición social. Elisa no está nada influida por la necia tradición romántica, según la cual todas las mujeres gustan de ser dominadas, cuando no maltratadas de palabra y de obra. "Cuando vayas a ver a una mujer, llévate tu látigo", dice Nietzsche. Los déspotas inteligentes nunca han limitado esa precaución a las mujeres: se han llevado su látigo cuando tenían que tratar con hombres y han sido servilmente idealizados por los hombres, mucho más que por las mujeres. Claro está que hay mujeres serviles, como hay hombres serviles; y las mujeres, en general, lo mismo que los hombres, admiran a los que son más fuertes que ellas. Pero admirar a una persona fuerte y vivir enteramente oprimida por ella, son dos cosas diferentes.

Los débiles tal vez no quieran ser admirados ni considerados como héroes; pero no por eso dejan de ser amados y mimados, y nunca tienen la más pequeña dificultad para casarse con personas que valen más que ellos. Tendrán sus fracasos a veces, pero la vida no es una cadena ininterrumpida de fracasos: es, las más de las veces, un nudo de situaciones para las que no hacen falta capacidades excepcionales, y que cualquier persona débil puede superar si otra más fuerte le presta ayuda. Por consiguiente, es una verdad a todas luces evidente el que las personas fuertes, hombres o mujeres, no solamente no se casan con otras personas fuertes, sino que ni siquiera traban amistad con ellas.

Cuando un león se encuentra a otro y éste lanza un rugido fuerte, el rugido le hace poca gracia. El hombre o la mujer que se siente bastante fuerte para dos, busca en su pareja cualquier calidad que no sea precisamente la fuerza. Lo contrario también es verdad. Las personas débiles gustan casarse con personas fuertes que no las asusten demasiado, y esto muchas veces las lleva a cometer la falta que definimos metafóricamente como "tomar en la boca más de lo que se puede masticar". Piden demasiado por lo que se puede pagar; cuando el trato resulta insufriblemente irrazonable, la unión se hace imposible: acaba con la parte débil, o es abandonada, o es soportada como una cruz, lo que es aún peor. Las personas que no solamente son débiles, sino también tontas u obtusas, se encuentran muchas veces en estas dificultades. Siendo éste el estado de las cosas humanas, ¿qué va a hacer buenamente Elisa, colocada entre Freddy e Higgins? ¿Querrá pasarse la vida buscando las zapatillas a Higgins, o preferirá que Freddy le busque a ella las suyas? La contestación no es dudosa. A menos que Freddy le sea biológicamente repulsivo e Higgins biológicamente atractivo, hasta el punto de subvertir los demás instintos, ella, si es que se casa, se casará con Freddy. Y es precisamente lo que hizo Elisa. Tuvieron complicaciones, pero fueron económicas, no románticas. Freddy no tenía dinero ni empleo. La pequeña fortuna de su madre, la última reliquia de la opulencia de Lagerlady Park, le había permitido seguir viviendo en Earlscourt con cierto aire de distinción, pero no procurar una instrucción superior secundaria seria a sus hijos, y mucho menos permitir al muchacho estudiar una carrera. Una colocación de escribiente a treinta chelines por semana estaba por debajo de la dignidad de Freddy, y era además muy poco de su gusto. Sus esperanzas eran que, conservando las apariencias, alguien haría algo por él. Ese algo se dibujaba vagamente en su imaginación, como una secretaría particular u otra sinecura por el estilo. Para su madre era tal vez su casamiento con alguna señora de posición que no había podido resistir la apostura de su hijo. Imaginad el efecto que le produjo la boda de Freddy con una florista que estaba déclassée en extraordinarias circunstancias, que todo el mundo conocía. Claro está que la situación de Elisa no era del todo despreciable.

Su padre, aunque había sido barrendero, había heredado una fortuna considerable y se había hecho sumamente popular en la sociedad más distinguida, por un talento social que poseía y que triunfaba sobre todo prejuicio y toda desventaja. Rechazado por la clase media, a la que odiaba, había ascendido de golpe y porrazo hasta los círculos más altos por su gracia y su cinismo de barrendero y su nietzscheana posición de más allá del bien y del mal. En las comidas íntimas de los palacios ducales se sentaba a la derecha de la duquesa, y en las quintas aristocráticas fumaba en el cuarto de los criados, y el mozo de comedor le trataba con mucha consideración cuando no comía en el comedor de los señores, donde le consultaban hasta ministros de la corona.

Pero todo eso le parecía tan difícil de hacer a razón de cuatro mil libras al año, como a la señora Eynsford Hill vivir en Earlscourt a razón de unos ingresos tan míseros que no tengo el valor de revelar su cifra exacta. Se negó en absoluto añadir a su carga lo más insignificante, contribuyendo a la manutención de Elisa. Así, pues, Freddy y Elisa, ahora los señores de Eynsford Hill, hubiesen pasado la luna de miel sin un penique, de no haber sido por un regalo de boda de quinientas libras hecho a Elisa por el coronel. Esa suma duró mucho tiempo, porque Freddy no entendía de gastar dinero, por no haberlo tenido nunca, y Elisa, socialmente educada por un par de solterones, llevaba los trajes mientras duraban y tenían buena apariencia, sin preocuparse de si ya habían dejado de estar de moda.

A pesar de todo, quinientas libras no son eternas, y llegó un momento en que vieron que tenían que hacer algo por sí mismos. Elisa sabía que podría haber ido a vivir en Wimpole Street, puesto que aquella casa había llegado a ser su hogar; pero bien sentía que no podía ir allí con Freddy, ya que esto era imposible para el bien parecer. Y no es que se hubiesen opuesto los solterones. Cuando ella los consultó, Higgins dijo que no había que molestarle con cuestiones domésticas, cuando la solución era tan sencilla. El deseo de Elisa de tener a su lado a Freddy no tenía para Higgins más importancia que si hubiese pedido cualquier mueble suplementario para su cuarto. No se le ocurría ni en sueños que había de tener en cuenta la posición delicada de Freddy, y que éste tenía la obligación moral de ganarse la vida. Negó que Freddy contase para algo en el mundo, y dijo que si intentara hacer algo útil, alguna persona competente tendría que tomarse la molestia de deshacerla, de modo que saldría perjudicada la sociedad y desgraciado el mismo Freddy, que, por lo visto, estaba destinado por la Naturaleza a un trabajo fácil, como el de divertir a Elisa; lo cual, según declaró Higgins, era una ocupación mucho más útil y honrosa que un empleo cualquiera en la City.

Cuando volvió Elisa a mencionar su proyecto de enseñar la fonética, Higgins expresó su oposición con la misma violencia que cuando oyó hablar de ello la primera vez. Dijo que ni en diez años sería ella capaz de meterse en tales honduras; y como era evidente que el coronel estaba conforme con él, ella vio que no podía en este particular luchar contra los dos, y que, además, no tenía derecho a explotar, sin el consentimiento de Higgins, los conocimientos que él le había dado, pues su saber tanto le parecía ser de su propiedad particular como su reloj de bolsillo. Elisa no era comunista. Luego, les era supersticiosamente afecta a ambos, más entera y francamente después de su casamiento que antes.

Fue el coronel el que finalmente resolvió el problema después de mucho reflexionar. Un día le preguntó a Elisa, con cierta timidez, si había renunciado completamente a su idea de poner una tienda de flores. Ella contestó que había pensado en ello, pero luego se lo había quitado de la cabeza, porque el coronel, aquel día, en casa de mistress Higgins, había dicho que nunca daría resultado.

El coronel confesó que cuando tal dijo estaba todavía bajo la impresión aplastante del día anterior. Por la noche hablaron del asunto a Higgins. Lo único que dijo fue una cosa que a poco enfadó seriamente a Elisa; que Freddy sería un botones ideal para hacer los recados de la tienda. Luego hablaron de ello al mismo Freddy. Éste dijo que también él había pensado en una tienda, en vista de los pocos recursos de que disponían, una tiendecita en la que Elisa por un lado podría vender tabaco, y él, por el otro, periódicos. Pero confesó que sería extraordinariamente bonito ir todos los días temprano con Elisa a Covent Garden y vender flores en el sitio donde se habían encontrado la primera vez: un sentimiento que le valió muchos besos de su mujer. Añadió que siempre le había asustado el proponer cualquier cosa por el estilo, porque Clara armaría un escándalo de mil demonios ante un paso que perjudicaría sus probabilidades matrimoniales, y a su madre tampoco le había de gustar por considerarlo un descenso en la escala social.

La dificultad desapareció a consecuencia de un acontecimiento nada esperado por la madre de Freddy. Clara, en el curso de sus incursiones a los círculos artísticos, que eran los más altos a su alcance, descubrió que su conversación era una especie de reflejo de las ideas expuestas en las novelas de míster H. G. Wells. Como esto le proporcionó cierto éxito, pidió prestadas dichas novelas a todos sus conocidos, y se las tragó todas en un espacio de dos meses. El resultado fue una de esas conversaciones como no son raras hoy día. Un moderno relato de los Actos de los Apóstoles llenaría cincuenta biblias compuestas si alguien fuese capaz de escribirlo. La pobre Clara, que se presentó a los ojos de Higgins y su madre como una persona desagradable y ridícula, y a los de su propia madre como un en cierto modo inexplicable fracaso social, no se había visto nunca bajo luz alguna, porque, hasta cierto grado ridiculizada y parodiada en West Kensington, como lo es allí todo bicho viviente, era aceptada como una especie de ser humano racional y normal..., hasta inevitable. Cuando más, la llamaban ambiciosa, sin darse cuenta de que ella misma no sabía lo que quería. En el fondo era una desgraciada. Su desesperación iba creciendo con el transcurso del tiempo. Su único título, el hecho de que su madre era lo que los tenderos de Epson llamaban una señora de carruaje, no tenía valor mercantil, por lo visto, y le impidió ir a un colegio, pues el único colegio que podría haber frecuentado era uno en que se hubiese educado con las hijas de los verduleros de Earlscourt.

Buscó la sociedad de la clase a que pertenecía su madre, y esta sociedad sencillamente la rechazó porque ella era mucho más pobre que una verdulera, y, lejos de poder tener una doncella, no podía tener siquiera una criada para todo, y tenía que arreglárselas con una asistenta de pocas horas diarias. En tales circunstancias era difícil que tuviera algo de los aires de Largelady Park. Y, sin embargo, su tradición le hacía mirar un casamiento con cualquier joven de posición modesta como una humillación insoportable. Los hombres pertenecientes al comercio o a una carrera profesional modesta, le eran odiosos. Corría detrás de pintores y novelistas; pero a éstos no les encantaba, y su manía de emplear términos artísticos y literarios y ejercer la crítica los irritaba.

En resumidas cuentas: era una completa fracasada, ignorante, incompetente, pretenciosa, cursi y sin un cuarto; y aunque no admitía tales descalificaciones (porque nadie se quiere confesar a sí mismo tan desagradables verdades), sentía sus efectos con demasiada frecuencia para estar satisfecha de su posición. Hubo quien abrió los ojos a Clara de un modo sorprendente, y fue una muchacha que despertó su entusiasmo y admiración y suscitó en ella un vehemente deseo de tomarla por modelo y ganarse su amistad. Cuál no fue su sorpresa cuando descubrió que esa joven tan superior venía del arroyo, desde el que había sabido elevarse a su actual altura en un espacio de pocos meses. Le chocó tan violentamente, que cuando míster H. G. Wells la levantó sobre la punta de su potente pluma y la colocó en el ángulo visual desde el cual la vida que estaba llevando y la sociedad a la que se pegaba aparecían en su verdadera relación con las necesidades humanas y la verdadera estructura social, efectuó una conversión y una convicción de pecado comparables a las hazañas más sensacionales del general Booth o de Gipsy Smith.

El snobismo de Clara se hizo añicos. La vida, de repente, empezó a circular en ella. Sin saber cómo ni por qué, empezó a hacerse amigos y enemigos. Algunos de los conocidos, para los que había sido una pelmaza ridícula o indiferente, rompieron sus relaciones con ella; otros, en cambio, se hicieron más cariñosos. Con gran extrañeza suya fue viendo que algunas personas "muy simpáticas" eran asiduos lectores de Wells, y que en la admiración de esas ideas estribaba el secreto de sus simpatías. Otras personas a las que había creído profundamente religiosas y con las que nunca había logrado tener relaciones amistosas, fingiéndose religiosa, se le hicieron de repente muy amigas y revelaron una hostilidad a la religión convencional como nunca la hubiese creído posible, excepto en caracteres completamente desesperados. Le hicieron leer a Galsworthy, y Galsworthy le explicó la vanidad de Largelady Park y acabó de convencerla. La exasperó el pensar que la mazmorra en la que había gemido tantos años había estado sin cerrar durante todo el tiempo; que los impulsos con los que había luchado con tanto cuidado y que había reprimido con el solo fin de quedar bien con la sociedad, eran precisamente aquellos por los cuales únicamente había logrado ponerse en contacto sincero con el resto de la Humanidad.

En el entusiasmo de estos descubrimientos y en el tumulto de su reacción hizo el ridículo con tanta evidencia, como cuando en el salón de la señora Higgins excitaron su admiración los desplantes de Elisa. Porque la recién nacida wellsiana hubo de adquirir nuevos modales y expresiones casi tan ridículamente como un niño que empieza a andar y a hablar. Pero nadie odia a un niño por sus torpezas naturales; se perdonan y hasta hacen gracia. Clara no perdió amistades por sus tonterías. Se rieron de ella en su cara, y tuvo que defenderse y que luchar lo mejor que pudo.

Cuando Freddy fue a Earlscourt (lo que nunca hacía cuando podía evitarlo) para hacer la desolada comunicación de que Elisa y él estaban pensando deshonrar el escudo de Largelady por abrir una tienda, encontró el exiguo hogar totalmente revuelto por una anterior comunicación de Clara, de que también ella se había colocado en una tienda de muebles antiguos situada en Dover Street, que había abierto una amiga wellsiana. Este empleo Clara lo debía, después de todo, a sus antiguas aficiones a rozarse con gente literaria. Se había empeñado en conocer personalmente a míster Wells, y la suerte quiso que en una garden-party tuviera ocasión de acercarse a él. Quedó encantada de su entrevista con él. La edad no le había desecado, y su conversación, que duró media hora, era de las más variadas y agradables. Su modo de expresarse, conciso y elegante; sus manos finas, sus pies pequeños, sus dichos agudos y sugestivos; su accesibilidad, su cortesía sin rastro de afectación, derramaban sobre su personalidad un encanto irresistible. Clara no habló de otra cosa durante largas semanas después. Y como por casualidad habló de ello con la dueña de la tienda de antigüedades antes aludida, y esa señora también deseaba más que nada conocer a míster Wells y venderle cachivaches bonitos, le ofreció a Clara un empleo de vendedora con el fin de lograr su deseo por intermedio de ella.

Y así sucedió que la suerte de Elisa se consolidó, y la esperada oposición a su proyecto se desvaneció. La tienda de flores está en los soportales de una estación de ferrocarril, no muy lejos del Victoria and Albert Museum, y si vivís por aquellos alrededores, tal vez algún día entréis allí y compréis de manos de Elisa una flor para el ojal. Ahora aquí se ofrece una última oportunidad para una novela: ¿No os gustaría saber que la tienda de flores fue un éxito inmenso, gracias a los encantos de Elisa y a su experiencia adquirida anteriormente en Covent Garden? Desgraciadamente, la verdad es la verdad. La tienda dio resultados económicos deplorables, sencillamente porque Elisa y su Freddy no entendían el negocio.

Es verdad que Elisa no tuvo que empezar desde el principio; conocía los nombres y los precios de las flores baratas, y se puso indeciblemente orgullosa al encontrarse con que Freddy, con su miaja de instrucción secundaria, sabía un poco de latín. Era muy poco, pero suficiente para hacerle aparecer a los ojos de ella como un Porsón o un Bentley, y facilitarle el conocimiento de la nomenclatura botánica. Desgraciadamente, no sabía más, y Elisa, a pesar de saber contar el dinero hasta dieciocho chelines, poco más o menos, y haber adquirido cierta familiaridad con el lenguaje de Milton, por lo que había trabajado con objeto de hacerle a Higgins ganar su apuesta, no era capaz de escribir una factura sin desacreditar el establecimiento.

La erudición de Freddy, que le permitía decir de carretilla en latín que Balbus construyó un muro y que Galia estaba dividida en tres partes, no le servía para nada en cuanto a la contabilidad. El coronel Pickering tuvo que explicarle lo que era un talonario de cheques y una cuenta corriente. Y a la pareja no había medio de enseñarle otras cosas. Ni uno ni otro comprendían que podrían haber ahorrado dinero tomando un contable con algún conocimiento de los negocios.

¿Cómo era posible ahorrar haciendo un gasto extraordinario, cuando sin hacerlo no podían salir de apuros? Pero el coronel, que no cesaba de ayudarlos con subvenciones, por fin se empeñó en que tomasen el contable; y Elisa, humillada hasta lo indecible por tener que acudir tantas veces a la generosidad del coronel, y excitada por las carcajadas de Higgins al pensar que Freddy no podía tener éxito en cosa alguna, se dio por fin cuenta de que el comercio, lo mismo que la fonética, tiene que aprenderse metódicamente. Permitidme que no insista en el lamentable espectáculo de la pareja pasándose las primeras horas de la noche en escuelas de taquigrafía y clases politécnicas, aprendiendo teneduría de libros y mecanografía con personas mucho más jóvenes que ellos y hasta con chiquillos de uno y otro sexo. Fueron también a la Escuela de Economía de Londres y se dirigieron humildemente al director de ella solicitando cursos especiales para aprender el negocio de la venta de flores.

Como aquel señor era un humorista, les explicó el método del famoso ensayo sobre la metafísica china, del que cuenta Dickens haber sido escrito por un caballero que primero leyó un artículo sobre China y luego otro sobre metafísica y combinó la información. Les propuso que combinaran los cursos de su escuela con los paseos por los jardines de Kew. Elisa, a la que el procedimiento del caballero ensayista pareció perfectamente correcto (como en realidad fue) y nada raro (la pobre era tan ignorante), aceptó el consejo con entera seriedad. Pero el esfuerzo que le costó la mayor humillación fue una petición a Higgins, cuya afición principal, después de los versos de Milton, era la caligrafía, y que tenía una hermosísima letra italiana, para que él le enseñara a escribir. Declaró que ella era congénitamente incapaz de formar una sola letra digna de la más ínfima de las palabras de Milton; pero ella insistió; y al punto se lanzó a la tarea de enseñarle con una combinación de impetuosa intensidad, comprimida paciencia y ocasionales arranques de interesante disquisición sobre la hermosura y nobleza, la augusta misión y finalidad de la escritura manual. Elisa terminó teniendo una letra absolutamente nada comercial, que era una positiva prolongación de su hermosura personal, y gastando tres veces más de lo necesario en material de escritorio, porque ciertas calidades y tamaños de papel se le habían hecho indispensables. No podía siquiera escribir un sobre del modo usual, porque no le cabían en él las señas dado el tamaño de su letra.

Sus estudios comerciales fueron para la joven pareja una época de desgracia y desesperación. Les parecía que no aprendían nada de la venta de flores. Finalmente, dejaron dichos estudios por inútiles y renunciaron para siempre a la taquigrafía, la mecanografía y demás materias de la Escuela de Artes y Oficios. El caso es que el negocio, de un modo algo misterioso, empezó a marchar por sí solo. Se habían olvidado de su anterior aversión y emplearon servicios ajenos. Concluyeron por convencerse de que tenían un talento notable para el comercio.

El coronel, que durante algunos años les había tenido una cuenta corriente abierta en su Banco para cubrir el déficit, se encontró un día con que la precaución era innecesaria, pues la joven pareja iba prosperando. Bien es verdad que tenían ciertas ventajas de que no disfrutaban sus competidores. Sus week-ends en el campo no les costaban nada y les ahorraban las comidas del domingo, pues las excursiones se hacían en el automóvil del coronel, y éste e Higgins pagaban las cuentas de los hoteles. Míster F. Hill, florista y verdulero (pronto descubrieron que se ganaba dinero vendiendo espárragos y otras verduras), era en el mercado y en la tienda el industrial clásico, pero en la vida particular y los días de asueto volvía a ser el señor Eynsford Hill. Todos, entonces, le tomaban por un aristócrata, pues nadie, fuera de Elisa, sabía que su verdadero nombre era sencillamente Federico Challoner. Elisa misma parecía haberlo olvidado. Eso es todo. Así termina la historia. Es extraño lo mucho que Elisa trata de intervenir en casa de los solterones de Wimpole Street, a pesar de lo que la ocupan su tienda y su propia casa. Y es de ver, aunque nunca regaña con su marido y sinceramente quiere al coronel como si ella fuera su hija favorita, cómo no puede perder la costumbre, adquirida aquella noche fatal en que le hizo ganar su apuesta, de reñir acaloradamente con Higgins. Cualquier pretexto le sirve para armar una gresca contra éste. Éste ya no se atreve a hacerla rabiar, rebajando a Freddy y echando en cara su inutilidad. Chilla y patea y dice palabras gruesas; pero ella se las tiene tiesas, hasta el punto de que a veces el coronel tiene que rogarle ser menos brusca con Higgins, y ésas son las únicas veces en que ella le pone ceño al coronel. Nada, excepto algún acontecimiento o alguna desgracia bastante grande para hacer desaparecer todos los quereres y todas las antipatías—y Dios quiera que nunca haya semejante cosa—, podrá cambiar esto.

Ella sabe que Higgins no la necesita, lo mismo que no la necesita su padre. La brutal franqueza con la que le dijo aquel día que se había acostumbrado a tenerla cerca y dispuesta para toda clase de pequeños servicios y que la echaría de menos si se marchara (ni a Freddy ni al coronel se les hubiera jamás ocurrido decir cosas por el estilo), la convence cada vez más de que ella no tiene más importancia para él que un par de zapatillas. Con todo, ella se da cuenta de que su indiferencia tiene un fondo más prócer que la ofuscación de las almas ordinarias. Se interesa inmensamente por él. Hasta tiene ciertos momentos perversos en los que desea poder estar a solas con él en una isla desierta, lejos de todas las conveniencias sociales y con nadie más en el mundo a quien considerar, para verle bajar de su pedestal y hacerle el amor como cualquier otro hombre.

Todos tenemos secretas imaginaciones de esta clase. Pero cuando Elisa vuelve a la realidad y huyen los ensueños y fantasías, ama a Freddy y quiere al coronel; no quiere a Higgins ni a míster Doolitle. Galatea nunca quiere de veras a Pigmalión; las relaciones que existen entre ellos son de esencia demasiado supraterrestre para ser en su conjunto agradables.

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