Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 779

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¿Soñaban que podrían exterminarnos? Un centenar de preguntas similares presentábanse a mi mente mientras vigilaba al centinela. Además, tenía yo presente las fuerzas ocultas que se hallaban en dirección a Londres. ¿Habrían preparado trampas? ¿Estaban listas las fábricas de Hounslow? ¿Tendrían los londinenses el coraje de defender su ciudad hasta el fin?

Luego, al cabo de una espera que nos resultó interminable, oímos el estampido distante de un cañonazo.

Siguió otro y luego otro más cercano. Y entonces el marciano que se hallaba próximo a nosotros levantó su tubo y lo descargó como una pistola, produciendo un estampido estruendoso que hizo temblar el suelo.

Lo mismo hizo el gigante que estaba hacia el lado de Staines. No hubo fogonazo ni humo, sólo se produjo la detonación. Me llamaron tanto la atención esas armas y las detonaciones continuadas, que olvidé el riesgo y trepé hasta el matorral para mirar hacia Sunbury. Cuando hice esto, oí atea detonación y un proyectil de buen tamaño pasó por el aire en dirección a Houslow.

Esperé, por lo menos, ver humo o fuego u otra evidencia de efectividad. Mas todo lo que vi fue el cielo azul profundo, con una estrella solitaria, y la neblina blanca que se extendía sobre la tierra. Y no hubo otro golpe ni una explosión que hiciera eco a la primera. Volvió a reinar el silencio.

—¿Qué ha pasado?— preguntó el cura acercándoseme.

—¡Sólo el cielo lo sabe!—repuse.

Pasó un murciélago, que se perdió en la distancia. Comenzó luego un distante tumulto de gritos, que cesó de pronto. Miré de nuevo al marciano y vi que iba ahora hacia el este con paso rápido y bamboleante.

A cada momento esperaba yo que disparara contra él alguna de las baterías ocultas, pero el silencio de la noche no fue interrumpido por nada. La figura del marciano fue tornándose más pequeña a medida que se alejaba y, al fin, se lo tragaron la neblina y las sombras de la noche. Siguiendo un mismo impulso, ambos trepamos más arriba. En dirección a Sunbury se veía algo oscuro, como si hubiera crecido súbitamente por allí una colina cónica que nos impidiera ver más allá, y luego, algo más lejos, por el lado de Walton, vimos otro bulto similar. Esas formas elevadas se fueron tornando más bajas y anchas mientras las mirábamos.

Impulsado por una idea súbita, miré hacia el norte y percibí por allí la tercera de aquellas lomas negras.

Reinaba un silencio de muerte. Hacia el sudeste oímos entonces a los marcianos, que aullaban para comunicarse unos con otros, y luego volvió a temblar el aire con el distante detonar de sus armas. Pero la artillería terrestre no respondió al ataque.

En ese momento no comprendimos de qué se trataba; pero después me enteraría yo del significado de aquellas lomas que formaran sobre la tierra. Cada uno de los marcianos que integraban la línea de avanzada que he descrito había descargado por medio del tubo un enorme recipiente sobre las colinas, arboladas, grupos de casas u otro refugio posible para los cañones. Algunos dispararon sólo uno de los recipientes; otros, dos, como el que viéramos nosotros; se dice que el de Ripley descargó no menos de cinco.

Los recipientes se rompían al dar en tierra—no estallaban—, y al instante dejaban en libertad un enorme volumen de un vapor pesado que se levantaba en una especie de nube: una loma gaseosa que se hundía y se extendía lentamente sobre la región circundante. Y el contacto de aquel vapor significaba la muerte para todo ser que respira.

Este vapor era pesado, mucho más que el humo más denso, de modo que después de haberse elevado al romperse el recipiente, volvía a hundirse por el aire y corría sobre el suelo más bien como un líquido, abandonando las colinas y extendiéndose por los valles, zanjas y corrientes de agua, tal como lo hace el gas de ácido carbónico que emerge de las fisuras volcánicas. Y al entrar en contacto con el agua se operaba una transformación química y la superficie del líquido quedaba cubierta instantáneamente por una escoria, que se hundía con lentitud para dejar sitio al resto de la sustancia. Esta escoria era insoluble y resulta extraño que—a pesar del efecto mortal del gas—se pudiera beber el agua así contaminada sin sufrir daño alguno.

El vapor no se disipaba como lo hace el verdadero gas. Quedaba unido en montones, corriendo lentamente por la tierra y cediendo muy poco a poco al empuje del viento para hundirse, al fin, en la tierra en forma de polvo. Con excepción de que un elemento desconocido da un grupo de cuatro líneas en el azul del espectro, nada sabemos sobre la naturaleza de esta sustancia.

Una vez terminada su dispersión, el humo negro se adhería tanto al suelo, aun antes de su precipitación, que a quince metros de altura, en los techos y en los pisos superiores de las casas altas, así como también en los árboles, existía la posibilidad de escapar a sus efectos ponzoñosos, como quedó demostrado aquella noche en Street Chobham y Ditton.

El hombre que se salvó en el primero de estos lugares hace un relato notable de lo extraño de aquella corriente negra y de cómo la vio desde el campanario de la iglesia, así como también del aspecto que tenían las casas de la aldea al elevarse como fantasmas sobre ese mar de tinta. Durante un día y medio permaneció allí, fatigado, medio muerto de hambre y quemado por el sol, viendo el cielo azul en lo alto y abajo la tierra como una extensión de terciopelo negro de la que sobresalían tejados rojos, las copas de los árboles y más tarde setos velados, portones y paredes.

Pero aquello fue en Street Chobham, donde el vapor negro quedó hasta hundirse por sí solo en la tierra. Por lo general, cuando ya había servido sus fines, los marcianos lo eliminaban por medio de una corriente de vapor.

Esto hicieron con las lomas de vapor próximas a nosotros, mientras los observábamos desde la ventana de una casa abandonada de Upper Halliford, donde nos habíamos refugiado. Desde allí vimos moverse los reflectores sobre Richmond Hill y Kingston Huí, y alrededor de las once tembló la ventana y oímos el estampido de los grandes cañones de sitio que instalaran en aquellos lugares. Las detonaciones continuaron intermitentemente por espacio de un Cuarto de hora, disparando granadas al azar contra los marcianos invisibles que se encontraban en Hampton y Ditton. Después se apagaron los pálidos rayos de la luz eléctrica y fueron reemplazados por un resplandor rojizo.

Luego cayó el cuarto cilindro, un brillante meteoro verde. Supe más tarde que había ido a dar en Bushey Park. Antes que entraran en acción los cañones de Richmond y Kingston hubo una andanada breve en dirección al sudoeste, y creo que fueron los artilleros, que dispararon sus armas antes que el vapor negro los envolviera.

De esta manera, y obrando tan metódicamente como lo harían los hombres para exterminar una colonia de avispas, los marcianos extendieron su vapor por todo el campo en dirección a Londres.

Los extremos de su fila se fueron separando lentamente hasta que, al fin, se hallaron extendidos desde Hanwell a Coombe y Malden. Durante toda la noche avanzaron con sus mortíferos tubos. Después que fue derribado el marciano en St. George Hill, ni una sola vez dieron a la artillería la oportunidad de hacer otro blanco. Donde hubiera la posibilidad de que se encontrase un arma oculta descargaban otro recipiente de vapor negro, y donde los cañones estaban a la vista, empleaban el rayo calórico.

Alrededor de medianoche, los árboles que ardían en las laderas de Richmond Park y el resplandor de Kingston Hill proyectaban su luz sobre una capa de humo negro que cubría todo el valle del Támesis y se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

Por este mar de tinta avanzaban dos gigantes, que lanzaban hacia todos lados sus chorros de vapor para limpiar el terreno.

Aquella noche los marcianos no emplearon mucho su rayo calórico, ya sea porque disponían de una cantidad limitada del material con que lo producían o porque no deseaban destruir el país, sino sólo terminar con la oposición que les presentaran. En esto último tuvieron el mayor éxito. El domingo por la noche terminó la oposición organizada contra sus movimientos. Después no hubo ya ningún grupo de hombres que pudiera enfrentárseles; tan inútil era la empresa. Aun las tripulaciones de los torpederos y destructores que subieron por el Támesis con sus embarcaciones se negaron a parar, se amotinaron y volvieron de nuevo la proa hacia el mar. La única operación ofensiva que se aventuraron a llevar a cabo los hombres después de aquella noche fue la preparación de minas y pozos, y aun en eso no se trabajó con mucho entusiasmo.

Sólo podemos suponer el destino corrido por las baterías de Esher, las cuales aguardaban con tanta expectación la llegada del enemigo. Sobrevivientes no hubo. Nos podemos imaginar el orden reinante; los oficiales de guardia; los artilleros listos; las balas al alcance de la mano; los servidores de las piezas con sus caballos y carros; los grupos de civiles, que esperaban tan cerca como les era permitido; la quietud de la noche; las ambulancias y las tiendas de los enfermeros con los heridos de Weybridge. Luego, el estampido apagado de los disparos que efectuaron los marcianos; el proyectil que volaba sobre árboles y casas para romperse en los campos cercanos.

También podemos imaginar el cambio de actitud de todos; el humo negro, que avanzaba rápidamente y se elevaba ennegreciéndolo todo para caer luego sobre sus víctimas; los hombres y caballos, velados por el gas, corriendo desesperados para ir a caer al fin; los cañones abandonados; los soldados debatiéndose en el suelo, y la expansión rápida del cono de humo opaco. Y luego, la noche y la muerte; nada más que una masa silenciosa de vapor que oculta a sus muertos.

Antes del amanecer, el vapor negro corría por las calles de Richmond, y el ya casi desintegrado organismo del gobierno hacía un último esfuerzo, a fin de preparar a la población de Londres para la huida.

16

EL ÉXODO DE LONDRES

Ya habrá imaginado el lector la rugiente ola de miedo que azotó la ciudad más grande del mundo al amanecer del lunes: la corriente de fuga, que se fue convirtiendo con rapidez en un torrente enfurecido en los alrededores de las estaciones ferroviarias, se convirtió en una lucha a muerte en los muelles del Támesis y buscó salida por todos los canales disponibles del norte y del este. A las diez de la mañana perdía coherencia la organización policial, y a mediodía se desplomaba por completo la de los ferrocarriles.

Todas las líneas ferroviarias del norte del Támesis y los habitantes del sudeste habían sido advertidos del peligro a la medianoche del domingo, y los trenes se llenaban con rapidez, mientras que la gente luchaba con salvajismo por conseguir espacio en los vagones.

A las tres de la tarde muchos eran aplastados y pisoteados, aun en la calle Bishipsgate; a doscientos metros de la estación de la calle Liverpool se disparaban revólveres, se apuñalaba a muchos y los agentes de policía que fueron enviados a dirigir el tránsito dejábanse llevar por la cólera y rompían las cabezas de las personas a las que debían proteger.

Y al avanzar el día y negarse los maquinistas y fogoneros a regresar a Londres, la presión del éxodo obligó a la multitud a alejarse de las estaciones y volcarse por los caminos que iban hacia el norte.

A mediodía habíase visto un marciano en Barnes y una nube de vapor negro, que se hundía lentamente, avanzaba por el Támesis y los llanos de Lambeth, impidiendo la huida por los puentes. Otra nube negra presentóse sobre Ealing y rodeó a un grupito de sobrevivientes que se hallaba en Castle Hill y que de allí no pudo descender.

Después de una inútil tentativa por subir a un tren del noroeste en Chalk Farm, mi hermano salió a ese camino, cruzó por entre un enjambre de vehículos y tuvo la suerte de ser uno de los primeros que saquearon un negocio de venta de bicicletas. El neumático delantero de la máquina que obtuvo se abrió al sacarlo por el escaparate; pero sin darle importancia, montó en ella y partió sin otra herida que un golpe recibido en la muñeca.

La parte inferior de la empinada Haverstook Hill era impasable, debido a los cadáveres de numerosos caballos allí caídos, y mi hermano tomó entonces por el camino Belsize.

Así logró salvarse de lo peor del pánico, soslayando el camino Edgware y llegar a esta población alrededor de las siete, fatigado y con mucho apetito, pero muchísimo antes que la multitud.

A lo largo del camino se hallaba la gente apiñada, observando con gran curiosidad a los fugitivos. Allí le pasó un grupo de ciclistas, varios jinetes y dos automóviles. A una milla de Edgware se rompió la llanta delantera de su bicicleta y tuvo que abandonar la máquina y seguir camino a pie.

En la calle principal de la aldea había algunos comercios abiertos y los pobladores se agrupaban en las aceras, los portales y ventanas, mirando asombrados a la extraordinaria procesión de fugitivos que llegaba allí. Mi hermano consiguió obtener algo de alimento en una hostería.

Por un tiempo quedóse en Edgware, sin saber qué rumbo tomar. Los refugiados aumentaban en número.

Muchos de ellos, como mi hermano, parecían dispuestos a quedarse en la aldea. No había nuevas noticias de los invasores de Marte.

A esa hora el camino estaba atestado, pero la congestión no era grave. La mayoría de los fugitivos montaban bicicletas, pero pronto se vieron algunos automóviles, coches de plaza y carruajes cerrados, que levantaban el polvo en grandes nubes por el camino hacia St. Albans.

La idea de ir hasta Chelmsford, donde tenía unos amigos, impulsó, al fin, a mi hermano a partir por un camino tranquilo que se extendía hacia el este. Poco después llegó a un portillo de molinete, y luego de transponerlo siguió un sendero que iba hacia el noroeste. Pasó cerca de varias granjas y algunas aldeas cuyos nombres ignoraba. Vio a pocos fugitivos, hasta que se encontró en el sendero de High Barnet con dos damas, que fueron luego sus compañeras de viaje. Llegó al lugar a tiempo para salvarlas.

Oyó sus gritos, y al correr para dar vuelta a la curva vio a un par de individuos que se esforzaban por arrancarlas del cochecillo en el que viajaban, mientras que un tercero trataba de contener al nervioso caballo.

Una de las damas, mujer baja y vestida de blanco, no hacía más que gritar; pero la otra, una joven morena y esbelta, golpeaba con su látigo al hombre que la tenía sujeta por una muñeca.

Mi hermano se hizo cargo de la situación al instante, lanzó un grito y corrió hacia el lugar en que se desarrollaba la lucha. Uno de los hombres desistió de sus intenciones y volvióse hacia él. Al ver la expresión del otro, mi hermano comprendió que era inevitable una pelea, y como era un pugilista experto, lo atacó inmediatamente, derribándolo contra la rueda del vehículo.

No era ése el momento apropiado para mostrarse caballeresco, y acto seguido lo desmayó de un puntapié.

Tomó luego por el cuello al que aprisionaba la muñeca de la dama. Oyó entonces ruido de cascos, sintió que el látigo le golpeaba entre los ojos, y el hombre al que asía se liberó y echó a correr por el camino.

Medio atontado, se encontró frente al que había contenido al caballo, y vio entonces que el coche se alejaba camino abajo meciéndose de un lado a otro y con ambas mujeres vueltas hacia él.

Su antagonista, que era un sujeto fornido, trató de abrazarlo, y él le contuvo con un golpe a la cara. El otro se dio cuenta entonces de que estaba solo y dio un salto para esquivarlo y correr tras del coche.

Mi hermano le siguió y cayó al suelo. Otro de los sujetos, que había echado a correr tras él, cayó también.

Un momento después se acercó el tercero de los individuos y entre los dos lo ataron. Mi hermano se habría visto en un grave apuro si la dama delgada no hubiera vuelto en su ayuda con gran audacia. Parece que tenía un revólver, pero el arma estaba debajo del asiento cuando las atacaron. Disparó desde seis metros de distancia y la bala pasó a escasos centímetros de la cabeza de mi hermano. El menos valeroso de los ladrones echó a correr seguido por su compañero, que le reprochaba su cobardía. Ambos se detuvieron junto al que yacía tendido en el camino.

—¡Tome esto!—dijo la joven a mi hermano dándole el revólver.

—Vuelva al coche—le ordenó él mientras se enjugaba la sangre que manaba de sus labios.

Ella se volvió sin decir palabra y ambos marcharon hacia donde la mujer de blanco se esforzaba por contener al atemorizado caballo. Los ladrones parecían haberse dado por vencidos y se alejaron.

—Me sentaré aquí, si me permiten—dijo entonces, y subió al pescante.

La dama miró sobre su hombro.

—Deme las riendas—dijo, y azuzó al caballo de un latigazo.

Un momento más tarde, una curva del camino ocultó a los tres ladrones, que se iban.

De esta manera completamente inesperada, mi hermano se encontró, jadeante, con un corte en un labio, la barbilla magullada y los nudillos lastimados, viajando por un camino desconocido con estas dos mujeres.

Se enteró de que eran la esposa y la hermana menor de un cirujano que vivía en Stanmore y que había vuelto en la madrugada de atender un caso urgente en Pinner. Al enterarse en una estación del camino de que avanzaban los marcianos fue apresuradamente a su casa, despertó a las mujeres, empaquetó algunas provisiones, puso su revólver debajo del asiento—por suerte para mi hermano—y les dijo que fueran a Edgware, donde podrían tomar un tren. Quedóse atrás para avisar a los vecinos y dijo que las alcanzaría a las cuatro y media de la mañana. Pero eran ya cerca de las nueve y no habían vuelto a verle. En Edgware no pudieron detenerse debido al intenso tránsito que pasaba por la aldea y por eso fueron hasta ese camino lateral.

Esto fue lo que contaron a mi hermano poco a poco, cuando volvieron a detenerse cerca de New Barnet.

Él les prometió hacerles compañía, por lo menos, hasta que decidieran lo que iban a hacer o hasta que llegara el médico. Manifestó ser experto en el manejo del revólver —arma desconocida para él—, a fin de infundirles confianza.

Hicieron una especie de campamento al lado del camino y el caballo se puso a mordisquear un seto. Él les contó su huida de Londres y todo lo que sabía de los marcianos. El sol fue ascendiendo en el cielo y al cabo de un tiempo dejaron de hablar y quedáronse esperando.

Varios caminantes pasaron por allí, y por ellos supo mi hermano algunas noticias. Cada respuesta que recibía acrecentaba su impresión del gran desastre sufrido por la humanidad y aumentaba su convicción de que era necesario proseguir la huida inmediatamente. Por este motivo lo sugirió a sus acompañantes.

—Tenemos dinero—dijo la más delgada, y vaciló un poco. Miró a mi hermano a los ojos y desapareció su incertidumbre.

—Yo también lo tengo—dijo él.

Ella le explicó que llevaban treinta libras en oro, además de un billete de cinco, y sugirió que con eso podrían tomar un tren en St. Albans o en New Barnet. Mi hermano creyó imposible hacerlo, ya que había visto lo ocurrido en Londres con los trenes, y expresó su idea de cruzar Essex hacia Harwich y así escapar del país.

La señora Elphinstone, que era la dama de blanco, no quiso escuchar razones y siguió llamando a «George»; pero su cuñada era muy decidida y, finalmente, accedió a la sugestión de mi hermano.

Así, pues, siguieron hacia Barnet con la intención de cruzar el Gran Camino del Norte. Mi hermano iba caminando junto al coche para cansar al caballo lo menos posible.

A medida que avanzaba el día acrecentábase el calor y la arena blancuzca sobre la que pisaban se tornó cegadora y ardiente, de modo que sólo pudieron viajar con mucha lentitud. Los setos estaban cubiertos de polvo, y mientras avanzaban hacia Barnet oyeron cada vez más claramente un tumulto extraordinario.

Comenzaron a encontrarse con más gente. En su mayoría miraban todos hacia adelante con la vista fija; iban murmurando por lo bajo; estaban fatigados, pálidos y sucios. Un hombre vestido de etiqueta se cruzó con ellos. Iba caminando y con los ojos fijos en el suelo. Oyeron su voz y, al volverse para mirarle, le vieron llevarse una mano a los cabellos y golpear con la otra algo invisible. Pasado su paroxismo de ira continuó camino sin mirar hacia atrás ni una sola vez.

Cuando siguieron hacia la encrucijada al sur de Barnet vieron a una mujer que se aproximaba al camino por un campo de la izquierda llevando un niño en brazos y seguida por otros dos. Luego apareció un hombre vestido de negro, con un grueso bastón en una mano y una maleta en la otra. Después vieron llegar por la curva un carrito arrastrado por un sudoroso caballo negro y guiado por un joven de sombrero hongo cubierto de polvo. Viajaban con él tres muchachas y un par de niños.

—¿Por aquí podremos dar la vuelta por Edgware? —preguntó el conductor, que estaba muy pálido.

Cuando mi hermano le hubo contestado afirmativamente tomó hacia la izquierda, azotó al caballo y se fue sin darle las gracias.

Mi hermano notó un humo gris pálido que se levantaba entre las casas que tenía frente a sí y que velaba la fachada blanca de un edificio que se hallaba detrás de las villas. La señora Elphinstone lanzó un grito al ver una masa de llamas rojas que saltaban de las viviendas hacia el cielo. El ruido tumultuoso resultó ser ahora una cacofonía de voces, el rechinar de muchas ruedas, el crujir de vehículos y el golpear de cascos sobre el suelo. El camino describía allí una curva cerrada, a menos de cincuenta metros de la encrucijada.

—¡Dios mío!—gritó la señora Elphinstone—. ¿Adonde nos lleva usted?

Mi hermano se detuvo.

El camino principal estaba lleno de gente, era un torrente de seres humanos que avanzaban apresuradamente hacia el norte, mientras unos empujaban a otros. Una gran nube de polvo blanco y luminoso por el resplandor del sol tornaba indistinto el espectáculo y era constantemente renovado por las patas de gran cantidad de caballos, los pies de hombres y mujeres y las ruedas de vehículos de toda clase.

—¡Paso!—gritaban las voces—. ¡Abran paso!

Tratar de llegar al cruce del sendero por el camino principal era como querer avanzar hacia las llamas y el humo de un incendio; la multitud rugía como las llamas, y el polvo era tan cálido y penetrante como el humo. Y, en verdad, algo más adelante ardía una villa, cuyo humo aumentaba la confusión reinante.

Dos hombres se cruzaron con ellos. Después pasó una mujer muy sucia, que llevaba un atado de ropas y lloraba sin cesar.

Todo lo que pudieron ver del camino de Londres entre las casas de la derecha era una tumultuosa corriente de personas sucias, que avanzaban apretujadas entre las casas de ambos lados; las cabezas negras, las formas indefinibles, tornábanse claras al llegar a la esquina; pasar y perder de nuevo su individualidad en la confusa multitud, que desaparecía entre una nube de polvo.

—¡Adelante! ¡Adelante!—gritaban las voces—. ¡Paso! ¡Paso!

Las manos de uno presionaban sobre las espaldas de otro. Mi hermano quedóse parado junto al caballo.

Luego, irresistiblemente atraído, avanzó paso a paso por el sendero.

Edgware había sido una escena de confusión; Chalk Farm, un tumulto indescriptible; pero esto era toda una población en movimiento. Resulta difícil imaginar a aquella multitud. No tenía carácter propio. Las figuras salían de la esquina y se perdían dando la espalda al grupo parado en el sendero. Por los costados iban los que marchaban a pie, amenazados por las ruedas, cayendo a cada momento a las zanjas y tropezando unos con otros.

Los vehículos iban unos tras otros, dejando poco espacio para los otros coches más veloces, que de cuando en cuando se adelantaban al presentárseles una abertura propicia, obligando así a los caminantes a diseminarse contra las cercas y portales de las casas.

—¡Adelante!—era el grito—. ¡Adelante! ¡Ya vienen!

Sobre un carro viajaba un ciego, que vestía el uniforme del Ejército de Salvación. Iba haciendo ademanes vagos y gritaba:

—¡Eternidad! ¡Eternidad!

Su voz era ronca y muy potente, de modo que mi hermano le oyó hasta mucho después que el ciego se hubo perdido en el polvo del sur. Algunos de los que iban en los carros castigaban a sus caballos y reñían con los demás conductores; otros estaban inmóviles, con la vista fija en el vacío; otros se mordían las uñas o yacían postrados en el fondo de sus vehículos. Los caballos tenían los hocicos cubiertos de espuma y los ojos enrojecidos.

Había coches de plaza, carruajes cerrados, carros y carretas en número infinito. El carretón de un cervecero pasó rechinando con sus dos ruedas de ese lado salpicadas de sangre fresca.

—¡Abran paso!—gritaban todos—. ¡Abran paso!

—¡Eternidad!—continuaba exclamando el ciego.

Veíanse mujeres bien vestidas con niños que lloraban y avanzaban a tropezones, con las ropas elegantes cubiertas de polvo y los rostros bañados en lágrimas. Con muchas de ellas avanzaban hombres: algunos, atentos; otros, salvajes y desconfiados. Al lado de ellos iban algunas mujeres de la calle, que vestían deslucidos trajes negros hechos jirones y proferían gruesas palabrotas. Había también obreros fornidos, hombres desaliñados vistiendo como dependientes, un soldado herido, individuos vestidos con el uniforme de empleados del ferrocarril y uno que sólo tenía puesto un camisón con un abrigo encima.

Pero a pesar de lo variado de su composición, aquella hueste tenía algo en común. Notábase el miedo y el dolor en todos los rostros y el terror los impulsaba. Un tumulto en el camino, una pelea por un poco de espacio, hacía que todos apresuraran el paso. El calor y el polvo habían hecho ya su efecto en la multitud.

Tenían el cutis reseco y los labios ennegrecidos y resquebrajados. Todos estaban sedientos, cansados y doloridos. Y entre los gritos diversos se oían disputas, reproches, gemidos de fatiga; las voces de casi todos eran roncas y débiles. Y continuamente se repetían estas palabras:

—¡Paso! ¡Paso! ¡Llegan los marcianos!

Pocos se detenían o se apartaban de la corriente. El sendero tocaba el camino carretero de manera oblicua y daba la impresión de llegar desde Londres. No obstante, muchos entraron en él; los más débiles salieron del montón para descansar un rato e introducirse nuevamente. A cierta distancia de la entrada yacía un hombre con una pierna al descubierto y envuelto en trapos ensangrentados. Lo acompañaban dos amigos.

Un viejo de menguada estatura, que lucía un bigote de corte militar y un sucio levitón negro, salió para sentarse junto al seto; se quitó un zapato—tenía el calcetín ensangrentado—, lo sacudió para sacarle un guijarro y volvió a reanudar la marcha. Poco después se arrojó bajo el seto una niñita de ocho o nueve años y rompió a llorar:

—¡No puedo seguir! ¡No puedo seguir!

Mi hermano salió de su estupefacción y la alzó en brazos para llevársela a la señorita Elphinstone. Tan pronto como la tocó él, la niña quedóse completamente inmóvil, como si la dominara el miedo.

—¡Ellen!—chilló una mujer de la multitud—. ¡Ellen!

La niña apartóse entonces del coche para ir hacia el camino carretero gritando:

—¡Mamá!

—Ya vienen—dijo un jinete que cruzó frente a la entrada del sendero.

—¡Apártese del paso!—gritó un cochero desde lo alto de su vehículo, y mi hermano vio un carruaje cerrado que entraba en el caminillo.

La gente se apretujó para no ser aplastada por el caballo. Mi hermano retiró su coche hacia el seto y el cochero pasó para detenerse junto a la curva. El vehículo tenía una lanza para dos caballos, pero sólo uno iba atado a las riendas.

Mi hermano vio por entre el polvo que dos hombres bajaban del coche una camilla y la ponían sobre el césped.

Uno de ellos se le acercó a todo correr.

—¿Dónde hay agua?—preguntó—. Está moribundo y tiene sed. Es lord Garrick.

—¿Lord Garrick?—exclamó mi hermano—. ¿El juez supremo?

—¿Dónde hay agua?

—Quizá haya algún grifo en una de las casas. Nosotros no llevamos y no me atrevo a dejar a mi gente.

El otro se abrió paso por entre la multitud hasta la puerta de la casa de la esquina.

—¡Adelante!—le gritaban todos dándole empellones—. ¡Ya vienen! ¡Adelante!

Luego llamó la atención de mi hermano un hombre barbudo y de rostro afilado que llevaba un maletín de mano. El maletín se abrió en ese momento y de su interior cayó una masa de soberanos de oro, que se diseminó al dar en tierra. Las monedas rodaron por entre los pies de los hombres y las patas de los caballos. El hombre se detuvo y miró estúpidamente las monedas. En ese momento le golpeó la vara de un coche y le hizo trastabillar. Lanzó un aullido, volvió hacia atrás y la rueda de un carro le pasó rozando el cuerpo.

—¡Paso!—gritaron los que marchaban a su alrededor—. ¡Abran paso!

Tan pronto como hubo pasado el coche, el individuo se arrojó sobre la pila de monedas y comenzó a llevarlas a puñados a sus bolsillos. Un caballo llegó hasta él y un momento después el hombre se levantaba a medias para ser aplastado luego por los cascos.

—¡Cuidado!—gritó mi hermano, y apartando del paso a una mujer esforzóse por asir las riendas del animal.

Antes que pudiera lograrlo oyó un grito bajo las ruedas y vio por entre el polvo que la llanta pasaba sobre la espalda del pobre desgraciado. El conductor del carro asestó un latigazo a mi hermano. Éste corrió en seguida hacia la parte posterior del vehículo. Los gritos le aturdieron un tanto. El hombre se debatía en el polvo, entre su dinero, e incapaz de levantarlo, porque la rueda habíale quebrado la columna vertebral y sus piernas no tenían movimiento. Mi hermano se irguió entonces, gritándole al conductor del coche siguiente, y un hombre que montaba en un caballo negro adelantóse para prestarle ayuda.

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5250 str.
ISBN:
9782380374124
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