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—Sáquelo del camino—dijo el jinete.

Tomándolo por el cuello de la levita, mi hermano comenzó a arrastrar al pobre hombre. Pero el otro seguía empeñado en recoger su dinero y miró a su benefactor con expresión colérica, mientras que lo golpeaba con el puño lleno de monedas.

—¡Adelante! ¡Adelante!—gritaban las voces de todos—. ¡Paso! ¡Paso!

Oyóse un ruido estrepitoso al golpear la vara de un carruaje contra la parte posterior del carro que detuviera el jinete.

Mi hermano levantó la vista y el hombre del oro volvió la cabeza para morderle la mano con que le tenía sujeto del cuello. Hubo un choque y el caballo negro se desvió de costado, mientras que avanzaba rápidamente. Uno de los cascos rozó el pie de mi hermano. Éste soltó al caído y dio un salto atrás. Vio entonces que la cólera era reemplazada por el terror en la cara del caído, y un momento después el pobre desgraciado quedaba oculto a su vista; mi hermano se vio arrastrado más allá de la entrada del sendero y debió hacer grandes esfuerzos para volver allí.

Vio que la señorita Elphinstone se cubría los ojos y que un niño miraba fijamente algo oscuro e inmóvil que había en el suelo y era aplastado cada vez más por las ruedas que pasaban.

—¡Volvamos atrás!—gritó entonces, e hizo volver al caballo—. No podemos cruzar este infierno.

Se alejaron por el sendero por espacio de unos cien metros, hasta que quedó oculta a su vista la vociferante multitud. Al pasar por la curva del camino vio mi hermano la cara del moribundo tendido en la zanja. Las dos mujeres se estremecieron al verlo.

Más allá de la curva se detuvo de nuevo mi hermano. La señorita Elphinstone estaba muy pálida y su cuñada lloraba desconsoladamente y habíase olvidado ya de llamar a «George». Mi hermano sintióse horrorizado y perplejo a la vez. Tan pronto como hubieron retrocedido comprendió lo inevitable y urgente que era intentar el cruce. Volvióse entonces hacia la joven.

—Debemos ir por allí—declaró, y de nuevo hizo volver al caballo.

Por segunda vez en ese día demostró la joven su fortaleza de carácter. Para abrirse paso por el torrente humano, mi hermano se internó en él y detuvo a un coche, mientras guiaba a su caballo hacia el otro lado.

Un carro enganchó sus ruedas con las de ellos y siguió después de arrancar una larga astilla del cochecillo. Un momento después quedaban prisioneros del torrente y eran arrastrados hacia adelante. Con las marcas de los latigazos que le asestara el cochero, mi hermano saltó al cochecillo y tomó las riendas de mano de la joven.

—Apunte al hombre que está detrás si nos empuja mucho—ordenó dándole el revólver—. No..., apúntele al caballo.

Después comenzó a buscar la oportunidad de desviarse hacia la derecha del camino. Pero una vez en la corriente pareció perder el control y formar parte de la caravana interminable. Cruzaron Chipping Barnet con los demás, y estaban casi una milla más allá del pueblo antes que pudieran abrirse paso hacia el otro lado del camino. El ruido y la confusión eran indescriptibles; pero en el pueblo y más allá había varios caminos secundarios que, en cierto modo, aliviaron la presión de la marcha.

Tomaron hacia el este por Hadley, y allí y algo más adelante se encontraron con una gran multitud que bebía en el arroyo y muchos de cuyos componentes luchaban por llegar hasta el agua.

Luego, desde una colina próxima a Sast Barnet, vieron dos trenes que avanzaban lentamente, uno tras otro, sin señales ni orden, llenos de pasajeros, muchos de los cuales iban hasta sobre los carbones del tender. Ambos convoyes viajaban hacia el norte por las vías del Gran Norteño.

Mi hermano supone que deben haberse llenado fuera de Londres, pues en aquel entonces el terror incontrolable de la población había imposibilitado la entrada en las terminales.

Cerca de ese lugar se detuvieron para descansar por el resto de la tarde, pues la violencia del día habíalos agotado por completo. Comenzaban ya a sufrir los rigores del hambre: la noche estaba fría y ninguno de ellos se atrevió a dormir. Y al caer la noche vieron pasar por el camino a muchas personas, que huían de peligros desconocidos e iban en la dirección de la que llegara mi hermano.

17

EL THUNDER CHILD

De haber sido la destrucción el único objetivo de los marcianos, el lunes habrían podido aniquilar a toda la población de Londres, que se hallaba extendiéndose lentamente por los condados vecinos. La desesperada fuga se realizaba no sólo por Barnet, sino también por Edgvvare y Waltham Abbey, así como también a lo largo de los caminos al este de Southend y Shoeburyness y por el sur del Támesis hacia Deal y Broadstairs.

Si aquella mañana de junio hubiera podido uno ascender sobre Londres en un globo, todos los caminos del norte y el este que salían del dédalo de calles le hubieran parecido salpicados de negro con los fugitivos, y cada puntito habría sido un ser humano dominado por el terror y la incomodidad física.

En el capítulo anterior he relatado en detalle la descripción que me hizo mi hermano, a fin de que el lector pueda darse cuenta de las reacciones experimentadas por uno de los fugitivos. Jamás en la historia del mundo se ha trasladado y sufrido tanto una masa humana tan extraordinariamente grande. Las legendarias huestes de los godos y los hunos, los ejércitos más numerosos que vio Asia en toda su historia, habrían sido apenas una gota en aquel torrente. Y no era ésta una marcha disciplinada, sino una estampida gigantesca y terrible, sin orden y sin rumbo: seis millones de personas, desarmadas y sin provisiones, avanzando sin pausa. Aquello fue el comienzo del derrumbe de la civilización, de la hecatombe de la humanidad.

Allí abajo el ocupante del globo habría visto el trazado de las calles en toda su extensión, las casas, iglesias, plazas, jardines—todo abandonado—, que se extendían como un enorme mapa..., y hacia el sur completamente borrado el dibujo. Sobre Ealing, Richmond, Wimbledon, le hubiera parecido que una pluma monstruosa había arrojado tinta sobre el mapa. Lenta e incesantemente se iba extendiendo cada manchón negro, lanzando ramificaciones por aquí y por allá, amontonándose a veces contra una elevación del terreno y derramándose luego rápidamente sobre un valle recién hallado, tal como una gota de tinta se extiende sobre un papel secante.

Y más allá, del otro lado de las colinas azules que se elevan al sur del río, los relucientes marcianos marchaban de un lado a otro, derramando calmosa y metódicamente su nube ponzoñosa sobre la región y disipándola luego con chorros de vapor cuando había servido a sus fines. Después tomaban posesión del terreno así ganado. No parecen haber tenido la idea de exterminar, sino más bien la de desmoralizar por completo al pueblo y acabar con la oposición. Hicieron estallar todos los depósitos de pólvora que hallaron, cortaron los cables telegráficos y arruinaron las vías ferroviarias. Estaban cortando los tendones de la humanidad. Parecían no tener apuro en extender el campo de sus operaciones, y aquel día no pasaron de la parte central de Londres.

Es posible que un número considerable de gente se haya quedado en sus casas durante el lunes por la mañana. Es seguro que muchos murieron en sus hogares, sofocados por el humo negro.

Hasta el mediodía el charco de Londres presentó un aspecto asombroso. Vapores y embarcaciones de toda clase se hallaban allí anclados, y se dice que muchos que nadaron hasta esas embarcaciones fueron rechazados a viva fuerza y se ahogaron. Alrededor de la una de la tarde apareció entre los arcos del puente de Blackfriards el resto de una nube de vapor negro. Al ocurrir esto, el charco se convirtió en la escena de confusión enloquecedora, de luchas y choques, y por un tiempo las barcas y lanchas se apretujaron en el arco norte del puente de la Torre y los marineros tuvieron que luchar salvajemente contra las personas que se les echaron encima desde el muelle. Muchos descendían por las columnas del puente...

Una hora más tarde, cuando apareció un marciano por detrás de la Torre del Reloj y se acercó por el río, no quedaban más que restos de embarcaciones cerca de Limehouse. Ya hablaré de la caída del quinto cilindro. El sexto cayó en Wimbledon. Mi hermano, que montaba la guardia mientras dormían las mujeres en el cochecillo, vio un destello verdoso sobre las colinas.

El martes habían seguido su marcha por la campiña en dirección a Colchester y el mar. Se confirmó entonces que los marcianos ocupaban ya todo Londres. Habían sido vistos en Haighgate y aun en Neasden. Pero mi hermano no los avistó hasta el día siguiente.

Aquel día, las multitudes diseminadas por la región comenzaron a comprender que necesitaban alimentos con urgencia. A medida que aumentaba el hambre comenzaron a dejarse de lado las consideraciones hacia los derechos ajenos. Los granjeros salieron a defender su ganado y sus graneros con armas en las manos.

Como mi hermano, muchos se dirigían hacia el este, y hubo algunos desesperados que hasta regresaron a Londres en busca de alimentos. Éstos eran en su mayoría los pobladores de los suburbios del norte, que sólo conocían de oídas los efectos del humo negro. Mi hermano se enteró que la mitad de los componentes del gobierno habíanse reunido en Birmingham y que allí se estaban preparando grandes cantidades de explosivos para emplearlos en minas automáticas en los condados centrales.

Le dijeron también que la empresa ferroviaria Midland había reemplazado al personal que desertara en el primer día de pánico, acababa de reanudar sus servicios y hacía correr trenes desde St. Albans hacia el norte a fin de aliviar la congestión en los condados próximos a Londres. En Chipping Ongar había un gran cartel que anunciaba que en las poblaciones del norte se disponía de grandes reservas de harina y que antes de transcurrir veinticuatro horas se distribuiría pan entre las personas de los alrededores. Mas esto no le hizo renunciar al plan de huida que formulara, los trenes continuaron todo el día hacia el este y no vieron del pan más que la promesa. A decir verdad, lo mismo les ocurrió a todos los necesitados.

Aquella noche cayó la séptima estrella, ésta sobre Primrose Hill. Descendió mientras estaba de guardia la señorita Elphinstone, quien insistía en alternar los turnos con mi hermano.

Los tres fugitivos, que habían pasado la noche en un campo de trigo, llegaron el miércoles a Chelmsford y allí se incautó del caballo un grupo de ciudadanos que se hacía llamar Comité de Abastecimientos

Públicos. Afirmaron que el animal se podía comer y no les dieron a cambio otra cosa que las promesas de que al día siguiente recibirían su parte del alimento. Por allí corría el rumor de que los marcianos se hallaban en Epping y se tuvo la noticia de que se había hecho volar la fábrica de pólvora de Waltham

Abbey en una vana tentativa de destruir a uno de los invasores.

Desde las torres de las iglesias, la gente observaba el campo por si llegaban los marcianos. Mi hermano— por suerte para él, según resultó luego—prefirió seguir viaje de inmediato hacia la costa antes que esperar alimentos, aunque los tres estaban desfallecidos de hambre. Al mediodía pasaron por Tillingham, aldea en la que reinaba el silencio y que parecía desierta, excepción hecha de algunos furtivos saqueadores que andaban a la caza de alimentos. Cerca de Tillingham avistaron de pronto el mar y vieron la multitud más extraordinaria de embarcaciones que sea posible imaginar.

Después que los marineros no pudieron seguir subiendo por el Támesis, se dirigieron a la costa de Essex, a Harwich y Walton. Las embarcaciones formaban una línea curva, que se perdía a lo lejos en dirección a Naze. Cerca de la costa había una multitud de barcas pesqueras inglesas, escocesas, francesas, holandesas y suecas; lanchas de vapor del Támesis, yates, botes eléctricos, y más allá se veían barcos de mayor tonelaje: una multitud de carboneros, fletadores, barcos de ganado, de pasajeros, tanques de petróleo, un viejo transporte de tropas y los de servicio de Southampton y Hamburgo, y a lo largo de la costa azul, al otro lado de Blackwater, mi hermano pudo distinguir vagamente un enjambre de botes, cuyos tripulantes regateaban con la gente de la playa.

A unas dos millas mar afuera se hallaba un barco de guerra de líneas muy bajas. Era el destructor Thunder Child. Éste era el único barco de guerra que había a la vista; pero muy lejos, hacia la derecha, divisábase una nube de humo negro, que indicaba la presencia de los otros barcos de la flota del Canal, que formaban una hilera muy extendida y estaban listos para entrar en acción, Se hallaban de guardia al otro lado del estuario del Támesis y allí estuvieron, durante el curso de la conquista marciana, vigilantes, pero incapaces de evitar la derrota.

Al ver el mar, la señora Elphinstone fue presa del terror. Jamás había salido de Inglaterra; hubiera preferido morir antes que encontrarse sin amigos en una tierra extraña. La pobre mujer parecía imaginar que los franceses y marcianos debían ser muy similares. Durante los dos días de viaje habíase tornado cada vez más histérica y deprimida. Su idea predominante era la de volver a Stanmore. Allí siempre había estado a salvo. Allí encontrarían a «George»...

Con gran dificultad consiguieron llevarla hasta la playa, donde poco después logró mi hermano llamar la atención de algunos que estaban a bordo de un vapor de ruedas procedente del Támesis. Les mandaron un bote y les cobraron treinta y seis libras por los tres. El barco iba rumbo a Ostende, según les dijeron.

Eran más o menos las dos cuando, después de pagar el pasaje a la entrada, mi hermano se encontró a bordo del barco con sus dos compañeras. A bordo había alimentos, aunque a precios exorbitantes, y los tres comieron sentados en uno de los bancos de proa.

Había ya unos cuarenta pasajeros, algunos de los cuales gastaron hasta el último penique para pagar el pasaje; pero el capitán se detuvo en Blackwater hasta las cinco de la tarde, cargando más gente hasta que la cubierta estuvo completamente atestada. Probablemente se habría quedado más tiempo de no haber sido por los cañonazos que comenzaron a resonar a esa hora en el sur. Como en respuesta a las detonaciones, el barco de guerra disparó un cañón pequeño e izó una serie de banderines. De sus chimeneas salió una espesa nube de humo negro.

Algunos de los pasajeros opinaban que los disparos provenían de Shoeburyness, hasta que se notó que las detonaciones resonaban cada vez más cerca. Al mismo tiempo, en dirección al sudeste, aparecieron en el mar los mástiles y puentes de tres acorazados que se aproximaban a toda marcha. Pero la atención de mi hermano se desvió hacia el sur y le pareció ver una columna de humo que se elevaba en la lejanía.

El vapor de ruedas avanzaba ya hacia el este de la larga hilera de embarcaciones y la costa baja de Essex se dibujaba en la distancia cuando apareció un marciano muy a lo lejos, avanzando por la barrosa orilla desde la dirección de Foulness.

Al ver esto el capitán comenzó a maldecir enfurecido por haberse demorado tanto y las ruedas parecieron contagiarse de su temor.

Todos los pasajeros se pararon sobre las amuras o los bancos para mirar a aquel gigante, más alto que los árboles o las torres de tierra, y que avanzaba con paso semejante al de los seres humanos.

Era el primer marciano que veía mi hermano y se quedó más asombrado que temeroso observando al titán, que avanzaba deliberadamente hacia las embarcaciones, introduciéndose cada vez más en el agua a medida que se alejaba de la costa.

Luego, mucho más allá del Crouch, apareció otro, que pasaba sobre los árboles, y después otro, más lejano aún, avanzando por un reluciente llano barroso que parecía cernirse a mitad de camino entre el mar y el cielo.

Todos iban hacia el mar, como si quisieran impedir la huida de las numerosas embarcaciones que se hallaban entre Foulness y el Naze.

A pesar de que la maquinaria del barco funcionaba a todo vapor, y de la espuma que levantaban las ruedas a su paso, no logró alejarse con suficiente velocidad.

Al mirar hacia el sudoeste, mi hermano vio que las otras embarcaciones emprendían ya la huida; un barco pasaba a otro; una lancha se cruzó delante de un remolcador; salía humo de todas las chimeneas y se oía el zumbar de las sirenas. Le fascinó tanto esto y el peligro que se aproximaba por la izquierda, que no se fijó en lo que ocurría mar adentro. Y entonces le arrojó del banco en que estaba sentado una súbita maniobra del vapor, que se desviaba del paso de otra embarcación para no ser hundido. A su alrededor se oyeron gritos, ruido de pasos y un burra que pareció ser contestado desde lejos. Se inclinó el vapor y le hizo rodar por la cubierta.

Al fin se puso de pie y vio a estribor, a menos de cien metros de distancia, una enorme mole de acero con la forma de la hoja de un arado que cortaba el agua y la arrojaba hacia ambos lados en olas enormes que agitaron al vapor, inclinándolo de tal modo que sus ruedas quedaron por momentos en el aire.

Una lluvia de espuma le cegó por unos segundos. Cuando volvió a aclarársele la vista vio que el monstruo había pasado y avanzaba velozmente hacia la costa. De la larga estructura se alzaban grandes puentes y en lo alto veíanse dos chimeneas que lanzaban al aire grandes columnas de humo negro salpicado de rojo.

Era el destructor Thunder Child, que iba a defender a las embarcaciones en peligro.

Mi hermano logró mantener el equilibrio tomándose de la amura y miró de nuevo hacia los marcianos, viendo que los tres se hallaban ahora muy cerca uno del otro y que habían avanzado tanto mar adentro que sus trípodes estaban sumergidos casi por entero. Así hundidos y vistos tan de lejos no parecían más formidables que la enorme mole de acero del destructor.

Al parecer, los marcianos observaban a su nuevo antagonista con cierto asombro. Es posible que lo consideraran como uno de ellos. El Thunder Child no disparó sus cañones, sino que siguió avanzando a todo vapor en dirección a los monstruos. Probablemente fue este detalle el que le permitió acercarse tanto al enemigo. Los marcianos no sabían qué era. Un solo disparo y lo habrían hundido de inmediato con su rayo calórico.

El destructor avanzaba a tal velocidad, que en un minuto pareció hallarse a mitad de camino entre el vapor de ruedas y los marcianos.

De pronto, el marciano que se encontraba más adelante bajó su tubo y descargó un recipiente del gas negro contra el barco de guerra. El proyectil golpeó contra el costado del casco y derramó un chorro de la negra sustancia, que se desvió hacia estribor, levantándose luego en una nube de la que escapó el destructor. Para los que miraban desde el vapor de ruedas, a tan poca altura sobre el agua y con el sol en los ojos, pareció que se hallaban ya entre los marcianos.

Vio que los monstruos se separaban y se levantaban sobre el agua al retroceder hacia la tierra, y uno de ellos levantó el generador del rayo calórico. Apuntó con él hacia abajo y una nube de vapor levantóse del agua al tocarla el rayo. Seguramente atravesó el casco del destructor como un hierro candente atraviesa un papel.

Una llamarada súbita apareció por entre el vapor, que se elevaba, y el marciano se tambaleó entonces. Un momento más y se desplomaba, elevándose hacia lo alto gran cantidad de agua y de vapor. Resonaron los cañones del Thunder Child, disparando uno tras otro, y una bala golpeó en el agua muy cerca del vapor de ruedas, rebotando sobre otros barcos que huían hacia el norte y haciendo añicos una lancha.

Pero nadie se fijó mucho en eso. Al ver la caída del marciano, el capitán lanzó gritos inarticulados, que fueron repetidos por los pasajeros, apiñados a popa. Y luego volvieron a gritar, pues de las nubes blancas de vapor salió algo negro y largo que, aun siendo presa de las llamas, continuaba el ataque.

El destructor seguía con vida. Según parece, el mecanismo de la dirección estaba intacto y sus máquinas continuaban en funcionamiento. Dirigióse con derechura hacia el segundo marciano, y estaba a menos de cien metros del gigante cuando volvió a entrar en acción el rayo calórico. Entonces hubo una explosión violenta, un destello cegador, y sus cubiertas y chimeneas saltaron hacia el cielo. El marciano se tambaleó debido a la violencia de la explosión y un momento después la ruina humeante, que continuaba avanzando con el ímpetu de su paso, le había golpeado, destrozándole como si fuera un muñeco de cartón.

Mi hermano lanzó un grito involuntario y en seguida se levantó una nube de humo y vapor que ocultó la escena.

—¡Dos!—aulló el capitán.

Todos gritaban, y los gritos fueron repetidos por los ocupantes de las otras embarcaciones, que se alejaban mar adentro.

La nube de vapor continuó cerniéndose sobre el agua durante largo rato, ocultando así a los marcianos y a la costa. Y durante todo este tiempo el vapor se alejaba constantemente del lugar. Cuando, al fin, se aclaró la confusión, se interpuso la nube negra del gas ponzoñoso y ya no se pudo ver ni al tercer marciano ni a los restos del Thunder Child. Pero los otros barcos de guerra estaban ahora muy cerca y avanzaban lentamente hacia tierra.

El pequeño barco siguió internándose en el mar y los acorazados se alejaron en dirección a la costa, la cual se hallaba ahora oculta por una nube de vapor y gas negro, que se combinaba de la manera más extraña.

La flota fugitiva se diseminaba hacia el noreste y varios veleros navegaban entre los buques de guerra y el vapor de ruedas. Al cabo de un tiempo, y antes de llegar a la nube de vapor, los acorazados se desviaron hacia el norte, hicieron otro viraje y se alejaron de nuevo en dirección al sur. La costa se perdió entonces de vista.

En ese momento llegó hasta los viajeros el tronar lejano de los cañones. Todos se apiñaron en la borda para mirar hacia el oeste, pero no pudieron ver nada con claridad. Una masa de humo se levantaba para ocultar el sol. El barco siguió avanzando a toda máquina.

El sol se hundió entre nubes grises, el cielo fue oscureciéndose y en lo alto comenzó a titilar una estrella solitaria. Reinaba casi por completo la noche cuando el capitán lanzó un grito e indicó hacia lo alto.

Mi hermano forzó la vista. De aquella masa gris oscura se alzó algo hacia lo alto y avanzó de manera oblicua y con gran rapidez por entre las nubes de occidente. Era algo chato y muy grande que describía una vasta curva, tornóse cada vez más pequeño, se hundió con lentitud y volvió a perderse en el misterio de la noche. Y al volar dejó caer una lluvia de tinieblas sobre la Tierra.

****

LIBRO SEGUNDO

LA TIERRA DOMINADA POR LOS MARCIANOS

1

APLASTADOS

En el primer libro me he apartado un tanto de mis aventuras para relatar las experiencias de mi hermano, y durante el transcurso de los acontecimientos narrados en los dos últimos capítulos, el cura y yo hemos estado ocultos en la casa abandonada de Halliford, donde huimos para escapar del humo negro.

Allí reanudo mi narración.

Estuvimos en esa casa el domingo por la noche y todo el día siguiente—que fue el del pánico—, en una islita de luz separada del resto del mundo por el humo negro. No podíamos hacer otra cosa que esperar en la mayor inactividad durante esas cuarenta y ocho horas.

Yo estaba terriblemente ansioso por mi esposa. Me la figuré en Leatherhead, aterrorizada, en peligro, llorándome ya por muerto. Me paseé por las habitaciones y lancé exclamaciones al pensar en cómo me hallaba apartado de ella y en todo lo que podría ocurriría durante nuestra separación. Sabía que mi primo era hombre capaz de hacer frente a cualquier emergencia; pero no era la clase de individuo que se diera cuenta del peligro con prontitud y que obrara sin pérdida de tiempo. Lo que se necesitaba en esos momentos no era bravura, sino circunspección.

Me consolaba, no obstante, la creencia de que los marcianos iban hacia Londres, alejándose de ella. Esos vagos temores me tornaron demasiado sensitivo. Pronto me sentí irritado ante las constantes exclamaciones del cura. Me harté de ver su egoísta desesperación. Después de reñirle inútilmente me aparté de él, quedándome en un cuarto en que había globos, juegos y cuadernos, y era, me siguió hasta allí, me fui al desván y me encerré, a fin me siguió hasta allí, me fui al altillo y me encerré, a fin de estar a solas con mis preocupaciones.

Todo ese día y la mañana del siguiente estuvimos completamente cercados por el humo negro. El domingo por la noche vimos señales de que había gente en la casa vecina; una cara en una ventana y algunas luces que se movían, así como también el ruido de una puerta al cerrarse. Mas no sé quiénes eran ni qué fue de ellos. Al día siguiente no los vimos más. El humo negro se deslizó lentamente hacia el río durante toda la mañana del lunes, acercándose cada vez más a nosotros y pasando, al fin, por el camino próximo a la casa que nos servía de escondite.

Alrededor del mediodía se presentó un marciano para dispersar el humo con un chorro de vapor, que silbó al tocar las paredes, destrozó todas las ventanas y quemó la mano del cura cuando éste huyó de la sala.

Cuando nos adelantamos, al fin, por las habitaciones empapadas y volvimos a mirar hacia afuera, el terreno exterior parecía haber sido cubierto por una abundante nieve negra. Al mirar hacia el río nos asombró ver algo rojo que se mezclaba con la negrura de la campiña quemada.

Por un tiempo no comprendí en qué sentido afectaba esto nuestra situación, salvo que nos veíamos libres, al fin, del terrible humo negro. Pero después caí en la cuenta de que ya no estábamos prisioneros, de que podíamos escapar. Tan pronto como me di cuenta de esto volví a formular mis planes de acción. Pero el cura se mostró poco razonable y nada dispuesto a seguirme.

—Aquí estamos a salvo—expresó varias veces.

Decidí dejarlo. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Mejor preparado ahora por las enseñanzas del artillero, busqué alimento y bebida. Había hallado aceite y algunos trapos para tratar mis quemaduras y tomé también un sombrero y una camisa de franela que estaban en uno de los dormitorios.

Cuando mi compañero se dio cuenta de que me iría solo se decidió, al fin, a acompañarme. Y como reinó la calma durante toda la tarde partimos a eso de las cinco por el camino ennegrecido que se extendía hacia Sunbury.

En esta población, así como también a lo largo del camino, había cadáveres tendidos en diversas actitudes —tanto de hombres como de caballos—, carros volcados y maletas diseminadas, todo ello cubierto por un polvo negro.

Aquel manto de polvo negro me hizo pensar en lo que había leído sobre la destrucción de Pompeya.

Llegamos a Hampton Court sin dificultades y allí nos alivió un tanto ver un trozo de terreno herboso que asomaba por entre la negrura circundante.

Cruzamos Bushey Park, por donde avistamos a algunos hombres y mujeres que se alejaban en dirección a Hampton, y así llegamos a Twickenham. Aquéllas eran las primeras personas que veíamos.

Del otro lado del camino, más allá de Ham y Petersham, los bosques seguían ardiendo. Twickenham no había sufrido los efectos del rayo calórico ni del humo negro y allí encontramos algunas personas, aunque nadie pudo darme ninguna noticia. En su mayoría eran como nosotros y aprovechaban la calma momentánea para cambiar de refugio.

Tengo la impresión de que muchas de las casas seguían ocupadas por sus atemorizados dueños, los cuales no se atrevían a huir. Allí también veíase la evidencia de una fuga apresurada por el camino. Recuerdo vívidamente tres bicicletas destrozadas y aplastadas por las ruedas de los vehículos que les pasaran por encima.

Alrededor de las ocho y media cruzamos el puente de Richmond, y al hacerlo noté que flotaba por el río una gran masa roja de varios metros de anchura. No sé lo que era—no tuve tiempo para estudiarla—y la consideré como algo más horrible de lo que resultó ser en realidad. También allí, en el lado de Surrey, estaba el polvo negro que fuera humo y muchos cadáveres cerca de la estación. No vimos a los marcianos hasta que nos encontramos a cierta distancia de Barnes.

A lo lejos avistamos a un grupo de tres personas, que corrían por una calle transversal en dirección al río.

Colina arriba, el pueblo de Richmond estaba ardiendo; en las afueras de la población no había rastros del humo negro.

De pronto, cuando nos acercábamos a Kew, llegó corriendo un grupo de gente y sobre los tejados vimos la parte superior de una de las máquinas guerreras de los marcianos, a menos de cien metros de nosotros.

Nos quedamos anonadados ante el peligro, y si el marciano hubiera mirado hacia abajo habríamos perecido de inmediato. Estábamos tan aterrorizados que no nos atrevimos a seguir adelante, sino que nos desviamos para escondernos en el cobertizo de un jardín. Allí se acurrucó el cura, llorando silenciosamente y negándose a moverse.

Pero mi idea de llegar a Leatherhead no me daba descanso; al oscurecer volví a salir. Avancé por entre los setos y a lo largo de un pasaje paralelo a una casa que se elevaba en medio de un amplio terreno, saliendo así al camino que iba a Kew. El cura salió entonces del cobertizo para seguirme.

Aquella segunda salida fue la locura más grande que cometí, pues era evidente que los marcianos se hallaban en los alrededores. No acababa de alcanzarme mi compañero cuando vimos otro de los gigantes en dirección a Kew Lodge. Cuatro o cinco figuras negras corrían frente a él por un campo, y en seguida nos dimos cuenta de que el marciano los perseguía. En tres zancadas estuvo junto a ellos y los fugitivos se alejaron de entre sus piernas en todas direcciones. No empleó su rayo calórico para matarlos, sino que los fue apresando uno por uno. Aparentemente, los arrojaba al interior de un gran cajón metálico que llevaba colgado atrás, tal como los canastos que llevan pendientes del hombro los pescadores.

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5250 str.
ISBN:
9782380374124
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