Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 722

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—Yo le dije: "el honor siempre ha sido honor, y la honestidad, honestidad en la casa Manson Mingott, y así será hasta que me saquen de aquí con los pies hacia adelante" —había balbuceado la anciana en el oído de su hija, con la voz gruesa de los enfermos parcialmente paralizados—. Y cuando ella dijo: "Pero mi nombre, abuelita, es Regina Dallas", yo le dije: "Era Beaufort cuando él te cubría de joyas, y debe seguir siendo Beaufort ahora que te cubre de vergüenza".

Todo esto relató Mrs. Welland, descolorida y demolida por la desusada obligación de tener finalmente que fijar sus ojos en lo desagradable y lo deshonroso.

—Si al menos pudiera ocultárselo a tu suegro; siempre me dice: "Augusta, te lo imploro, no destruyas mis últimas ilusiones". ¿Y cómo voy a evitar que se entere de estos horrores? —y la pobre Mrs. Welland rompió en sollozos.

—Después de todo, mamá, él no los ha visto—sugirió su hija.

Y Mrs. Welland suspiró.

—Ah, no; gracias al cielo está a salvo en su cama. Y el Dr. Bencomb prometió mantenerlo ahí hasta que mi pobre madre esté mejor, y que Regina se haya marchado a alguna parte.

Archer se había sentado cerca de la ventana y miraba sin ver la desierta carretera. Era evidente que lo habían hecho ir más como apoyo moral de las conmocionadas damas que por la ayuda específica que pudiera prestarles. Se había telegrafiado a Mr. Lovell Mingott y despachado mensajes por mano a los miembros de la familia que vivían en Nueva York; entretanto no había nada más que hacer sino discutir con calma las consecuencias del deshonor de Beaufort y la injustificable actitud de su esposa. Mrs. Lovell Mingott, que estaba en otra sala escribiendo notas, reapareció y agregó su voz a la conversación. En sus días —coincidían las señoras mayores—, la esposa de un hombre que había sido deshonesto en los negocios sólo tenía una salida: borrarse, desaparecer junto con él.

—Ahí tienen el caso de la pobre abuela Spicer, tu bisabuela, May —dijo Mrs. Welland y se apresuró a agregar—: naturalmente, las dificultades económicas de tu bisabuelo eran privadas, pérdidas a las cartas o firmas de avales, nunca lo supe bien porque mamá jamás habló de ello. Pero ella creció en el campo porque su madre tuvo que abandonar Nueva York después de la deshonra, cualquiera que fuera; vivieron solos Hudson arriba, invierno y verano, hasta que mamá cumplió dieciséis años. Jamás se le hubiera ocurrido a la abuela Spicer pedir que la familia la apoyara, como entiendo que lo llama Regina; sin embargo, una deshonra privada no es nada comparada con el escándalo de arruinar a cientos de personas inocentes.

—Sí, sería más decoroso de parte de Regina que escondiera la cara en vez de pedir el apoyo de los demás —asintió Mrs. Lovell Mingott. Entiendo que el collar de esmeraldas que usó en la ópera el viernes pasado había sido enviado a prueba por Ball & Black esa misma tarde. Me pregunto si lo recuperarán algún día.

Archer escuchaba impasible el implacable coro. La idea de absoluta probidad financiera como primera ley en el código de un caballero estaba demasiado profundamente arraigada en él como para que consideraciones sentimentales la debilitaran. Un aventurero como Lemuel Struthers puede construir los millones de su Betún de Zapatos en cualquier cantidad de sombrías transacciones; pero la honestidad inmaculada era la noblesse oblige de la vieja Nueva York financiera. Tampoco lo emocionaba mayormente el destino de Beaufort. Sentía, sin duda, más lástima por ella que sus indignados familiares; pero le parecía que el lazo entre marido y mujer, aunque se puede romper en la prosperidad, debe ser indisoluble en la desgracia. Como decía Mr. Letterblair, el lugar de una esposa está al lado de su marido al momento de las dificultades; pero la posición de la sociedad no era la de Mr. Letterblair, y la impúdica pretensión de Mrs. Beaufort de que así fuera casi constituía una prueba de su complicidad. La sola imagen de una mujer apelando a su familia para encubrir la deshonra financiera de su marido era inadmisible, ya que era lo único que la Familia, como institución, no podía hacer. La criada mulata llamó a Mrs. Lovell Mingott al vestíbulo, y ésta regresó al instante con el ceño fruncido.

—Quiere que telegrafíe a Ellen Olenska. Ya le escribí, naturalmente, lo mismo a Medora; pero ahora parece que no es suficiente. Debo telegrafiarle inmediatamente, y decirle que debe venir sola.

El anuncio fue recibido en silencio. Mrs. Welland suspiró resignadamente, y May se levantó de su asiento y fue a recoger unos periódicos que estaban desparramados en el suelo.

—Supongo que hay que hacerlo —continuó Mrs. Lovell Mingott, como esperando ser contradicha.

May volvió al medio de la habitación.

—Por supuesto que hay que hacerlo —dijo—. La abuela sabe lo que quiere, y debemos cumplir todos sus deseos. ¿Quieres que escriba ese telegrama, tía? Si se despacha de inmediato, probablemente Ellen podrá alcanzar a tomar el tren de mañana.

Pronunció las sílabas del nombre con peculiar claridad, como si golpeara dos campanas de plata.

—Bueno, no puede salir de inmediato. Jasper y el mozo salieron con notas y telegramas.

May se volvió hacia su marido con una sonrisa.

—Pero aquí está Newland, dispuesto a ayudar en cualquier cosa. ¿Podrías llevar el mensaje, Newland? Queda tiempo antes del almuerzo.

Archer se levantó murmurando que estaba de acuerdo, y May se sentó en el bonheur du jour de palo de rosa de Catherine, y escribió el mensaje con su letra ancha e inmadura. Cuando hubo escrito, lo dobló cuidadosamente y se lo pasó a Archer.

—¡Qué pena —le dijo— que tú y Ellen vayan a cruzarse en el camino! Newland —agregó volviéndose hacia su madre y su tía—, tiene que ir a Washington por un caso de patentes que se abre ante la Corte Suprema. Supongo que el tío Lovell regresará mañana por la noche, y como la abuela está tanto mejor, no me parece correcto pedirle a Newland que deseche un compromiso importante con la firma, ¿no es cierto?

Hizo una pausa, como esperando respuesta, y Mrs. Welland declaró apresuradamente:

—Por supuesto que no, querida. Tu abuela es la última persona que lo desearía.

Cuando Archer salía de la habitación con el telegrama, escuchó la voz de su suegra que añadía, presumiblemente para Mrs. Lovell Mingott:

—¿Pero para qué diablos te hace telegrafiar a Ellen Olenska...?

Y la voz clara de May replicó:

—Quizás sea para hacerle ver nuevamente que, después de todo, su deber está al lado de su esposo.

La puerta de calle se cerró tras Archer, que se alejó caminando apresuradamente hacia la oficina del telégrafo.

28

—Ol... ol... ¿cómo se escribe esto tan raro? — preguntó en tono agrio la joven a quien Archer entregara el telegrama de su esposa por la ventanilla de la oficina de la Western Union.

—Olenska, O—1—e—n—s—k—a —repitió, recogiendo el mensaje para escribir en mayúscula las sílabas del nombre extranjero encima de la irregular escritura de May.

—Es un nombre muy difícil para una oficina de telégrafo de Nueva York, por lo menos en este barrio —observó una voz inesperada. Y al volverse, Archer vio a Lawrence Lefferts pegado a su codo, atusando su impecable bigote mientras fingía no mirar el mensaje.

—Hola, Newland, pensé que te encontraría aquí. Acabo de saber del ataque de Mrs. Mingott e iba camino a su casa cuando te vi doblar por esta calle y corrí detrás de ti. Supongo que vienes de allá.

Archer asintió con la cabeza, y empujó nuevamente su telegrama por la ventanilla.

—Muy mal, ¿eh? —continuó Lefferts—. Telegrafiando a la familia, supongo. Me imagino que será muy grave cuando están incluyendo a la condesa Olenska.

Archer apretó los labios; sintió un impulso salvaje de darle un puñetazo a esa cara hermosa, larga y presumida que tenía a su lado.

—¿Por qué? —preguntó.

Lefferts, que era conocido por rehuir las discusiones, levantó las cejas con una mueca irónica para advertir a Archer que la muchacha de la ventanilla los observaba. Esa mirada le recordó a Archer que nada podía ir más en contra de las formalidades que cualquier muestra de malhumor en un lugar público, jamás le había importado menos a Archer los requerimientos de las formalidades; pero su impulso de golpear físicamente a Lefferts fue sólo momentáneo. No podía aceptar la idea de que el nombre de Ellen Olenska estuviera en los labios de ese hombre en tal momento, y que diera pábulo a cualquiera provocación. Pagó el telegrama y ambos jóvenes salieron juntos a la calle. Allí Archer, habiendo recuperado el control de sí mismo, prosiguió:

—Mrs. Mingott está mucho mejor y el doctor ya no está preocupado por ella.

Lefferts, con exagerada expresión de alivio por su mejoría, le preguntó si sabía que nuevamente circulaban espantosos rumores acerca de Beaufort. Esa tarde, la noticia de la caída de Beaufort estaba en todos los periódicos. Eclipsó las informaciones sobre el ataque de Mrs. Manson Mingott, y sólo los pocos que conocieron la misteriosa conexión entre ambos eventos pensaron en atribuir la enfermedad de Catherine a cualquier cosa menos a la acumulación de carne y años. Toda Nueva York se entristeció con la historia del deshonor de Beaufort. No tenía recuerdo, decía Mr. Letterblair, de un caso peor, ni tampoco había sucedido algo así en la época del remoto Letterblair que había dado su nombre a la firma. El banco siguió recibiendo dinero durante un día entero sabiendo que su quiebra era inevitable; y como muchos de sus clientes pertenecían a uno u otro de los clanes principales, la hipocresía de Beaufort parecía doblemente cínica. Si Mrs. Beaufort no hubiera tomado la actitud de que tales infortunios (según sus propias palabras) eran " la prueba de la amistad", habría inspirado una compasión que hubiera calmado la indignación generalizada contra su marido. Pero, y especialmente después de que se conoció el motivo de su visita nocturna a Mrs. Manson Mingott, se consideró que su cinismo excedía al de Beaufort; y ella no tuvo excusa, como tampoco tuvieron satisfacción sus detractores, de argumentar que era "una extranjera". Proporcionaba cierto alivio (a aquellos cuyos dineros no corrían peligro) recordar que Beaufort sí lo era; pero, después de todo, si una Dallas de Carolina del Sur compartía la posición de Beaufort sobre el caso, y hablaba con toda soltura de que éste pronto estaría "nuevamente de pie", el argumento perdía fuerza y sólo restaba asumir esa atroz evidencia de la indisolubilidad matrimonial. La sociedad debía encontrar la manera de seguir existiendo sin los Beaufort, y sanseacabó... excepto, por supuesto, para las desventuradas víctimas del desastre como Medora Manson, la pobre anciana Miss Lannings, y muchas otras mal aconsejadas damas de buena familia que, si hubieran escuchado a Mr. Henry van der Luyden...

—Lo mejor que pueden hacer los Beaufort — dijo Mrs. Archer, resumiendo el asunto como si hiciera un diagnóstico y prescribiera el tratamiento—, es irse a vivir a la casita de Regina en Carolina del Norte. Beaufort siempre ha tenido allí una caballeriza con caballos de carrera y debería dedicarse más bien a criar trotones. Me atrevería a decir que tiene todas las cualidades de un exitoso vendedor de caballos.

Todos estuvieron de acuerdo con ella, pero nadie se dignó preguntar qué pensaban hacer realmente los Beaufort. Al día siguiente Mrs. Manson Mingott estaba mucho mejor; recuperó lo suficiente la voz para ordenar que nunca más se debía mencionar a los Beaufort en su presencia, y, cuando apareció el Dr. Bencomb, preguntó por qué diablos su familia hacía semejante alboroto por su salud.

—Si una persona de mi edad come ensalada de pollo en la noche, ¿qué debe esperar? — inquirió. Y como el médico modificara su dieta, la apoplejía se convirtió en un ataque de indigestión. Pero a pesar de su tono firme, la anciana Catherine no recuperó totalmente su antigua actitud ante la vida. La creciente lejanía en el tiempo o espacio que produce la vejez, aunque no disminuía su curiosidad por los que la rodeaban, había adormecido su compasión, que nunca fue demasiado intensa, por sus problemas; y al parecer no tuvo dificultad para borrar de su mente el desastre de los Beaufort. Y por primera vez se absorbió en sus propios síntomas, y comenzó a sentir un interés sentimental por ciertos miembros de la familia con los cuales había sido hasta entonces desdeñosamente indiferente. Mr. Welland, en particular, tuvo el privilegio de atraer su atención. Era el yerno al que con mayor persistencia había ignorado; y todos los esfuerzos de su esposa por presentarlo como hombre de fuerte carácter y marcada habilidad intelectual (si él hubiera "querido") habían sido recibidos con una burlona risita disimulada. Pero su eminencia como hombre enfermizo lo hacía ahora objeto de fascinante interés, y Mrs. Mingott emitió una orden imperial invitándolo a visitarla para comparar dietas en cuanto su fiebre lo permitiera. Pues la anciana Catherine era ahora la primera en reconocer que se debía tener sumo cuidado con la fiebre.

Veinticuatro horas después de la orden enviada a madame Olenska, un telegrama anunciaba que llegaría de Washington al día siguiente por la noche. En casa de los Welland, donde por casualidad los Newland Archer estaban almorzando, se presentó inmediatamente el problema de quién iría a buscarla a Jersey City; y las dificultades materiales entre las que debatía la familia, como si fuera un fuerte fronterizo, dieron animación al debate. Se acordó que Mrs. Welland no podía ir a Jersey City porque esa tarde debía acompañar a su marido donde Catherine, y no se podía contar con el coche ya que, si Mr. Welland se sentía mal al ver por primera vez a su suegra después del ataque, tendría que ser llevado a su casa a toda prisa. Los hijos Welland se encontrarían, por supuesto, en el centro, Mr. Lovell Mingott estaría recién llegando de su cacería, y el carruaje Mingott se ocuparía de ir a buscarlo; y no se podía pedir a May, a fines de una tarde invernal, que sola en el transbordador se dirigiera a Jersey City, aunque fuera en su propio coche. Sin embargo, podría parecer falta de hospitalidad, y contrariar los expresos deseos de la anciana Catherine, permitir que madame Olenska llegara sin que hubiera ningún miembro de la familia para recibirla. Típico de Ellen, daba a entender la voz cansada de Mrs. Welland, poner a toda la familia en tal dilema.

—Siempre viene una cosa detrás de la otra —se quejó la pobre mujer, en una de sus escasas rebeliones contra el destino—; lo único que me hace pensar que mamá está menos bien de lo que admite el Dr. Bencomb, es este mórbido deseo de hacer venir a Ellen con tanta urgencia, a pesar de lo molesto que es ir a buscarla.

Dijo esto sin pensarlo, como suelen hacerse tantos gestos de impaciencia; y Mr. Welland se lanzó inesperadamente a la palestra.

—Augusta —dijo palideciendo y dejando caer su tenedor—, ¿tienes otras razones para pensar que Bencomb es menos de fiar que antes? ¿Has notado que ha sido menos meticuloso que de costumbre en el tratamiento de mi caso o en el de tu madre?

Ahora le tocó a Mrs. Welland palidecer mientras las interminables consecuencias de su desacierto desfilaban ante ella; pero consiguió reír y servirse un segundo plato de ostras gratinadas antes de decir, batallando dentro de su vieja armadura de alegría:

—Querido, ¿cómo puedes imaginar algo así? Sólo quise decir que, después de la decidida posición que tomó mamá afirmando que era el deber de Ellen regresar junto a su marido, parece raro este súbito capricho por verla, cuando hay otra media docena de nietos a quienes podría haber llamado. Pero no debemos olvidar jamás que mamá, a pesar de su maravillosa vitalidad, es una mujer muy anciana.

No se desarrugó el ceño de Mr. Welland, y era evidente que su perturbada imaginación se había clavado al instante en su última observación.

—Sí, tu madre es una mujer muy anciana; y por lo que sabemos, puede que el Dr. Bencomb no tenga éxito con la gente tan vieja. Como dices, querida, viene una cosa tras otra; y en unos diez o quince años más supongo que tendré el grato deber de buscar un nuevo médico. Siempre es mejor hacer esta clase de cambios antes de que sea absolutamente necesario.

Y habiendo tomado esta espartana decisión, Mr. Welland levantó con firmeza su tenedor.

—Pero volviendo al tema —recomenzó Mrs. Welland, levantándose de la mesa y guiando a los comensales hacia la mezcolanza de raso morado y malaquita que recibía el nombre de salón de atrás—, no veo cómo llegará aquí Ellen mañana en la tarde; y a mí me gusta tener las cosas en orden por lo menos veinticuatro horas antes.

Archer volvió de la fascinante contemplación de un pequeño cuadro dentro de un marco de ébano octogonal adornado con medallones de ónix, que representaba a dos cardenales emborrachándose.

—¿Quieren que vaya yo a buscarla? — propuso—. Puedo salir fácilmente de la oficina a tiempo para tomar el coche en el transbordador, si May lo envía allá.

Su corazón latía excitado mientras hablaba. Mrs. Welland exhaló un suspiro de gratitud, y May, que se había acercado a la ventana, se volvió para regalarle una brillante mirada de aprobación.

—Ya ves, mamá, todo estará en orden con veinticuatro horas de anticipación —dijo—, inclinándose para besar la preocupada frente de su madre.

La berlina de May la esperaba a la puerta, y ella conduciría a Archer a Union Square, donde podía coger un tranvía de Broadway para llevarlo a la oficina. Cuando se acomodaba en su rincón, May dijo:

—No quise molestar a mamá con nuevos obstáculos, pero ¿cómo podrás ir a buscar a Ellen mañana y traerla de vuelta a Nueva York si te vas a Washington?

—No voy a Washington —repuso Archer.

—¿No vas? ¿Por qué, qué ha pasado? —su voz era clara como una campana, y vibraba en ella su solicitud de esposa.

—El caso está cerrado... aplazado.

—¿Aplazado? ¡Qué raro! Vi esta mañana una nota de Mr. Letterblair a mamá diciendo que se iba a Washington mañana por el importante caso de patentes que debía defender ante la Corte Suprema. Dijiste que era un caso de patentes, ¿no es así?

—Bueno... claro que sí, pero no puede ir toda la oficina. Letterblair decidió esta mañana que iría él.

—¿Entonces no está aplazado? —prosiguió ella, con una insistencia tan poco suya que Archer sintió que le subía la sangre a la cara, como si se ruborizara por el inesperado traspié de su mujer respecto de la delicadeza tradicional.

—No, lo que se aplazó fue mi participación —respondió Archer, maldiciendo las innecesarias explicaciones que diera cuando anunció su intención de ir a Washington, y se preguntó dónde había leído que los mentirosos inteligentes dan detalles, pero que los más inteligentes no los dan. Mentirle a May le dolía muchísimo menos que verla fingir que no lo había descubierto.

—No iré hasta más adelante, lo que es una suerte para tu familia —continuó, buscando el vil refugio del sarcasmo.

Mientras hablaba, sintió que ella lo miraba, y volvió los ojos hacia los suyos para no parecer que los esquivaba. Sus miradas se cruzaron por un segundo, y esto quizás les permitió penetrar en sus pensamientos más profundamente de lo que ninguno deseaba.

—Sí, es una gran suerte —asintió May en tono alegre— que puedas ir a recibir a Ellen después de todo; ya viste lo mucho que mamá agradeció tu cooperación.

—Oh, iré encantado.

El carruaje se detuvo, y cuando Archer se bajaba, May se inclinó hacia él y puso su mano sobre la suya.

—Adiós, mi amor —dijo, y sus ojos eran tan azules que él se preguntó después si brillaban entre lágrimas.

Archer cruzó apresuradamente Union Square, repitiéndose en una especie de cántico interior:

—Hay dos horas desde Jersey City hasta la casa de la vieja Catherine. Dos horas completas... y tal vez mucho más.

29

La berlina azul oscuro de su mujer (que todavía conservaba el barniz de la boda) esperaba a Archer en el transbordador, y lo condujo con gran pompa al terminal Pennsylvania en Jersey City.

Era una tarde sombría, caía la nieve, y estaban encendidas todas las lámparas a gas de la inmensa estación en que retumbaba el ruido. Mientras se paseaba por el andén esperando el expreso de Washington, recordó que había quienes pensaban que algún día habría un túnel bajo el Hudson por el cual los trenes del ferrocarril de Pennsylvania podrían correr directamente hacia Nueva York. Eran de la raza de los visionarios que igualmente predecían la construcción de barcos que podrían cruzar el Atlántico en cinco días, la invención de una máquina voladora, de la iluminación por electricidad, de las comunicaciones telefónicas sin cables, y otras maravillas de Las mil y una noches.

—No me interesa cuál de sus visiones se hará realidad —reflexionó Archer—, siempre que no construyan el túnel todavía.

En su infantil e insensata felicidad, se imaginaba a madame Olenska descendiendo del tren, a él descubriéndola a lo lejos entre la muchedumbre de caras sin interés, la sentía colgarse a su brazo mientras él la conducía al coche, veía cómo se acercaban lentamente al muelle entre caballos, carros cargados, carreteros vociferantes, y luego la sorprendente quietud del barquito, donde se sentarían juntos bajo la nieve en el carro inmóvil, mientras la tierra parecía deslizarse bajo ellos, girando hacia el otro lado del sol. Era increíble la cantidad de cosas que tenía que decirle, y el orden elocuente con que se formaban en sus labios...

El tren se acercó entre estrépitos y quejidos, y entró tambaleante a la estación como un monstruo cargado con sus víctimas penetra en su guarida. Archer se lanzó hacia adelante abriéndose paso a codazos entre la multitud, y mirando enceguecido ventana tras ventana de los altos vagones. Y de pronto vio muy cerca la cara pálida y sorprendida de madame Olenska, y una vez más tuvo la mortificante sensación de haber olvidado sus rasgos. Se encontraron, sus manos se unieron, y Archer la tomó del brazo.

—Por aquí... tengo un coche —dijo.

Después de eso, todo sucedió como lo había soñado. La ayudó a subir a la berlina con sus valijas, y más tarde tuvo un vago recuerdo de haberle dado adecuadamente buenas noticias acerca de su abuela y un resumen de la situación de los Beaufort (lo conmovió la suavidad de su voz al decir: "¡Pobre Regina!"). Entretanto el carruaje había iniciado su camino para salir de la aglomeración en torno a la estación y bajaban por la resbaladiza rampa que conducía al muelle, amenazados por cimbreantes carretones carboneros, caballos asustados, desvencijados vagones del tren expreso, y una carroza fúnebre vacía... ¡ah, esa carroza! Ella cerró los ojos cuando pasaba frente a ellos y estrechó la mano de Archer.

—Ojalá no signifique... ¡pobre abuelita!

—No, no... ella está mucho mejor... está realmente bien. ¡Ya pasó la carroza! —exclamó Archer, como si eso cambiara las cosas.

La mano de la condesa permanecía en la suya, y cuando el coche atravesaba dando tumbos la pasarela hacia el transbordador, Archer se inclinó, desabotonó el apretado guante marrón de Ellen, y besó su palma como si besara una reliquia. Ella soltó la mano con una tenue sonrisa, y él preguntó:

—¿No esperabas verme hoy?

—Oh, no.

—Pensaba ir a Washington a verte. Había hecho todos los arreglos, casi nos cruzamos en el tren.

—Oh —exclamó ella, al parecer aterrada ante lo poco que faltó para que se frustrara el encuentro.

—¿Sabes que apenas te recordaba?

—¿Apenas me recordabas?

—Quiero decir... ¿cómo te lo explico? Siempre me pasa lo mismo. Cada vez sucedes de nuevo para mí.

—¡Sí, lo sé, lo sé!

—¿A ti... también te pasa lo mismo conmigo? —insistió Archer.

Ella asintió, mirando por la ventana.

—¡Ellen... Ellen... Ellen!

No respondió, y él se sentó en silencio, contemplando su perfil que se desdibujaba contra el crepúsculo jaspeado de nieve que se apreciaba por la ventana. Se preguntó qué había hecho en aquellos largos cuatro meses. ¡Qué poco sabían uno del otro, después de todo! Los preciosos minutos se escapaban, pero Archer había olvidado todo lo que quería decirle y sólo lograba cavilar desesperanzado sobre el misterio de la lejanía y la proximidad de ambos, que parecía estar simbolizado en el hecho actual de estar sentados muy juntos, y no obstante no poder ver sus rostros.

—¡Qué bonito coche! ¿Es de May? — preguntó ella de súbito volviendo la cara.

—Sí.

—¿Entonces fue May quien te envió a buscarme? ¡Qué amable de su parte!

Archer no respondió de inmediato; luego dijo en tono airado y brusco:

—El secretario de tu marido vino a verme al día siguiente que nos encontramos en Boston. En la breve carta que le enviara no había hecho alusión a la visita de M. Riviére, y tenía la intención de enterrar el incidente en su pecho. Pero al recordarle ella que estaban en el coche de su esposa provocó en él un impulso de venganza. ¡Quería ver si le gustaba su referencia de Riviére tanto como a él le gustó la suya de May!

Como en otra ocasión en que pretendió sacudirla de su habitual calma, la condesa no exteriorizó el menor signo de sorpresa, por lo cual Archer sacó la inmediata conclusión: "Entonces él le escribe".

—¿M. Riviére fue a visitarte?

—Sí, ¿no lo sabías?

—No —contestó ella simplemente.

—¿Y no te sorprende?

Vaciló.

—¿Por qué debería sorprenderme? En Boston me dijo que te conocía, que se habían encontrado en Inglaterra, me parece.

—Ellen, debo preguntarte algo.

—Sí.

—Quise preguntártelo después de hablar con él, pero no podía hacerlo por carta. ¿Fue Riviére quien te ayudó a huir... cuando abandonaste a tu marido?

El corazón le latía hasta asfixiarlo. ¿Tomaría esta pregunta con la misma serenidad?

—Sí, le debo una inmensa gratitud — respondió sin el menor temblor en su voz serena.

Su tono era tan natural, casi indiferente, que la agitación de Archer se aquietó. Una vez más ella había logrado, por su transparente simplicidad, hacerlo sentir estúpidamente convencional justo cuando pensaba que arrojaba las convenciones a los aires.

—¡Creo que eres la mujer más sincera que he conocido! —exclamó.

—Oh, no, pero soy probablemente una de las menos melindrosas —replicó la condesa, con una sonrisa en la voz.

—Llámalo como quieras; tú ves las cosas como son.

—Ah... he tenido que hacerlo. He tenido que mirar a la Gorgona.

—Bueno... ¡no te ha cegado! Viste que era únicamente un viejo demonio igual a todos los otros.

—No ciega, pero seca las lágrimas.

La respuesta frenó el alegato en los labios de Archer; parecía emerger de las profundidades de una experiencia que estaba fuera de su alcance. Había cesado el lento avance del transbordador, y la proa dio contra los pilotes del embarcadero con tal violencia que hizo tambalear la berlina, y lanzó a Archer encima de madame Olenska. El joven, temblando, sintió la presión de su hombro, y la abrazó.

—Si no estás ciega, entonces debes ver que esto no puede seguir así.

—¿Qué no puede seguir así?

—Esto de estar juntos... y no estar juntos.

—No. No debías haber venido hoy —dijo ella con voz alterada.

Y de súbito se volvió, le echó los brazos al cuello y apretó sus labios contra los de Archer. En ese momento el coche empezó a moverse y una lámpara a gas colocada en el extremo superior del embarcadero fulguró lanzando su luz por la ventana. Ella se retiró, y se sentaron en silencio y sin moverse mientras la berlina luchaba entre la congestión de carruajes en los alrededores del lugar de desembarque. Cuando llegaron a la calle, Archer comenzó a hablar apresuradamente.

—No tengas miedo de mí; no hay necesidad de que te acurruques en un rincón de esa manera. No quiero un beso robado. Mira, no trato de tocar la manga de tu chaqueta. No creas que no entiendo tus razones para no querer dejar que este sentimiento entre nosotros se rebaje a un vulgar amorío clandestino. Ayer no podría haber hablado así, porque cuando estamos separados y trato de verte, todo pensamiento se quema en una gran llama. Pero llegas, y eres tanto más de lo que recordaba, y lo que quiero de ti es muchísimo más que una hora o dos de vez en cuando, con desiertos de sed esperando entre medio, que puedo sentarme perfectamente a tu lado, como ahora, con esa otra visión en mi mente, confiando con toda tranquilidad en que se convertirá en realidad.

Pasó un momento antes de que ella respondiera y luego preguntó, casi en un susurro:

—¿Qué significa que confías en que esto sea realidad?

—Bueno... tú sabes que lo será, ¿no es así? ¿Tu visión de nosotros, tú y yo juntos? —rompió en una repentina risa áspera—. ¡Buen sitio escoges para decírmelo!

—¿Te refieres a que estamos en el coche de mi esposa? ¿Quieres que bajemos y caminemos, entonces? No creo que te importe un poco de nieve.

Ella volvió a reír, con más suavidad.

—No, no voy a bajar ni a caminar, porque mi deber es llegar a casa de la abuela lo más rápido que pueda. Y tú te sentarás a mi lado, y miraremos, no visiones sino realidades.

—No sé qué entiendes por realidades. Para mí la única realidad es ésta.

A estas palabras la condesa guardó un largo silencio, durante el cual el vehículo rodó por una obscura calle lateral y luego dobló hacia la minuciosa iluminación de la Quinta Avenida.

—¿Entonces tu idea es que debiera vivir contigo como tu amante, ya que no puedo ser tu esposa? —preguntó.

La crudeza de la pregunta sobresaltó a Archer: era una palabra a la que todas las mujeres de su clase temían, incluso cuando su conversación revoloteara muy cerca del tema. El joven notó que madame Olenska la pronunciaba como si estuviera en un lugar conocido en su vocabulario, y se preguntó si se usaría familiarmente delante de ella en esa horrible vida de la que había escapado. La pregunta de la condesa lo estremeció, y perdió el hilo de su argumentación.

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5250 str.
ISBN:
9782380374124
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