Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 610

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Todos rieron y el Libélula añadió:

—¿Tan pronto? Entonces debes prepararte ya. Podrían llamarte dentro de cinco años… ¿quién sabe? Sí me parece que irás a la guerra dentro de cinco años…

—Irá antes —interpuso Juana.

Habló en voz baja y en un murmullo, pero alguno de los presentes, lo oyó.

—¿Y cómo puedes saberlo, Juana? —preguntó el Libélula con gesto de sorpresa.

Juan de Arco interrumpió:

—Yo también quisiera ir, pero como todavía soy bastante joven, aguardaré a que vengan a buscar al Paladín.

—No —remachó Juana—, él irá con Pedro.

Lo dijo como hablando consigo misma en un tono de voz que nadie, excepto yo, pudo oírla. La miré de reojo y observé que las agujas de hacer punto estaban inactivas en sus manos, mientras su rostro ofrecía un aspecto soñador y como ausente. Sus labios musitaban, como si estuvieran diciendo algo para sí mismos. Pero no emitían sonidos, puesto que yo, el más próximo a ella, no oía nada. Agucé los oídos, pues las frases anteriores me interesaron por su aire misterioso. Yo era susceptible ante lo desconocido, y cualquier cosa extraña o poco habitual me llamaba la atención.

Noel Rainguesson observó:

—No hay más que un camino para que Francia disponga de una oportunidad de salvarse. Tenemos al menos un caballero entre nosotros. ¿Por qué no cambia «El Estudiante» de nombre y de condición con el Paladín? Entonces, éste no tendría problema para ser oficial. Francia lo mandaría llamar y entonces, él arrollaría a todos esos ejércitos borgoñones e ingleses, empujándolos hacia el mar como si fueran moscas.

El Estudiante era yo. Ese era mi apodo, porque sabía leer y escribir. Ante estas palabras, hubo un murmullo de aprobación, y el Girasol dijo:

—Eso está bien. Así se arreglaría todo. El Caballero de Conte aceptará con facilidad la propuesta. Sí, marchará tras el capitán Paladín y morirá pronto, cubierto con la gloria de un soldado raso.

Al oír tales palabras, Juana de Arco murmuró:

—No. El Caballero de Conte marchará con Juan y Pedro, y vivirá hasta que estas guerras se hayan olvidado. A última hora, se les unirán Noel y Paladín, pero no será por su propio deseo.

La voz era tan baja, que yo no podría asegurar que fue eso lo que Juana dijo, pero a mí me lo pareció. Escuchar tales cosas me hacía estremecer.

—Bueno, pues ahora —prosiguió Noel— ya lo tenemos todo resuelto. No queda nada más que hacer, salvo alistarse bajo la bandera de Paladín y salir dispuestos a rescatar a Francia… ¿iréis todos?

La aceptación de la propuesta fue unánime, salvo el caso de Santiago de Arco, quien observó:

—Os ruego que me disculpéis. Es agradable hablar de la guerra y estoy de acuerdo con vosotros. Siempre he creído que iría a pelear al llegar a mi edad. Pero cuando vi la aldea en ruinas y al pobre loco acuchillado y ensangrentado, me di cuenta de que tales cosas no son para mí. Nunca me sentiría a gusto entre tales violencias. ¿Enfrentarme a las espadas, los cañones y la muerte? Todo eso no va conmigo. No, no; no contéis conmigo para eso. Y, además, soy el hijo mayor de la familia. Me toca ser el apoyo y la protección de los demás. Si pensáis llevaros a la guerra a Juan y a Pedro, alguien deberá quedarse aquí para cuidar de Juana y de mi hermanita. Permaneceré en casa y llegaré a la vejez en paz y tranquilidad.

—Se quedará en casa, pero no envejecerá —murmuró Juana con voz casi inaudible.

La charla continuó alegremente, como es habitual entre gente joven. Hicimos que el Paladín nos señalara en un improvisado mapa la estrategia de sus futuras campañas y desarrollara sus batallas, lograra sus victorias, aniquilase a los ingleses y colocara a nuestro Rey en su trono después de ceñirle la corona en la cabeza.

Después, le preguntamos qué pediría cuando el Rey le ofreciera la recompensa por sus gloriosos hechos de armas. Como el Paladín lo tenía todo bien pensado en su imaginación, aclaró enseguida:

—Me tendrá que dar un ducado, nombrarme primer Par y hacerme Gran Señor Condestable Hereditario de Francia.

Alguien dijo:

—Y también desposarte con alguna princesa. No te olvides de eso, ¿verdad?

El Paladín se ruborizó un poco, y dijo bruscamente:

—Puede guardarse a sus princesas. Prefiero casarme con alguien que me guste a mí.

Se refería a Juana, aunque nadie lo sospechábamos en aquel momento. Si alguien hubiera adivinado sus sentimientos, se habrían reído de él por sus pretensiones excesivas, puesto que era de opinión general que en todo el pueblo no había nadie verdaderamente apropiado para Juana.

Sucesivamente, cada uno de los jóvenes fue requerido para que declarase la recompensa que pediría al Rey en el caso de que estuviera en el lugar del Paladín, una vez realizadas las hazañas que se le suponían por su gran valor y genio militar. Las respuestas se daban en plan de broma, y cada uno de nosotros procuraba superar a los demás en cuanto a la extravagancia de las recompensas que habrían de solicitar al Rey. Cuando le llegó el turno a Juana, fue necesario primero traerla a la realidad, ya que parecía ensimismada en sueños elevados. Como su pensamiento se hallaba ausente, no había escuchado nada de la última parte de nuestra charla, y tuvimos que explicarle de qué se trataba, antes de solicitar su opinión sobre cuáles serían las peticiones al Rey. Ella pensó que debía dar una respuesta en serio y la dio. Sentada en el mismo lugar en que se encontraba, pareció reflexionar un momento y a continuación, habló:

—Si el Delfín, con su buen porte y nobleza me dijese: «Ahora que soy rico y he recuperado mis bienes, elige lo que más desees y será tuyo»… entonces, yo me arrodillaría y le pediría diera las órdenes para que nuestra aldea quedara libre de pagar impuestos para siempre.

Fue una declaración tan sencilla y salió con tanta naturalidad de su corazón que nos emocionó a todos y no la tomamos a broma. Pero llegó un día en que nos acordamos de aquella frase con tristeza no exenta de orgullo y nos alegramos, entonces, de no haber reído. Tuvimos la evidencia de cuán honradas y auténticas fueron sus palabras, al comprobar en su momento con qué fidelidad las cumplió solicitando justo aquel favor del Rey, al mismo tiempo que renunciaba a reclamar para ella el más mínimo bien material.

7

Durante toda su infancia y hasta mediados los catorce años, Juana había sido la criatura más alegre y risueña de la aldea. Con sus andares saltarines y una risa feliz y contagiosa, unido a su natural simpático y a sus modales abiertos y afectuosos, se convirtió en la preferida de todo el mundo.

Como entusiasta defensora de los derechos de Francia, en aquellos difíciles años para su patria, algunas veces, las malas noticias de los campos de batalla habían entristecido su espíritu y angustiado su corazón al mismo tiempo que la acostumbraron al dolor. Pero siempre, una vez pasados los sucesos adversos, su ánimo se levantaba de nuevo y recobraba su alegría habitual.

Sin embargo, en aquellos momentos y durante un año y medio, parecía mostrarse extraordinariamente seria y reconcentrada. No es que estuviera melancólica o triste, sino que parecía dedicada a reflexionar y sumergida en abstracciones y ensueños. Llevaba a Francia sobre su conciencia y esa carga le resultaba muy pesada. Yo sabía que éste era todo su problema, pero otros pensaban que su aire ausente era debido a cualquier tipo de éxtasis religioso. Lo cierto es que Juana no comunicaba a nadie sus pensamientos reservados y sólo a mí contaba algo sobre ellos, de modo que yo solía conocer, mejor que los demás, la índole de sus preocupaciones.

Más de una vez, me asaltó la idea de que Juana tenía un secreto —que guardaba enteramente para sí misma y lo ocultaba celosamente, a mí y a todos los demás—. El pensamiento me vino, porque, en nuestras conversaciones, cortaba una frase a medias o la dejaba sin terminar, cambiando de tema siempre que parecía a punto de confiarme algún tipo de revelación importante. Llegaría el momento en que tendría la oportunidad de conocer el secreto, pero aún faltaba bastante tiempo.

Al día siguiente del episodio que he narrado antes, nos encontrábamos en el prado, junto a los pastos, cuando empezamos a hablar sobre el problema de Francia.

Con el fin de animarla, yo aparentaba gran esperanza en el futuro, pero no hacía con esto más que ocultarle la realidad. La verdad era que no había el menor fundamento que permitiera albergar ninguna esperanza respecto al porvenir de nuestro país. Pero me dolía tanto mentirle y me avergonzaba tanto la traición hecha a una persona pura como la nieve, incapaz de mentir y traicionar —ni siquiera podía suponer tales bajezas en los demás—, que decidí no continuar por este camino.

Dispuesto a desenmascararme, a empezar de nuevo y no volver a ofenderla nunca más con engaños, inicié mi nueva táctica, aunque la envolví con otra pequeña mentira, que enlazara con la verdad, para hacer más razonable mi actitud anterior. Así, muy seriamente, le dije:

—Juana, he estado pensando mucho la pasada noche en todas las cosas que hablamos ayer y he llegado a la conclusión de que estábamos un poco equivocados todo el tiempo. Ahora, considero que la situación de Francia es desesperada, que siempre lo ha sido, desde el desastre de Agincourt y ahora mismo es más desesperada que nunca. Creo que ya no hay nada que hacer: todo está perdido.

No tuve el valor de mirarla a la cara mientras le decía estas cosas. El hacerle daño de aquella forma, destruir sus ilusiones con palabras brutales, sin añadir otras que pudieran suavizar su efecto devastador, resultaba algo vergonzoso y, verdaderamente, lo era. Pero cuando terminé de hablar, me quité un gran peso de encima, mi conciencia se encontró liberada, saliendo a la superficie, y pude observarla para ver el efecto de mis palabras.

Comprobé que no había nada que ver. Al menos de lo que yo esperaba. Tan sólo un atisbo de sorpresa en sus ojos serios, pero eso fue todo. En seguida, me preguntó, con su tono sencillo y plácido habitual:

—¿El caso de Francia está perdido? ¿Por qué creéis eso? Decídmelo.

Resulta muy agradable comprobar que el daño que se pensaba causar a una persona a la que se respeta, no se ha producido. Ahora me sentía aliviado y me encontraba dispuesto a contar sin tapujos ni temores todo lo que guardaba en el interior de mi corazón. Así que empecé:

—Vamos a olvidarnos de sentimentalismos e ilusiones patrióticas y a examinar los hechos cara a cara. Tales hechos, ¿qué nos señalan? Nos hablan claramente como los números en el libro de cuentas de un comerciante. No hay más que sumar las dos columnas para concluir que la Casa de Francia se encuentra en quiebra, que la mitad de sus propiedades están ya en poder del Gobernador inglés y la otra mitad en manos de nadie… como no sean los vagabundos y ladrones que afirman no rendir pleitesía ni a irnos ni a otros. Nuestro Rey se esconde con sus favoritos y necios en la más degradante ociosidad y pobreza, reducido a una pequeña y estrecha zona del reino —una especie de refugio a retaguardia, podríamos decir.

Y ni siquiera en esta zona, como en ningún otro lugar de Francia, tiene la menor autoridad. Tampoco dispone de un ochavo a su nombre, ni de un regimiento de soldados. No pelea, ni está dispuesto a luchar, no piensa en oponer la menor resistencia, porque, en realidad, no tiene más que un solo propósito: abandonar sus derechos, arrojar su corona a la basura y escapar a refugiarse en Escocia. Estos son los hechos. ¿Son ciertos?

—Sí, lo son —respondió Juana.

—Entonces, las cosas son como yo digo. No hay más que sumar para darse cuenta de lo que significan.

A continuación, me preguntó con naturalidad:

—Entonces, según esto, el porvenir de Francia, ¿es un caso perdido?

—Forzosamente. No es posible dudar de ello, si tenemos en cuenta todos estos datos que expongo.

—Pero ¿cómo podéis decir tales cosas? ¿Cómo podéis sentir de ese modo? —exclamó Juana.

—Sí —contesté yo—, ¿y cómo no hacerlo? ¿Cómo podría yo pensar o sentir de otra manera en las circunstancias que nos encontramos? Juana, con las desastrosas cifras que tenéis ante vos, ¿os queda realmente alguna esperanza de que se recupere Francia? ¿De verdad?

—¿Cómo esperanza? —contestó Juana—. ¡Oh, por favor! ¡Mucho más que eso! Francia conquistará su libertad y, además, la conservará. No lo dudéis.

Me pareció que su clara inteligencia debía encontrarse en aquellos momentos algo nublada. De mantener su mente normal, se habría percatado de que la consideración de los hechos sólo podía significar una cosa. Tal vez, si los examinase de nuevo y ordenadamente, vería la realidad. Así que le dije:

—Juana, vuestro corazón, que adora a Francia, ha conseguido engañar a vuestra cabeza. No os dais cuenta de la importancia de estos hechos. Venid, quiero haceros un esquema de la situación, dibujándolo aquí en el suelo, con un palo. Bueno. Lo comprendido entre estas rayas es Francia. A través de ella y por el centro, he trazado un río.

—Sí, el Loira —aclaró Juana.

—Bien, pues ahora fijaos: Toda esta mitad norte del país se encuentra en las miserables garras del inglés.

—Sí —continuó Juana.

—Y más abajo, toda esta mitad sur, no pertenece realmente a nadie en absoluto, como bien sabe nuestro Rey, que por eso planea desertar y huir a un país extranjero. Pero Inglaterra mantiene aquí ejércitos. Oponerse a ellos equivale a la muerte y puede conseguir la sumisión absoluta en cuanto lo desee. La pura verdad es que Francia ya está perdida, que Francia ha dejado de existir. Lo que antes era Francia, ahora sólo es una provincia británica. ¿No es verdad lo que digo?

La voz de Juana sonó baja, con un tinte emocionado, pero clara:

—Sí, es verdad.

—De acuerdo, pues. Ahora, sumadle este hecho decisivo a lo anterior, y la suma quedará completa: ¿Cuándo han conseguido las tropas francesas alguna victoria en esta guerra? Tan sólo el ejército escocés al servicio de Francia ganó una o dos batallas —por lo demás, inútiles— y de eso hace ya varios años. Pero yo me refiero a soldados franceses. Desde que ocho mil hombres ingleses casi aniquilaron a sesenta mil franceses hace una docena de años en Agincourt, el valor de los nuestros se perdió. Así, hoy en día se dice que si se enfrentaran cincuenta soldados franceses a cinco ingleses, los franceses no tardarían en huir.

—Es una pena, pero hasta eso es cierto —concedió Juana.

—Pues entonces, la hora de la esperanza ha pasado.

Pensé que ahora la situación ya habría quedado clara ante ella. Creí que esto era tan evidente, que no dejaba el menor resquicio a la esperanza. Pero me equivocaba. Su respuesta me desconcertó. Sin la menor sombra de duda, me dijo:

—Francia se levantará de nuevo. Ya lo veréis.

—¿Levantarse? ¿Con el peso de los ejércitos ingleses sobre sus espaldas?

—¡Francia los echará, los pisoteará bajo sus plantas! —dijo estas palabras con tono fogoso.

—Y ¿cómo? —contesté yo—. ¿Sin tener soldados para combatir?

—Los tambores los llamarán. Ellos responderán y marcharán…

—Sí, marcharán hacia atrás, como de costumbre…

—No. Irán hacia el frente… ¡Siempre hacia el frente… siempre hacia el frente! Ya lo veréis.

—¿Y el Rey pordiosero?

—Subirá a su trono… Llevará su corona.

—Bueno. Si esto fuera cierto… es como para perder la cabeza. Si yo pudiera imaginar que dentro de treinta años el yugo inglés sería quebrantado, y que la cabeza de nuestro Rey francés se ceñiría la corona real de su soberanía…

—Las dos cosas ocurrirán antes de que pasen dos años.

—¿De verdad? ¿Y quién va a llevar a la práctica estos maravillosos sueños imposibles?

—Dios.

Percibí en su tono un aire bajo y respetuoso, pero sus palabras fueron claras. ¿Cómo habrían llegado a su mente unas ideas tan extrañas? Esta pregunta me dio vueltas por la cabeza durante los dos días siguientes. Lo más fácil era pensar que se había vuelto loca. Si no, ¿cómo explicar todo aquello? El dolor por los desastres y tanto pensar en las calamidades sufridas por Francia debieron debilitar su razón, siempre tan firme, y la habían llenado de sueños fantasmagóricos… Sí, eso debía ser.

Pero yo la estuve observando y le hice varias pruebas, y no era eso. Sus ojos se mostraban diáfanos, sus gestos, de evidente naturalidad. Sus conversaciones, directas y al fondo de lo que se trataba. No, a su mente no le ocurría nada. Seguía siendo la persona más inteligente de la aldea, y la mejor. Continuaba discurriendo por todos los demás, haciendo planes en su favor, sacrificándose por ellos, lo mismo que siempre. Asistía a sus enfermos, y a los pobres, y se mostraba dispuesta a ceder su cuarto al caminante y dormir en el suelo. Tal vez existiera algún secreto en algún lugar de su mente, pero la locura no era la respuesta apropiada a mis dudas. Estaba claro.

La clave del asunto no tardó en manifestarse ante mis ojos. Voy a contar cómo sucedió el hecho. Quizá habéis oído a muchos narrar lo mismo que yo voy ahora a explicar, pero nunca hasta el momento habréis escuchado el relato de un testigo ocular.

Cierto día, regresaba yo de las montañas —era el 15 de mayo de 1428— y al llegar al extremo del bosque de robles, a punto ya de salir al espacio despejado y cubierto de césped, donde se encuentra el Árbol de las Hadas, eché un vistazo antes de salir al prado, todavía al amparo del follaje. En ese momento, di un paso atrás y me mantuve oculto por las hojas. Había visto a Juana y pensé gastarle alguna broma. Daos cuenta de lo que estaba pasando. Aquella idea frívola, iba a convertirse pronto —en muy poco tiempo— en un gran acontecimiento del que se hablaría para siempre en historias y romances.

El día tocaba a su fin y todo el espacio de hierba en el que estaba situado el Árbol aparecía cubierto por una sombra suave y agradable. Juana se hallaba sentada en un lugar llano, formado por las nudosas raíces del Árbol. Sus manos descansaban una sobre otra, en su regazo. Tenía la cabeza un poco inclinada hacia el suelo, y presentaba el aspecto de la persona que se encuentra absorta en sus pensamientos, sumergida en reflexiones íntimas, y ajena a sí misma y a todo lo que le rodeaba.

Y en esos momentos, observé un fenómeno muy extraño, algo así como una luminosidad blanca, aproximándose con lentitud, como si se deslizara sobre el césped, en dirección hacia el Árbol. Era una figura de grandes dimensiones —una forma con manto y alas— y su blanco resplandor no podría compararse con ninguna cosa conocida, excepto con la luz de los relámpagos. Pero ni siquiera éstos se le aproximaban en intensidad, ya que a los relámpagos uno puede mirarlos sin deslumbrarse, mientras aquella extraordinaria brillantez resultaba tan cegadora, que dañaba los ojos y los hacía llorar. Descubrí mi cabeza, al darme cuenta de que me encontraba en presencia de un acontecimiento que no era de este mundo.

Mi respiración se hizo más débil y forzada, a causa del terror inicial y de la respetuosa admiración que se apoderó de mí. También percibí otro fenómeno extraño. La naturaleza se había mantenido silenciosa, con esa quietud profunda que se produce cuando una nube de tormenta oscurece el bosque y los animales salvajes se atemorizan. Pero, de repente, las aves rompieron a entonar sus mejores trinos, de modo que una especie de cántico jubiloso creaba una sensación de éxtasis imposible de describir. En su conjunto, el canto de los pájaros resultó conmovedor y el sonido, tan maravilloso, que nadie dudaría en pensar que se trataba de un acto de adoración.

Con las primeras notas del piar de las aves, Juana se arrodilló e, inclinado la cabeza, cruzó las manos sobre el pecho.

Ella aún no había percibido la figura luminosa. ¿Fue, tal vez, el canto de los pájaros lo que anunció la llegada de la aparición? Eso me pareció a mí y, además, indicaba que el suceso no era la primera vez que ocurría. Sí, no cabía ninguna duda.

La luz se aproximaba a Juana lentamente. Llegó hasta donde se encontraba la joven, y dio la impresión de que la inundaba, cubriéndola con su maravilloso esplendor. Rodeado por aquella luz sobrenatural, su rostro, humanamente hermoso hasta ese momento, se transformó en algo celestial. Bañado por esa luminosidad capaz de transformar las cosas, su traje de campesina tomó el aspecto de los ángeles vestidos con rayos de sol, tal como los vemos con la imaginación rodeando el trono de Dios.

Después, Juana se levantó, con la cabeza todavía un poco inclinada, con los brazos caídos y las puntas de los dedos levemente enlazadas por delante. Así, permanecía de pie, iluminada por aquella luz, como sin darse cuenta de ello; daba la impresión de escuchar algo, aunque nada llegaba a mis oídos. Al cabo de un momento, levantó la cabeza y miró hacia arriba, como uno miraría el rostro de un gigante, y entonces, enlazó sus manos y las elevó en actitud implorante. Luego, comenzó a hablar. Distinguí algunas de sus palabras. La oí decir:

—¡Pero soy tan joven!… demasiado joven para dejar a mi madre y mi hogar, salir al mundo desconocido y llevar a cabo una empresa de tal magnitud. Y, además, ¿cómo podré yo relacionarme con hombres, convertirme en camarada de ellos? ¡Y los soldados! No tendría otro remedio que acostumbrarme a los insultos, a sus rudas costumbres y a su desprecio. ¿Cómo podré ir yo a la guerra y conducir al ejército…? Yo, una muchacha ignorante de todo eso, que nada sabe de armas, ni siquiera montar a caballo y trotar con él… Pero, en fin, si eso es lo que se me ordena…

Su voz bajó un poco de tono y se rompió en sollozos, de modo que ya no conseguí comprender ni una sola palabra más.

En ese momento, recobré mi capacidad de pensar con serenidad. Me consideré como un intruso violando un misterio de Dios… ¿Cuál sería mi castigo? Me invadió el temor y me adentré en el bosque. Tracé una señal en la corteza de un árbol, al mismo tiempo que pensaba si estuve soñando, si no habría tenido semejante visión. Cuando me despertara, y una vez seguro de que no soñaba, regresaría al mismo lugar para comprobar si la marca estaba allí. De este modo, podría saber si todo aquello fue cierto.

8

De repente, escuché que me llamaban por mi nombre. Era la voz de Juana. Sentí un sobresalto al pensar cómo pudo saber que yo estaba escondido allí… Me dije: todavía estoy soñando, es todo un sueño… Seguramente que la voz, la visión, todo aquello, debieron provocarlo las hadas… Me santigüé, invocando el nombre de Dios para romper el hechizo. Supe que me encontraba despierto ahora, una vez libre del encantamiento, gracias al exorcismo.

Volví a escuchar la voz que me llamaba y salí de mi escondite. Por supuesto, allí, ante mi vista, estaba Juana, pero ya no con el aspecto que tenía durante el sueño. Había dejado de sollozar, y su apariencia era la propia de ella, la misma que había mantenido desde hacía un año y medio, mostrándose alegre y sonriente. Recobró su energía y vigor de siempre, aunque se percibía en su cara y en su porte, una vivacidad iluminada.

Parecía como si todo el tiempo anterior hubiera estado en trance y se acabara de despertar. En verdad, daba la impresión de que se hubiera encontrado lejos, extraviada, y regresara junto a nosotros finalmente. Me sentí tan contento, que tuve ganas de correr a llamar a todos nuestros amigos, reunirlos a su alrededor y darle la bienvenida. Fui hacia ella, muy excitado, y le dije:

—¡Juana!, tengo algo maravilloso que contaros. No lo podéis ni imaginar. He tenido un sueño en el que os he visto muy cerca de aquí, junto a un árbol, y…

Juana alzó la mano y dijo:

—Eso no era un sueño.

Noté un sobresalto y empecé a sentir miedo otra vez.

—¿Cómo? ¿No era un sueño? —pregunté—. Y ¿cómo lo sabéis, Juana?

—¿Estáis soñando ahora? —siguió Juana.

—Yo… me parece que no… Creo que no.

—Desde luego que no —aclaró la joven—. Yo estoy segura de que no. Y no soñabais cuando hicisteis esa marca en el árbol.

Se apoderó de mí un terror frío, al darme cuenta de que no había estado soñando, sino que tuve la oportunidad de contemplar un milagro propio del mundo sobrenatural. Recordé entonces que mis pecadores pies estaban pisando suelo sagrado, el mismo suelo en que aquella imagen celestial había descansado. Me aparté bruscamente, a impulsos de un miedo que me llegaba hasta los huesos. Juana se dio cuenta y me calmó.

—No debéis temer nada. De verdad, no hay ningún motivo para ello. Venid conmigo. Nos sentaremos al lado del manantial y os contaré todo el misterio.

Cuando se disponía a comenzar su explicación, la interrumpí diciendo:

—Pero antes decidme esto. No fue posible que me vierais en el bosque… entonces, ¿cómo sabéis que hice una señal en un árbol?

—Tened paciencia, que ahora llegaremos a eso. Entonces lo comprenderéis todo —me tranquilizó Juana.

—Pero yo necesito saber qué era esa maravillosa luz que vi.

—Ahora os lo diré —continuó Juana—, no os preocupéis, que no corréis ningún peligro. Aquello era el resplandor de un arcángel… Miguel, jefe y señor de los ejércitos celestiales.

Al escuchar sus palabras no se me ocurrió nada más que santiguarme y echarme a temblar por haber profanado con mis pies aquel lugar santo.

—¿Y no le teníais miedo, Juana? ¿Visteis su rostro? ¿Cómo era?

—No le tenía miedo, porque no ha sido ésta la primera vez que lo he visto. Al principio sí lo tuve.

—¿Y cuándo fue eso, Juana?

—Ahora hace casi tres años.

—¿Tanto tiempo? ¿Y lo habéis visto muchas veces?

—Sí, muchas.

—Pues entonces ha sido esto lo que os ha cambiado. Por eso os encontrábamos pensativa y distinta a como erais antes. Ahora lo comprendo. Y ¿por qué no nos lo habéis dicho?

—No podía hacerlo. No estaba autorizada. Ahora sí, y dentro de poco lo comunicaré a todos. De momento, sólo a vos. Hay que guardar el secreto algunos días más.

—¿Ha visto alguien antes que yo ese resplandor?

—Nadie. A veces, la luz me ha sido enviada en presencia vuestra y de otras personas, pero no pudisteis verla. Hoy sí, la aparición fue distinta. Se me ha explicado la razón, y también que esa luz no volverá a ser visible para nadie.

—Entonces, ¿ha sido una señal destinada a mí?… y una señal que encierra un significado… ¿pero cuál?

—En efecto, lo tiene, pero no puedo explicarlo.

—Y, además, resulta muy extraño que una luz tan brillante pueda aparecer ante nuestros ojos y no ser visible con claridad.

—Y no es sólo eso. La luz no aparece solamente, sino que viene acompañada con voces que hablan. Son voces de los santos, sobre un fondo de coros de ángeles. Yo puedo oírlos, pero los demás no. Las llamo «Mis Voces». Son muy queridas para mí.

—¿Y qué os dicen estas Voces?

—Muchas cosas… bueno, en relación con Francia, quiero decir.

—Pero ¿qué tipo de cosas? —insistía yo.

Con un suspiro, respondió:

—Desastres… sólo desastres, infortunios y humillaciones.

Por desgracia, no había otros acontecimientos que predecir.

—¿Os anunciaron los hechos antes de que ocurrieran?

—Sí. De este modo yo sabía lo que iba a pasar antes de que sucediese. Conocer estas cosas me tenía preocupada, como habéis podido comprobar. Era natural. A pesar de todo, siempre disponía de algunas palabras de aliento y esperanza. Incluso más que eso. Se me comunicaba que Francia sería rescatada, volviendo a ser nuevamente fuerte y libre. Pero cómo ocurriría esto y quién habría de llevarlo a cabo… no se me aclaraba… Hasta hoy mismo.

Cuando pronunció estas últimas palabras, un fulgor repentino y profundo iluminó sus ojos, efecto que yo tendría ocasión de observar muchas veces en los días venideros, cuando las trompetas anunciaban el ataque, un gesto al que me acostumbré a llamar la «luz de la batalla». Su pecho se elevaba y un perceptible color teñía su rostro. Juana continuó:

—Por fin, hoy, lo he comprendido todo. Dios ha elegido a la más indigna de sus criaturas para realizar esta labor. Siguiendo su voluntad, con su protección y su fuerza, no con la mía, he de conducir los ejércitos y rescatar a Francia y restablecer la corona sobre las sienes de su siervo, que ahora es el Delfín y después será el Rey de Francia.

Yo me quedé asombrado, y pregunté:

—¿Cómo es posible, Juana? ¿Vos, una niña, conduciendo ejércitos?

—Sí, yo. Por algún tiempo, esta idea me desanimó. Es cierto lo que decís… no soy más que una niña, una niña ignorante… desconozco todo lo que se refiere a la guerra, incapaz de soportar la rudeza de los campamentos y la convivencia con los soldados. Sin embargo, han pasado los momentos de indecisión y debilidad, que no volverán nunca. Ya estoy decidida y no voy a retroceder en mi propósito, con la ayuda de Dios, hasta que la garra inglesa no haya soltado la garganta de Francia. Mis Voces no me han mentido jamás, y tampoco mienten hoy. Me dicen que he de acudir ante Roberto de Baudricourt, el Gobernador de Vaucouleurs, que me proporcionará soldados que me darán escolta hasta llegar a la presencia del Rey. Así, dentro de un año a contar de hoy mismo, asestaremos un golpe que marcará el principio del fin, que no tardará en producirse, después, con gran rapidez.

—¿Y dónde se dará este golpe? —pregunté yo.

—Mis Voces todavía no me lo han dicho. Ni tampoco lo que ocurrirá durante el año que falta, antes de que el hecho se produzca. Me han elegido a mí para que lo realice, pero eso es todo lo que sé. El golpe irá seguido de otros, vigorosos y rápidos, que podrán deshacer, sólo en diez semanas, los largos años de intenso trabajo desplegado por Inglaterra. Después, la corona se asentará sobre la cabeza del Delfín… ésta es la voluntad de Dios. Mis Voces me lo han dicho así, y ¿cómo voy a dudarlo? No, las cosas ocurrirán tal como ellas anuncian, puesto que solamente dicen todo lo que es verdad.

Sus palabras eran de una fuerza tremenda. Resultaban increíbles para mi capacidad lógica, pero a mi corazón le parecían verdaderas… Así, mientras mi razón dudaba, el sentimiento creía ciegamente, creía y se aferraba al mensaje de Juana con fe entusiasta desde aquel mismo día. Luego, dije:

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5250 str.
ISBN:
9782380374124
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