Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 59

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En otros aspectos, su visita empezó y continuó sin tropiezos. Su estado de ánimo mejoró con sólo haberse alejado tres millas de Kellynch y con el cambio de lugar y de ocupaciones. Las indisposiciones de María disminuyeron al tener una compañía permanente; y las cotidianas relaciones con la otra familia, como no tenían que interrumpir en la quinta ningún afecto, confianza o cuidado superior, eran más bien una ventaja. Dicha comunicación era lo más frecuente posible; todas las mañanas se veían y era raro que pasaran una tarde separados; Ana creía que ya no se habrían hallado sin ver las respetables humanidades del señor y de la señora Musgrove en los sitios acostumbrados, o sin la charla, la risa y los cantos de sus hijas.

Ana tocaba el piano mucho mejor que una u otra de las señoritas Musgrove; pero como no tenía voz ni conocimiento del arpa, ni padres embelesados sentados delante de ella, nadie reparaba en su habilidad más que por cortesía o porque permitía descansar a los demás ejecutantes, lo que a ella no le pasaba inadvertido. Sabía que cuando tocaba a nadie daba gusto más que a sí misma; pero esto no le era nuevo, exceptuando un corto período de su vida; nunca, desde la edad de catorce años, en que perdió a su madre, había conocido la dicha de ser escuchada o alentada por una justa apreciación de verdadero gusto. En la música se había tenido que acostumbrar a sentirse sola en el mundo; y el ciego entusiasmo del señor y de la señora Musgrove por los talentos de sus hijas, con su total indiferencia hacia los de cualquier otra persona, le daba mucho más placer por la ternura que significaba, que mortificación por sí misma.

Las tertulias de la Casa Grande se engrosaban a veces con la concurrencia de otras personas. La vecindad no era muy extensa, pero todo el mundo acudía a casa de los Musgrove, y tenían más banquetes, más huéspedes y más visitantes ocasionales o invitados que ninguna otra familia. Eran los más populares.

Las muchachas morían por bailar, y las tardes finalizaban muchas veces con un pequeño baile improvisado. Había una familia de primos cerca de Uppercross, de posición menos desahogada, que tenía en casa de los Musgrove su centro de diversiones; llegaban a cualquier hora y tocaban, bailaban o hacían lo que se presentase. Ana, que prefería el oficio de pianista a cualquier otro más activo, tocaba las contradanzas a las horas de las reuniones; sólo por esta amabilidad, los señores Musgrove apreciaban sus dotes musicales, y a menudo le dirigían estos cumplidos:

-¡Muy bien tocado, señorita Ana! ¡Muy bien tocado por cierto! ¡Bendito sea Dios, cómo vuelan esos deditos!

Así transcurrieron las tres primeras semanas. Llegó el día de san Miguel y el corazón de Ana se apresuró otra vez por Kellynch. Su hogar estaba en manos de extraños; aquellas preciosas habitaciones con todo lo que contenían, aquellas arboledas y aquellas perspectivas empezaban a pertenecer a otros ojos y a otros cuerpos... El 29 de septiembre no pudo pensar en nada más, y por la tarde recibió una grata emoción cuando María, al detenerse en el día del mes en que estaban, exclamó:

-¡Querida!, ¿no es hoy el día en que los Croft van a instalarse en Kellynch? Me alegra no haberlo pensado antes. ¡Cómo me habría entristecido!

Los Croft tomaron posesión de la casa con un aparato completamente naval, y hubo que ir a visitarlos. Maria deploró verse obligada a aquello. Nadie podía imaginarse el sufrimiento que eso le causaba. Lo diferiría todo lo posible. Pero no estuvo tranquila hasta que hubo convencido a Carlos de que la llevase cuanto antes, y cuando volvió estaba en un estado de agradable excitación y de alborotadas fantasías. Ana se congratuló sinceramente de no haber ido con ellos. Sin embargo, deseaba ver a los Croft y le encantó estar en casa cuando ellos devolvieron la visita. Cuando llegaron, el señor de la casa no estaba, pero las dos hermanas se encontraban juntas. Sucedió entonces que la señora Croft se apoderó de Ana, mientras el almirante se sentaba junto a María, deleitándola con sus chistosos comentarios acerca de sus chiquillos. Y Ana pudo dedicarse a buscar un parecido que, si no halló en las facciones, reconoció en su voz y en su modo de sentir y de expresarse.

La señora Croft no era alta ni gorda, pero tenía una arrogancia, una tiesura y una robustez que daban presencia a su persona. Sus ojos eran oscuros y brillantes, sus dientes hermosos, y en conjunto su rostro era agradable, aunque su tez enrojecida y curtida por la intemperie, a consecuencia de pasarse en el mar casi tanto tiempo como su marido, hacía creer que tenía varios años más de los treinta y ocho que contaba. Sus modales eran francos, desenvueltos y decididos como los de una persona que confía en sí misma y que no duda de lo que tiene que hacer, sin que eso significase ni asomo de rudeza ni ninguna falta de buen carácter. Ana le agradeció sus sentimientos de gran consideración hacia ella, en todo lo que le dijo de Kellynch; estuvo muy complacida y más porque se tranquilizó pasado el primer medio minuto, en el mismo instante de la presentación, al ver que la señora Croft no daba ninguna muestra de estar en antecedentes o de tener sospechas de algo que torciese para nada sus intenciones. Estuvo del todo descansada sobre el particular y por lo mismo llena de fuerza y de valor, hasta que en un momento se heló al oír que la señora Croft decía:

-¿De modo que fue usted y no su hermana a quien tuvo el gusto de conocer mi hermano cuando estuvo aquí?

Ana estaba segura de que ya había pasado la edad del rubor, pero no la edad de la emoción, a juzgar por lo ocurrido.

-Puede que no haya usted oído decir que se casó -agregó la señora Croft.

Ana pudo contestar entonces como era debido; y cuando las siguientes palabras de la señora Croft aclararon de cuál señor Wentworth estaba hablando, se alegró de no haber dicho nada que no pudiese aplicarse a ambos hermanos. Al momento comprendió cuán razonable era que la señora Croft pensara y hablara de Eduardo y no de Federico, y avergonzada de su error preguntó con el debido interés cómo le iba a su antiguo vecino en su nuevo estado.

El resto de la conversación fue ya tranquilísima; hasta el momento de levantarse, en que oyó que el almirante decía a María:

-Pronto va a llegar un hermano de la señora Croft. Creo que usted ya lo conoce de nombre.

Lo interrumpió en seco el vehemente ataque de los chiquillos, que se prendieron de él como de un antiguo amigo y declararon que no se iba a marchar. El les propuso llevárselos metidos en sus bolsillos, con lo cual aumentó el alboroto y ya no hubo lugar para que el almirante acabase o se acordara de lo que había empezado a decir. Ana pudo, pues, persuadirse, en lo que cabía, de que se trataba aún del hermano en cuestión. No logró, sin embargo, llegar a tal grado de certidumbre que no estuviese ansiosa por saber si los Croft habían dicho algo más sobre el particular en la otra casa en donde habían estado antes.

La gente de la Casa Grande iba a pasar la tarde aquel día a la quinta, y como ya estaba la estación muy avanzada para que semejantes visitas pudiesen hacerse a pie, aguzaban el oído para percibir el ruido del coche, cuando la menor de las chicas Musgrove entró en la habitación. La primera y negra idea que se les ocurrió fue que venía a decir que no irían, y que tendrían que pasarse la tarde solas. Maria estaba a punto de sentirse ofendida, cuando Luisa restableció la calma anunciando que se había adelantado ella a pie con objeto de dejar espacio en el coche para el arpa que transportaban.

-Y además -agrego- voy a explicarles la causa de todo esto. He venido para advertirles que mamá y papá están esta tarde muy deprimidos; mamá especialmente. No hace más que pensar en el pobre Ricardo. Y acordamos que sería mejor tocar el arpa, pues parece que la divierte más que el piano. Y voy a decirles por qué está tan desanimada. Cuando vinieron los Croft esta mañana (luego estuvieron aquí, ¿verdad?), dijeron que su hermano, el capitán Wentworth, acaba de volver a Inglaterra o que ha sido licenciado o algo por el estilo, y que vendrá a verlos de un momento a otro. Lo peor de todo es que a mamá se le ocurrió, cuando los Croft se hubieron ido, que Wentworth, o algo muy parecido, era el apellido del capitán del pobre Ricardo un tiempo, no sé cuándo ni dónde, pero mucho antes de que muriera, pobre chico. Se puso a revisar sus cartas y sus cosas y cnfirmó su sospecha; está absolutamente segura que ése es el hombre de que se trata y no cesa de pensar en él y en el pobre Ricardo. Tenemos que estar lo más alegres posible para distraerla de esos negros pensamientos.

Las verdaderas circunstancias de este patético episodio de una historia de familia eran que los Musgrove tuvieron la mala fortuna de echar al mundo un hijo cargante e inútil y la buena suerte de perderlo antes de que llegase a los veinte años; que lo mandaron al mar porque en tierra era la más estúpida e ingobernable de las criaturas; que su familia nunca se había preocupado mucho por él, aunque siempre más de lo que merecía; y que rara vez se supo de él y poco lo extrañaron, cuando dos años atrás llegó a Uppercross la noticia de que había muerto en el extranjero.

Aunque sus hermanas hacían por él todo lo que estaba a su alcance, llamándolo ahora “pobre Ricardo”, en realidad nunca había sido más que el muy mentecato, desnaturalizado e inaprovechable Ricardito Musgrove, que nunca, ni vivo ni muerto, hizo nada que le hiciese digno de más título que aquel diminutivo en su nombre.

Estuvo varios años navegando y en el curso de esos traslados a que todos los marinos mediocres están sujetos, y en especial aquellos a quienes todos los capitanes desean quitarse de encima, fue a dar por seis meses a la fragata Laconia del capitán Federico Wentworth. A bordo de la Laconia y a instancias de su capitán escribió las únicas dos cartas que sus padres recibieron de él durante toda su ausencia; es decir, las dos únicas cartas desinteresadas, pues todas las demás no habían sido más que simples pedidos de dinero.

En todas ellas habló bien de su capitán; pero sus padres estaban tan poco habituados a fijarse en tales cuestiones y les tenían tan sin cuidado los nombres de hombres o de barcos, que entonces apenas repararon en ello. El hecho de que la señora Musgrove hubiese tenido aquel día la súbita inspiración de acordarse de la relación que guardaba con su hijo el nombre Wentworth parecía uno de esos extraordinarios chispazos de la mente que se dan de tarde en tarde.

Acudió a sus cartas y encontró confirmadas sus suposiciones. La nueva lectura de aquellas cartas después de tan largo tiempo desde que su hijo desapareciera para siempre y después que todas sus faltas hubieron sido olvidadas, la afectó sobremanera y la sumió en un gran desconsuelo que no había sentido ni cuando se enteró de su fallecimiento. El señor Musgrove también estaba afectado, aunque no tanto; y cuando llegaron a la quinta se hallaban en evidente disposición de que primero se escuchasen sus lamentaciones, y luego de recibir todos los consuelos que su alegre compañía pudiese suministrarles.

Fue una nueva prueba para los nervios de Ana tener que oírles hablar hasta por los codos del capitán Wentworth, repetir su nombre, rebuscar en sus memorias de los pasados años y por fin afirmar que debía ser, que probablemente sería, que era sin duda el mismo capitán Wentworth, aquel guapo joven que recordaban haber visto una o dos veces después de su regreso de Clifton, sin poder precisar si hacía de eso siete u ocho años. Pensó, sin embargo, que tendría que acostumbrarse. Puesto que el capitán iba a llegar a la comarca, le era preciso dominar su sensibilidad en lo tocante a este punto. Y no sólo parecía que lo esperaban y muy pronto, sino que los Musgrove, con su ardiente gratitud por la bondad con que había tratado al pobre Ricardito y con el gran respeto que sentían por su temple, evidenciado en el hecho de haber tenido seis meses al pobre muchacho Musgrove a su cuidado, quien hablaba de él con grandes aunque no muy bien ortografiados elogios, diciendo que era “un compañero muy vueno y muy brabo, sólo demasiado parecido al maestro de la ezcuela” , estaban decididos a presentársele y a solicitar su amistad en cuanto supiesen que había llegado.

Esta resolución contribuyó a consolarlos aquella tarde.

CAPITULO VII

A los pocos días se supo que el capitán Wentworth había arribado a Kellynch. El señor Musgrove fue a visitarlo y volvió haciendo de él los más encendidos elogios y diciendo que lo había invitado a ir con los Croft a cenar a Uppercross a fines de la siguiente semana. Fue una gran contrariedad para el señor Musgrove no poder celebrar antes dicha cena, tal era su impaciencia por demostrar su gratitud al capitán Wentworth, teniéndolo bajo su techo y dándole la bienvenida con todo lo más fuerte y mejor que hubiese en sus bodegas. Pero tenía que esperar una semana. “Sólo una semana”, se decía Ana, para que, según suponía, volviesen a encontrarse; y pronto empezó a desear sentirse segura una semana siquiera.

El capitán Wentworth devolvió sin tardanza la fineza del señor Musgrove, y por cuestión de media hora no estuvo Ana presente. Estaban ella y María preparándose para ir a la Casa Grande, donde, como más tarde supieron, se lo habrían encontrado sin poder evitarlo, cuando llevaron a la casa al chico mayor que había dado una mala caída, y esto las retuvo. La situación del niño dejó la visita completamente de lado, pero Ana no pudo enterarse con indiferencia del peligro del que había escapado, ni siquiera en medio de la grave ansiedad que luego les causara la criatura.

El pequeño se había dislocado la clavícula y había recibido tal contusión en la espalda que hizo concebir los más grandes temores. Fue una tarde de angustia y Ana tuvo que hacerlo todo a la vez: mandar por el médico, buscar e informar al padre de lo ocurrido, atender a la madre y socorrer sus ataques de nervios, dirigir a los criados, apartar al chico menor y cuidar y calmar al pobre accidentado. Y además, en cuanto se acordó, avisar a la otra casa de lo acontecido, lo que trajo una avalancha de gente que más que ayudar eficazmente no hizo otra cosa que aumentar la confusión.

El primer consuelo fue el regreso de su cuñado, que se encargó de cuidar a su mujer, y el segundo alivio fue la llegada del médico. Hasta que él llegó y examinó al pequeño, lo peor de los temores de la familia era su vaguedad; suponían que tenía una grave lesión, pero no sabían dónde. La clavícula fue en seguida repuesta en su lugar, y aunque el doctor Robinson palpaba y palpaba, y volvía a tocar, mirando gravemente y hablando en voz baja con el padre y la tía, todos se tranquilizaron y ya pudieron irse y comerse su cena en un estado de ánimo algo más sosegado. Momentos antes de partir, las dos jóvenes tías dejaron de lado la situación de su sobrino para hablar de la visita del capitán Wentworth; se quedaron cinco minutos más, cuando ya sus padres se habían marchado, para tratar de expresar lo encantadas que estaban con él, diciendo que lo encontraban mucho más apuesto e infinitamente más agradable que ninguno de los hombres que conocían y que fueran antes sus favoritos; lo contentas que se pusieron cuando oyeron que su papá lo invitaba a quedarse a cenar; lo tristes que se quedaron cuando él contestó que le era imposible y lo felices que volvieron a sentirse cuando, apremiado por las otras invitaciones que le hacían los señores Musgrove, prometió ir a cenar con ellos al día siguiente. ¡Al día siguiente! Y lo prometió de un modo cautivador, como si interpretase con acierto el motivo de aquellas atenciones. En suma, que había mirado y hablado de todo con una gracia tan deliciosa que las niñas Musgrove podían asegurarles que las dos estaban locas por él. Y se marcharon tan alborozadas como enamoradas, y, en apariencia, más preocupadas por el capitán Wentworth que por el pequeño Carlitos.

La misma escena y los mismos arrebatos se repitieron cuando las dos muchachas volvieron con su padre al caer de la tarde, para saber cómo seguía el niño. El señor Musgrove, disipada su primera inquietud por su heredero, confirmó las alabanzas al capitán y manifestó su esperanza de que no hubiera necesidad de aplazar la invitación que le habían hecho, lamentando únicamente que los de la quinta de seguro no querrían dejar al niño para asistir también a la cena.

-¡Oh, no! ¡Nada de dejar al chico!

El padre y la madre estaban demasiado afectados por la seria y reciente alarma para poder ni siquiera considerarlo una posibilidad. Y Ana, con la alegría de volver a librarse, no pudo menos que añadir sus calurosas protestas a las de ellos.

Sin embargo, Carlos Musgrove manifestó más tarde deseo de ir. El chico iba tan bien y él tenía tantas ganas de que le presentaran al capitán Wentworth, que tal vez iría a reunirse con ellos por la tarde; no quería cenar fuera de casa, pero podía ir a dar un paseo de media hora. Al oír esto, su mujer puso el grito en el cielo:

-¡Ah, no, Carlos, de ningún modo! No podría soportar que te fueses. ¿Qué sería de mí si sucediera algo?

El niño pasó una buena noche y al día siguiente ya estaba mucho mejor. Era cuestión de tiempo el cerciorarse si se le había lesionado la espina dorsal, pero el doctor Robinson no encontraba nada que pudiese dar lugar a alarma, y por consiguiente Carlos Musgrove empezó a pensar que no había ninguna necesidad de seguir confinado. El niño tenía que quedarse en cama y distraerse lo más quietamente posible, pero el padre ¿qué tenía que hacer allí? Era cosa de mujeres, y le parecía muy absurdo que él, que en nada podía ayudar en la casa, tuviese que permanecer recluido en ella. Su padre estaba deseoso de presentarle al capitán Wentworth y como no había ninguna razón de peso en contra de ello, tenía que ir. Todo acabó en que al volver de su cacería, Carlos Musgrove declaró pública y audazmente que pensaba vestirse acto seguido e ir a cenar a la otra casa.

-El chico no puede estar mejor -dijo- y por lo tanto le acabo de decir a mi padre que iré y él ha opinado que hago muy bien. Estando tu hermana contigo, amor mío, no tengo ningún temor. Que tú no te separes del niño, santo y bueno; pero ya ves que yo no sirvo aquí de nada. Si pasara algo, que Ana vaya a buscarme.

Las esposas y los maridos por lo general entienden cuándo son vanas las oposiciones. María supo por el modo de hablar de Carlos, que éste estaba absolutamente resuelto a irse y que sería inútil contrariarlo. Por lo tanto no dijo nada hasta que se hubo marchado, pero tan pronto estuvo a solas con Ana, exclamó:

-¡Vamos! Ya nos dejaron solas para que nos las arreglemos con este pobre enfermito y en toda la tarde no vendrá nadie a vemos. Ya sabía yo que esto pasaría. ¡Siempre me ocurre lo mismo! En cuanto sucede algo desagradable puedes estar segura de que van a esfumarse, y Carlos no es mejor que los demás. ¡Qué fresco! Hace falta no tener entrañas para abandonar de este modo a su pobre hijito y decir, encima, que no le pasa nada. ¿Cómo sabe que no le pasa nada o que no puede sobrevenir un cambio repentino dentro de media hora? Nunca creí que Carlos fuera tan desalmado. Ahí lo tienes, largándose a divertirse y yo, como soy la pobre madre, no tengo derecho a moverme. Pues por cierto que yo soy la menos capaz de atender al chico. El hecho de que sea su madre es una razón para que no se pongan mis sentimientos a prueba. No puedo resistirlo. Ya viste qué nerviosa me puse ayer.

-Pero no fue más que el efecto de tu súbita alarma, de la impresión. Ya no volverás a ponerte nerviosa. Estoy casi segura de que no ocurrirá nada que nos inquiete. He comprendido muy bien las instrucciones del doctor Robinson y no tengo ningún temor. No me extraña la actitud de tu marido. Cuidar a los chicos no es cosa de hombres; no es asunto de su incumbencia. Un niño enfermo debe estar siempre al cuidado de su madre, sus propios sentimientos se lo imponen.

-Creo que quiero a mis hijos como la que más, pero no que sea más útil yo a la cabecera que Carlos, porque no puedo estar todo el tiempo regañando y contrariando a una pobre criatura cuando está enferma; ya has visto esta mañana: bastaba que le dijera que se estuviese quieto para que empezara a agitarse. Yo no puedo soportar estas cosas.

-Pero, ¿estarías tranquila si te pasaras toda la tarde lejos del pobre niño?

-Sí; ya viste que su padre lo está; ¿por qué entonces yo no? ¡Jemima es tan diligente! Nos podría enviar información acerca del estado del chico a cada hora. Carlos podía haber dicho a su padre que iríamos todos. Carlitos ya no me inquieta tanto; lo mismo que a él. Ayer estaba asustadísima, pero las cosas han cambiado mucho hoy día.

-Está bien entonces; si no crees que es demasiado tarde para avisar que irás, anda con tu marido. Yo cuidaré a Carlitos. Los señores Musgrove no se ofenderán si yo me quedo con el niño.

-¿Lo dices en serio? -exclamó María con los ojos brillantes-. ¡Hermana, ¡has tenido la mejor idea!, ¡magnífica! Puedes esta segura que finalmente es lo mismo si voy que si no voy, ya que nada soluciono quedándome aquí, ¿estás de acuerdo? Lo único que haría sería cansarme. Tú, que no sientes como una madre, eres la más indicada para quedarte. Tú logras que Carlitos obedezca; a ti siempre te hace caso. Es mejor que dejarlo solo con Jemima. ¡Por supuesto que iré! Pudiendo, conviene mucho más que vaya yo que Carlos, porque está muy interesado en que conozca al capitán Wentworth, y ya sé que a ti no te importa quedarte sola. ¡Has tenido una idea excelente, Ana! Voy a decírselo a Carlos y estaré lista en un minuto. Ya sabes que puedes mandarnos recado en cualquier momento si pasara algo, aunque te puedo asegurar que nada desagradable sucederá. Si no estuviera tranquila del todo respecto de mi hijito querido, no iría; no lo dudes.

Un momento después, Maria llamaba al tocador de Carlos, y Ana, que subía por las escaleras detrás de ella, llegó a tiempo para oír toda la conversación, que empezó con María, hablando con gran excitación:

-¡Quiero ir contigo, Carlos, porque no hago más falta en casa que tú! Si estuviera más tiempo encerrada con el niño, no podría convencerlo de hacer lo que debe hacer. Ana se quedará con él; ha decidido permanecer en casa y ocuparse del chico. Ella misma me lo ha propuesto; de modo que puedo ir contigo. Y será mucho mejor, pues no he comido en la otra casa desde el martes.

-Ana es muy amable -contestó el marido- y me encantaría llevarte; pero me parece un poco duro dejarla sola en casa haciendo de niñera de nuestro hijo enfermo.

Ana acudió a defender su propia causa y su sinceridad no tardó en ser suficiente para convencer a Carlos, convicción que al fin y al cabo era muy agradable, pues no tenía grandes escrúpulos en dejarla comer sola. No obstante, todavía le dijo que fuese a pasar con ellos la tarde cuando ya no hubiese que hacerle nada al chico hasta el día siguiente, y la animó afectuosamente para que lo dejase ir a recogerla; pero no hubo manera de persuadir a Ana, en vista de lo cual poco rato después tuvo el gusto de ver partir a los dos contentos como unas pascuas. Iban a divertirse, pensaba Ana, por muy extrañamente tramada que semejante diversión pudiese parecer. En cuanto a ella, se quedó con una sensación de bienestar que tal vez nunca antes había experimentado. Sabía que el niño la necesitaba; y ¿qué le importaba que Federico Wentworth no estuviese más que a una milla de distancia enamorando a las demás?

Le habría gustado saber qué sentiría el capitán al encontrarse con ella. Puede que lo dejase indiferente, si la indiferencia cabía en semejantes circunstancias. Sentiría indiferencia o desdén. Si hubiese deseado volver a verla, no habría esperado hasta entonces; habría hecho lo que Ana no podía menos que creer que ella habría hecho en su lugar, desde mucho tiempo atrás, cuando los acontecimientos le proporcionaron tan rápidamente aquella independencia, que era lo único que anhelaba.

Su hermana y su cuñado volvieron contentísimos de su nuevo amigo y de la reunión en general. Tocaron, cantaron, hablaron y rieron del modo más agradable; el capitán Wentworth era encantador, no había en él ni timidez ni reserva; fue como si se hubiesen conocido desde siempre, y a la mañana siguiente iba a ir a cazar con Carlos. Iría a almorzar, pero no en la quinta, tal como al principio se le propuso, porque se le rogó que fuese a hacerlo en la Casa Grande, y él se mostró temeroso de molestar a la señora de Carlos Musgrove, a causa del niño.

Fuese como fuese y sin que supieran exactamente cómo había ido la cosa, acabaron por resolver que Carlos almorzaría con el capitán en casa de su padre.

Ana lo comprendió. Federico quiso evitar verla. Supo que había preguntado por ella al pasar, como si se hubiese tratado de cualquier vieja amistad sin mayor importancia, sin parecer conocerla más de lo que ella le había conocido, y procediendo, quizá, con la misma intención de rehuir la presentación cuando se encontrasen.

En la quinta siempre se levantaban más tarde que en la otra casa; pero al día siguiente, la diferencia fue tan grande que Ana y María empezaban sólo a desayunar cuando llegó Carlos a decirles que iban a salir en aquel momento y que había ido a buscar a sus perros. Sus hermanas venían tras él con el capitán Wentworth, pues las chicas querían ver a María y al niño, y el capitán deseaba también saludarla si no había inconveniente. Carlos le había dicho que el estado del chico no era de cuidado, pero el capitán Wentworth no se habría quedado tranquilo si él no hubiese corrido a prevenirla.

María, halagadísima con esta atención, dijo que lo recibiría encantada. Mientras tanto, mil encontrados sentimientos agitaban a Ana; el más consolador de todos era que el trance pronto habría pasado. Y pronto pasó, en efecto. Dos minutos después de la preparación de Carlos, aparecieron en el salón los anunciados. Los ojos de Ana se encontraron a medias con los del capitán Wentworth, y se hicieron una inclinación y un saludo. Ana oyó su voz: estaba hablando con María y diciéndole las cosas de rigor; dijo algo a las señoritas Musgrove, lo bastante para demostrar gran seguridad en sí mismo. La habitación parecía llena, llena de personas y voces, pero a los pocos minutos todo hubo terminado. Carlos se asomó a la ventana, todo estaba listo; los visitantes saludaron y se fueron. Las señoritas Musgrove se fueron también, repentinamente resueltas a llegarse hasta el final del pueblo con los cazadores. La habitación quedó despejada y Ana logró terminar su desayuno como pudo.

“¡Ya pasó! ¡Ya pasó!” se repetía a sí misma una y otra vez, nerviosamente aliviada. “¡Ya pasó lo peor!”

María le hablaba, pero Ana no la escuchaba. La había visto. Se habían encontrado. ¡Habían estado una vez más bajo el mismo techo!

Sin embargo, no tardó en empezar a razonar consigo misma y en procurar controlar sus sentimientos. Ocho años, casi ocho años habían transcurrido desde su ruptura. ¡Era tan absurdo recaer en la agitación que aquel intervalo había relegado a la distancia y al olvido! ¿Qué no podían hacer ocho años? Sucesos de todas clases, cambios, desvíos, ausencias, todo; todo cabía en ocho años. ¡Y cuán natural y cierto era que entretanto se olvidase el pasado! Aquel período significaba casi una tercera parte de su propia vida.

Pero, ¡ay!, a pesar de todos sus argumentos, Ana se dio cuenta de que para los sentimientos arraigados ocho años eran poco más que nada.

Y ahora, ¿cómo leer en el corazón de Federico? ¿Deseaba huir de ella? Y en seguida se odió a sí misma por haberse hecho esa loca pregunta.

Pero todas sus dudas quedaron despejadas por otra cuestión en la que su extrema perspicacia no había reparado. Las señoritas Musgrove volvieron a la quinta para despedirse, y cuando se hubieron ido, María le proporcionó esta espontánea información:

-El capitán Wentworth no estuvo muy galante contigo, Ana, a pesar de lo atento que estuvo conmigo. Cuando se marcharon, Enriqueta le preguntó qué le parecías, y él le dijo que estás tan cambiada que no te habría reconocido.

Por lo general, María no acostumbraba respetar los sentimientos de su hermana, pero no tenía la menor sospecha de la herida que le infligía.

“¡Tan cambiada que no me habría reconocido!” Ana se quedó sumida en una silenciosa y profunda mortificación. Así era, sin duda; y no podía desquitarse, porque él no había cambiado si no era para mejor. Lo notó al momento y no podía rectificar su juicio, aunque él pensara de ella lo que quisiera. No; los años que habían distraído su juventud y su lozanía no habían hecho más que darle a él mayor esplendor, hombría, y desenvoltura, sin menoscabar para nada sus dotes personales. Ana había visto al mismo Federico Wentworth.

“¡Tan cambiada que no la habría reconocido!” Estas palabras no podían menos que obsesionarla. Poco después comenzó a regocijarse de haberlas oído. Eran tranquilizadoras, apaciguadoras, reconfortaban y, por tanto, debían hacerla feliz.

Federico Wentworth había dicho estas palabras u otras parecidas sin pensar que iban a llegar a oídos de ella. Había pensado en ella como espantosamente cambiada, y en la primera emoción del momento dijo lo que sentía. No había perdonado a Ana Elliot. Ella le había hecho mal; lo había abandonado y desilusionado; más aún: al hacer eso lo había hecho por debilidad de carácter, y un temperamento recto no puede soportar una cosa así. Lo había dejado para dar gusto a otros. Todo fue efecto de repetidas persuasiones; fue debilidad y fue timidez.

El estuvo fuertemente ligado a ella, y jamás encontró otra mujer que se le pareciese, pero, aparte una sensación de natural curiosidad, no había deseado reencontrarla. La atracción que ella ejerciera sobre él había desaparecido para siempre.

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9782380374124
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