Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 782

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A medida que pasaban los días, su completa falta de cuidado y de consideraciones para conmigo acrecentó tanto nuestro malestar y peligro que, a pesar de no agradarme el método, tuve que apelar a las amenazas y, al fin, a los golpes. Esto le hizo recobrar la cordura por un tiempo. Pero era una de esas personas débiles y llenas de estulcia furtiva, que no hacen frente ni a Dios ni al hombre y ni siquiera a sí mismos, carentes de orgullo, timoratas y con almas anémicas y odiosas.

Me resulta desagradable recordar y escribir estas cosas; pero las menciono a fin de que no falte nada a mi relato. Los que han escapado a los momentos malos de la vida no vacilarán en condenar mi brutalidad y mi estallido de cólera de nuestra tragedia final, pues conocen tan bien como yo la diferencia entre el bien y el mal, mas no saben hasta qué límites puede llegar una persona torturada. Pero aquellos que han sufrido y han llegado hasta las cosas elementales serán más comprensivos conmigo.

Y mientras que adentro librábamos nuestras luchas en silencio, nos arrebatábamos la comida y la bebida y cambiábamos golpes, en el exterior se sucedía la maravilla extraordinaria, la rutina desconocida para nosotros de los marcianos del pozo. Pero volvamos a aquellas primeras impresiones mías.

Después de largo rato volví a la ranura para descubrir que los recién llegados habían recibido el refuerzo de los ocupantes de tres máquinas guerreras. Estos últimos habían llevado consigo nuevos aparatos, que se hallaban alineados en orden alrededor del cilindro. La segunda máquina de trabajo estaba ya completa y se ocupaba en servir a uno de los nuevos aparatos. Era éste un cuerpo parecido a un recipiente de leche en sus formas generales, y sobre el mismo oscilaba un receptáculo en forma de pera, del cual fluía una corriente de polvo blanco que iba a caer a un hoyo circular de más abajo.

El movimiento oscilatorio era impartido al aparato por la máquina de trabajo. Con dos manos espatuladas, la máquina de trabajo extraía masas de arcilla y las arrojaba al interior del receptáculo superior, mientras que con su otro brazo abría periódicamente una portezuela y sacaba de la parte media de la máquina la escoria ennegrecida. Otro tentáculo metálico dirigía el polvo del hoyo circular a lo largo de un canal en dirección a un receptáculo que estaba oculto a mi vista por un montón de polvo azulino. De ese receptáculo invisible se levantaba hacia el cielo una delgada columna de humo verdoso.

Mientras me hallaba mirando, la máquina de trabajo extendió, a manera de un telescopio y con un sonido musical, un tentáculo, que un momento antes era sólo una especie de muñón. El tentáculo se alargó hasta que su extremo quedó oculto detrás del montón de arcilla. Un segundo después sacaba a la vista una barra de aluminio blanco y reluciente y la depositaba entre otras barras, que formaban una pila a un costado del pozo. Entre el amanecer y la noche aquella máquina maravillosa debe haber hecho más de cien barras similares sin otra materia prima que la arcilla, y el montón de polvo azulino se fue levantando paulatinamente hasta que sobrepasó el borde del foso.

El contraste entre los movimientos rápidos y complejos de estos aparatos y la torpeza de sus amos era notable, y durante muchos días tuve que hacer un esfuerzo mental para convencerme de que estos últimos eran en realidad los seres dotados de vida.

El cura tenía posesión de la ranura cuando los primeros hombres fueron llevados al pozo. Yo me hallaba sentado abajo escuchando con la mayor atención. De pronto hizo un brusco movimiento hacia atrás, y yo, temeroso de que nos hubieran visto, me acurruqué transido de terror. Él se deslizó hacia abajo sobre los escombros y acurrucóse a mi lado gesticulando aterrorizado, y por un momento compartí sus temores.

Sus ademanes indicaban que me dejaba la ranura, y al cabo de un rato, mientras mi curiosidad me daba coraje, me puse de pie, pasé sobre él y trepé hasta aquélla.

Al principio no vi razón alguna para su terror. Habíase iniciado el anochecer y brillaban débilmente las estrellas, pero el foso estaba iluminado por el fuego verde. Toda la escena era una combinación de resplandores verdes y sombras negras que se movían y fatigaban la vista. Por todo ello pasaban los murciélagos sin detenerse. Ya no se veía a los marcianos, el montón de polvo azulino habíase elevado y los ocultaba a mi vista, y una máquina guerrera, con las piernas contraídas, se hallaba al otro lado del pozo. Luego, entre el clamor de las maquinarias, llegó a mis oídos algo semejante a voces humanas.

Me quedé acurrucado observando a la máquina guerrera con gran atención y convenciéndome por primera vez de que el capuchón contenía realmente a un marciano. Al elevarse las llamas verdes pude ver el brillo aceitoso de su tegumento y el refulgir de sus ojos. De pronto oí un grito y vi un largo tentáculo que pasaba sobre el hombro de la máquina para introducirse en la jaula que colgaba de su espalda. Levantó luego algo que se agitaba violentamente y que se recortó oscuro contra el cielo estrellado. Al bajar el tentáculo vi a la luz del fuego que era un hombre. Por un instante estuvo claramente a la vista. Era un hombre robusto, rubicundo y de edad madura. Vestía muy bien, y tres días antes debía haber sido un individuo de importancia en el mundo. Vi sus ojos muy abiertos y el reflejo de sus gemelos y cadena de oro.

Desapareció detrás del montón de polvo y por un momento reinó el silencio. Después se elevó un grito terrible en la noche y el gozoso ulular de los marcianos...

Me deslicé sobre los escombros, me puse de pie, me tapé las orejas con las manos y corrí hacia el lavadero. El cura, que había estado acurrucado con los brazos sobre la cabeza, levantó la vista al pasar yo, lanzando un grito agudo al ver que le abandonaba, y me siguió corriendo...

Aquella noche, mientras nos hallábamos en el lavadero dominados por nuestro terror y por la fascinación que ofrecía la visión del pozo, me esforcé en vano por concebir algún plan de fuga. Después, durante el segundo día, ya pude considerar nuestra situación con más claridad.

Vi que el cura no estaba en condiciones de ayudarme en nada; extraños terrores habíanle convertido ya en una criatura de impulsos violentos, robándole la razón. Prácticamente se había hundido hasta el nivel de un animal.

Por mi parte, hice un esfuerzo y aclaré mis ideas. Una vez que pude hacer frente a los hechos con frialdad se me ocurrió que, por terrible que fuera nuestra situación, no había aún motivo para desesperar del todo.

Nuestra salvación dependía de la posibilidad de que los marcianos tuvieran ese pozo como campamento temporario. Y aunque lo mantuvieran de manera permanente podrían considerar innecesario vigilarlo siempre y era posible que se nos presentara una oportunidad de escapar. También tuve en cuenta la posibilidad de abrirnos paso cavando en dirección opuesta al foso; pero al principio me pareció que corríamos el riesgo de salir a la vista de alguna máquina guerrera que estuviese en guardia. Además, tendría que haber cavado yo solo. El cura no me hubiera ayudado en nada.

Si es que no me falla la memoria, fue el tercer día cuando vi morir al muchacho. Fue la única vez que observé realmente cómo se alimentaban los marcianos. Después de esta experiencia estuve apartado de la ranura durante casi todo un día.

Me fui al lavadero, quité la puerta y pasé varias horas cavando con mi hacha lo más silenciosamente posible; pero cuando hube abierto un agujero de más de medio metro de profundidad, la tierra suelta cayó con gran ruido y no me atreví a continuar. Perdí el ánimo y estuve echado largo tiempo en el suelo, sin valor para levantarme ni moverme. Y después de aquello abandoné por completo la idea de abrirme paso cavando.

Tal era la impresión que me habían causado los invasores, que al principio no abrigué la menor esperanza de que nos liberara su derrota por los humanos. Pero la cuarta o quinta noche oí explosiones como los cañonazos.

Era muy tarde y la luna brillaba en el cielo. Los marcianos habían sacado la máquina excavadora, y salvo la máquina guerrera, que se hallaba en el lado opuesto del pozo, y una máquina de trabajo, que laboraba en un rincón fuera de mi campo visual, el lugar estaba desierto. Excepción hecha del resplandor pálido de la máquina de trabajo y de los listones de luz lunar, el foso se hallaba en la oscuridad y reinaba allí el silencio, que interrumpía sólo el tintineo musical de la máquina de trabajo.

Oí aullar a un perro y ese sonido familiar me hizo aguzar el oído. Llegó entonces hasta mí el detonar de potentes estampidos. Seis detonaciones llegué a contar, y después de un largo intervalo resonaron otras seis. Eso fue todo.

4

LA MUERTE DEL CURA

Fue el sexto día de nuestro encierro cuando espié por última vez y a poco me encontré solo. En lugar de mantenerse cerca de mí y tratar de ganar la ranura, el cura había vuelto al lavadero. Se me ocurrió una idea súbita y regresé con rapidez y en silencio. En la oscuridad le oí beber. Tendí las manos y alcancé a asir una botella de vino.

Luchamos durante unos minutos. La botella cayó al suelo y se hizo añicos; yo desistí de mis esfuerzos y me puse en pie. Nos quedamos jadeantes, amenazándonos mutuamente. Al fin, me planté entre él y los alimentos y le expresé mi determinación de iniciar una disciplina rígida. Dividí los alimentos de la alacena en raciones que nos durasen diez días. Esa mañana no le permití comer nada más. Por la tarde hizo un esfuerzo por apoderarse de las provisiones. Yo había estado durmiendo, pero desperté de inmediato.

Durante todo el día y toda la noche estuvimos sentados el uno frente al otro: yo, agotado, pero resuelto, y él, sollozante y quejándose de que tenía hambre. Sé que fue un día y una noche, pero a mí me pareció una eternidad.

Y así terminó al fin, en lucha abierta, nuestra creciente incompatibilidad. Durante dos días luchamos en silencio. Hubo momentos en que le golpeé furiosamente, y otros en que traté de persuadirle, y en cierta oportunidad quise sobornarle con la última botella de vino, ya que había un caño de desagüe del que podía yo obtener agua de lluvia.

Pero ni la fuerza ni la bondad me sirvieron de nada; el hombre había rebasado ya los límites de la razón.

No desistía ni de los ataques contra los alimentos ni de sus ruidosos monólogos. Las precauciones más rudimentarias para hacer habitable nuestra prisión no quiso observarlas. Lentamente comencé a notar el derrumbe total de su inteligencia y me hice cargo de que mi compañero de encierro era un enfermo.

Por ciertos recuerdos vagos que conservo, me inclino a pensar que también mi mente fallaba a veces.

Solía tener pesadillas horribles cada vez que me dormía. Parece extraño, pero creo que la debilidad y la locura del cura me advirtieron del peligro y me obligaron a mantenerme cuerdo.

El octavo día comenzó a hablar en alta voz en lugar de susurrar y nada pude hacer para que moderase el tono.

—¡Es justo, oh Dios!—decía una y otra vez—. Es muy justo. Seamos castigados todos. Hemos pecado y te fallamos. Había pobreza y desdicha; los pobres eran aplastados en el polvo y yo no dije nada. Prediqué locuras aceptables cuando debí haberme impuesto, aunque muriera por ello, y pedido que se arrepintieran... Opresores del pobre y necesitado... ¡El vino del Señor!

Luego volvía de pronto a recordar el alimento de que yo le privaba y se ponía a llorar, pedir y, al fin, a amenazar. Comenzó a elevar la voz. Le rogué que no lo hiciera. Notó que tenía entonces una ventaja sobre mí y amenazó con gritar y atraer así a los marcianos.

Por un tiempo me asustó eso; pero cualquier concesión habría limitado nuestras posibilidades de salvación. Le desafié, aunque no estaba muy seguro de que no era capaz de cumplir su amenaza. Pero aquel día no lo hizo. Habló cada vez más alto durante la mayor parte de los días octavo y noveno. Sus amenazas y ruegos se mezclaban con un torrente en el que expresaba su arrepentimiento por no haber cumplido con su deber para con Dios. Todo esto hizo que le compadeciera. Luego durmió un rato' y al despertar empezó de nuevo con mayores energías y en voz tan alta, que por fuerza debí hacerle desistir.

—¡Calle!—le imploré.

Se levantó sobre sus rodillas, pues había estado sentado cerca del fregadero.

—He callado demasiado tiempo—manifestó en tono que debió haber llegado hasta el pozo—. Ahora debo hacer mi declaración. ¡Pobre de esta ciudad infiel! ¡Calamidad! ¡Ay de nosotros! ¡Ay de los habitantes de la Tierra, que no oyen la voz de la trompeta!...

—¡Calle!—dije poniéndome en pie, temeroso de que nos oyeran los marcianos—. ¡Por amor de Dios!...

—¡No!—exclamó el cura a voz en grito, parándose también y levantando los brazos—. ¡Hablaré! La palabra del Señor sale por mi boca.

En tres saltos llegó hasta la puerta que daba a la cocina.

—Debo hablar. Me voy. Ya me he demorado demasiado.

Extendí la mano y toqué la cuchilla colgada de la pared. Casi en seguida salí detrás de él. Me enloquecía el temor. Antes que hubiera cruzado la cocina le había alcanzado. Obedeciendo a un último rasgo humanitario volví la pesada cuchilla y le golpeé con el mango. Cayó boca abajo y quedóse tendido en el suelo. Yo tropecé con él y me quedé jadeante.

De pronto oí un ruido proveniente de afuera. Era el golpe del revoque al deslizarse y caer, y la abertura triangular se oscureció de inmediato. Al levantar la vista vi la parte inferior de la máquina de trabajo. Uno de sus tentáculos se abría paso sobre los escombros, otro tentó entre los tirantes caídos.

Me quedé petrificado. Luego vi a través de una plancha de vidrio cerca del borde del cuerpo la cara y los grandes ojos oscuros de un marciano que miraba. Después se extendió un largo tentáculo hacia el interior.

Me volví con un esfuerzo, tropecé con el cura y salté para llegar hasta la puerta del lavadero. El tentáculo habíase introducido ya dos metros en el recinto y se movía de un lado a otro con movimientos algo bruscos.

Por un momento me quedé fascinado ante su avance. Luego, lanzando un débil grito ahogado, entré en el lavadero. Temblaba violentamente y a duras penas pude mantenerme en pie. Abrí la puerta del depósito de carbón y me quedé allí, en las tinieblas, mirando hacia la puerta de la cocina. ¿Me habría visto el marciano? ¿Qué haría ahora?

Algo se movía allí de un lado a otro con gran cuidado; a ratos golpeaba contra la pared o hacía un movimiento repentino acompañado de un leve tintinear metálico, como los movimientos de una llave en un llavero.

Luego un pesado cuerpo—supe muy bien lo que era— fue arrastrado por el piso de la cocina hacia la ranura.

Sin poder resistir, me deslicé hasta la puerta y espié desde allí. En el triángulo de luz exterior estaba el marciano dentro de la máquina de trabajo observando la cabeza del cura. De inmediato pensé que deduciría mi presencia por la marca del golpe que le aplicara.

Volví al depósito de carbón, cerré la puerta y comencé a cubrirme lo más posible con la leña y los trozos de carbón que había allí. A cada instante interrumpía esta tarea para escuchar si el marciano había vuelto a introducir su tentáculo por la abertura.

Oí entonces el leve sonido metálico. Lo sentí palpar por toda la cocina. Luego llegó más cerca y calculé que se hallaba en el lavadero. Me dije que su longitud no sería suficiente para alcanzarme y me puse a orar. El tentáculo pasó rascando la puerta del depósito.

Transcurrió entonces un tiempo de suspenso intolerable y lo oí luego tocando el cierre. Había encontrado la puerta y los marcianos sabían abrirlas.

Estuvo tentando un minuto el cierre y, al fin, la abrió.

Pude ver el tentáculo, que se parecía a la trompa de un elefante. Serpenteó hacia mí y tocó las paredes, los carbones, la leña y el techo. Era como un gusano negro que meciera su ciega cabeza de un lado a otro.

Una vez tocó el tacón de mi zapato. Estuve a punto de gritar y me contuve mordiéndome la mano. Por un momento reinó el silencio. Casi me pareció que se había retirado. Después oí un ruido seco y el tentáculo apresó algo. ¡Creí que era a mí! Luego salió del depósito. Por un momento no estuve seguro de esto último. Al parecer, se había llevado un trozo de carbón para examinarlo.

Aproveché la oportunidad para cambiar de posición, pues me estaba acalambrando, y me puse a escuchar.

Poco después oí el sonido lento y deliberado del tentáculo, que se aproximaba de nuevo. Poco a poco se fue acercando, rascando las paredes y golpeando los muebles.

Mientras me hallaba así pendiente de sus movimientos, golpeó la puerta del depósito y la cerró. Le oí entrar en la alacena; rompió una botella y golpeó la lata de los bizcochos. Después resonó un fuerte golpe contra la puerta del depósito y luego el silencio.

¿Se habría ido?

Al fin, me dije que sí.

No volvió a entrar en el lavadero; pero estuve todo el décimo día allí metido, tapado casi enteramente por el carbón y la leña, sin atreverme a salir ni para calmar la sed, que me torturaba. Fue el undécimo día cuando me aventuré a salir de mi refugio.

5

EL SILENCIO

Lo primero que hice antes de ir a la despensa fue asegurar la puerta de comunicación entre la cocina y el lavadero. Pero la despensa estaba vacía; no quedaba en ella nada de alimento. Al parecer, se lo había llevado todo el marciano. Ante este descubrimiento me desesperé realmente por primera vez. Ni el undécimo ni el duodécimo día tomé alimentos ni agua.

Al principio sentí la garganta seca y se agotaron mis fuerzas con rapidez. Estuve sentado en la oscuridad del lavadero, en un estado de completa postración. No hacía más que pensar en comer. Pensé que estaba sordo, pues habían cesado por completo los ruidos que acostumbraba a oír procedentes del pozo. No tenía fuerzas suficientes para arrastrarme en silencio hasta la ranura, pues de haberlas tenido hubiese ido a mirar.

El duodécimo día me dolía tanto la garganta, que corrí el riesgo de llamar la atención de los marcianos y ataqué la bomba de agua de lluvia que había junto al fregadero, obteniendo así buena cantidad de agua ennegrecida y de mal gusto. Me mortificó esto y me animó mucho el hecho de que el ruido no hubiera atraído a ningún tentáculo investigador.

Durante ese tiempo pensé mucho en el cura y en la forma como murió.

El decimotercer día bebí más agua, dormité a ratos, pensé en comer y formulé planes de fuga imposibles.

Cuando me dormía soñaba con horribles fantasmas, con la muerte de mi compañero o con deliciosas comidas; pero dormido o despierto sentía un agudo dolor, que me obligaba a beber agua una y otra vez.

La luz que entraba en el lavadero no era ya gris, sino roja. Para mi mente desordenada, éste era el color de la sangre.

El decimocuarto día salí a la cocina y me sorprendí al ver que la hierba roja había cubierto toda la ranura de la pared, filtrando así la luz exterior y tornándola rojiza.

Fue en la mañana del decimoquinto día cuando oí una serie de sonidos familiares en la cocina. Al escuchar los identifiqué como los resoplidos y el rascar de las patas de un perro. Salí entonces y vi la nariz del can, que asomaba por entre la roja vegetación. Esto me sorprendió en extremo. Al sentir mi olor, el perro lanzó un ladrido.

Pensé que si podía inducirle a entrar sin hacer mucho ruido quizá me sería posible matarlo y comerlo; de todos modos, me pareció aconsejable matarlo para que sus movimientos no llamaran la atención de los marcianos.

Avancé entonces llamándolo en voz baja, pero el animal retiró de pronto la cabeza y desapareció.

Agucé el oído—no estaba sordo—, pero era evidente que reinaba el silencio en el pozo. Oí algo así como el aletear de pájaros y unos chillidos roncos, pero eso fue todo.

Durante largo rato estuve cerca del agujero, mas no me atreví a apartar las plantas que lo tapaban. Una o dos veces oí los pasos del perro, que iba de un lado a otro por el exterior, y se repitieron los aleteos. Al fin, animado por el silencio, me decidí a asomarme.

Salvo en el rincón, donde una multitud de cuervos se peleaban sobre los esqueletos de los muertos que sirvieran de alimento a los marcianos, no había otro ser viviente en el pozo.

Miré hacia todos lados casi sin creer en el testimonio de mis sentidos. Toda la maquinaria había desaparecido. Excepción hecha de un montón de polvo azulino en un rincón, algunas barras de aluminio n otro, los cuervos y los esqueletos, el lugar no era otra cosa que un pozo desierto.

Lentamente salí por entre la hierba roja y me paré sobre una pila de escombros. Podía ver en todas direcciones, menos hacia el norte, y no había por allí marcianos. Había llegado mi oportunidad de escapar. Al hacerme cargo de esto comencé a temblar.

Vacilé un rato y luego, en un impulso desesperado y con el corazón latiéndome violentamente, subí a lo alto de las ruinas bajo las cuales me encontrara sepultado tanto tiempo.

De nuevo miré a mi alrededor. Tampoco hacia el norte se veía ningún marciano.

La última vez que viera a Sheen a la luz del día, la población había sido una bien cuidada calle flanqueada de casas blancas de tejados rojos y numerosos árboles de sombra. Ahora me encontré con un montón de escombros, sobre el cual se extendía una multitud de plantas rojas que parecían cactos y llegaban hasta la altura de la rodilla. La vegetación terrestre no le disputaba la posesión del terreno. Los árboles próximos estaban muertos; en los más lejanos vi que una serie de tallos rojos cubrían los troncos y ramas.

Las casas vecinas habíanse desplomado todas, pero ninguna de ellas estaba quemada; algunas de las paredes manteníanse en pie hasta la altura del primer piso, con sus ventanas rotas y puertas destrozadas.

La hierba roja crecía exuberante en sus habitaciones sin techo. Debajo de mí se hallaba el enorme pozo donde los cuervos se disputaban los restos. A lo lejos vi a un gato flaco que se deslizaba a lo largo de una pared, pero no descubrí señal alguna de seres humanos.

En contraste con mi reciente encierro, el día me parecía extraordinariamente brillante, el cielo de un azul intenso. Una suave brisa mecía constantemente a la hierba roja, que cubría todo el terreno libre. Y, ¡ah!, la dulzura del aire libre.

6

DESPUÉS DE QUINCE DÍAS

Durante un tiempo me quedé parado sobre la pila de escombros sin pensar en el peligro. Dentro de la cueva de la que acababa de salir sólo había pensado en nuestra seguridad inmediata. No me hice cargo de lo que sucedía en el mundo, no imaginé el sorprendente espectáculo que me esperaba a la salida. Había esperado ver a Sheen en ruinas... y ahora tenía ante mí el paisaje fantástico de otro planeta.

En ese momento experimenté una emoción que está más allá del alcance de los hombres, pero que las pobres bestias a las que dominamos conocen muy bien. Me sentí como podría sentirse el conejo al volver a su cueva y verse de pronto ante una docena de peones que cavan allí los cimientos para una casa. Tuve el primer atisbo de algo que poco después se tornó bien claro a mi mente, que me oprimió durante muchos días: me sentí destronado, comprendí que no era ya uno de los amos, sino un animal más entre los animales sojuzgados por los marcianos. Nosotros tendríamos que hacer lo mismo que aquéllos: vivir en constante peligro, vigilar, correr y ocultarnos; el imperio del hombre acababa de fenecer.

Pero esta idea extraña se borró de mi mente tan pronto se hubo presentado y no pensé ya en otra cosa que no fuera satisfacer mi hambre de tantos días. A cierta distancia, al otro lado de una pared cubierta de rojo, vi un trozo de terreno al descubierto. Esto me dio una idea y avancé por entre la hierba roja, que en partes me llegaba hasta el cuello. La densidad de las extrañas plantas me brindaba un escondite seguro. La pared tenía un metro ochenta de alto, y cuando la intenté trepar descubrí que mis fuerzas no me lo permitían.

Por eso avancé un trecho por su lado, llegué a una esquina y vi allí un montón de escombros, que me permitió subir a ella y bajar a la huerta del otro lado. Allí encontré algunas cebollas, un par de bulbos de gladiolos y una cantidad de zanahorias no del todo maduras. Me apoderé de todo ello y, salvando de nuevo la pared en ruinas, seguí camino por entre los árboles escarlatas en dirección a Kew. Aquello era como marchar por una avenida flanqueada por gigantescas gotas de sangre.

Mi idea principal era obtener más alimentos y alejarme de los alrededores del pozo todo lo que me permitieran mis piernas.

A cierta distancia, en un lugar cubierto de hierba, había un grupo de hongos, que devoré, y después llegué a un lago de poca profundidad sobre lo que antes fuera un campo sembrado. Estos escasos alimentos sólo sirvieron para avivar mi hambre. Al principio me sorprendió ver allí agua a esa altura del año, pero después descubrí que esto se debía a la exuberancia tropical de la hierba roja. Al encontrar agua, esta extraordinaria vegetación se tornaba gigantesca y adquiría una fecundidad notable. Sus semillas llegaron hasta el Wey y el Támesis, y la titánica planta, que crecía con tanta rapidez, ahogó de inmediato a ambos ríos.

En Putney, como lo comprobé después, el puente estaba cubierto por completo por esa hierba, y también en Richmond se vertían las aguas del Támesis en un amplio lago, que cubría las campiñas de Hampton y Twickenham. Al extenderse las aguas, la hierba las seguía, hasta que las villas en ruinas del valle del Támesis estuvieron por un tiempo perdidas en medio de un pantano rojo —cuyas márgenes exploré—, y gran parte de la desolación causada por los marcianos quedó así oculta.

Al fin, sucumbió la hierba roja con tanta rapidez como se extendió. Fue presa de una enfermedad debida a la acción de ciertas bacterias. Ahora bien, por obra de la selección natural, todas las plantas terrestres han adquirido una resistencia especial contra las enfermedades de ese tipo; jamás mueren sin defenderse. Pero la hierba roja se pudrió como algo ya muerto. Perdió el color y fue encogiéndose y tornándose quebradiza. Se rompía al tocarla, y las aguas, que estimularon su crecimiento, se llevaron sus últimos vestigios hacia el mar...

Naturalmente, lo primero que hice al llegar al agua fue satisfacer mi sed. Bebí mucho, y movido por un impulso, me llevé a la boca un puñado de la hierba; pero era muy acuosa y de un desagradable sabor metálico.

Descubrí que el lago tenía poca profundidad y que me era posible caminar por allí, aunque la hierba roja dificultaba bastante el paso; pero como el pantano se tornaba más profundo a medida que me acercaba al río, me volví hacia Mortlake.

Logré seguir el camino fijándome en las ruinas de las villas y en las cercas y columnas de alumbrado, consiguiendo salir, al fin, de ese lugar, subir por una cuesta que iba hacia Rochampton e ir a parar al campo comunal de Putney.

Allí cambiaba la escena. Lo extraño y poco familiar convertíase en la ruina de lo conocido. En algunos lugares parecía haber pasado un ciclón, y al avanzar un centenar de metros encontré espacios en perfectas condiciones; casas con sus persianas y puertas cerradas, como si sus dueños se hubieran ido por un día o estuvieran durmiendo en el interior. La hierba roja era menos abundante; los árboles del camino estaban libres de la enredadera marciana. Busqué alimentos entre los árboles, pero no hallé nada. Entré en un par de casas silenciosas, sólo para descubrir que ya habían estado antes otros saqueadores.

Como estaba demasiado, agotado para continuar andando descansé el resto del día entre los setos.

Durante todo este tiempo no vi seres humanos ni descubrí rastros de los marcianos. Encontré un par de perros hambrientos, pero los dos se alejaron apresuradamente cuando intenté atraerlos. Cerca de Rochampton había visto dos esqueletos humanos, y en el bosquecillo junto al que me hallaba descubrí los huesos aplastados de varios gatos y conejos, como así también el de una oveja. Aunque quise roer estos huesos, no pude saciar mi hambre.

Después de la caída del sol seguí andando por el camino en dirección a Putney, donde creo que por alguna razón usaron los marcianos su rayo calórico. En un jardín del otro lado de la población obtuve una cantidad de patatas apenas maduras, que engullí con gran gusto. Desde esa huerta se podía ver Putney y el río. Reinaba allí la desolación: árboles ennegrecidos, ruinas abandonadas, y al pie de la colina veíase el río teñido de rojo. Y, sobre todo, se cernía el silencio como un pesado manto. Al pensar en la rapidez con que se había operado un cambio tan aterrador, me sentí lleno de desesperación.

Por un tiempo creí que la humanidad había dejado de existir y que era yo el único hombre que quedaba con vida. Cerca de la cima de Putney Hill encontré otro esqueleto humano, con los brazos arrancados. Al seguir avanzando me convencí cada vez más de que ya se había cumplido la exterminación de la raza humana. Pensé que los marcianos habrían seguido su marcha para ir a otra parte en busca de alimento. Tal vez en ese momento estaban destruyendo París o Berlín o quizá se habían ido hacia el norte...

7

EL HOMBRE DE PUTNEY HILL

Aquella noche la pasé en la hostería que se halla en lo alto de Putney Hill y por primera vez desde mi huida a Leatherhead dormí en una cama. No relataré el trabajo inútil que me costó forzar la entrada en la hostería—después descubrí que la puerta principal estaba sin llave— ni cómo registré todas las habitaciones en busca de alimento hasta que, ya a punto de renunciar, encontré, al fin, un pan roído por las ratas y dos latas de ananás en conserva. La casa ya había sido saqueada. Después descubrí en el bar algunos bizcochos y sandwiches, que habían pasado por alto los que estuvieron allí antes que yo. Los sandwiches no pude comerlos, pero los bizcochos estaban buenos e hice una abundante provisión de ellos.

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5250 str.
ISBN:
9782380374124
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