Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 454

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El joven, cuyas manos ardían de fiebre, cogió en un gesto espontáneo las manos del Persa. Estaban heladas.

—¡Silencio! —dijo el Persa deteniéndose y escuchando los lejanos ruidos del teatro y los más insignificantes chasquidos que se producían en las paredes y los corredores vecinos—. No pronunciemos ese nombre. Digamos, Él. Tendremos menos posibilidades de llamar su atención…

—¿Cree, pues, que está cerca de nosotros?

—Todo es posible, señor…, si es que no se encuentra en este momento con su víctima en la mansión del Lago.

—¿Usted también conoce esa mansión?

Si no está allí puede estar en esta pared, en el suelo, en este techo… ¡Qué sé yo!… Puede tener el ojo pegado a esta cerradura…, el oído en esta viga…

Y el Persa, rogándole apagar el ruido de sus pasos, arrastró a Raoul a través de corredores que el joven no había visto jamás, ni siquiera en los tiempos en que Christine le paseaba por aquel laberinto.

—Esperemos —dijo el Persa—, esperemos que Darius haya llegado.

—¿Quién es Darius? —preguntó el joven siempre corriendo.

—Darius es mi criado.

Se encontraban en aquel momento en el centro de una auténtica plaza desierta, una sala inmensa mal iluminada por un pábilo de vela. El Persa detuvo a Raoul, y en voz muy baja, tan baja que Raoul tuvo dificultad en oírlo, le preguntó:

—¿Qué le ha dicho usted al comisario?

—Le he dicho que el verdadero raptor de Christine Daaé era el Ángel de la música, llamado el fantasma de la Opera, y que su verdadero nombre era…

—¡Chisss!… ¿Y el comisario le ha creído?

—No.

—¿No ha dado ninguna importancia a lo que usted le decía?

—¡Ninguna!

—¿Lo ha tomado por un loco?

—Sí.

—¡Tanto mejor! —suspiró el Persa.

Y la carrera continuó.

Tras subir y bajar varias escaleras desconocidas para Raoul, los dos hombres se encontraron frente a una puerta que el Persa abrió con una pequeña ganzúa que sacó de un bolsillo de su chaleco. Al igual que Raoul, el Persa llevaba naturalmente un frac. La única diferencia es que él llevaba un gorro de astracán y Raoul una chistera. Era un insulto al código de elegancia que regía en los bastidores, donde se exige la chistera, pero se da por supuesto que en Francia se permite todo a los extranjeros: la gorra de viaje a los ingleses, el gorro de astracán a los persas.

—Señor —dijo el Persa—, su chistera le estorbará para la expedición que vamos a emprender… Mejor sería dejarla en el camerino.

—¿En qué camerino?

—En el de Christine Daaé.

Y el Persa, tras dejar paso a Raoul por la puerta que acababa de abrir, le indicó, frente a él, el camerino de la actriz.

Raoul ignoraba que se pudiera llegarse al camerino de Christine por otro camino que el que seguía de costumbre. Se encontraba al extremo del pasillo que solía recorrer antes de llamar a la puerta del camerino.

—¡Veo que conoce muy bien la ópera!

—¡No tan bien como él! —dijo el Persa con modestia. Y empujó al joven al camerino de Christine.

Estaba igual que lo había dejado Raoul momentos antes.

El Persa, después de cerrar la puerta, se dirigió hacia el delgado panel que separaba el camerino de un amplio cuarto trastero. Escuchó. Luego tosió con fuerza.

Inmediatamente se oyó un movimiento en el cuarto trastero y, pocos segundos más tarde, llamaban a la puerta del camerino.

—¡Entra! —dijo el Persa.

Entró un hombre que también llevaba un gorro de astracán y vestía con una larga hopalanda.

Saludó y sacó de su abrigo una caja ricamente cincelada. La depositó encima de la mesa, volvió a saludar y se dirigió hacia la puerta.

—¿Nadie te ha visto entrar, Darius?

—No, amo.

—Que nadie te vea salir.

El criado se arriesgó a lanzar una ojeada por los pasillos y desapareció con presteza.

—Señor —dijo Raoul—, estoy pensando en una cosa, y es que aquí nos pueden sorprender, y eso sería muy embarazoso. El comisario no tardará mucho en venir a investigar a este camerino.

—¡Bah! No es al comisario al que debemos temer.

El Persa había abierto la caja. Dentro había un par de largas pistolas de maravilloso dibujo y ornamento.

—Inmediatamente después del rapto de Christine Daaé, he ordenado a mi criado que me preparase estas armas. Hace tiempo que las conozco, y no las hay más seguras.

—¿Quiere acaso batirse en duelo? —preguntó el joven, sorprendido por la llegada de aquel arsenal.

—En efecto, nos dirigimos a un duelo —contestó el otro, mientras examinaba la carga de sus pistolas—. ¡Y qué duelo!

Dicho esto, tendió una pistola a Raoul y continuó diciendo:

—En este duelo seremos dos contra uno, pero esté preparado para todo, señor, ya que no le oculto que tenemos que vérnoslas con el adversario más temible que pueda imaginarse. Pero usted ama a Christine Daaé, ¿no es cierto?

—¡Sí, la amo! Pero usted, que no la ama, explíqueme por qué está dispuesto a arriesgar su vida por ella… ¡Odia a Erik!

—No, señor, no lo odió —dijo tristemente el Persa—. Si lo odiase hace tiempo ya que habría dejado de hacer daño.

—¿Le ha hecho daño a usted?

—El daño que me hizo ya se lo he perdonado.

—¡Resulta extraordinario oírle hablar de ese hombre! —continuó el joven—. Lo trata de monstruo, habla de sus crímenes, él le ha hecho daño y encuentro en usted esa piedad inusitada que me desesperaba en Christine…

El Persa no contestó. Había ido a coger un taburete y lo había colocado apoyado contra la pared opuesta al gran espejo que ocupaba todo el panel de enfrente. Después, se había subido al taburete y, con la nariz pegada al papel con el que estaba tapizada la pared, parecía buscar algo.

—Bien, señor —dijo Raoul que ardía de impaciencia—, le estoy esperando. ¡Vamos!

—¿Vamos, adónde? —preguntó el otro sin volver la cabeza.

—¡A buscar al monstruo! Bajemos. ¿No me ha dicho que sabía cómo hacerlo?

—Lo estoy buscando.

Y la nariz del Persa siguió paseándose a lo largo de la pared.

—¡Ah! —exclamó de repente el hombre del gorro—. ¡Es aquí!

Y su dedo apretó, por encima de su cabeza, un ángulo del dibujo del papel.

Después se volvió y bajó del taburete.

—Dentro de medio minuto —dijo—, nos encontraremos sobre sus huellas.

Y, atravesando todo el camerino, fue a palpar el gran espejo.

—No, aún no cede… —murmuró.

—¡Así que saldremos por el espejo!… —dijo Raoul—. ¡Igual que Christine!…

—¿Sabía entonces que Christine Daaé había salido por este espejo?

—¡Y en mis mismas narices, señor!… Estaba oculto allí, tras la cortina del vestidor y la vi desaparecer, no por el espejo, sino en el espejo.

—¿Y qué hizo usted?

—Creí señor, que se trataba de una aberración de mis sentidos, de una locura, de un sueño.

—O de una nueva fantasía del fantasma —continuó el Persa—. ¡Ay, señor de Chagny! —continuó mientras seguía palpando con la mano el espejo—. ¡Ojalá tuviéramos que vérnoslas con un fantasma! ¡Podríamos dejar entonces en la caja nuestro par de pistolas!… ¡Sáquese el sombrero, se lo ruego!… Póngalo allí… Y ahora, abróchese su chaqueta sobre el plastrón todo lo que pueda…, igual que yo… bájese las vueltas…, levántese el cuello… Debemos hacernos lo más invisibles que podamos —y añadió aún, tras un corto silencio, mientras se apoyaba en el espejo—: El disparo del contrapeso, cuando se actúa sobre el resorte desde el interior del camerino, es un poco lento en sus efectos. No ocurre igual cuando se está detrás de la pared y se puede actuar directamente sobre el contrapeso. Entonces, el espejo gira instantáneamente y se mueve con una velocidad increíble…

—¿Qué contrapeso? —preguntó Raoul.

—Pues el que hace que se levante todo este lienzo de la pared sobre su eje. No pensará que se desplaza solo por arte de magia.

Y el Persa, acercando a Raoul con una mano, seguía apoyando la otra (con la que aguantaba la pistola) en el espejo.

—Pronto, verá, si presta atención, cómo el espejo se levanta algunos milímetros y cómo se desplaza luego otros pocos más de izquierda a derecha. Encajará entonces en un pivote, y girará. ¡Nunca se sabrá a ciencia cierta lo que puede hacerse con un contrapeso! Un niño puede hacer girar una casa con su dedito… cuando un lienzo de pared, por muy pesado que sea, impulsado por un contrapeso sobre su pivote, bien equilibrado, no pesa más que una peonza sobre su punta.

—¡Esto no gira! —exclamó Raoul impaciente.

—¡Vamos, espere! Tendrá todo el tiempo que quiera para impacientarse, señor. El mecanismo, evidentemente, está herrumbrado o el resorte ya no funciona.

La frente del Persa se frunció.

—También puede suceder otra cosa.

—¿Qué, señor?

—Puede que él simplemente haya cortado la cuerda del contrapeso y con ello inmovilizado todo el sistema.

—¿Por qué? Ignora que vamos a bajar por aquí.

—Puede sospecharlo, ya que no ignora que yo conozco el sistema.

—¿Fue él quien se lo enseñó?

—No. Hice mis investigaciones yendo en pos de él y, tras sus misteriosas desapariciones, lo encontré. ¡Oh, es el sistema más sencillo de puerta secreta! Es un mecanismo tan viejo como los palacios sagrados de Tebas, la de las cien puertas; como el de la sala del trono de Ecbatana, como la sala del trípode de Delfos…

—¡Esto no gira!… ¿Y Christine, señor? ¡Christine!…

El Persa dijo fríamente:

—Haremos todo lo que humanamente pueda hacerse… Pero él puede detenemos desde el principio.

—¿Acaso es el amo de estas paredes?

—Manda a las paredes, a las puertas, a las trampillas. Entre nosotros le llamamos con un nombre que significa algo así como el maestro en trampillas.

—¡Así me ha hablado Christine de él…, con el mismo misterio y acordándole el mismo temible poder! Pero todo esto me parece extraordinario… ¿Por qué estas paredes le obedecen sólo a él? ¿Fue él quien las construyó?

—Sí, señor.

Y, como Raoul le miraba con expectación, el Persa le hizo señal de callarse, después, con un gesto le señaló el espejo… Fue como un reflejo tembloroso. Su doble imagen se turbó, como en una onda estremecida, y después todo volvió a inmovilizarse.

—Ya ve, señor, esto no gira. ¡Tomemos otro camino!

—Esta noche, no hay otro camino… —declaró el Persa, con una voz extraordinariamente lúgubre—. ¡Y ahora, cuidado! ¡Y prepárese a disparar!

Él mismo apuntó su pistola hacia el centro del espejo. Raoul lo imitó. El Persa atrajo hacia sí al joven, con el brazo que le quedaba libre, y el espejo giró de repente, deslumbrándolos, entre un centellear cegador de luces; giró, igual que una de esas puertas giratorias que ahora se abren a las salas públicas…, giró llevándose a Raoul y al Persa en su movimiento irresistible y arrojándolos bruscamente de la plena luz a la más profunda oscuridad.

CAPÍTULO XXI

EN LOS SÓTANOS DE LA ÓPERA

—Mantenga la mano en alto, dispuesta a disparar —repitió apresuradamente el compañero de Raoul.

Tras ellos, la pared, dando una vuelta completa sobre sí misma, había vuelto a cerrarse.

Los dos hombres permanecieron inmóviles unos segundos, conteniendo la respiración.

En aquellas tinieblas reinaba un silencio que nada turbaba.

Finalmente, el Persa se decidió a hacer un movimiento y Raoul lo oyó deslizarse de rodillas, buscando algo en la oscuridad con sus manos que tanteaban.

De repente, ante el joven, las tinieblas se aclararon prudentemente a la luz de una pequeña lámpara sorda, y Raoul retrocedió instintivamente como para escapar a la investigación de un enemigo secreto. Pero en seguida comprendió que aquella luz pertenecía al Persa, cuyos gestos seguía. El pequeño disco rojo se paseaba con meticulosidad a lo largo de las paredes, arriba, abajo y alrededor de ellos. Aquellas paredes estaban formadas, a la derecha, por un muro y, a la izquierda, por un tabique de tablas, por encima y por debajo de sótanos. Raoul se decía que Christine debió haber seguido aquel camino el día que iba en pos de la voz del Ángel de la Música. Ese debía ser el camino habitual de Erik cuando venía a sorprender la buena fe y la inocencia de Christine. Raoul, que recordaba las frases del Persa, pensó que aquel camino había sido misteriosamente construido por el fantasma mismo. Sin embargo, más tarde sabría que Erik había encontrado, como preparado para él, ese pasillo secreto de cuya existencia durante mucho tiempo había sido el único conocedor. Aquel corredor había sido construido durante la Comuna de París para permitir a los carceleros conducir a los prisioneros hasta los calabozos que habían construido en las bodegas, ya que los federados habían ocupado el edificio inmediatamente después del 18 de marzo y lo habían convertido —en la parte alta— en el punto de partida de las montgolfieras encargadas de llevar a los departamentos sus proclamas incendiarias, y la parte baja en una prisión de Estado.

El Persa se había arrodillado y dejado su linterna en el suelo.

Parecía buscar algo y, de pronto, veló su luz.

Entonces Raoul oyó un ligero crujir y vio en el suelo del corredor un cuadrado luminoso muy pálido. Parecía como si una ventana acabara de abrirse en los bajos aún iluminados de la ópera. Raoul ya no veía al Persa, pero le sintió a su lado y notó su aliento.

—Sígame y haga exactamente lo mismo que yo.

Raoul fue conducido hacia el tragaluz luminoso. Vio entonces que el Persa volvía a arrodillarse y, colgándose del tragaluz con las dos manos, se dejaba deslizar hacia abajo. El Persa sujetaba la pistola con los dientes.

Cosa extraña, el vizconde tenía plena confianza en el Persa. A pesar de que ignoraba todo acerca de él y que la mayoría de sus frases sólo habían servido para aumentar la oscuridad en toda esta aventura, no dudaba en pensar, que en este decisivo momento, el Persa estaba de su lado contra Erik. Su emoción le había parecido sincera cuando le había hablado del «monstruo». El interés que había demostrado no le parecía sospechoso. Por último, si el Persa tuviera preparado algo en contra de Raoul, no le hubiera dado un arma. Además, en resumidas cuentas, ¿no se trataba, costara lo que costara, de llegar hasta Christine? Raoul no podía elegir los medios. Si hubiera vacilado, incluso sin estar convencido de las intenciones del Persa, el joven se hubiera considerado como el último de los cobardes.

A su vez, Raoul se arrodilló y se colgó con las dos manos de la trampilla.

—¡Suéltese del todo! —oyó, y cayó en brazos del Persa, que le ordenó inmediatamente echarse al suelo, volvió a cerrar la trampilla sobre sus cabezas, sin que Raoul pudiera saber cómo, y fue a tumbarse al lado del vizconde.

Éste quiso hacerle una pregunta, pero la mano del Persa se apoyó en su boca e inmediatamente oyó una voz a la que reconoció como la del comisario de policía que hacía un momento le había interrogado.

Ambos se encontraban entonces detrás de un tabique que los ocultaba perfectamente. Cerca de allí, una estrecha escalera subía a una pequeña habitación por la cual debía de pasearse el comisario haciendo preguntas, ya que se oía el ruido de sus pasos al tiempo que el de su voz.

La luz que rodeaba los objetos era muy débil, pero, al salir de aquella espesa oscuridad que reinaba en el corredor secreto de arriba, Raoul no tenía dificultad en distinguirlos.

No pudo contener una sorda exclamación al ver de pronto tres cadáveres.

El primero estaba tendido sobre el estrecho rellano de la escalerilla que subía hacia la puerta tras la cual se oía al comisario; los otros dos se encontraban debajo de la escalera, con los brazos en cruz. Pasando los dedos a través del tabique que los ocultaba, Raoul hubiera podido tocar la mano de alguno de aquellos desgraciados.

—¡Silencio! —susurró de nuevo el Persa.

También él había visto los cuerpos y con una sola palabra lo explicó todo:

—¡¡Él!!

Ahora se oía la voz del comisario con mayor intensidad. Pedía explicaciones acerca del sistema de iluminación, que el regidor le daba. El comisario debía estar en el «registro», o en sus dependencias. Contrariamente a lo que podría creerse, cuando se trataba de un teatro de ópera, el «registro» no estaba destinado a ejecutar música.

Por aquella época, la electricidad se empleaba sólo para ciertos efectos escénicos muy restringidos y para los timbres. El inmenso edificio y el mismo escenario aún se iluminaban con gas, y se regulaba y modificaba siempre la iluminación del decorado con gas hidrógeno; y eso se hacía mediante un aparato especial al que la multiplicidad de sus tubos hizo que fuera bautizado como «registro de órgano».

Al lado de la concha del apuntador, había reservado un nicho para el jefe de iluminación, que desde allí daba las órdenes a sus empleados, mientras vigilaba su ejecución. En este nicho era el lugar donde Mauclair se encontraba durante todas las representaciones.

Sin embargo, Mauclair no estaba en su nicho, y tampoco sus empleados ocupaban sus puestos.

—¡Mauclair, Mauclair!

La voz del regidor resonaba ahora en los bajos como en un tambor. Pero Mauclair no contestaba.

Ya hemos dicho que había una puerta que daba a una escalerilla que subía del segundo sótano. El comisario la empujó, pero la puerta resistió.

—¡Vaya, vaya! —dijo—. Vea usted, señor regidor… No puedo abrir esa puerta… ¿Siempre es tan difícil?

El regidor, empujó la puerta con un vigoroso golpe. Se dio cuenta de que, al mismo tiempo, empujaba a un cuerpo humano y no pudo contener una exclamación. Reconoció inmediatamente a aquel cuerpo:

—¡Mauclair!

Todas las personas que habían seguido al comisario en aquella visita al registro avanzaron inquietos.

—¡Qué desgracia, está muerto! —gimió el regidor.

Pero el comisario Mifroid, a quien nada sorprende, está ya inclinado sobre aquel enorme cuerpo.

—¡No —dijo—, lo que ocurre es que lleva una borrachera de cuidado! —dijo—. No es lo mismo.

—Sería la primera vez —declaró el regidor.

—Entonces le han dado un narcótico… ¡Es muy posible! Mifroid se incorporó, bajó algunos peldaños más y exclamó:

—¡Miren!

A la luz de un farolillo rojo, al pie de la escalera había tendidos dos cuerpos más. El encargado reconoció a los ayudantes de Mauclair, Mifroid bajó y los auscultó.

—Duermen profundamente —dijo—. ¡Extraño! No podemos dudar de la intervención de un desconocido en el servicio de iluminación…, ¡y ese desconocido trabajaba sin duda para el raptor!… ¡Pero qué curiosa idea la de raptar a una artista en escena!… ¡Son ganas de crearse dificultades, de eso estoy seguro! ¡Que busquen al médico del teatro! —y Mifroid repitió—: ¡Extraño caso, muy extraño!

Después, volvió a entrar en el pequeño cuarto, dirigiéndose a dos personas a las que, desde el lugar en que se encontraban, Raoul ni el Persa podían ver.

—¿Qué dicen ustedes de todo esto, señores? —preguntó—. Son ustedes los únicos que no han dado su opinión. Sin embargo, deben tener una ligera idea…

Entonces, por encima del rellano, Raoul y el Persa vieron avanzar a las caras anonadadas de los dos directores —no se veía más que sus siluetas sobre el rellano— y oyeron la voz conmovida de Moncharmin:

—Hoy están ocurriendo aquí una serie de cosas, señor comisario, a las que no podemos dar explicación alguna.

Y las dos siluetas desaparecieron.

—Gracias por la información, señores —dijo Mifroid en tono socarrón.

Pero el regidor, cuya barbilla descansaba ahora en el hueco de su mano derecha, lo que significa un acto de reflexión profunda, dijo:

—No es la primera vez que Mauclair se duerme en el teatro. Recuerdo haberle encontrado una noche roncando en su nicho, junto a su tabaquera.

—¿Hace mucho de eso? —preguntó el señor Mifroid, mientras limpiaba meticulosamente los cristales de su binóculo, ya que el comisario era miope como les suele ocurrir a los mejores ojos del mundo.

—¡Dios mío! No hace mucho… —dijo el regidor—. ¡Mire!… Era la noche…, sí, seguro…, la noche en que la Carlotta, ya lo sabe señor comisario, lanzó su famoso ¡cuac!

—¿La noche en que la Carlotta lanzó su famoso ¡cuac!?

Y el señor Mifroid, tras volver a colocarse en la nariz el binóculo de cristales transparentes, miró fijamente al encargado como si quisiera adivinar su pensamiento.

—¿Así que Mauclair toma rapé? —preguntó en tono despreocupado.

—Claro que sí, señor comisario… Mire, precisamente allí, en esa tablilla está su tabaquera… ¡Oh, toma mucho!

—¡También yo! —dijo el señor Mifroid, y metió la tabaquera en su bolsillo.

Raoul y el Persa asistieron, sin que nadie sospechara su presencia, al traslado de los tres cuerpos que los tramoyistas vinieron a llevarse. El comisario los siguió y todo el mundo volvió a subir tras él. Por algunos instantes se oyeron sus pasos que resonaban sobre el escenario.

Cuando estuvieron solos, el Persa indicó a Raoul que se levantara. Éste obedeció; pero, como no había vuelto a alzar la mano a la altura de los ojos, dispuesta a disparar, igual que el Persa; éste le recomendó volver a ponerse en aquella posición y no abandonarla pasara lo que pasase.

—Pero esto cansa inútilmente la mano —murmuró Raoul—, y si disparo no lo haré con seguridad.

—Cambie el arma de mano, entonces —concedió el Persa.

—¡No sé disparar con la mano izquierda!

A lo cual replicó el Persa con esta declaración extraña, que desde luego no era la más indicada para aclarar las cosas en el cerebro trastornado del joven:

—No se trata de disparar con la mano izquierda o con la mano derecha; se trata de tener una de las manos puesta como si fuera a apretar el gatillo de una pistola, teniendo el brazo medio doblado; en cuanto a la pistola en sí, después de todo, puede guardarla en el bolsillo.

Y añadió:

—¡Que esto quede bien claro, o no respondo de nada! ¡Es una cuestión de vida o muerte! Ahora, ¡silencio y sígame!

Se hallaban entonces en el segundo sótano. Raoul podía entre= ver tan sólo, a la luz de algunas velas inmóviles, dispersas en sus cárceles de cristal, una ínfima parte de ese abismo extravagante, sublime e infantil, divertido como un teatro de polichinelas, espantoso como un abismo, que constituye los sótanos de la Ópera.

Son formidables y son cinco. Reproducen todos los planos del escenario, sus trampas y trampillas. Los escotillones están allí reemplazados por raíles. Enormes vigas transversales soportan trampas y trampillas. Vigas, que se apoyan en bloques de fundición o de piedra, soleras o «chisteras» que forman una serie de soportes que permiten dejar paso libre a las «glorias» y a otras combinaciones o trucos. Se da cierta estabilidad a estos aparatos uniéndolos por medio de ganchos de hierro y según las necesidades del momento. Los tornos de mano, los tambores y los contrapesos están generosamente distribuidos en los sótanos. Sirven para maniobrar los grandes decorados, para realizar los cambios a la vista, para provocar la desaparición súbita de los personajes de los magos. Es en los sótanos, han dicho los señores X, Y, Z, que han dedicado a la obra de Garnier un estudio muy interesante, donde se transforma a los cacoquimios en hermosos caballeros, a las horribles brujas en hadas radiantes de juventud. Tan pronto sale Satán de los sótanos como se sumerge en ellos. Las luces del infierno escapan de allí y el coro de los demonios los ocupan.

… Y los fantasmas se pasean como por su casa…

Raoul seguía al Persa, obedeciendo al pie de la letra sus recomendaciones sin intentar entender los gestos que le ordenaba…, diciéndose que no le quedaba más esperanza que él.

¿Qué hubiera hecho sin su compañero en aquel espantoso dédalo?

¿Acaso no se habría visto detenido continuamente por la maraña de vigas y cuerdas? ¿No se vería atrapado en aquella gigantesca tela de araña?

Y, de haber podido pasar a través de aquella red de alambres y de contrapesos que sin cesar aparecían ante él, corría el riesgo de caer en uno de los agujeros que se abrían por momentos bajo sus pies y cuyo fondo de tinieblas no podía alcanzar su mirada.

Bajaban, seguían bajando…

Ahora se encontraban en el tercer sótano.

Seguían guiándose en la oscuridad, gracias a alguna lamparilla lejana…

Cuanto más bajaban, más precauciones parecía tomar el Persa… No cesaba de volverse hacia Raoul y de recomendarle que siguiera sus instrucciones señalándole el nodo de poner la mano, desarmada ahora, pero siempre dispuesta a disparar como si empuñara una pistola.

De repente una voz atronadora les dejó clavados. Alguien gritaba encima de ellos:

—¡Al escenario todos los «cerradores de puertas»! El comisario de policía les reclama.

… Se oyeron pasos y unas sombras se deslizaron en la sombra. El Persa había llevado a Raoul detrás de un bastidor… Vieron pasar muy cerca y por encima de sus cabezas a viejos encorvados por los años y el peso de los decorados de la ópera. Algunos casi no podían sostenerse de pie…, otros, por costumbre, con la espalda doblada y las manos tendidas hacia delante, buscaban puertas que cerrar.

Así eran los cerradores de puertas…, antiguos tramoyistas agotados, de los que unos directores caritativos se habían apiadado. Les había hecho encargados de las puertas en los sótanos y en los tejados. Iban y venían sin cesar, de arriba a abajo del escenario, para cerrar las puertas, y se les llamaba también por aquella época, ya que me parece que ahora están todos muertos, «los cazadores de corrientes de aire».

Las corrientes de aire, vengan de donde vengan, son muy malas para la voz.

El Persa y Raoul se felicitaron de aquel incidente que les libraba de testigos molestos, ya que alguno de los cerradores de puertas, al no tener nada que hacer ni incluso tampoco un domicilio, se quedaba por pereza o por necesidad en la ópera y pasaba la noche en ella. Podían tropezar con ellos, despertarlos y tener que dar explicaciones. El interrogatorio del señor Mifroid salvaba a nuestros dos compañeros de aquellos encuentros desafortunados.

Pero no pudieron disfrutar por mucho tiempo de la soledad… Otras sombras bajaban ahora por el mismo camino por el que los «cerradores de puertas» habían subido. Cada una de estas sombras llevaba una pequeña linterna… que agitaban moviéndola arriba y abajo, examinándolo todo a su alrededor y con todo el aspecto de buscar algo o a alguien.

—¡Vaya! —murmuró el Persa…

—No sé qué estarán buscando, pero podrían encontrarnos… ¡huyamos!… ¡de prisa!… ¡La mano en guardia, señor, siempre dispuesta para disparar! Pliegue más el brazo, así… la mano a la altura del ojo, como si se batiera en duelo y esperara la orden de «fuego». Meta su pistola en el bolsillo. ¡Deprisa, bajemos! (arrastraba a Raoul hacia el cuarto sótano…). A la altura del ojo, es cuestión de vida o muerte… ¡Por aquí, por esta escalera! (llegaban al quinto sótano). ¡Ah, qué duelo, señor, qué duelo!

El Persa suspiró aliviado al llegar al quinto sótano… Parecía disfrutar de algo más de seguridad de la que había mostrado antes, cuando se habían detenido ambos en el tercer sótano, sin embargo no abandonaba la posición de la mano…

Raoul tuvo tiempo de extrañarse, una vez más, por lo demás sin hacer ninguna nueva observación. Ninguna, ya que en verdad no era el momento de extrañarse de aquella extraordinaria concepción de la defensa personal que consistía en guardar la pistola en el bolsillo mientras que la mano seguía dispuesta a servirse de ella, como si la pistola estuviera aún en la mano, a la altura del ojo, posición de espera de la orden de «fuego» en los duelos de aquella época.

Con respecto a esto, Raoul creía recordar perfectamente que le había dicho: «Son pistolas de las que estoy seguro».

De lo que le parecía lógico deducir lo siguiente: «¿Qué le importaba estar seguro de unas pistolas a las que no va a utilizar?».

Pero el Persa le detuvo en sus vagos intentos reflexivos. Haciéndole señal de detenerse, volvió a subir unos peldaños de la escalera que acababan de dejar. Después volvió rápidamente al lado de Raoul.

—¡Qué tontos somos! —le susurró—. Pronto nos veremos libres de esas sombras de las linternas… Son los bomberos que hacen su ronda.

Los dos hombres permanecieron entonces a la defensiva durante cinco largos minutos por lo menos; después, el Persa arrastró a Raoul hacia la escalera que acababan de bajar; pero, de repente, con un gesto volvió a ordenarle inmovilidad.

Ante ellos, la oscuridad se movía.

—¡Cuerpo a tierra! —exclamó el Persa con un susurró. Los dos hombres se tiraron al suelo.

Justo a tiempo.

… Una sombra que, esta vez, no llevaba ninguna linterna…, tan sólo una sombra en la sombra pasaba.

Pasó tan cerca de ellos que podía tocarlos.

Sintieron sobre sus rostros el soplo cálido de su capa…

Ya que pudieron distinguirle lo suficiente como para ver que la sombra llevaba una capa que la envolvía de la cabeza a los pies. En la cabeza, un sombrero blando de fieltro.

… Se alejó, rozando las paredes con el pie y dando a veces, en las esquinas, patadas a las paredes.

—¡Uff!… —exclamó el Persa—, de buena nos hemos librado… Esa sombra me conoce y ya me ha llevado dos veces al despacho del director.

—¿Será alguien de la policía del teatro? —preguntó Raoul.

—¡Alguien mucho peor! —contestó sin dar más explicaciones el Persa.

—¿No será él?

—¿Él?… Si no llega por detrás, veremos antes sus ojos de oro… Esa es nuestra pequeña fuerza en la oscuridad. Pero puede llegar por detrás, con pasos de lobo… y somos hombres muertos si no llevamos siempre las manos como si fueran a disparar, a la altura del ojo, hacia adelante.

El Persa no había terminado aún de formular sus consejos, cuando una figura fantástica apareció ante los dos hombres.

… Un cuerpo entero… una cara; no solamente dos ojos de oro.

… Sino un rostro luminoso… una figura en llamas…

Sí, una figura en llamas que avanzaba a la altura de un hombre. ¡Pero sin cuerpo!

Aquella figura desprendía fuego.

En la oscuridad parecía una llama con forma de cuerpo humano.

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9782380374124
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