Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 409

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—Aquí estoy, tía Kate, ¡sin un rasguño! Suban ustedes que yo las alcanzo —gritó Gabriel desde la oscuridad.

Siguió limpiándose los pies con vigor mientras las tres mujeres subían las escaleras, riendo, hacia el cuarto de vestir. Una leve franja de nieve reposaba sobre los hombros del abrigo, como una esclavina, y como una pezuña sobre el empeine de las galochas; y al deslizar los botones con un ruido crispante por los ojales helados del abrigo, de entre sus pliegues y dobleces salió el vaho fragante del descampado.

—¿Está nevando otra vez, Mr. Conroy? —preguntó Lily.

Se le había adelantado hasta el cuarto de desahogo para ayudarlo a quitarse el abrigo y Gabriel sonrió al oír que añadía una sílaba más a su apellido. Era una muchacha delgada que aún no había parado de crecer, de tez pálida y pelo color de paja. El gas del cuartico la hacía lucir lívida. Gabriel la conoció siendo una niña que se sentaba en el último escalón a acunar su muñeca de trapo.

—Sí, Lily —le respondió—, y me parece que tenemos para toda la noche.

Miró al cielo raso, que temblaba con los taconazos y el deslizarse de pies en el piso de arriba, atendió un momento al piano y luego echó una ojeada a la muchacha, que ya doblaba su abrigo con cuidado al fondo del estante.

—Dime, Lily —dijo en tono amistoso—, ¿vas todavía a la escuela?

—Oh, no, señor —respondió ella—, ya no más y nunca.

—Ah, pues entonces —dijo Gabriel, jovial—, supongo que un día de estos asistiremos a esa boda con tu novio, ¿no?

La muchacha lo miró esquinada y dijo con honda amargura:

—Los hombres de ahora no son más que labia y lo que puedan echar mano.

Gabriel se sonrojó como si creyera haber cometido un error y, sin mirarla, se sacudió las galochas de los pies y con su bufanda frotó fuerte sus zapatos de charol.

Era un hombre joven, más bien alto y robusto. El color encarnado de sus mejillas le llegaba a la frente, donde se regaba en parches rojizos y sin forma; y en su cara desnuda brillaban sin cesar los lentes y los aros de oro de los espejuelos que amparaban sus ojos inquietos y delicados. Llevaba el brillante pelo negro partido al medio y peinado hacia atrás en una larga curva por detrás de las orejas, donde se ondeaba leve debajo de la estría que le dejaba marcada el sombrero.

Cuando le sacó bastante brillo a los zapatos, se enderezó y se ajustó el chaleco tirando de él por sobre el vientre rollizo. Luego extrajo con rapidez una moneda del bolsillo.

—Ah, Lily —dijo, poniéndosela en la mano—, es Navidad, ¿no es cierto? Aquí tienes… esto…

Caminó rápido hacia la puerta.

—¡Oh, no, señor! —protestó la muchacha, cayéndole detrás—. De veras, señor, no creo que deba.

—¡Es Navidad! ¡Navidad! —dijo Gabriel, casi trotando hasta las escaleras y moviendo sus manos hacia ella indicando que no tenía importancia.

La muchacha, viendo que ya había ganado la escalera, gritó tras él:

—Bueno, gracias entonces, señor.

Esperaba fuera a que el vals terminara en la sala, escuchando las faldas y los pies que se arrastraban, barriéndola. Todavía se sentía desconcertado por la súbita y amarga réplica de la muchacha, que lo entristeció. Trató de disiparlo arreglándose los puños y el lazo de la corbata. Luego, sacó del bolsillo del chaleco un papelito y echó una ojeada a la lista de temas para su discurso. Se sentía indeciso sobre los versos de Robert Browning porque temía que estuvieran muy por encima de sus oyentes. Sería mejor una cita que pudieran reconocer, de Shakespeare o de las Melodías de Thomas Moore. El grosero claqueteo de los tacones masculinos y el arrastre de suelas le recordó que el grado de cultura de ellos difería del suyo. Haría el ridículo si citaba poemas que no pudieran entender. Pensarían que estaba alardeando de su cultura. Cometería un error con ellos como el que cometió con la muchacha en el cuarto de desahogo. Se equivocó de tono. Todo su discurso estaba equivocado de arriba a abajo. Un fracaso total.

Fue entonces que sus tías y su mujer salieron del cuarto de vestir. Sus tías eran dos ancianas pequeñas que vestían con sencillez. Tía Julia era como una pulgada más alta. Llevaba el pelo gris hacia atrás, en un moño a la altura de las orejas; y gris también, con sombras oscuras, era su larga cara flácida. Aunque era robusta y caminaba erguida, los ojos lánguidos y los labios entreabiertos le daban la apariencia de una mujer que no sabía dónde estaba ni a dónde iba. Tía Kate se veía más viva. Su cara, más saludable que la de su hermana, era toda bultos y arrugas, como una manzana roja pero fruncida, y su pelo, peinado también a la antigua, no había perdido su color de castaña madura.

Las dos besaron a Gabriel, cariñosas. Era el sobrino preferido, hijo de la hermana mayor, la difunta Ellen, la que se casó con T. J. Conroy, de los Muelles del Puerto.

—Gretta me acaba de decir que no vas a regresar en coche a Monkstown esta noche, Gabriel —dijo tía Kate.

—No —dijo Gabriel, volviéndose a su esposa—, ya tuvimos bastante con el año pasado, ¿no es así? ¿No te acuerdas, tía Kate, el catarro que cogió Gretta entonces? Con las puertas del coche traqueteando todo el viaje y el viento del este dándonos de lleno en cuanto pasamos Merrion. Lindísimo. Gretta cogió un catarro de lo más malo.

Tía Kate fruncía el ceño y asentía a cada palabra.

—Muy bien dicho, Gabriel, muy bien dicho —dijo—. No hay que descuidarse nunca.

—Pero en cuanto a Gretta —dijo Gabriel—, ésta es capaz de regresar a casa a pie por entre la nieve, si por ella fuera.

Mrs. Conroy sonrió.

—No le haga caso, tía Kate —dijo—, que es demasiado precavido: obligando a Tom a usar visera verde cuando lee de noche y a hacer ejercicios, y forzando a Eva a comer potaje. ¡Pobrecita! ¡Que no lo puede ni ver!… Ah, ¿pero a que no adivinan lo que me obliga a llevar ahora?

Se deshizo en carcajadas mirando a su marido, cuyos ojos admirados y contentos, iban de su vestido a su cara y su pelo. Las dos tías rieron también con ganas, ya que la solicitud de Gabriel formaba parte del repertorio familiar.

—¡Galochas! —dijo Mrs. Conroy—. La última moda. Cada vez que está el suelo mojado tengo que llevar galochas. Quería que me las pusiera hasta esta noche, pero de eso nada. Si me descuido me compra un traje de bañista.

Gabriel se rio nervioso y, para darse confianza, se arregló la corbata, mientras que tía Kate se doblaba de la risa de tanto que le gustaba el cuento. La sonrisa desapareció enseguida de la cara de tía Julia y fijó sus ojos tristes en la cara de su sobrino. Después de una pausa, preguntó:

—¿Y qué son galochas, Gabriel?

—¡Galochas, Julia! —exclamó su hermana—. Santo cielo, ¿tú no sabes lo que son galochas? Se ponen sobre los… sobre las botas, ¿no es así, Gretta?

—Sí —dijo Mrs. Conroy—. Unas cosas de gutapercha. Los dos tenemos un par ahora. Gabriel dice que todo el mundo las usa en el continente.

—Ah, en el continente —murmuró tía Julia, moviendo la cabeza lentamente.

Gabriel frunció las cejas y dijo, como si estuviera enfadado:

—No son nada del otro mundo, pero Gretta cree que son muy cómicas porque dice que le recuerdan a los minstrels negros de Christy.

—Pero dime, Gabriel —dijo tía Kate, con tacto brusco—. Claro que te ocupaste del cuarto. Gretta nos contaba que…

—Oh, lo del cuarto está resuelto —replicó Gabriel—. Tomé uno en el Gresham.

—Claro, claro —dijo tía Kate—, lo mejor que podías haber hecho. Y los niños, Gretta, ¿no te preocupan?

—Oh, no es más que por una noche —dijo Mrs. Conroy—. Además, que Bessie los cuida.

—Claro, claro —dijo tía Kate de nuevo—. ¡Qué comodidad tener una muchacha así, en quien se puede confiar! Ahí tienen a esa Lily, que no sé lo que le pasa últimamente. No es la de antes.

Gabriel estuvo a punto de hacerle una pregunta a su tía sobre este asunto, pero ella dejó de prestarle atención para observar a su hermana, que se había escurrido escaleras abajo, sacando la cabeza por sobre la baranda.

—Ahora dime tú —dijo ella, como molesta—, ¿dónde irá Julia ahora? ¡Julia! ¡Julia! ¿Dónde vas tú?

Julia, que había bajado más de media escalera, regresó a decir, zalamera:

—Ahí está Freddy.

En el mismo instante unas palmadas y un floreo final del piano anunció que el vals acababa de terminar. La puerta de la sala se abrió desde dentro y salieron algunas parejas. Tía Kate se llevó a Gabriel apresuradamente a un lado y le susurró al oído:

—Sé bueno, Gabriel, y vete abajo a ver si está bien y no lo dejes subir si está tomado. Estoy segura de que está tomado. Segurísima.

Gabriel se llegó a la escalera y escuchó más allá de la balaustrada. Podía oír dos personas conversando en el cuarto de desahogo. Luego reconoció la risa de Freddy Malins. Bajó las escaleras haciendo ruido.

—Qué alivio —dijo tía Kate a Mrs. Conroy— que Gabriel esté aquí… Siempre me siento más descansada mentalmente cuando anda por aquí… Julia, aquí están Miss Daly y Miss Power, que van a tomar refrescos. Gracias por el lindo vals, Miss Daly. Un ritmo encantador.

Un hombre alto, de cara mustia, bigote de cerdas y piel oscura, que pasaba con su pareja, dijo:

—¿Podríamos también tomar nosotros un refresco, Miss Morkan?

—Julia —dijo la tía Kate sumariamente—, y aquí están Mr. Browne y Miss Furlong. Llévatelos adentro, Julia, con Miss Daly y Miss Power.

—Yo me encargo de las damas —dijo Mr. Browne, apretando sus labios hasta que sus bigotes se erizaron para sonreír con todas sus arrugas.

—Sabe usted, Miss Morkan, la razón por la que les caigo bien a las mujeres es que…

No terminó la frase, sino que, viendo que la tía Kate estaba ya fuera de alcance, enseguida se llevó a las tres mujeres al cuarto del fondo. Dos mesas cuadradas puestas juntas ocupaban el centro del cuarto y la tía Julia y el encargado estiraban y alisaban un largo mantel sobre ellas. En el cristalero se veían en exhibición platos y platillos y vasos y haces de cuchillos y tenedores y cucharas. La tapa del piano vertical servía como mesa auxiliar para los entremeses y los postres. Ante un aparador pequeño en un rincón dos jóvenes bebían de pie maltas amargas.

Mr. Browne dirigió su encomienda hacia ella y las invitó, en broma, a tomar un ponche femenino, caliente, fuerte y dulce. Mientras ellas protestaban no tomar tragos fuertes, él les abría tres botellas de limonada. Luego les pidió a los jóvenes que se hicieran a un lado y, tomando el frasco, se sirvió un buen trago de whisky. Los jóvenes lo miraron con respeto mientras probaba un sorbo.

—Alabado sea Dios —dijo, sonriendo—, tal como me lo recetó el médico.

Su cara mustia se extendió en una sonrisa aún más abierta y las tres muchachas rieron haciendo eco musical a su ocurrencia, contoneando sus cuerpos en vaivén y dando nerviosos tirones a los hombros. La más audaz dijo:

—Ah, vamos, Mr. Browne, estoy segura de que el médico nunca le recetará una cosa así.

Mr. Browne tomó otro sorbo de su whisky y dijo con una mueca ladeada:

—Bueno, ustedes saben, yo soy como Mrs. Cassidy, que dicen que dijo: «Vamos, Mary Grimes, si no tomo dámelo tú, que es que lo necesito».

Su cara acalorada se inclinó hacia adelante en gesto demasiado confidente y habló imitando un dejo de Dublín tan bajo que las muchachas, con idéntico instinto, escucharon su dicho en silencio. Miss Furlong, que era una de las alumnas de Mary Jane, le preguntó a Miss Daly cuál era el nombre de ese vals tan lindo que acababa de tocar, y Mr. Browne, viendo que lo ignoraban, se volvió prontamente a los jóvenes, que podían apreciarlo mejor.

Una muchacha de cara roja y vestido violeta entró en el cuarto, dando palmadas excitadas y gritando:

—¡Contradanza! ¡Contradanza!

Pisándole los talones entró tía Kate, llamando:

—¡Dos caballeros y tres damas, Mary Jane!

—Ah, aquí están Mr. Bergin y Mr. Kerrigan —dijo Mary Jane.

—Mr. Kerrigan, ¿quiere usted escoltar a Miss Power? Miss Furlong, ¿puedo darle de pareja a Mr. Bergin? Ah, ya está bien así.

—Tres damas, Mary Jane —dijo tía Kate.

Los dos jóvenes les pidieron a sus damas que si podrían tener el gusto y Mary Jane se volvió a Miss Daly:

—Oh, Miss Daly, fue usted tan condescendiente al tocar las dos últimas piezas, pero, realmente, estamos tan cortas de mujeres esta noche…

—No me molesta en lo más mínimo, Miss Morkan.

—Pero le tengo un compañero muy agradable, Mr. Bartell D'Arcy, el tenor. Después voy a ver si canta. Dublín entero está loco por él.

—¡Bella voz, bella voz! —dijo la tía Kate.

Cuando el piano comenzaba por segunda vez el preludio de la primera figura, Mary Jane sacó a sus reclutas del salón rápidamente. No acababan de salir cuando entró al cuarto Julia, lentamente, mirando hacia atrás por algo.

—¿Qué pasa, Julia? —preguntó tía Kate, ansiosa—. ¿Quién es?

Julia, que cargaba una pila de servilletas, se volvió a su hermana y dijo, simplemente, como si la pregunta la sorprendiera:

—No es más que Freddy, Kate, y Gabriel que viene con él.

De hecho detrás de ella se podía ver a Gabriel piloteando a Freddy Malins por el rellano de la escalera. El último, que tenía unos cuarenta años, era de la misma estatura y del mismo peso de Gabriel, pero de hombros caídos. Su cara era mofletuda y pálida, con toques de color sólo en los colgantes lóbulos de las orejas y en las anchas aletas nasales. Tenía facciones toscas, nariz roma, frente convexa y alta y labios hinchados y protuberantes. Los ojos de párpados pesados y el desorden de su escaso pelo le hacían parecer soñoliento. Se reía con ganas de un cuento que le venía haciendo a Gabriel por la escalera, al mismo tiempo que se frotaba un ojo con los nudillos del puño izquierdo.

—Buenas noches, Freddy —dijo tía Julia.

Freddy Malins dio las buenas noches a las señoritas Morkan de una manera que pareció desdeñosa a causa del tono habitual de su voz y luego, viendo que Mr. Browne le sonreía desde el aparador, cruzó el cuarto con paso vacilante y empezó de nuevo el cuento que acababa de hacerle a Gabriel.

—No se ve tan mal, ¿no es verdad? —dijo la tía Kate a Gabriel.

Las cejas de Gabriel venían fruncidas, pero las despejó enseguida para responder:

—Oh, no, ni se le nota.

—¡Es un terrible! —dijo ella—. Y su pobre madre que lo obligó a hacer una promesa el Fin de Año. Pero, por qué no pasamos al salón, Gabriel.

Antes de dejar el cuarto con Gabriel, tía Kate le hizo señas a Mr. Browne, poniendo mala cara y sacudiendo el dedo índice. Mr. Browne asintió y, cuando ella se hubo ido, le dijo a Freddy Malins:

—Vamos a ver, Teddy, que te voy a dar un buen vaso de limonada para entonarte.

Freddy Malins, que estaba acercándose al desenlace de su cuento, rechazó la oferta con un gesto impaciente, pero Mr. Browne, después de haberle llamado la atención sobre lo desgarbado de su atuendo, le llenó un vaso de limonada y se lo entregó. Freddy Malins aceptó el vaso mecánicamente con la mano izquierda, mientras que su mano derecha se encargaba de ajustar sus ropas mecánicamente. Mr. Browne, cuya cara se colmaba de regocijadas arrugas, se llenó un vaso de whisky mientras Freddy Malins estallaba, antes de llegar al momento culminante de su historia, en una explosión de carcajadas bronquiales y, dejando a un lado su vaso rebosado sin tocar, empezó a frotarse los nudillos de su mano izquierda sobre un ojo, repitiendo las palabras de su última frase cuando se lo permitía el ataque de risa.

Gabriel no soportaba la pieza que tocaba ahora Mary Jane, tan académica, llena de glissandi y de pasajes difíciles para un público respetuoso. Le gustaba la música, pero la pieza que ella tocaba no tenía melodía, según él, y dudaba que la tuviera para los demás oyentes, aunque le hubieran pedido a Mary Jane que les tocara algo. Cuatro jóvenes, que vinieron del refectorio a pararse en la puerta tan pronto como empezó a sonar el piano, se alejaron de dos en dos y en silencio después de unos acordes. Las únicas personas que parecían seguir la música eran Mary Jane, cuyas manos recorrían el teclado o se alzaban en las pausas como las de una sacerdotisa en una imprecación momentánea, y tía Kate, de pie a su lado volteando las páginas.

Los ojos de Gabriel, irritados por el piso que brillaba encerado debajo del macizo candelabro, vagaron hasta la pared sobre el piano. Colgaba allí un cromo con la escena del balcón de Romeo y Julieta, junto a una reproducción del asesinato de los principitos en la Torre que tía Julia había bordado en lana roja, azul y carmelita cuando niña. Probablemente les enseñaban a hacer esa labor en la escuela a que fueron de niñas, porque una vez su madre le bordó, para cumpleaños, un chaleco en tabinete púrpura con cabecitas de zorro, festoneado de raso castaño y con botones redondos imitando moras. Era raro que su madre no tuviera talento musical porque tía Kate acostumbraba a decir que era el cerebro de la familia Morkan. Tanto ella como Julia habían parecido siempre bastante orgullosas de su hermana, tan matriarcal y tan seria. Su fotografía se veía delante del tremó. Tenía un libro abierto sobre las rodillas y le señalaba algo en él a Constantine que, vestido de marino, estaba tumbado a sus pies. Fue ella quien puso nombre a sus hijos, sensible como era al protocolo familiar. Gracias a ella, Constantine era ahora el cura párroco de Balbriggan y, gracias a ella, Gabriel pudo graduarse en la Universidad Real. Una sombra pasó sobre su cara al recordar su amarga oposición a su matrimonio. Algunas frases peyorativas que usó vibraban todavía en su memoria; una vez dijo que Gretta era una rubia rural y no era verdad, nada. Fue Gretta quien la atendió solícita durante su larga enfermedad final en la casa de Monkstown.

Sabía que Mary Jane debía de andar cerca del final de la pieza porque estaba tocando otra vez la melodía del comienzo con sus escalas sucesivas después de cada compás y mientras esperó a que acabara, el resentimiento se extinguió en su corazón. La pieza terminó con un trino de octavas agudas y una octava final grave. Atronadores aplausos acogieron a Mary Jane al ruborizarse mientras enrollaba nerviosamente la partitura y salió corriendo del salón. Las palmadas más fuertes procedían de cuatro muchachones parados en la puerta, los mismos que se fueron a refrescar cuando empezó la pieza y que regresaron tan pronto el piano se quedó callado.

Alguien organizó una danza de lanceros y Gabriel se encontró de pareja con Miss Ivors. Era una damita franca y habladora, con cara pecosa y grandes ojos castaños. No llevaba escote y el largo broche al frente del cuello tenía un motivo irlandés.

Cuando ocuparon sus puestos ella dijo de pronto:

—Tiene usted una cuenta pendiente conmigo.

—¿Yo? —dijo Gabriel.

Ella asintió con gravedad.

—¿Qué cosa es? —preguntó Gabriel, sonriéndose ante su solemnidad.

—¿Quién es G. C.? —respondió Miss Ivors, volviéndose hacia él.

Gabriel se sonrió y ya iba a fruncir las cejas, como si no hubiera entendido, cuando ella le dijo abiertamente:

—¡Ay, inocente Amy! Me enteré de que escribe usted para el Daly Express. Y bien, ¿no le da vergüenza?

—¿Y por qué me iba a dar? —preguntó Gabriel, pestañeando, tratando de sonreír.

—Bueno, a mí me da pena —dijo Miss Ivors con franqueza—. Y pensar que escribe usted para ese bagazo. No sabía que se había vuelto usted pro-inglés.

Una mirada perpleja apareció en el rostro de Gabriel. Era verdad que escribía una columna literaria en el Daily Express los miércoles. Pero eso no lo convertía en pro-inglés. Los libros que le daban a criticar eran casi mejor bienvenidos que el mezquino cheque, ya que le deleitaba palpar la cubierta y hojear las páginas de un libro recién impreso. Casi todos los días, no bien terminaba las clases en el instituto, solía recorrer el malecón en busca de las librerías de viejo, y se iba a Hickey's en el Paseo del Soltero y a Webb's o a Massey's en el muelle de Aston o a O'Clohissey's en una calle lateral. No supo cómo afrontar la acusación. Le hubiera gustado decir que la literatura está muy por encima de los trajines políticos. Pero eran amigos de muchos años, con carreras paralelas en la universidad primero y después de maestros: no podía, pues, usar con ella una frase pomposa. Siguió pestañeando y tratando de sonreír hasta que murmuró apenas que no veía nada político en hacer crítica de libros.

Cuando les llegó el turno de cruzarse todavía estaba distraído y perplejo. Miss Ivors tomó su mano en un apretón cálido y dijo en tono suavemente amistoso:

—Por supuesto, no es más que una broma. Venga, que nos toca cruzar ahora.

Cuando se juntaron de nuevo ella habló del problema universitario y Gabriel se sintió más cómodo. Un amigo le había enseñado a ella su crítica de los poemas de Browning. Fue así como se enteró del secreto: pero le gustó muchísimo la crítica. De pronto dijo:

—Oh, Mr. Conroy, ¿por qué no viene en nuestra excursión a la isla de Arán este verano? Vamos a pasar allá un mes. Será espléndido estar en pleno Atlántico. Debía venir. Vienen Mr. Clancy y Mr. Kilkely y Kathleen Kearney. Sería formidable que Gretta viniera también. Ella es de Connacht, ¿no?

—Su familia —dijo Gabriel, corto.

—Pero vendrán los dos, ¿no es así? —dijo Miss Ivors, posando una mano cálida sobre su brazo, ansiosa.

—Lo cierto es que —dijo Gabriel— yo he quedado en ir…

—¿A dónde? —preguntó Miss Ivors.

—Bueno, ya sabe usted que todos los años hago una gira ciclística con varios compañeros, así que…

—Pero, ¿por dónde? —preguntó Miss Ivors.

—Bueno, casi siempre vamos por Francia o Bélgica, tal vez por Alemania —dijo Gabriel torpemente.

—¿Y por qué va usted a Francia y a Bélgica —dijo Miss Ivors— en vez de visitar su propio país?

—Bueno —dijo Gabriel—, en parte para mantenerme en contacto con otros idiomas y en parte por dar un cambio.

—¿Y no tiene usted su propio idioma con que mantenerse en contacto, el irlandés? —le preguntó Miss Ivors.

—Bueno —dijo Gabriel—, en ese caso el irlandés no es mi lengua, como sabe.

Sus vecinos se volvieron a escuchar el interrogatorio. Gabriel miró a diestra y siniestra, nervioso, y trató de mantener su buen humor durante aquella inquisición que hacía que el rubor le invadiera la frente.

—¿Y no tiene usted su tierra natal que visitar —siguió Miss Ivors—, de la que no sabe usted nada, su propio pueblo, su patria?

—Pues a decir verdad —replicó Gabriel súbitamente—, estoy harto de este país, ¡harto!

—¿Y por qué? —preguntó Miss Ivors.

Gabriel no respondió: su réplica lo había alterado.

—¿Por qué? —repitió Miss Ivors.

Tenían que hacer la ronda de visitas los dos ahora y, como todavía no había él respondido, Miss Ivors le dijo, muy acalorada:

—Por supuesto, no tiene qué decir.

Gabriel trató de ocultar su agitación entregándose al baile con gran energía. Evitó los ojos de ella porque había notado una expresión agria en su cara. Pero cuando se encontraron de nuevo en la cadena, se sorprendió al sentir su mano apretar firme la suya. Ella lo miró de soslayo con curiosidad momentánea hasta que él sonrió. Luego, como la cadena iba a trenzarse de nuevo, ella se alzó en puntillas y le susurró al oído:

—¡Pro-inglés!

Cuando la danza de lanceros acabó, Gabriel se fue al rincón más remoto del salón donde estaba sentada la madre de Freddy Malins. Era una mujer rechoncha y fofa y blanca en canas. Tenía la misma voz tomada de su hijo y tartamudeaba bastante. Le habían asegurado que Freddy había llegado y que estaba bastante bien. Gabriel le preguntó si tuvo una buena travesía. Vivía con su hija casada en Glasgow y venía a Dublín de visita una vez al año. Respondió plácidamente que había sido un viaje muy lindo y que el capitán estuvo de lo más atento. También habló de la linda casa que su hija tenía en Glasgow y de los buenos amigos que tenían allá. Mientras ella le daba a la lengua Gabriel trató de desterrar el recuerdo del desagradable incidente con Miss Ivors. Por supuesto que la muchacha o la mujer o lo que fuese era una fanática, pero había un lugar para cada cosa. Quizá no debió él responderle como lo hizo. Pero ella no tenía derecho a llamarlo pro inglés delante de la gente, ni aun en broma. Trató de hacerlo quedar en ridículo delante de la gente, acuciándolo y clavándole sus ojos de conejo.

Vio a su mujer abriéndose paso hacia él por entre las parejas que valsaban. Cuando llegó a su lado le dijo al oído:

—Gabriel, tía Kate quiere saber si no vas a trinchar el ganso como de costumbre. Miss Daly va a cortar el jamón y yo voy a ocuparme del pudín.

—Está bien —dijo Gabriel.

—Van a dar de comer primero a los jóvenes, tan pronto como termine este vals, para que tengamos la mesa para nosotros solos.

—¿Bailaste? —preguntó Gabriel.

—Por supuesto. ¿No me viste? ¿Tuviste tú unas palabras con Molly Ivors por casualidad?

—Ninguna. ¿Por qué? ¿Dijo ella eso?

—Más o menos. Estoy tratando de hacer que Mr. D'Arcy cante algo. Me parece que es de lo más vanidoso.

—No cambiamos palabras —dijo Gabriel, irritado—, sino que ella quería que yo fuera a Irlanda del oeste, y le dije que no.

Su mujer juntó las manos, excitada, y dio un saltico:

—¡Oh, vamos, Gabriel! —gritó—. Me encantaría volver a Galway de nuevo.

—Ve tú si quieres —dijo Gabriel fríamente.

Ella lo miró un instante, se volvió luego a Mrs. Malins y dijo:

—Eso es lo que se llama un hombre agradable, Mrs. Malins.

Mientras ella se escurría a través del salón, Mrs. Malins, como si no la hubieran interrumpido, siguió contándole a Gabriel sobre los lindos lares de Escocia y sus escenarios naturales, preciosos. Su yerno las llevaba cada año a los lagos y salían de pesquería. Un día cogió él un pescado, lindísimo, así de grande, y el hombre del hotel se lo guisó para la cena.

Gabriel ni oía lo que ella decía. Ahora que se acercaba la hora de la comida empezó a pensar de nuevo en su discurso y en las citas. Cuando vio que Freddy Malins atravesaba el salón para venir a ver a su madre, Gabriel le dio su silla y se retiró al poyo de la ventana. El salón estaba ya vacío y del cuarto del fondo llegaba un rumor de platos y cubiertos. Los pocos que quedaban en la sala parecían hartos de bailar y conversaban quedamente en grupitos. Los cálidos dedos temblorosos de Gabriel repicaron sobre el frío cristal de la ventana. ¡Qué fresco debía hacer fuera! ¡Lo agradable que sería salir a caminar solo por la orilla del río y después atravesar el parque! La nieve se veía amontonada sobre las ramas de los árboles y poniendo un gorro refulgente al monumento a Wellington. ¡Cuánto más grato sería estar allá fuera que cenando!

Repasó los temas de su discurso: la hospitalidad irlandesa, tristes recuerdos, las Tres Gracias, Paris, la cita de Browning. Se repitió una frase que escribió en su crítica: Uno siente que escucha una música acuciada por las ideas. Miss Ivors había elogiado la crítica. ¿Sería sincera? ¿Tendría su vida propia oculta tras tanta propaganda? No había habido nunca animosidad entre ellos antes de esta ocasión. Lo enervaba pensar que ella estaría sentada a la mesa, mirándolo mientras él hablaba, con sus críticos ojos interrogantes. Tal vez no le desagradaría verlo fracasar en su discurso. Le dio valor la idea que le vino a la mente. Diría, aludiendo a tía Kate y a tía Julia: «Damas y caballeros, la generación que ahora se halla en retirada entre nosotros habrá tenido sus faltas, pero por mi parte yo creo que tuvo ciertas cualidades de hospitalidad, de humor, de humanidad, de las que la nueva generación, tan seria y supereducada, que crece ahora en nuestro seno, me parece carecer». Muy bien dicho: que aprenda Miss Ivors. ¿Qué le importaba si sus tías no eran más que dos viejas ignorantes?

Un rumor en la sala atrajo su atención. Mr. Browne venía desde la puerta llevando galante del brazo a la tía Julia, que sonreía cabizbaja. Una salva irregular de aplausos la escoltó hasta el piano y luego, cuando Mary Jane se sentó en la banqueta, y la tía Julia, dejando de sonreír, dio media vuelta para mejor proyectar su voz hacia el salón, cesaron gradualmente. Gabriel reconoció el preludio. Era una vieja canción del repertorio de tía Julia, Ataviada para el casorio. Su voz, clara y sonora, atacó los gorgoritos que adornaban la tonada y aunque cantó muy rápido no se comió ni una floritura. Oír la voz sin mirar la cara de la cantante era sentir y compartir la excitación de un vuelo rápido y seguro. Gabriel aplaudió ruidosamente junto con los demás cuando la canción acabó y atronadores aplausos llegaron de la mesa invisible. Sonaban tan genuinos, que algo de rubor se esforzaba por salirle a la cara a tía Julia, cuando se agachaba para poner sobre el atril el viejo cancionero encuadernado en cuero con sus iniciales en la portada. Freddy Malins, que había ladeado la cabeza para oírla mejor, aplaudía todavía cuando todo el mundo había dejado ya de hacerlo y hablaba animado con su madre que asentía grave y lenta en aquiescencia. Al fin, no pudiendo aplaudir más, se levantó de pronto y atravesó el salón a la carrera para llegar hasta tía Julia y tomar su mano entre las suyas, sacudiéndola cuando le faltaron las palabras o cuando el freno de su voz se hizo insoportable.

—Le estaba diciendo yo a mi madre —dijo— que nunca la había oído cantar tan bien, ¡nunca! No, nunca sonó tan bien su voz como esta noche. ¡Vaya! ¿A que no lo cree? Pero es la verdad. Palabra de honor que es la pura verdad. Nunca sonó su voz tan fresca y tan…, tan clara y tan fresca, ¡nunca!

La tía Julia sonrió ampliamente y murmuró algo sobre aquel cumplido mientras sacaba la mano del aprieto. Mr. Browne extendió una mano abierta hacia ella y dijo a los que estaban a su alrededor, como un animador que presenta un portento a la amable concurrencia:

—¡Miss Julia Morkan, mi último descubrimiento!

Se reía con ganas de su chiste cuando Freddy Malins se volvió a él para decirle:

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