Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 596

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-¿Con la cara vuelta al tronco? -Puede que sí.

-¿Y dijo alguna cosa?

-Me parece que no. No lo sé.

-¡Ah! ¡Vaya un modo de curar verrugas con agua de yesca! Eso no sirve para nada. Tiene uno que ir solo en medio del bosque, donde sepa que hay un tronco con agua, y al dar la media noche tumbarse de espaldas en el tronco y meter la mano dentro y decir:

¡Tomates, tomates, tomates y lechugas; agua de yesca, quítame las verrugas!

y, en seguida dar once pasos deprisa, y después dar tres vueltas, y marcharse a casa sin hablar con nadie.

Porque si uno habla, se rompe el hechizo.

-Bien; parece un buen remedio; pero no es como lo hizo Bob Tanner.

Ya lo creo que no. Como que es el más plagado de verrugas del pueblo, y no tendría ni una si supiera manejar lo del agua de yesca. Así me he quitado yo de las manos más de mil. Como juego tanto con ranas, me salen siempre a montones. Algunas veces me las quito con una judía.

-Sí, las judías son buenas. Ya lo he hecho yo.

-¿Sí? ¿Y cómo lo arreglas?

-Pues se coge la judía y se parte en dos, y se saca una miaja de sangre de la verruga, se moja con ella un pedazo de la judía, y se hace un agujero en una encrucijada hacia media noche, cuando no haya luna; y después se quema el otro pedazo. Pues oye: el pedazo que tiene la sangre se tira para juntarse al otro pedazo, y eso ayuda a la sangre a tirar de la verruga, y en seguida la arranca.

-Así es, Huck; es verdad. Pero si cuando lo estás enterrando dices: «¡Abajo la judía, fuera la verruga!», es mucho mejor. Así es como lo hace Joe Harper, que ha ido hasta cerca de Coonville, y casi a todas partes. Pero, dime: ¿cómo las curas tú con gatos muertos?

-Pues coges el gato y vas y subes al camposanto, cerca de medianoche, donde hayan enterrado a alguno que haya sido muy malo; y al llegar la medianoche vendrá un diablo a llevárselo o puede ser dos o tres; pero uno no los ve, no se hace más que oír algo, como si fuera el viento, o se les llega a oír hablar; y cuando se estén llevando al enterrado les tiras con el gato y dices: «¡Diablo, sigue al difunto; gato, sigue al diablo; verruga, sigue al gato, ya acabé contigo!» No queda ni una. -Parece bien. ¿Lo has probado, Huck?

-No; pero me lo dijo la tía Hopkins, la vieja.

-Pues entonces verdad será, porque dicen que es bruja.

-¿Dicen? ¡Si yo sé que lo es! Fue la que embrujó a mi padre. Él mismo lo dice. Venía andando un día y vio que le estaba embrujando, así es que cogió un peñasco y, si no se desvía ella, allí la deja. Pues aquella misma noche rodó por un cobertizo, donde estaba durmiendo borracho, y se partió un brazo.

-¡Qué cosa más tremenda! ¿Cómo supo que le estaba embrujando?

-Mi padre lo conoce a escape. Dice que cuando le miran a uno fijo le están embrujando, y más si cuchichean. Porque si cuchichean es que están diciendo el «Padre nuestro» al revés. -Y dime, Huck, ¿cuándo vas a probar con ese gato?

-Esta noche. Apuesto a que vienen a llevarse esta noche a Hoss Williams.

-Pero le enterraron el sábado. ¿No crees que se lo llevarían el mismo sábado por la noche?

-¡Vamos, hombre! ¡No ves que no tienes poder hasta medianoche, y para entonces ya es domingo. Los diablos no andan mucho por ahí los domingos, creo yo.

-No se me había ocurrido. Así tiene que ser. ¿Me dejas ir contigo? -Ya lo creo..., si no tienes miedo.

-¡Miedo! Vaya una cosa... ¿Maullarás?

-Sí, y tú me contestas con otro maullido. La última vez me hiciste estar maullando hasta que el tío Hays empezó a tirarme piedras y a decir: «¡Maldito gato!» Así es que cogí un ladrillo y se lo metí por la ventana; pero no lo digas.

-No lo diré. Aquella noche no pude maullar porque mi tía me estaba acechando; pero esta vez maullaré.

Di, Huck, ¿qué es eso que tienes? -Nada; una garrapata.

-¿Dónde la has cogido? -Allá en el bosque. -¿Qué quieres por ella?

-No sé. No quiero cambiarla.

-Bueno. Es una garrapatilla que no vale nada.

-¡Bah! Cualquiera puede echar por el suelo una garrapata que no es suya. A mí me gusta. Para mí, buena es.

-Hay todas las que se quiera.

-Podía tener yo mil si me diera la gana.

-¿Y por qué no las tienes? Pues porque no puedes. Esta es una garrapata muy temprana. Es la primera que he visto este año.

-Oye, Huck: te doy mi diente por ella. -Enséñalo.

Tom sacó un papelito y lo desdobló cuidadosamente. Huckleberry lo miró codicioso. La tentación era muy grande. Al fin dijo: -¿Es de verdad?

Tom levantó el labio y le enseñó la mella.

-Bueno -dijo Huckleberry-, trato hecho.

Tom encerró a la garrapata en la caja de pistones que había sido la prisión del «pellizquero», y los dos muchachos se separaron, sintiéndose ambos más ricos que antes.

Cuando Tom llegó a la casita aislada de madera donde estaba la escuela, entró con apresuramiento, con el aire de uno que había llegado con diligente celo. Colgó el sombrero en una percha y se precipitó en su asiento con afanosa actividad. El maestro, entronizado en su gran butaca, desfondada, dormitaba arrullado por el rumor del estudio. La interrupción lo despabiló:

-¡Thomas Sawyer!

Tom sabía que cuando le llamaban por el nombre y apellido era signo de tormenta.

-¡Servidor!

-Ven aquí. ¿Por qué llega usted tarde, como de costumbre?

Tom estaba a punto de cobijarse en una mentira, cuando vio dos largas trenzas de pelo dorado colgando por una espalda que reconoció por amorosa simpatía magnética, y junto a aquel pupitre estaba el único lugar vacante, en el lado de la escuela destinado a las niñas.

Al instante dijo:

He estado hablando con Huckleberry Finn.

Al maestro se le paralizó el pulso y se quedó mirándole atónito, sin pestañear. Cesó el zumbido del estudio. Los discípulos se preguntaban si aquel temerario rapaz había perdido el juicio. El maestro dijo:

-¿Has estado... haciendo... qué?

-Hablando con Huckleberry Finn.

La declaración era terminante.

-Thomas Sawyer, ésta es la más pasmosa confesión que jamás oí: no basta la palmeta para tal ofensa.

Quítate la chaqueta.

El maestro solfeó hasta que se le cansó el brazo, y la provisión de varas disminuyó notablemente.

Después siguió la orden:

-Y ahora se va usted a sentar con las niñas. Y que le sirva de escarmiento.

El jolgorio y las risas que corrían por toda la escuela parecían avergonzar al muchacho; pero en realidad su rubor más provenía de su tímido culto por el ídolo desconocido y del temeroso placer que le proporcionaba su buena suerte. Se sentó en la punta del banco de pino y la niña se apartó bruscamente de él, volviendo a otro lado la cabeza. Codazos y guiños y cuchicheos llenaban la escuela; pero Tom continuaba inmóvil, con los brazos apoyados en el largo pupitre que tenía delante, absorto, al parecer, en su libro. Poco a poco se fue apartando de él la atención general, y el acostumbrado zumbido de la escuela volvió a elevarse en el ambiente soporífero.

Después el muchacho empezó a dirigir furtivas miradas a la niña. Ella le vio, le hizo un «hocico» y le volvió el cogote por un largo rato. Cuando, cautelosamente, volvió la cara, había un melocotón ante ella.

Lo apartó de un manotazo; Tom volvió a colocarlo, suavemente, en el mismo sitio; ella lo volvió a rechazar de nuevo, pero sin tanta hostilidad; Tom, pacientemente, lo puso donde estaba, y entonces ella lo dejó estar.

Tom garrapateó en su pizarra: «Tómalo. Tengo más». La niña echó una mirada al letrero, pero siguió impasible. Entonces el muchacho empezó a dibujar, en la pizarra, ocultando con la mano izquierda lo que estaba haciendo. Durante un rato, la niña no quiso darse por enterada; pero la curiosidad empezó a manifestarse en ella con imperceptibles síntomas. El muchacho siguió dibujando, como si no se diese cuenta de lo que pasaba. La niña realizó un disimulado intento para ver, pero Tom hizo como que no lo advertía. Al fin ella se dio por vencida y murmuró:

-Déjame verlo.

Tom dejó ver en parte una lamentable caricatura de una casa, con un tejado escamoso y un sacacorchos de humo saliendo por la chimenea. Entonces la niña empezó a interesarse en la obra, y se olvidó de todo.

Cuando estuvo acabada, la contempló y murmuró:

-Es muy bonita. Hay un hombre.

El artista erigió delante de la casa un hombre que parecía una grúa. Podía muy bien haber pasado por encima del edificio; pero la niña no era demasiado crítica, el monstruo la satisfizo, y murmuró:

-Es un hombre muy bonito... Ahora píntame a mí llegando.

Tom dibujó un reloj de arena con una luna llena encima y dos pajas por abajo, y armó los desparramados dedos con portentoso abanico. La niña dijo:

-¡Qué bien está! ¡Ojalá supiera yo pintar!

-Es muy fácil -murmuró Tom-. Yo te enseñaré. -¿De veras? ¿Cuándo?

-A mediodía. ¿Vas a tu casa a almorzar? -Si quieres, me quedaré.

-Muy bien, ¡al pelo! ¿Cómo te llamas?

-Becky Thatcher. ¿Y tú? ¡Ah, ya lo sé! Thomas Sawyer.

-Así es como me llaman cuando me zurran. Cuando soy bueno, me llamo Tom. Llámame Tom, ¿quieres?

-Sí.

Tom empezó a escribir algo en la pizarra, ocultándolo a la niña. Pero ella había ya abandonado el recato.

Le pidió que se la dejase ver. Tom contestó: -No es nada.

-Sí, algo es.

-No, no es nada; no necesitas verlo. -Sí, de veras que sí. Déjame.

-Lo vas a contar.

-No. De veras y de veras y de veras que no lo cuento.

-¿No se lo vas a decir a nadie? ¿En toda tu vida lo has de decir? -No; a nadie se lo he de decir. Déjame verlo.

-¡Ea! No necesitas verlo.

-Pues por ponerte así, lo he de ver, Tom -y cogió la mano del muchacho con la suya, y hubo una pequeña escaramuza. Tom fingía resistir de veras, pero dejaba correrse la mano poco a poco, hasta que quedaron al descubierto estas palabras: Te amo.

-¡Eres un malo! -y le dio un fuerte manotazo, pero se puso encendida y pareció satisfecha, a pesar de todo.

Y en aquel instante preciso sintió el muchacho que un torniquete lento, implacable, le apretaba la oreja y al propio tiempo lo levantaba en alto. Y en esa guisa fue llevado a través de la clase y depositado en su propio asiento, entre las risas y befa de toda la escuela. El maestro permaneció cerniéndose sobre él, amenazador, durante unos instantes trágicos, y al cabo regresó a su trono, sin añadir palabra. Pero aunque a Tom le escocía la oreja, el corazón le rebosaba de gozo.

Cuando sus compañeros se calmaron, Tom hizo un honrado intento de estudiar; pero el tumulto de su cerebro no se lo permitía. Ocupó después su sitio en la clase de lectura, y fue aquello un desastre; después en la clase de geografía, convirtió lagos en montañas, montañas en ríos y ríos en continentes, hasta rehacer el caos; después, en la de escritura, donde fue «rebajado» por sus infinitas faltas y colocado el último, y tuvo que entregar la medalla de peltre que había lucido con ostentación durante algunos meses.

CAPÍTULO VII

Cuanto más ahínco ponía Tom en fijar toda su atención en el libro, más se dispersaban sus ideas. Así es que al fin, con un suspiro y un bostezo, abandonó el empeño. Le parecía que la salida de mediodía no iba a llegar nunca. Había en el aire una calma chicha. No se movía una hoja. Era el más soñoliento de los días aplanadores. El murmullo adormecedor de los veinticinco escolares estudiando a la vez aletargaba el espíritu como con esa virtud mágica que hay en el zumbido de las abejas. A lo lejos, bajo el sol llameante, el monte Cardiff levantaba sus verdes y suaves laderas a través de un tembloroso velo de calina, teñido de púrpura por la distancia; algunos pájaros se cernían perezosamente en la altura, y no se veía otra cosa viviente fuera de unas vacas, y éstas profundamente dormidas.

Tom sentía enloquecedoras ansias de verse libre, o al menos de hacer algo interesante para pasar aquella hora tediosa. Se llevó distraídamente la mano al bolsillo y su faz se iluminó con un resplandor de gozo que era una oración, aunque él no lo sabía. La caja de pistones salió cautelosamente a la luz. Liberó a la garrapata y la puso sobre el largo y liso pupitre. El insecto probablemente resplandeció también con una gratitud que equivalía a una oración, pero era prematura; pues cuando emprendió, agradecido, la marcha para un largo viaje, Tom le desvió para un lado con un alfiler y le hizo tomar una nueva dirección.

El amigo del alma de Tom estaba sentado a su vera, sufriendo tanto como él, y al punto se interesó profunda y gustosamente en el entretenimiento. Este amigo del alma era Joe Harper. Los dos eran uña y carne seis días de la semana y enemigos en campo abierto los sábados. Joe sacó un alfiler de la solapa y empezó a prestar su ayuda para ejercitar a la prisionera. El deporte crecía en interés por momentos. A poco Tom indicó que se estaban estorbando el uno al otro, sin que ninguno pudiera sacar todo el provecho a que la garrapata se prestaba. Así, pues, colocó la pizarra de Joe sobre el pupitre y trazó una línea por el medio, de arriba abajo.

-Ahora -dijo-, mientras esté en tu lado puedes azuzarla y yo no me meteré con ella; pero si la dejas irse y se pasa a mi lado, tienes que dejarla en paz todo el rato que yo la tenga sin cruzar la raya.

-Está bien; anda con ella... aguíjala.

La garrapata se le escapó a Tom y cruzó el ecuador. Joe la acosó un rato y en seguida se le escapó y cruzó otra vez la raya. Este cambio de base se repitió con frecuencia. Mientras uno de los chicos hurgaba a la garrapata con absorbente interés, el otro miraba con interés no menos intenso, juntas a inclinadas las dos cabezas sobre la pizarra y con las almas ajenas a cuanto pasaba en el resto del mundo. Al fin la suerte pareció decidirse por Joe. La garrapata intentaba éste y aquél y el otro camino y estaba tan excitada y anhelosa como los propios muchachos; pero una vez y otra, cuando Tom tenía ya la victoria en la mano, como quien dice, y los dedos le remusgaban para empezar, el alfiler de Joe, con diestro toque, hacía virar a la viajera y mantenía la posesión. Tom ya no podía aguantar más. La tentación era irresistible; así es que estiró la mano y empezó a ayudar con su alfiler. Joe se sulfuró al instante.

-Tom, déjala en paz -dijo.

-Nada más que hurgarla una miaja, Joe.

-No, señor; eso no vale. Déjala quieta. -No voy más que a tocarla un poco. -Que la dejes, te digo.

-No quiero.

-Pues no la tocas... Está en mi lado.

-¡Oye, tú, Joe! ¿Y de quién es la garrapata?

-A mí no me importa. Está en mi lado y no tienes que tocarla.

-Bueno, pues ¡a que la toco! Es mía y hago con ella lo que quiero. Y te aguantas.

Un tremendo golpazo descendió sobre las costillas de Tom, y su duplicado sobre las de Joe; y durante un minuto siguió saliendo polvo de las dos chaquetas, con gran regocijo de toda la clase. Los chicos habían estado demasiado absortos para darse cuenta del suspenso que un momento antes había sobrecogido a toda la escuela cuando el maestro cruzó la sala de puntillas y se paró detrás de ellos. Había estado contemplando gran parte del espectáculo antes de contribuir por su parte a amenizarlo con un poco de variedad. Cuando se acabó la clase a mediodía Tom voló a donde estaba Becky Thatcher y le dijo al oído:

-Ponte el sombrero y di que vas a casa; cuando llegues a la esquina con las otras, te escabulles y das la vuelta por la calleja y vienes. Yo voy por el otro camino y haré lo mismo.

Así, cada uno de ellos se fue con un grupo de escolares distinto. Pocos momentos después los dos se reunieron al final de la calleja, y cuando volvieron a la escuela se hallaron dueños y señores de ella. Se sentaron juntos, con la pizarra delante, y Tom dio a Becky el lápiz y le llevó la mano guiándosela, y así crearon otra casa sorprendente. Cuando empezó a debilitarse su interés en el arte, empezaron a charlar.

-¿Te gustan las ratas? -preguntó Tom. -Las aborrezco.

-Bien; también yo... cuando están vivas. Pero quiero decir las muertas, para hacerlas dar vueltas por encima de la cabeza con una guita.

-No; me gustan poco las ratas, de todos modos. Lo que a mí me gusta es masticar goma. -¡Ya lo creo! ¡Ojalá tuviera!

-¿De veras? Yo tengo un poco. Te dejaré masticar un rato, pero tienes que devolvérmela.

Así se convino, masticaron por turnos, balanceando las piernas desde el banco de puro gozosos.

-¿Has visto alguna vez el circo? -dijo Tom.

-Sí, y mi papá me va a llevar otra vez si soy buena.

Yo lo he visto tres o cuatro veces..., una barbaridad de veces. La iglesia no vale nada comparada con el circo: en el circo siempre está pasando algo. Yo voy a ser clown cuando sea grande. -¿De verdad? ¡Qué bien! Me gustan tanto, todos llenos de pintura.

Y ganan montones de dinero..., casi un dólar por día; me lo ha dicho Ben Rogers. Di, Becky, ¿has estado alguna vez comprometida? -¿Qué es eso?

-Pues comprometida para casarse. -No.

-¿Te gustaría?

-Me parece que sí. No sé. ¿Qué viene a ser?

-¿A ser? Pues es una cosa que no es como las demás. No tienes más que decir a un chico que no vas a querer a nadie más que a él, nunca, nunca; y entonces os besáis y ya está. -¿Besar? ¿Para qué besarse?

-Pues, ¿sabes?, es para... Bueno, siempre hacen eso. -¿Todos?

-Todos, cuando son novios. ¿Te acuerdas de lo que escribí en la pizarra? -...Sí.

-¿Qué era?

-No lo quiero decir. -¿No quieres decirlo? -Sí..., sí, pero otra vez. -No, ahora.

-No, no..., mañana.

-Ahora, anda, Becky. Yo te lo diré al oído, muy callandito.

Becky vaciló, y Tom, tomando el silencio por asentimiento, la cogió por el talle y murmuró levemente la frase, con la boca pegada al oído de la niña. Y después añadió: Ahora me lo dices tú al oído..., lo mismo que yo.

Ella se resistió un momento, y después dijo:

-Vuelve la cara para que no veas, y entonces lo haré. Pero no tienes que decírselo a nadie. ¿Se lo dirás, Tom? ¿De veras que no?

-No, de veras que no. Anda, Becky...

Él volvió la cara. Ella se inclinó tímidamente, hasta que su aliento agitó los rizos del muchacho, y murmuró: «Te amo».

Después huyó corriendo por entre bancos y pupitres, perseguida por Tom, y se refugió al fin en un rincón tapándose la cara con el delantalito blanco. Tom la cogió por el cuello.

-Ahora, Becky -le dijo, suplicante-, ya está todo hecho..., ya está todo menos lo del beso. No tengas miedo de eso..., no tiene nada de particular. Hazme el favor, Becky Y la tiraba de las manos y del delantal.

Poco a poco fue ella cediendo y dejó caer las manos; la cara, toda encendida por la lucha, quedó al descubierto, y se sometió a la demanda. Tom besó los rojos labios y dijo:

Ya está todo acabado. Y ahora, después de esto, ya sabes: no tienes que ser nunca novia de nadie sino mía, y no tienes que casarte nunca con nadie más que conmigo. ¿Quieres?

-Sí; nunca seré novia de nadie ni me casaré más que contigo, y tú no te casarás tampoco más que conmigo.

-Por supuesto. Eso es parte de la cosa. Y siempre, cuando vengas a la escuela o al irte a casa, tengo yo que acompañarte cuando nadie nos vea; y yo te escojo a ti y tú me escoges a mí en todas las fiestas, porque así hay que hacer cuando se es novia. -¡Qué bien! No lo había oído nunca.

-Es la mar de divertido. Si supieras lo que Amy Lawrence y yo...

En los grandes ojos que le miraban vio Tom la torpeza cometida, y se detuvo, confuso. -¡Tom! ¡Yo no soy la primera que ha sido tu novia!

La muchachita empezó a llorar.

-No llores, Becky -dijo Tom-. Ella ya no me importa nada.

-Sí, sí te importa, Tom... Tú sabes que sí.

Tom trató de echarle un brazo en torno del cuello, pero ella lo rechazó y volvió la cara a la pared y siguió llorando. Hizo él otro intento, con persuasivas palabras, y ella volvió a rechazarlo. Entonces se le alborotó el orgullo, y dio media vuelta y salió de la escuela. Se quedó un rato por allí, agitado y nervioso, mirando de cuando en cuando a la puerta, con la esperanza de que Becky se arrepentiría y vendría a buscarlo. Pero no hubo tal cosa. Entonces comenzó a afligirse y a pensar que la culpa era suya. Mantuvo una recia lucha consigo mismo para decidirse a hacer nuevos avances, pero al fin reunió ánimos para la empresa y entró en la escuela.

Becky seguía aún en el rincón, vuelta de espaldas, sollozando, con la cara pegada a la pared. Tom sintió remordimientos. Fue hacia ella y se detuvo un momento sin saber qué hacer. Después dijo, vacilante:

-Becky, no me gusta nadie sino tú.

No hubo más respuestas que los sollozos.

-Becky -prosiguió implorante-, ¿no quieres responderme?

Más sollozos.

Tom sacó su más preciado tesoro, un boliche de latón procedente de un morillo de chimenea, y lo pasó en torno de la niña para que pudiera verlo.

-Becky-dijo-, hazme el favor de tomarlo.

Ella lo tiró contra el suelo. Entonces Tom salió de la escuela y echó a andar hacia las colinas, muy lejos, para no volver más a la escuela por aquel día. Becky empezó a barruntarlo. Corrió hacia la puerta: no se le veía por ninguna parte. Fue al patio de recreo: no estaba allí. Entonces gritó:

-¡Tom! ¡Tom! ¡Vuelve!

Escuchó anhelosamente, pero no hubo respuesta. No tenía otra compañía que la soledad y el silencio. Se sentó, pues, a llorar de nuevo y a reprocharse por su conducta, y ya para entonces los escolares empezaban a llegar, y tuvo que ocultar su pena y apaciguar su corazón y que echarse a cuestas la cruz de toda una larga tarde de tedio y desolación, sin nadie, entre los extraños que la rodeaban, en quien confiar sus pesares.

CAPÍTULO VIII

Tom se escabulló de aquí para allá por entre las callejas hasta apartarse del camino de los que regresaban a la escuela, después siguió caminando lenta y desmayadamente. Cruzó dos o tres veces un regato, por ser creencia entre los chicos que cruzar agua desorientaba a los perseguidores. Media hora después desapareció tras la mansión de Douglas, en la cumbre del monte, y ya apenas se divisaba la escuela en el valle, que iba dejando atrás. Se metió por un denso bosque, dirigiéndose fuera de toda senda, hacia el centro de la espesura, y se sentó sobre el musgo, bajo un roble de ancho ramaje. No se movía la menor brisa; el intenso calor del mediodía había acallado hasta los cantos de los pájaros; la Naturaleza toda yacía en un sopor no turbado por ruido alguno, a no ser, de cuando en cuando, por el lejano martilleo de un picamaderos, y aun esto parecía hacer más profundo el silencio y la obsesionante sensación de soledad. Tom era todo melancolía y su estado de ánimo estaba a tono con la escena. Permaneció sentado largo rato meditando, con los codos en las rodillas y la barbilla en las manos. Le parecía que la vida era no más que una carga, y casi envidiaba a Jimmy Hodges, que hacía poco se había librado de ella. Qué apacible debía de ser, pensó, yacer y dormir y sonar por siempre jamás, con el viento murmurando por entre los árboles y meciendo las flores y las hierbas de la tumba, y no tener ya nunca molestias ni dolores que sufrir. Si al menos tuviera una historia limpia, hubiera podido desear que llegase el fin y acabar con todo de una vez. Y en cuanto a Becky, ¿qué había hecho él? Nada. Había obrado con la mejor intención del mundo y le habían tratado como a un perro.

Algún día lo sentiría ella...; quizá cuando ya fuera demasiado tarde. ¡Ah, si pudiera morirse por unos días!

Pero el elástico corazón juvenil no puede estar mucho tiempo deprimido. Tom empezó insensiblemente a dejarse llevar de nuevo por las preocupaciones de esta vida. ¿Qué pasaría si de pronto volviese la espalda a todo y desapareciera misteriosamente? ¿Si se fuera muy lejos, muy lejos, a países desconocidos, más allá de los mares, y no volviese nunca? ¿Qué impresión sentiría ella? La idea de ser clown le vino a las mientes; pero sólo, para rechazarla con disgusto, pues la frivolidad y las gracias y los calzones pintarrajeados eran una ofensa cuando pretendían profanar un espíritu exaltado a la vaga, augusta región de lo novelesco. No; sería soldado, para volver al cabo de muchos años como un inválido glorioso. No, mejor aún: se iría con los indios, y cazaría búfalos, y seguiría la «senda de guerra» en las sierras o en las vastas praderas del lejano Oeste, y después de mucho tiempo volvería hecho un gran jefe erizado de plumas, pintado de espantable modo, y se plantaría de un salto, lanzando un escalofriante grito de guerra, en la escuela dominical, una soñolienta mañana de domingo, y haría morir de envidia a sus compañeros. Pero no, aún había algo más grandioso. ¡Sería pirata! ¡Eso sería! Ya estaba trazado su porvenir, deslumbrante y esplendoroso. ¡Cómo llenaría su nombre el mundo y haría estremecerse a la gente! ¡Qué gloria la de hendir los mares procelosos con un rápido velero, el Genio de la Tempestad, con la terrible bandera flameando en el tope! Y en el cenit de su fama aparecería de pronto en el pueblo, y entraría arrogante en la iglesia, tostado y curtido por la intemperie, con su justillo y calzas de negro terciopelo, sus grandes botas de campaña, su tahalí escarlata, el cinto erizado de pistolones de arzón, el machete, tinto en sangre, al costado, el ancho sombrero con ondulantes plumas, y desplegada la bandera negra ostentando la calavera y los huesos cruzados, y oiría con orgulloso deleite los cuchicheos: «¡Ése es Tom Sawyer el Pirata! ¡El tenebroso Vengador de la América española!»

Sí, era cosa resuelta; su destino estaba fijado. Se escaparía de casa para lanzarse a la aventura. Se iría a la siguiente mañana. Debía empezar, pues, por reunir sus riquezas. Avanzó hasta un tronco caído que estaba allí cerca y empezó a escarbar debajo de uno de sus extremos con el cuchillo «Barlow». Pronto tocó en madera que sonaba a hueco; colocó sobre ella la mano y lanzó solemnemente este conjuro:

-Lo que no está aquí, que venga. Lo que esté aquí, que se quede.Después separó la tierra, y se vio una ripia de pino; la arrancó, y apareció debajo una pequeña y bien construida cavidad para guardar tesoros, con el fondo y los costados también de ripias. Había allí una canica. ¡Tom se quedó atónito! Se rascó perplejo la cabeza y exclamó:

-¡Nunca vi cosa más rara!

Después arrojó lejos de sí la bola, con gran enojo, y se quedó meditando. El hecho era que había fallado allí una superstición que él y sus amigos habían tenido siempre por infalible. Si uno enterraba una canica con ciertos indispensables conjuros y la dejaba dos semanas, y después abría el escondite con la fórmula mágica que él acababa de usar, se encontraba con que todas las canicas que había perdido en su vida se habían juntado allí, por muy esparcidas y separadas que hubieran estado. Pero esto acababa de fracasar, allí y en aquel instante, de modo incontrovertible y contundente. Todo el edificio de la fe de Tom quedó cuarteado hasta los cimientos. Habia oído muchas veces que la cosa había sucedido, pero nunca que hubiera fallado. No se le ocurrió que él mismo había hecho ya la prueba muchas veces, pero sin que pudiera encontrar el escondite después. Rumió un rato el asunto, y decidió al fin que alguna bruja se había entrometido y roto el sortilegio. Para satisfacerse sobre este punto buscó por allí cerca hasta encontrar un montoncito de arena con una depresión en forma de chimenea en el medio. Se echó al suelo, y acercando la boca al agujero dijo:

¡Chinche holgazana, chinche holgazana, dime lo que quiero saber!

¡Chinche holgazana, chinche holgazana, dime lo que quiero saber!

La arena empezó a removerse y a poco una diminuta chinche negra apareció un instante y en seguida se ocultó asustada.

-¡No se atreve a decirlo! De modo que ha sido una bruja la que lo ha hecho. Ya lo decía yo.

Sabía muy bien la futilidad de contender con brujas; así es que desistió, desengañado. Pero se le ocurrió que no era cosa de perder la canica que acababa de tirar, a hizo una paciente rebusca. Pero no pudo encontrarla. Volvió entonces al escondite de tesoros, y colocándose exactamente en la misma postura en que estaba cuando la arrojó sacó otra del bolsillo y la tiró en la misma dirección, diciendo:

-Hermana, busca a tu hermana.

Observó dónde se detenía, y fue al sitio y miró. Pero debió de haber caído más cerca o más lejos, y repitió otras dos veces el experimento. La última dio resultado: las dos bolitas estaban a menos de un pie de distancia una de otra.

En aquel momento el sonido de un trompetilla de hojalata se oyó débilmente bajo las bóvedas de verdura de la selva. Tom se despojó de la chaqueta y los calzones, convirtió un tirante en cinto, apartó unos matorrales de detrás del tronco caído, dejando ver un arco y una flecha toscamente hechos, una espada de palo y una trompeta también de hojalata, y en un instante cogió todas aquellas cosas y echó a correr, desnudo de piernas, con los faldones de la camisa revoloteando. A poco se detuvo bajo un olmo corpulento, respondió con un toque de corneta, y después empezó a andar de aquí para allá, de puntillas y con recelosa mirada, diciendo en voz baja a una imaginaria compañía: -¡Alto, valientes míos! Seguid ocultos hasta que yo toque.

En aquel momento apareció Joe Harper, tan parcamente vestido y tan formidablemente armado como Tom. Éste gritó:

-¡Alto! ¿Quién osa penetrar en la selva de Therwood sin mi salvoconducto? -¡Guy de Guisborne no necesita salvoconducto de nadie! ¿Quién sois que, que...?

-¿... que osáis hablarme así? -dijo Tom apuntando, pues ambos hablaban de memoria, «por el libro».

-¡Soy yo! Robin Hood, como vais a saber al punto, a costa de vuestro menguado pellejo.

-¿Sois, pues, el famoso bandolero? Que me place disputar con vos los pasos de mi selva. ¡Defendeos!

Sacaron las espadas de palo, echaron por tierra el resto de la impedimenta, cayeron en guardia, un pie delante del otro, y empezaron un grave y metódico combate, golpe por golpe. Al cabo, exclamó Tom:

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5250 str.
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9782380374124
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