Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 692

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El primero, al ver a Selden, interrumpió la cuidadosa selección de un cigarro de una de las tentadoras cajas de plata dispuestas al lado de a la puerta.

—¡Hola, Selden! ¿También te vas? Eres un epicúreo como yo; no quieres ver a todas esas diosas engullendo carne de tortuga. ¡Por Júpiter! ¡Qué colección de mujeres guapas! Pero ninguna de ellas podía compararse con esa primita mía. Y hablando de joyas… ¿para qué las quiere una mujer cuando puede exhibirse a sí misma? Es una lástima que se tapen con ellas cuando tienen buena figura. Yo no había visto la de Lily hasta esta noche.

—No es culpa suya si ahora no la ha visto todo el mundo —gruñó Trenor, enrojecido por el esfuerzo de embutirse en su abrigo forrado de piel—. Ha sido de un condenado mal gusto, en mi opinión… No, no quiero ningún cigarro. Nunca sabes lo que fumas en estas casas nuevas… Lo más probable es que sea el chef quien compra los cigarros. ¿Quedarme a cenar? ¡Ni pensarlo! Cuando la gente atesta de tal modo sus salones que uno no puede ni acercarse a quien le interesa, prefiero cenar en el ferrocarril elevado a la hora de más tránsito. Mi mujer ha acertado, negándose a venir; dice que la vida es demasiado corta para pasarla conociendo a gente nueva.

Capítulo XIII

Al despertarse de un feliz sueño, Lily encontró dos notas al lado de su cama.

Una era de la señora Trenor: anunciaba que bajaba a la ciudad aquella tarde para una fugaz visita y esperaba que la señorita Bart pudiera cenar con ella. La otra era de Selden, quien escribía brevemente que un caso importante le reclamaba en Albany, de donde no regresaría hasta la tarde, y le pedía que le hiciera saber a qué hora del día siguiente podría verla.

Lily se recostó en las almohadas y contempló la nota pensativa. La escena en el invernadero de los Bry había sido como una parte de sus sueños; no había esperado despertarse y encontrar tan de repente una prueba de su realidad. Su primera reacción fue de fastidio; este acto imprevisto de Selden añadía otra complicación a su vida. ¡Era tan impropio de él ceder a un impulso irracional! ¿Tenía realmente intención de pedirle que se casara con él? Lily ya le había demostrado una vez que semejante esperanza era imposible, y la conducta posterior de Selden pareció probar que había aceptado la situación con una sensatez incluso un poco humillante para su vanidad. Por esto le resultó aún más agradable saber que sólo podía mantener aquella sensatez a costa de no verla; pero, aunque no había nada en la vida más dulce que la sensatez de su poder sobre él, Lily veía el peligro de permitir que el episodio de la víspera tuviera una continuación. Ya que no podía casarse con él, sería menos doloroso para Selden y más fácil para ella misma escribir una línea soslayando amistosamente su petición de verla; Selden no era hombre para hacer caso omiso de semejante insinuación y la próxima vez que se vieran sería en el acostumbrado plano amistoso.

Saltó de la cama y fue directamente al escritorio. Quería escribir en seguida, mientras aún pudiera confiar en la fuerza de su resolución. Se sentía un poco lánguida tras el breve descanso y la excitación de la velada, y la vista de la caligrafía de Selden le recordó el momento culminante de su triunfo, cuando leyó en los ojos de él que ninguna filosofía podía nada contra su poder. Sería agradable experimentar de nuevo aquella sensación: nadie más era capaz de comunicársela con tanta intensidad, y no se veía con ánimos de poner fin a su estado de voluptuosa evocación con un acto de repulsa definitiva. Cogió la pluma y escribió a toda prisa: «Mañana a las cuatro», murmurando para sus adentros, mientras introducía el papel en el sobre: «Mañana ya encontraré el modo de frenar sus ímpetus».

La invitación de Judy Trenor fue muy bien acogida por Lily. Era la primera vez que recibía una comunicación directa de Bellomont desde su última visita, y todavía le atormentaba el miedo de haberse granjeado la enemistad de Judy. Sin embargo, esta orden característica parecía restablecer sus antiguas relaciones y Lily sonrió al pensar que su amiga debía recurrir a ella para conocer pormenores de la recepción de los Bry La señora Trenor no había asistido a la fiesta, quizá por el motivo enunciado con tanta franqueza por su marido o quizá porque, como lo expresara la señora Fisher, «no podía soportar a la gente nueva cuando no la había descubierto ella misma». En cualquier caso, aunque se quedó altivamente en Bellomont, a estas alturas debía sentir una curiosidad devoradora por lo ocurrido en su ausencia y por conocer con exactitud en qué medida había superado la señora de Wellington Bry a sus previos competidores por el reconocimiento social. Lily estaría encantada de satisfacer esta curiosidad, pero tenía un compromiso para la cena. De todos modos, resolvió ver a la señora Trenor unos momentos y, después de llamar a su doncella, envió un telegrama a su amiga anunciando su visita para aquella noche a las diez.

Cenaba con la señora Fisher, que reunía en una cena informal a unos cuantos actores del espectáculo de la víspera. Después de cenar se tocaría música soul en el estudio, porque la señora Fisher, desengañada de la república, se había aficionado a la escultura y anexionado a su pequeña casa un apartamento muy espacioso que, cualesquiera que fueran sus usos en las horas de inspiración plástica, servía en otros momentos para el ejercicio de una incansable hospitalidad. Lily no tenía deseos de marcharse, porque la cena era divertida y le habría gustado saborear un cigarrillo y oír unas cuantas canciones, pero no podía incumplir su compromiso con Judy y poco después de las diez pidió a su anfitriona que llamara a un coche de alquiler y se dirigió a casa de los Trenor en la Quinta Avenida.

Esperó bastante tiempo en el portal y se extrañó que Lucy no hiciera notar su presencia en la ciudad yendo rápidamente a abrirle la puerta; su sorpresa aumentó cuando, en lugar del lacayo acostumbrado, con la levita a medio poner a tan altas horas, la abrió una especie de vigilante vestido de algodón que la hizo pasar al vestíbulo, donde los muebles aún estaban en sus fundas. Trenor, sin embargo, apareció en seguida en el umbral del salón, acogiéndola con insólita locuacidad mientras la ayudaba a quitarse la capa y la conducía a la sala.

—Venga a la leonera; es el único aposento cómodo de toda la casa. ¿No tiene esta sala el aspecto de estar esperando a que bajen el cadáver? No comprendo por qué Judy se empeña en enfundarlo todo con esta espantosa ropa blanca: sólo pasar por aquí en un día frío es suficiente para coger una pulmonía doble. A propósito, usted también parece ir encogida; no es noche para salir de paseo, lo iba pensando mientras venía andando del club. Venga, le daré un poco de brandy y podrá bebérselo junto al fuego y probar mis nuevos egipcios… Ese pequeño turco de la embajada me ha recomendado una marca que quiero probar y, si a usted le gustan, puedo conseguirle una buena provisión; todavía no los hay aquí, pero pondré un cable.

La acompañó hasta la gran sala del fondo, donde solía estar la señora Trenor y donde, incluso en su ausencia, se percibía un aire a vida. Como de costumbre, había flores, periódicos, gran variedad de objetos sobre el escritorio y el aspecto general era íntimo y familiar, por lo que fue una sorpresa no ver la enérgica figura de Judy saltar de la butaca que estaba junto al fuego.

Al parecer era el propio Trenor quien había ocupado el asiento en cuestión, porque lo rodeaba una nube de humo de cigarro y al lado había una de esas intrincadas mesitas plegables diseñadas por la inventiva británica para facilitar la circulación de tabaco y licores. La visión de semejantes muebles auxiliares en un salón no era insólita en el grupo de Lily, en cuyo seno fumar y beber no estaban restringidos por consideraciones de tiempo y lugar; el primer movimiento de la invitada fue coger uno de los cigarrillos recomendados por Trenor al tiempo que interrumpía su locuacidad preguntando, con una mirada de asombro:

—¿Dónde está Judy?

Trenor, un poco acalorado por su poco frecuente verborrea y tal vez por un prolongado uso de las botellas, se hallaba inclinado sobre estas últimas para descifrar sus etiquetas de plata.

—Vamos a ver, Lily, una gotita de coñac en un poco de agua gaseosa… Tiene cara de frío, ¿sabe? Juraría que tiene roja la punta de su nariz. Yo tomaré otra copa para hacerle compañía… ¿Judy…? Pues, verá, Judy tiene un terrible dolor de cabeza: no se tiene en pie, la pobrecilla… Me ha pedido que se lo explique a usted, que la disculpe, ¿sabe? Pero acérquese al fuego; parece muy cansada. Voy a instalarla con comodidad; déjeme hacer a mí, como una buena chica.

Le había cogido la mano, medio en broma, y pretendía llevarla hacia un taburete, frente a la chimenea, pero ella se detuvo y se zafó de su brazo en silencio.

—¿Entonces Judy no está bien para verme? ¿No quiere que suba a su habitación?

Trenor apuró la copa que se había servido y la dejó sobre la mesa antes de contestar.

—Pues, no… El caso es que no está en condiciones de ver a nadie. Le empezó de repente y me pidió que le dijera lo mucho que lo lamenta… De haber sabido dónde cenaba, le habría mandado aviso.

—Ella sabía dónde cenaba; se lo decía en el telegrama. Pero eso no importa ahora. Supongo que, si se encuentra tan mal, no regresará a Bellomont por la mañana y podré venir a verla entonces.

—Sí, eso es, perfecto. Le diré que vendrá mañana por la mañana. Y ahora siéntese un momento, sea buena chica y hablemos con calma y tranquilidad. ¿No quiere una gotita, sólo para ser sociable? Dígame lo que le parece este cigarrillo. Cómo, ¿no le gusta? ¿Por qué lo está manoseando, entonces?

—Lo estoy manoseando porque tengo que irme. Tenga la bondad de llamar a un coche de punto —replicó Lily con una sonrisa.

No le gustaba la rara excitación de Trenor ni su explicación demasiado evidente, y la idea de estar a solas con él mientras su amiga permanecía inaccesible en el piso superior, en el otro extremo de la gran casa vacía, no le inspiraba deseos de prolongar el tête-á-tête.

Pero Trenor, con una rapidez que a ella no le pasó desapercibida, se había colocado delante de la puerta.

—¿Por qué tiene que irse? ¡Me gustaría saberlo! Si Judy hubiera estado aquí, habrían chismorreado durante horas… ¡y a mí no puede dedicarme ni cinco minutos! Siempre la misma historia. Anoche no pude ni acercarme a usted: fui a esa vulgar y maldita fiesta sólo para verla y todo el mundo la rodeaba, y a mí me preguntaban si había visto alguna vez a una mujer más despampanante y, cuando intenté acercarme para hablar un poco, usted ni me vio y siguió riendo y bromeando con una sarta de cretinos que sólo querían jactarse después y fingirse muy enterados cuando alguien haga mención de usted.

Hizo una pausa, enrojecido por el discurso, y le dirigió una mirada de cuyos elementos el rencor fue el que menos disgustó a Lily. Pero ya había recobrado la presencia de ánimo y siguió con aplomo sin moverse del centro de la habitación, con una sonrisa sutil en los labios que parecía poner cada vez más distancia entre los dos. Dijo, a través de esta distancia:

—No sea absurdo, Gus. Son más de las once y de verdad tengo que pedirle que avise a un coche.

Trenor no se movió y bajó la cabeza con el gesto que ella ya había aprendido a detestar.

—Supongamos que no lo aviso… ¿qué ocurrirá?

—Subiré a ver a Judy, si usted me obliga a molestarla.

Trenor avanzó un paso y le puso una mano en el hombro.

—Escuche, Lily, ¿no puede concederme cinco minutos?

—Esta noche no, Gus. Usted…

—Muy bien. En tal caso, me los tomaré. Y tantos como me venga en gana. —Se plantó en el umbral, con las manos bien metidas en los bolsillos y movió la cabeza señalando la butaca que había junto a la chimenea.

—Vaya a sentarse allí, por favor. Tengo que decirle algo.

El genio vivo de Lily terminó por prevalecer sobre sus temores. Se enderezó y se dirigió a la puerta.

—Si tiene algo que decirme, tendrá que ser en otro momento. Subiré a ver a Judy, si no avisa a un coche inmediatamente.

Él estalló en una carcajada.

—Suba, suba, querida. Pero no encontrará a Judy porque no está aquí.

Lily le miró, sobresaltada.

—¿Eso quiere decir que Judy no está en la casa… ni en la ciudad? —exclamó.

—Exactamente —replicó Trenor, pasando de la bravuconada al malhumor.

—Tonterías… no le creo. Voy a subir —dijo Lily con impaciencia.

Inesperadamente, él se hizo a un lado, dejándole llegar al umbral sin ponerle trabas.

—Suba y se convencerá; mi mujer está en Bellomont.

Pero Lily tuvo una idea que la tranquilizó.

—Si no hubiera venido, me habría enviado recado…

—Lo hizo; me telefoneó esta tarde para encargarme que la avisara.

—No he recibido ningún mensaje.

—No he mandado ninguno.

Los dos se midieron un instante con la mirada, pero Lily aún veía a su adversario a través de una niebla de desprecio que difuminaba todas las demás consideraciones.

—No puedo imaginar por qué motivo me ha jugado una broma tan pesada, pero, si ahora ya ha satisfecho su peculiar sentido del humor, debo pedirle de nuevo que llame a un coche de punto.

Fue un paso en falso y Lily lo supo en cuanto lo acabó de decir. Para que la ironía duela, no es necesario comprenderla y la mueca que desfiguraba el rostro de Trenor podría haber sido grabada con un látigo.

—Escuche, Lily, no adopte este tono de altivez conmigo. —Volvió a acercarse a la puerta y ella, al rehuirle instintivamente, le dejó bloquear otra vez el umbral—. Le he jugado una mala pasada, lo confieso, pero, si cree que estoy avergonzado, se equivoca. Dios sabe que ya he sido bastante paciente… He hecho el ridículo persiguiéndola como un idiota y mientras tanto usted permitía que se le acercara cualquier tipo… que después seguro que se reía de mí… No soy muy listo y no sé ridiculizar a mis amigos como hace usted, pero me doy cuenta de todo… y sé cuándo alguien me toma el pelo…

—¡Vaya, nunca lo habría dicho! —exclamó Lily, pero la mirada de Trenor la hizo callar.

—No, nunca lo habría dicho, pero ahora ya lo sabe. Por eso se encuentra aquí esta noche. He estado esperando un momento tranquilo para hablar un poco de todo y, ahora que ha llegado, pienso obligarla a escucharme.

Al primer arranque de resentimiento incoherente había seguido un tono firme y concentrado mucho más desconcertante para Lily que la excitación anterior. Por un momento su presencia de ánimo la abandonó. Había pasado más de una vez por situaciones que habían requerido una rápida esgrima de ingenio para cubrir su retirada, pero los alarmados latidos de su corazón le dijeron que ahora semejante táctica sería inútil.

A fin de ganar tiempo, repitió:

—No entiendo lo que quiere.

Trenor había puesto una silla entre ella y la puerta. Se sentó y se apoyó el respaldo sin dejar de mirarla.

—Le diré lo que quiero: quiero conocer con exactitud la naturaleza de nuestras relaciones. Maldita sea, al hombre que paga la cena suele permitírsele sentarse a la mesa.

Ella ardió de ira y humillación, asqueada por la necesidad de ser conciliadora cuando ansiaba abofetearle.

—Sigo sin entenderle, pero usted debe comprender, Gus, que no puedo seguir aquí a esta hora…

—Puesto que visita casas de hombres a plena luz del día… tengo la impresión de que no siempre siente tan condenado respeto por, las apariencias.

La brutalidad del ataque dio a Lily la sensación de vértigo que sigue a una agresión física. De modo que Rosedale se había ido de la lengua… así era como los hombres hablaban de ella. Se sintió de repente débil e indefensa y una punzada de angustia empezó a latirle en la garganta. Sin embargo, otra parte de su ser seguía vigilante, murmurando con terror que debía calcular cada gesto y cada palabra.

—Si me ha traído aquí para insultarme… —protestó.

Trenor se echó a reír.

—No haga comedia barata. Mi intención no es insultarla, pero un hombre tiene sentimientos… y usted ha jugado con los míos demasiado tiempo. Yo no empecé este asunto, me mantenía al margen, dejando el campo libre a los demás hasta que usted me buscó y se propuso tomarme el pelo… lo cual le resultó muy fácil. Esto es lo malo, le resultó demasiado fácil, creyó que podía exprimirme y luego tirarme al arroyo como una bolsa vacía. Pero, maldita sea, esto no es jugar limpio, esto es saltarse las reglas del juego. Como es natural, ahora ya sé lo que quería (no iba detrás de mi atractivo precisamente), pero le diré una cosa, señorita Lily: tiene que pagar por hacérmelo creer…

Se levantó, cuadró agresivamente los hombros y se acercó a ella con la frente enrojecida; Lily no se movió, aunque todos sus nervios clamaban por retirarse a medida que él avanzaba.

—¿Pagar? —balbució—. ¿Quiere decir que le debo dinero?

Él volvió a reír.

—Oh, no le estoy pidiendo que me pague en especie. Existe algo que se llama juego limpio y el interés monetario… y que me cuelguen si he obtenido de usted una sola mirada…

—¿Interés monetario? ¿Qué tengo yo que ver con su dinero? Me aconsejó cómo debía invertir el mío… Vio muy claro que yo no entendía nada de negocios… Me dijo que no había ningún inconveniente…

—Era cierto y no hay ninguno, Lily: seguiré aconsejándola con mucho gusto y con más frecuencia, si cabe. Lo único que busco es una palabra de gratitud. —Continuaba muy cerca, alargando una mano amenazadora, y el ser aterrado que había en Lily sólo pensaba en inmovilizarla.

—Ya le he dado las gracias; le he demostrado mi gratitud. ¿Qué más ha hecho usted que no pudiera hacer cualquier amigo o que fuera inaceptable para un amigo?

Trenor replicó con sarcasmo:

—No dudo de que ha aceptado lo mismo otras veces… y engañado a otros tipos como ahora le gustaría engañarme a mí. No me interesa saber cómo ajustó las cuentas con ellos; si logró tomarles el pelo, mejor para usted. No me mire de ese modo, ya sé que no estoy hablando como un hombre debe hablar a una joven, pero, maldita sea, si no le gusta, puede hacerme callar: sabe que estoy loco por usted. Al diablo el dinero, me sobra, si es eso lo que la preocupa… He sido un bruto, Lily… ¡Lily, míreme!

Una y otra vez se veía hundida entre oleadas de humillación, tan seguidas que la vergüenza moral se mezclaba con el terror físico. Tenía la impresión de que el orgullo la hubiera hecho invulnerable, de que era la conciencia de su deshonor lo que creaba en torno a ella una espantosa soledad.

Él la tocó y, al hacerlo, la sacó con un sobresalto de su estado de ensimismamiento. Retrocedió con una expresión de infinito desdén.

—Ya le he dicho que no entiendo nada… pero, si le debo dinero, le pagaré…

El rostro de Trenor enrojeció de ira; el gesto de repugnancia de Lily había desafiado al hombre primitivo.

—¡Ah! Pedirá prestado a Selden o Rosedale, ¡e intentará engañarles como me ha engañado a mí! A menos… ¡a menos que ya les haya devuelto el favor y yo sea el único burlado!

Ella guardó silencio y se quedó como petrificada. ¡Las palabras… las palabras eran peores que el hecho de que la hubiera tocado! El corazón le latía por todo el cuerpo: en la garganta, en los miembros, en las manos inermes e inútiles. Miró con desesperación por toda la sala; su mirada se detuvo en el cordón de la campanilla y recordó que podía pedir ayuda al criado. Sí, pero de este modo organizaría el escándalo, daría pábulo a las malas lenguas. No, tenía que solucionarlo sin auxilio. Ya era suficiente que el servicio supiera que estaba sola en la casa con Trenor; no debía despertar ninguna conjetura sobre su modo de salir de ella.

Levantó la cabeza y por fin consiguió mirarle a la cara.

—Estoy aquí sola con usted —dijo—. ¿Qué más quiere decirme?

Ante su sorpresa, Trenor reaccionó a la mirada con un largo silencio. La ira se había desvanecido con el último chorro de palabras, dejándole exánime y humillado. Era como si un aire gélido hubiera dispersado el vaho de sus libaciones y la situación apareciera ante sus ojos, negra y desnuda como el rescoldo de un fuego. Antiguas costumbres y reparos, la mano del orden heredado, recompusieron el entendimiento desvariado y zarandeado por la pasión. Los ojos de Trenor tenían la mirada ausente del sonámbulo que se despierta al borde de un precipicio.

—¡Váyase a su casa! Salga de aquí… —tartamudeó y, dándole la espalda, se acercó a la chimenea.

La brusca liberación de sus temores devolvió a Lily una lucidez inmediata. El derrumbamiento de Trenor le entregó el control y se oyó a sí misma pedirle, con una voz que era la suya, pero desconocida al mismo tiempo, que llamara al criado y le ordenara avisar a un coche de punto y acompañarla hasta él cuando llegara. No sabía de dónde sacó las fuerzas, pero una voz insistente le advertía de que debía irse sin ocultarse y le dio ánimos para intercambiar unas palabras superficiales con Trenor en el vestíbulo, delante del criado, y pedirle que transmitiera a Judy los mensajes habituales, mientras por dentro temblaba de furia. Una vez en el umbral, con la calle delante, experimentó una intensa sensación de libertad, embriagadora como la primera bocanada de aire del prisionero, pero no perdió la claridad mental: reparó en el aspecto desierto de la Quinta Avenida, adivinó lo tarde que era e incluso observó una figura masculina —¿no había algo familiar en aquel perfil?— que, cuando ella entró en el coche, dio la vuelta a la esquina y desapareció en la oscuridad de la calle transversal.

Sin embargo, el traqueteo de las ruedas la hizo reaccionar y las tinieblas se cernieron sobre ella. «No puedo pensar… no puedo pensar», gimió, apoyando la cabeza contra el tambaleante costado del coche. Era como si no se conociera o, mejor dicho, existían en ella dos personas, la de siempre y una nueva y odiosa a la que se encontraba encadenada. Una vez había visto, en una casa donde estaba de visita, una traducción de Las euménides, y en su imaginación había quedado grabada la escena de terror en que Orestes, en la cueva del oráculo, encuentra dormidas a sus implacables perseguidoras y puede tomarse una hora de descanso. Sí, las Furias dormían a veces, pero siempre estaban allí, acechando en los rincones oscuros, y ahora se habían despertado y el sonido férreo de sus alas martilleaba en el cerebro de Lily… Abrió los ojos y vio pasar las calles… las familiares y desconocidas calles. Todo lo que veía era familiar, pero en cierto modo había cambiado. Existía un abismo entre el hoy y el ayer. Todo lo pasado se le antojó sencillo, natural, impregnado por la luz del día, y ahora estaba sola en un lugar de oscuridad y contaminación. ¡Sola! Era la soledad lo que la asustaba. Su mirada se posó en un reloj iluminado en una esquina y vio que las manecillas señalaban las once y media. Sólo las once y media: ¡aún quedaban horas y horas de noche! Y tendría que pasarlas sola, temblando despierta en su cama. Su naturaleza mimada se rebelaba contra semejante tormento: no conocía el menor estímulo de lucha que la animara a hacerle frente. ¡Oh, el lento y frío goteo de los minutos! Se vio a sí misma acostada en la cama de nogal negro: la oscuridad la asustaría y, si dejaba la luz encendida, los deprimentes pormenores de la habitación se grabarían para siempre en su cerebro. Siempre había detestado su dormitorio en casa de la señora Peniston: su fealdad, su impersonalidad, el hecho de que nada en él fuera realmente suyo. Para un corazón herido, carente del consuelo del contacto humano, una habitación puede abrir unos brazos casi humanos y la persona para quien no existen cuatro paredes más queridas que las otras es, en semejantes momentos, un apátrida en todo el mundo.

Lily no tenía ningún corazón amigo. Sus relaciones con su tía eran tan superficiales como las de unos huéspedes que se cruzan por las escaleras. Pero, aunque hubiera existido entre ambas una relación más íntima, era imposible concebir a la señora Peniston ofreciendo refugio y comprensión para una desgracia como la de Lily. Así como el dolor compartido es medio dolor, la piedad que hace preguntas carece de poder curativo. Lily necesitaba la penumbra de un abrazo y el silencio que no es soledad, sino compasión que retiene el aliento.

Se irguió con un sobresalto y miró hacia la calle. ¡Gerty! Se estaban acercando a la esquina donde vivía Gerty. Si pudiera llegar antes de que aquella angustia creciente brotara del pecho a los labios… ¡si pudiera refugiarse en los brazos de Gerty antes de que la estremecieran los escalofríos de terror que sentía cada vez más próximos! Empujó y abrió la ventanilla del techo y dio las señas al cochero. No era tan tarde: quizá Gerty estaría aún despierta. Y, aunque no fuera así, la campanilla penetraría hasta el último rincón de su diminuto apartamento, obligándola a contestar a la llamada de su amiga.

Capítulo XIV

A la mañana siguiente de la recepción del matrimonio Bry, Gerty Farish se despertó después de un sueño tan reparador como el de Lily, aunque de menor colorido y tintes más apagados, como convenía a su personalidad y experiencia, y por ello mejor adaptado a su mentalidad. Los destellos de alegría entre los que se movía Lily habrían deslumbrado a la señorita Farish, que en materia de felicidad estaba acostumbrada a la exigua luz que escapaba por las rendijas de las vidas ajenas.

Ahora era el centro de una pequeña iluminación propia, un rayo delgado pero inconfundible, compuesto por las consideraciones que cada vez más tenía Lawrence Selden con ella y el descubrimiento de que éste extendía su amabilidad a Lily Bart. Si estos dos factores parecen incompatibles al estudiante de psicología femenina, cabe recordar que Gerty había sido siempre un parásito en el orden moral, que vivía de los mendrugos de otras mesas y se contentaba con mirar por la ventana el banquete preparado para sus amistades. Ahora que gozaba de un pequeño banquete particular, le habría parecido increíblemente egoísta negar un plato a una amiga, y no había nadie con quien más le gustara compartir su alegría que la señorita Bart.

En cuanto a la naturaleza de las crecientes consideraciones de Selden, Gerty no se habría atrevido a definirla, del mismo modo que no habría intentado conocer los colores de una mariposa sacudiendo el polvo de sus alas. Coger con las manos el milagro equivalía a deslucirlo y tal vez a verlo mustio y seco; era mejor la sensación de belleza palpitante, aunque inasequible, mientras contenía el aliento y esperaba a ver dónde se posaba. Sin embargo, la actitud de Selden en casa de los Bry había acercado tanto el aleteo que las alas parecían batir en su propio corazón. Nunca le había visto tan interesado, tan sensible, tan atento a lo que ella decía. Sus modales habituales se caracterizaban por una bondad distraída que Gerty aceptaba y agradecía como el sentimiento más profundo que su presencia era capaz de inspirar; pero fue rápida en percibir un cambio en él que implicaba que, por una vez, ella podía dar placer, además de recibirlo.

¡Y era tan maravilloso haber llegado a este mayor grado de simpatía a través de su común interés por Lily Bart! El afecto de Gerty por su amiga —un sentimiento que había aprendido a sobrevivir con una dieta mínima— se había convertido en indiscutible adoración desde que la inquieta curiosidad de ésta la había acercado a su empresa. Aquel atisbo de la beneficencia había despertado en Lily un interés momentáneo por la caridad. Su visita al Club de Muchachas la había puesto por primera vez en contacto con los grandes contrastes de la vida. Ella había aceptado siempre con calma filosófica que existencias como la suya transcurrieran sobre un pedestal cimentado en segmentos oscuros de la humanidad. Un deprimente limbo de pobreza yacía alrededor y por debajo de aquel pequeño círculo iluminado en que la vida alcanzaba su más hermosa florescencia, del mismo modo que el fango y la aguanieve de una noche de invierno rodean un invernadero lleno de flores tropicales. Todo esto era parte del orden natural de las cosas y la orquídea que tomaba el sol en esta atmósfera creada artificialmente podía redondear las delicadas curvas de sus pétalos ajena a la escarcha de las ventanas.

Pero una cosa es convivir cómodamente con el concepto abstracto de la pobreza y otra entrar en contacto con sus implicaciones humanas. Lily jamás había concebido a estas víctimas del destino bajo otra forma que la de la masa. El hecho de que la masa estuviera compuesta de vidas individuales, de innumerables centros aislados de sensación provistos de su misma avidez de placer, de su propio y feroz rechazo del dolor —el hecho de que estos paquetes de sentimiento revistieran formas parecidas a la suya y tuvieran ojos para contemplar la alegría y jóvenes labios formados para el amor— constituyó una revelación que le produjo uno de aquellos arrebatos de piedad que a veces desequilibran una vida. La naturaleza de Lily era incapaz de semejante renovación: sólo podía sentir las exigencias ajenas a través de las propias, y ningún dolor era real si no castigaba sus propios nervios. Sin embargo, de momento había salido de su egoísmo para interesarse por la relación directa con un mundo tan diferente del suyo. Al primer donativo añadió su contribución personal a un par de los proyectos más interesantes, y la admiración suscitada entre las fatigadas obreras del club satisfizo de una forma nueva su insaciable deseo de agradar.

Las dotes de Gerty Farish como intérprete del carácter no eran suficientes para desenredar la maraña que constituía la filantropía de Lily. Suponía que su bella amiga actuaba movida por el mismo motivo que ella: esa intensificación de la visión moral que presta tanta proximidad e insistencia a todo el sufrimiento humano que los otros aspectos de la vida quedan diluidos en la lejanía. Gerty vivía de acuerdo con fórmulas tan sencillas que no vacilaba en definir el estado de su amiga como un «cambio de corazón» al que el trato con los pobres la había acostumbrado, y disfrutaba con la idea de haber sido el humilde instrumento de este cambio. Ahora tenía una respuesta para todas las críticas contra el comportamiento de Lily; como había dicho, conocía a «la verdadera Lily» y el descubrimiento de que Selden también la conocía elevó su plácida aceptación de la vida a una confusa intuición de sus posibilidades: una intuición que en el curso de la tarde reforzó la llegada de un telegrama de Selden en que le preguntaba si podían cenar juntos por la noche.

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Objętość:
5250 str.
ISBN:
9782380374124
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