Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 405

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Mr. Duffy aborrecía todo lo que participara del desorden mental o físico. Un médico medieval lo habría tildado de saturnino. Su cara, que era el libro abierto de su vida, tenía el tinte cobrizo de las calles de Dublín. En su cabeza larga y bastante grande crecía un pelo seco y negro y un bigote leonado que no cubría del todo una boca nada amable. Sus pómulos le daban a su cara un aire duro; pero no había nada duro en sus ojos que, mirando el mundo por debajo de unas cejas leoninas, daban la impresión de un hombre siempre dispuesto a saludar en el prójimo un instinto redimible pero decepcionado a menudo. Vivía a cierta distancia de su cuerpo, observando sus propios actos con mirada furtiva y escéptica. Poseía un extraño hábito autobiográfico que lo llevaba a componer mentalmente una breve oración sobre sí mismo, con el sujeto en tercera persona y el predicado en tiempo pretérito. Nunca daba limosnas y caminaba erguido, llevando un robusto bastón de avellano.

Fue durante años cajero de un banco privado de Baggot Street. Cada mañana venía desde Chapelizod en tranvía. A mediodía iba a Dan Burke a almorzar: una botella grande de láguer y una bandejita llena de bizcochos de arrorruz. Quedaba libre a las cuatro. Comía en una casa de comidas en George's Street donde se sentía a salvo de la compañía de la dorada juventud dublinesa y donde había una cierta honestidad rústica en cuanto a la cuenta. Pasaba las noches sentado al piano de su casera o recorriendo los suburbios. Su amor por la música de Mozart lo llevaba a veces a la ópera o a un concierto: eran éstas las únicas liviandades en su vida.

No tenía colegas, ni amigos, ni religión, ni credo. Vivía su vida espiritual sin comunión con el prójimo, visitando a los parientes por Navidad y acompañando el cortejo si morían. Llevaba a cabo estos dos deberes sociales en honor a la dignidad ancestral, pero no concedía nada más a las convenciones que rigen la vida en común. Se permitía creer que, dadas ciertas circunstancias, podría llegar a robar en su banco, pero, como estas circunstancias nunca se dieron, su vida se extendía uniforme —una historia exenta de peripecias.

Una noche se halló sentado junto a dos señoras en la Rotunda. La sala, en silencio y apenas concurrida, auguraba un rotundo fracaso. La señora sentada a su lado echó una mirada en redondo, una o dos veces, y después dijo:

—¡Qué pena que haya tan pobre entrada esta noche! Es tan duro tener que cantar a las butacas vacías.

Entendió él que dicha observación lo invitaba a conversar. Se sorprendió de que ella pareciera tan poco embarazada. Mientras hablaba trató de fijarla en la memoria. Cuando supo que la joven sentada al otro lado era su hija, juzgó que ella debía de ser un año menor que él o algo así. Su cara, que debió de ser hermosa, era aún inteligente: un rostro ovalado de facciones decisivas. Los ojos eran azul oscuro y firmes. Su mirada comenzaba con una nota de desafío pero, confundida por lo que parecía un deliberado extravío de la pupila en el iris, reveló momentáneamente un temperamento de gran sensibilidad. La pupila se enderezó rápida, la naturaleza a medias revelada cayó bajo el influjo de la prudencia, y su chaqueta de astracán, que modelaba un busto un tanto pleno, acentuó definitivamente la nota desafiante.

La encontró unas semanas más tarde en un concierto en Earlsfort Terrace y aprovechó el momento en que la hija estaba distraída para intimar. Ella aludió una o dos veces a su esposo, pero su tono no era como para convertir la mención en aviso. Se llamaba Mrs. Sinico. El tatarabuelo de su esposo había venido de Leghom. Su esposo era capitán de un buque mercante que hacía la travesía entre Dublín y Holanda; y no tenían más que una hija.

Al encontrarla casualmente por tercera vez halló valor para concertar una cita. Ella fue. Fue éste el primero de muchos encuentros; se veían siempre por las noches y escogían para pasear las calles más calladas. A Mr. Duffy, sin embargo, le repugnaba la clandestinidad y, al advertir que estaban condenados a verse siempre furtivamente, la obligó a que lo invitara a su casa. El capitán Sinico propiciaba tales visitas, pensando que estaba en juego la mano de su hija. Había eliminado aquél a su esposa tan francamente de su elenco de placeres que no sospechaba que alguien pudiera interesarse en ella. Como el esposo estaba a menudo de viaje y la hija salía a dar lecciones de música, Mr. Duffy tuvo muchísimas ocasiones de disfrutar la compañía de la dama. Ninguno de los dos había tenido antes una aventura y no parecían conscientes de ninguna incongruencia. Poco a poco sus pensamientos se ligaron a los de ella. Le prestaba libros, la proveía de ideas, compartía con ella su vida intelectual. Ella era todo oídos.

En ocasiones, como retribución a sus teorías, ella le confiaba datos sobre su vida. Con solicitud casi maternal ella lo urgió a que le abriera su naturaleza de par en par; se volvió su confesora. Él le contó que había asistido en un tiempo a los mítines de un grupo socialista irlandés, donde se sintió como una figura única en medio de una falange de obreros sobrios, en una buhardilla alumbrada con gran ineficacia por un candil. Cuando el grupo se dividió en tres células, cada una en su buhardilla y con un líder, dejó de asistir a aquellas reuniones. Las discusiones de los obreros, le dijo, eran muy timoratas; el interés que prestaban a las cuestiones salariales, desmedido. Opinaba que se trataba de ásperos realistas que se sentían agraviados por una precisión producto de un ocio que estaba fuera de su alcance. No era probable, le dijo, que ocurriera una revolución social en Dublín en siglos.

Ella le preguntó que por qué no escribía lo que pensaba. Para qué, le preguntó él, con cuidado desdén. ¿Para competir con fraseólogos incapaces de pensar consecutivamente por sesenta segundos? ¿Para someterse a la crítica de una burguesía obtusa, que confiaba su moral a la policía y sus bellas artes a un empresario?

Iba a menudo a su chalecito en las afueras de Dublín y a menudo pasaban la tarde solos. Poco a poco, según se trenzaban sus pensamientos, hablaban de asuntos menos remotos. La compañía de ella era como un clima cálido para una planta exótica. Muchas veces ella dejó que la oscuridad los envolviera, absteniéndose de encender la lámpara. El discreto cuarto a oscuras, el aislamiento, la música que aún vibraba en sus oídos, los unía. Esta unión lo exaltaba, limaba las asperezas de su carácter, hacía emotiva su vida intelectual. A veces se sorprendía oyendo el sonido de su voz. Pensó que a sus ojos debía él alcanzar una estatura angelical; y, al juntar más y más a su persona la naturaleza fervorosa de su acompañante, escuchó aquella extraña voz impersonal que reconocía como propia, insistiendo en la soledad del alma, incurable. Es imposible la entrega, decía la voz: uno se pertenece a sí mismo. El final de esos discursos fue que una noche durante la cual ella había mostrado los signos de una excitación desusada, Mrs. Sinico le cogió una mano apasionadamente y la apretó contra su mejilla.

Mr. Duffy se sorprendió mucho. La interpretación que ella había dado a sus palabras lo desilusionó. Dejó de visitarla durante una semana; luego, le escribió una carta pidiéndole encontrarse. Como él no deseaba que su última entrevista se viera perturbada por la influencia del confesionario en ruinas, se encontraron en una pastelería cerca de Parkgate. El tiempo era de aterido otoño, pero a pesar del frío vagaron por los senderos del parque cerca de tres horas. Acordaron romper la comunión: todo lazo, dijo él, es una atadura dolorosa. Cuando salieron del parque caminaron en silencio hacia el tranvía; pero aquí empezó ella a temblar tan violentamente que, temiendo él otro colapso de su parte, le dijo rápido adiós y la dejó. Unos días más tarde recibió un paquete que contenía sus libros y su música.

Pasaron cuatro años. Mr. Duffy retornó a su vida habitual. Su cuarto era todavía testigo de su mente metódica. Unas partituras nuevas colmaban los atriles en el cuarto de abajo y en los anaqueles había dos obras de Nietzsche: Así hablaba Zaratustra y La Gaya Ciencia. Muy raras veces escribía en la pila de papeles que reposaba en su escritorio. Una de sus sentencias, escrita dos meses después de la última entrevista con Mrs. Sinico, decía: El amor entre hombre y hombre es imposible porque no debe haber comercio sexual, y la amistad entre hombre y mujer es imposible porque debe haber comercio sexual. Se mantuvo alejado de los conciertos por miedo a encontrarse con ella. Su padre murió; el socio menor del banco se retiró. Y todavía iba cada mañana a la ciudad en tranvía y cada tarde caminaba de regreso de la ciudad a la casa, después de comer con moderación en George's Street y de leer un vespertino como postre.

Una noche, cuando estaba a punto de echarse a la boca una porción de cecina y coles su mano se detuvo. Sus ojos se fijaron en un párrafo del diario que había recostado a la jarra del agua. Volvió a colocar el bocado en el plato y leyó el párrafo atentamente. Luego, bebió un vaso de agua, echó el plato a un lado, dobló el periódico colocándolo entre sus codos y leyó el párrafo una y otra vez. La col comenzó a depositar una fría grasa blancuzca en el plato. La muchacha vino a preguntarle si su comida no estaba bien cocida. El respondió que estaba muy buena y comió unos pocos bocados con dificultad. Luego, pagó la cuenta y salió.

Caminó rápido en el crepúsculo de noviembre, su robusto bastón de avellano golpeando el suelo con regularidad, el borde amarillento del informativo Mail atisbando desde un bolsillo lateral de su ajustada chaqueta-sobretodo. En el solitario camino de Parkgate a Chapelizod aflojó el paso. Su bastón golpeaba el suelo menos enfático y su respiración irregular, casi con sonido de suspiros, se condensaba en el aire invernal. Cuando llegó a su casa subió enseguida a su cuarto y, sacando el diario del bolsillo, leyó el párrafo de nuevo a la mortecina luz de la ventana. No leyó en voz alta, sino moviendo los labios como hace el sacerdote cuando lee la secreta. He aquí el párrafo:

Un Triste Caso

RESULTA MUERTA UNA SEÑORA

EN LA ESTACION DE SYDNEY

En el Hospital Municipal de Dublín, el fiscal forense auxiliar (por ausencia de Mr. Leverett) llevó a cabo hoy una encuesta sobre la muerte de Mrs. Emily Sinico, de cuarenta y tres años de edad, quien resultara muerta en la estación de Sydney Parade ayer noche. La evidencia arrojó que al intentar cruzar la vía, la desaparecida fue derribada por la locomotora del tren de Kingston (el correo de las diez), sufriendo heridas de consideración en la cabeza y en el costado derecho, a consecuencia de las cuales hubo de fallecer.

El motorista, James Lennon, declaró que es empleado de los ferrocarriles desde hace quince años. Al oír él pito del guardavías, puso el tren en marcha, pero uno o dos segundos después tuvo que aplicar los frenos en respuesta a unos alaridos. El tren iba despacio.

El maletero P. Dunne declaró que el tren estaba a punto de arrancar cuando observó a una mujer que intentaba cruzar la vía férrea. Corrió hacia ella dando gritos, pero, antes de que lograra darle alcance, la infortunada fue alcanzada por el parachoques de la locomotora y derribada al suelo.

Un miembro del jurado. —¿Vio usted caer a la señora?

Testigo. —Sí.

El sargento de la policía Croly declaró que cuando llegó al lugar del suceso encontró a la occisa tirada en la plataforma, aparentemente muerta. Hizo trasladar el cadáver al salón de espera, pendiente de la llegada de una ambulancia.

El gendarme 57E corroboró la declaración.

El doctor Halpin, segundo cirujano del Hospital Municipal de Dublín, declaró que la occisa tenía dos costillas fracturadas y había sufrido severas contusiones en el hombro derecho. Recibió una herida en el lado derecho de la cabeza a resultas de la caída. Las heridas no habrían podido causar la muerte de una persona normal. El deceso, según su opinión, se debió a un trauma y a un fallo cardíaco repentino.

Mr. H. B. Patterson Finlay expresó, en nombre de la compañía de ferrocarriles, su más profunda pena por dicho accidente. La compañía, declaró, ha tomado siempre precauciones para impedir que los pasajeros crucen las vías si no es por los puentes, colocando al efecto anuncios en cada estación y también mediante el uso de barreras de resorte en los pasos a nivel. La difunta tenía por costumbre cruzar las líneas, tarde en la noche, de plataforma en plataforma, y en vista de las demás circunstancias del caso, declaró que eximía a los empleados del ferrocarril de toda responsabilidad.

El capitán Sinico, de Leoville, Sydney Parade, esposo de la occisa, también hizo su deposición. Declaró que la difunta era su esposa, que él no estaba en Dublín al momento del accidente, ya que había arribado esa misma mañana de Rotterdam. Llevaban veintidós años de casados y habían vivido felizmente hasta hace cosa de dos años, cuando su esposa comenzó a mostrarse destemplada en sus costumbres.

Miss Mary Sinico dijo que últimamente su madre había adquirido el hábito de salir de noche a comprar bebidas espirituosas. Atestiguó que en repetidas ocasiones había intentado hacer entrar a su madre en razón, habiéndola inducido a que ingresara en la liga antialcohólica. La joven declaró no encontrarse en casa cuando ocurrió el accidente.

El jurado dio su veredicto de acuerdo con la evidencia médica y exoneró al mencionado Lennon de toda culpa.

El fiscal forense auxiliar dijo que se trataba de un triste caso y expresó su condolencia al capitán Sinico y a su hija. Urgió a la compañía ferroviaria a tomar todas las medidas a su alcance para prevenir la posibilidad de accidentes semejantes en el futuro. No se culpó a terceros.

Mr. Duffy levantó la vista del periódico y miró por la ventana al melancólico paisaje. El río corría lento junto a la destilería y de cuando en cuando se veía una luz en una casa en la carretera a Lucan. ¡Qué fin! Toda la narración de su muerte lo asqueaba y lo asqueaba pensar que alguna vez le habló a ella de lo que tenía por más sagrado. Las frases deshilvanadas, las inanes expresiones de condolencia, las cautas palabras del periodista habían conseguido ocultar los detalles de una muerte común, vulgar, y esto le atacó al estómago. No era sólo que ella se hubiera degradado; lo degradaba a él también. Vio la escuálida ruta de su vicio miserable y maloliente. ¡Su alma gemela! Pensó en los trastabillantes derrelictos que veía llevando latas y botellas a que se las llenara el dependiente. ¡Por Dios, qué final! Era evidente que no estaba preparada para la vida, sin fuerza ni propósito como era, fácil presa del vicio: una de las ruinas sobre las que se erigían las civilizaciones. ¡Pero que hubiera caído tan bajo! ¿Sería posible que se hubiera engañado tanto en lo que a ella respectaba? Recordó los exabruptos de aquella noche y los interpretó en un sentido más riguroso que lo había hecho jamás. No tenía dificultad alguna en aprobar ahora el curso tomado.

Como la luz desfallecía y su memoria comenzó a divagar pensó que su mano tocaba la suya. La sorpresa que atacó primero su estómago comenzó a atacarle los nervios. Se puso el sobretodo y el sombrero con premura y salió. El aire frío lo recibió en el umbral; se le coló por las mangas del abrigo. Cuando llegó al pub del puente de Chapelizod entró y pidió un ponche caliente.

El propietario vino a servirle obsequioso, pero no se aventuró a dirigirle la palabra. Había cuatro o cinco obreros en el establecimiento discutiendo el valor de la hacienda de un señor del condado de Kildare. Bebían de sus grandes vasos a intervalos y fumaban, escupiendo al piso a menudo y en ocasiones barriendo el serrín sobre los salivazos con sus botas pesadas. Mr. Duffy se sentó en su banqueta y los miraba sin verlos ni oírlos. Se fueron después de un rato y él pidió otro ponche. Se sentó ante el vaso por mucho rato. El establecimiento estaba muy tranquilo. El propietario estaba tumbado sobre el mostrador leyendo el Herald y bostezando. De vez en cuando se oía un tranvía siseando por la desolada calzada.

Sentado allí, reviviendo su vida con ella y evocando alternativamente las dos imágenes con que la concebía ahora, se dio cuenta de que estaba muerta, que había dejado de existir, que se había vuelto un recuerdo. Empezó a sentirse desazonado. Se preguntó qué otra cosa pudo haber hecho. No podía haberla engañado haciéndole una comedia; no podía haber vivido con ella abiertamente. Hizo lo que creyó mejor. ¿Tenía él acaso la culpa? Ahora que se había ido ella para siempre entendió lo solitaria que debía haber sido su vida, sentada noche tras noche, sola, en aquel cuarto. Su vida sería igual de solitaria hasta que, él también, muriera, dejara de existir, se volviera un recuerdo —si es que alguien lo recordaba.

Eran más de las nueve cuando dejó el pub. La noche era fría y tenebrosa. Entró al parque por el primer portón y caminó bajo los árboles esmirriados. Caminó por los senderos yermos por donde habían andado cuatro años atrás. Por momentos creyó sentir su voz rozar su oído, su mano tocando la suya. Se detuvo a escuchar. ¿Por qué le había negado a ella la vida? ¿Por qué la condenó a muerte? Sintió que su existencia moral se hacía pedazos.

Cuando alcanzó la cresta de Magazine Hill se detuvo a mirar a lo largo del río y hacia Dublín, cuyas luces ardían rojizas y acogedoras en la noche helada. Miró colina abajo y, en la base, a la sombra del muro del parque, vio unas figuras caídas: parejas. Esos amores triviales y furtivos lo colmaban de desespero. Lo carcomía la rectitud de su vida; sentía que lo habían desterrado del festín de la vida. Un ser humano parecía haberlo amado y él le negó la felicidad y la vida: la sentenció a la ignominia y a morir de vergüenza. Sabía que las criaturas postradas allá abajo junto a la muralla lo observaban y deseaban que acabara de irse. Nadie lo quería; era un desterrado del festín de la vida. Volvió sus ojos al resplandor gris del río, serpeando hacia Dublín. Más allá del río vio un tren de carga serpeando hacia la estación de Kingsbridge, como un gusano de cabeza fogosa serpeando en la oscuridad, obstinado y laborioso. Lentamente se perdió de vista; pero todavía sonó en su oído el laborioso rumor de la locomotora repitiendo las sílabas de su nombre.

Regresó lentamente por donde había venido, el ritmo de la máquina golpeando en sus oídos. Comenzó a dudar de la realidad de lo que la memoria le decía. Se detuvo bajo un árbol a dejar que murieran aquellos ritmos. No podía sentirla en la oscuridad ni su voz podía rozar su oído. Esperó unos minutos, tratando de oír. No se oía nada: la noche era de un silencio perfecto. Escuchó de nuevo: perfectamente muda. Sintió que se había quedado solo.

Efemérides en el comité

El viejo Jack rastreó las brasas con un pedazo de cartón, las juntó y luego las esparció concienzudamente sobre el domo de carbones. Cuando el dombo estuvo bien cubierto su cara quedó en la oscuridad, pero al ponerse a abanicar el fuego una vez más, su sombra ascendió por la pared opuesta y su cara volvió a salir lentamente a la luz. Era una cara vieja, huesuda y con pelos. Los azules ojos húmedos parpadearon ante el fuego y la boca babeada se abrió varias veces, mascujando mecánica al cerrarse. Cuando los carbones se volvieron ascuas recostó el cartón a la pared y, suspirando, dijo:

—Mucho mejor así, Mr. O'Connor.

Mr. O'Connor, joven, de cabellos grises y de cara desfigurada por muchos barros y espinillas, acababa de liar un perfecto cilindro de tabaco, pero al hablarle deshizo su trabajo manual, meditabundo. Luego, volvió a liar su tabaco, meditativo, y después de una reflexión momentánea decidió pasarle la lengua al papel.

—¿Dejó dicho Mr. Tierney cuándo regresaría? —preguntó en ronco falsete.

—No, no dijo.

Mr. O'Connor se puso el cigarrillo en la boca y empezó a buscar en sus bolsillos. Sacó un mazo de tarjetas de cartulina.

—Le traigo un fósforo —dijo el viejo.

—Déjelo, está bien así —dijo Mr. O'Connor. Escogió una de las tarjetas y la leyó:

ELECCIONES MUNICIPALES

Real Sala de Cambio

Mr. RICHARD J. TIERNEY, P. L. G.,

solicita respetuosamente el favor de su voto

y su influencia

en las venideras elecciones

en la

Real Sala de Cambio

Mr. O'Connor había sido contratado por un enviado de Tierney para hacer campaña en una zona del electorado, pero, como el clima era inclemente y sus botas filtraban, se pasaba gran parte del tiempo sentado junto al fuego en el Comité de Barrio de la calle Wicklow, con Jack, el viejo ujier. Ahí estaban sentados desde que el corto día empezó a oscurecer. Era el 6 de octubre, triste y frío a la intemperie.

Mr. O'Connor rasgó una tira de la tarjeta y, encendiéndola, prendió el cigarrillo. Al hacerlo, la llama alumbró una oscura y lustrosa hoja de hiedra que llevaba en la solapa. El viejo lo miró atentamente y luego, esgrimiendo de nuevo su cartón, comenzó a abanicar el fuego lentamente mientras su acompañante fumaba.

—Pues sí —continuó—, es difícil saber de qué manera criar a los hijos. ¡Quién iba a saber que me iba a salir así! Lo mandé a los Hermanos Cristianos, hice todo lo que pude por él y ahí lo tiene, hecho un borracho. Traté de hacerlo por lo menos gente.

Desganado, dejó el cartón donde estaba.

—Si yo no fuera ya un viejo lo haría cambiar de melodía. Cogía mi bastón y le aporreaba la espalda a todo lo que da… como hacía antes. Su madre, ya sabe, lo tapa por aquí y por allá…

—Es eso lo que echa a perder a los hijos.

—¡Claro que sí! —dijo el viejo—. Y que no dan ni las gracias, todo se vuelve insolencias. Me levanta la voz cada vez que me ve llevarme un trago a la boca. ¿A dónde vamos a parar cuando los hijos les hablan así a los padres?

—¿Cuántos años tiene él?

—Diecinueve —dijo el viejo.

—¿Por qué no le busca un puesto?

—Pero naturalmente. ¿Cree que he hecho otra cosa desde que este borracho dejó la escuela? «No te voy a mantener, —le digo—. Búscate un trabajo». Pero es peor, claro, cuando tiene trabajo: entonces se bebe el sueldo.

Mr. O'Connor movió la cabeza, comprensivo, y el viejo se quedó callado mirando a las llamas. Alguien abrió la puerta y llamó:

—¡Hola! ¿Es éste el mitin de los masones?

—¿Quién, quién es? —preguntó el viejo.

—¿Qué hacen ustedes en esa oscuridad? —preguntó una voz.

—¿Eres tú, Hynes? —preguntó Mr. O'Connor.

—Sí. ¿Qué hacen ustedes en esa oscuridad? —dijo Mr. Hynes y avanzó hacia la luz de la lumbre.

Era un joven alto, delgado y con un bigote castaño claro. Inminentes goticas de lluvia le colgaban del ala del sombrero y llevaba el cuello de su abrigo vuelto hacia arriba.

—Bueno, Mat —le dijo a Mr. O'Connor—, ¿cómo van las cosas?

Mr. O'Connor meneó la cabeza. El viejo dejó el hogar y dando tumbos por el cuarto regresó con dos velas que hundió una tras otra entre las llamas, y luego las llevó a la mesa. Una pieza vacía apareció a la vista y la lumbre perdió sus alegres colores. Las paredes estaban desnudas excepto por una copia de un discurso electoral. En medio del cuarto había una mesita cargada de papeles.

Mr. Hynes se recostó a la repisa y preguntó:

—¿Ya pagó?

—No, todavía —dijo Mr. O'Connor—. Quiera Dios que no nos deje enganchados esta noche.

Mr. Hynes rio.

—¡Oh, él te va a pagar! No tengas temor —dijo.

—Espero que se apure, si es que habla en serio —dijo Mr. O'Connor.

El viejo regresó a su asiento junto al fuego y dijo:

—No lo ha hecho todavía, pero al menos tiene con qué. No como el otro gitano.

—¿Qué otro gitano? —dijo Mr. Hynes.

—Colgan —dijo el viejo con desprecio.

—¿Será porque Colgan es obrero que dices eso? ¿Qué diferencia hay entre un albañil honesto y un tabernero, eh? ¿No tiene el trabajador derecho de estar en la Corporación como todo el mundo…? Pero sí, ¿y más derecho todavía que esos halalevas que están siempre sombrero en mano ante cualquier tipo de esos con un ganchito en el nombre? ¿No es así, Mat? —dijo Mr. Hynes dirigiéndose a Mr. O'Connor.

—Creo que tienes razón —dijo Mr. O'Connor—. Uno es un hombre honesto sin nada de nalgas mojadas. Sube a representar a la clase obrera. Este tipo para quien trabajamos nada más que quiere coger este puesto o el otro.

—Por supuesto la clase obrera debe ser representada —dijo el viejo.

—El trabajador —dijo Mr. Hynes— recibe las patadas, no las pesetas. Pero es la clase obrera la que produce. El obrero no anda buscando sinecuras para sus hijos y sobrinos y primos. Los obreros nunca arrastrarían el honor de Dublín por el fango para complacer a un monarca alemán.

—¿Cómo dices? —dijo el viejo.

—Ah, ¿pero tú no sabes que quieren dar un discurso de bienvenida a Eduardo Rex cuando venga el año que viene? ¿Por qué le vamos a hacer genuflexiones a un rey extranjero, a ver?

—Nuestro candidato no votará por ese discurso —dijo Mr. O'Connor—. Él va en la boleta nacionalista.

—¿Ah, no? —dijo Mr. Hynes—. Espera y verás si lo hace o no lo hace. Lo conozco de lo más bien. Le dicen Dicky «Trampas» Tierney.

—¡Caramba, tal vez tengas tú razón, Joe! —dijo Mr. O'Connor—. De todas maneras, me gustaría verlo entrar acompañado por la divina pastora.

Los tres hombres se quedaron callados. El viejo empezó a recoger más brasas. Mr. Hynes se quitó el sombrero, lo sacudió y luego bajó el cuello al abrigo, mostrando al hacerlo una hoja de hiedra en su solapa.

—Si este hombre estuviera vivo —dijo, señalando a la hiedra—, no tendríamos que estar hablando de discursos de bienvenida.

—Eso es verdad —dijo Mr. O'Connor.

—Concho, ¡qué tiempos aquellos, Dios mío! —dijo el viejo—. Se palpaba la vida entonces.

El cuarto quedó en silencio de nuevo. En ese momento un ágil hombrecito de nariz mocosa y orejas heladas empujó la puerta. Fue al fuego, rápido, frotándose las manos como si tratara de sacarles chispas.

—Nada de dinero, caballeros —dijo.

—Siéntese aquí, Mr. Henchy —dijo el viejo, ofreciéndole su silla.

—Oh, ni te muevas, Jack, ni te muevas —dijo Mr. Henchy.

Saludó, cortés, a Mr. Hynes y se sentó en la silla que dejó vacante el viejo.

—¿Te ocupaste de la calle Aungier? —preguntó a Mister O'Connor.

—Sí —dijo O'Connor, comenzando a buscar la lista en sus bolsillos.

—¿Visitaste a Grimes?

—También.

—Y qué, ¿dónde se pone?

—No promete nada. Me dijo: «No pienso decirle a nadie por quién voy a votar». Pero me parece que va a caer del lado de acá.

—¿Cómo así?

—Me preguntó que quiénes serían los candidatos; y yo le dije, le mencioné, al padre Burke. Creo que va a dar resultado.

Mr. Henchy comenzó a moquear y a frotarse las manos sobre el fuego a toda velocidad. Luego, dijo:

—Por el amor de Dios, Jack, tráenos un poco de carbón. Tiene que quedar un fondo.

El viejo salió del cuarto.

—No anda bien la cosa —dijo Mr. Henchy, moviendo la cabeza—. Le pregunté a ese limpiabotas pero lo que dijo es: «Oh, pero vamos, Mr. Henchy, cuando el carro eche a andar no los voy a olvidar, delo por seguro». ¡Mezquino gitano! 'Oncho, ¿cómo iba a ser de otro modo?

—¿Qué te dije, Mat? —dijo Mr. Hynes—. Dicky «Trampas» Tierney.

—Oh, ése más tramposo que nadie —dijo Mr. Henchy—. No tiene esos ojitos de maula por gusto. ¡Maldita sea su alma! ¿No le saldría mejor pagamos que venir con su: «Oh, pero vamos, Mr. Henchy, debo hablar con Mr. Fanning… He gastado ya mucho dinero»? ¡Limpiabotas estreñido! Supongo que ya se le olvidaron los tiempos en que su padre tenía su tienda de apéameunos en Mary's Lane.

—¿Es cierto eso? —preguntó Mr. O'Connor.

—¡Que si es cierto! —dijo Mr. Henchy—. ¿Nunca lo oyeron decir? Los parroquianos solían ir los domingos temprano, antes de que abrieran los pubs, a comprarse pantalones y chalecos… ¡moya! Pero el viejo de Dicky «Trampas» siempre tenía su botellita de trampa en un rincón. ¿Uno ahora? Así como así. Y fue ahí donde él viera la luz.

El viejo regresó con unos cuantos carbones que puso al fuego aquí y allá.

—Preciosa bienvenida —dijo Mr. O'Connor—. ¿Cómo espera que trabajemos por él si no se pone para su número?

—No hay nada que hacer —dijo Mr. Henchy—. Espero encontrarme las autoridades competentes con una orden de desahucio cuando vuelva a casa, apostadas a la entrada.

Mr. Hynes se rio y, saliendo de entre las repisas de la chimenea con la ayuda de sus hombros, se dispuso a marcharse.

—Todo irá mejor cuando venga Eduardito el reyecito —dijo—. Bueno, caballeros, me marcho por ahora. Los veo luego. Adiosito.

Salió del cuarto lentamente. Ni Mr. Henchy ni el viejo dijeron nada, pero, justo cuando se cerraba la puerta, Mr. O'Connor, que se quedó mirando al fuego cabizbajo, gritó de pronto:

—¡'diós, Joe!

Mr. Henchy esperó unos minutos y luego movió la cabeza en dirección a la puerta.

—Díganme —dijo desde el otro lado del fuego—, ¿qué trajo al amigo acá? ¿Qué quiere ahora?

—¡'Oncho el pobre Joe! —dijo O'Connor arrojando el cigarrillo al fuego—. Está tan necesitado como el resto de nosotros.

Mr. Henchy esgarró con fuerza y escupió tan copiosamente que casi apagó el fuego.

Éste, en respuesta, respondió silbando.

—Para darle, en toda confianza, mi opinión personal y franca —dijo—, creo que éste está con el otro bando. Para mí que es un espía de Colgan. «Por qué no te das una vuelta por allá y averiguas cómo andan? De ti no sospecharán». ¿Se dan cuenta?

—Nah, el pobre Joe es un tipo decente —dijo Mr. O'Connor.

—Su padre era hombre decente y respetable —admitió Mr. Henchy—. ¡El pobre Larry Hynes! Mucho bien que hizo en su día. Pero me temo muy mucho que nuestro amigo no es de ley. Comprendo que alguien ande corto, pero lo que no comprendo es un sablista profesional, ¡maldita sea! ¿Es que no queda ya una pizca de decencia en el mundo?

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5250 str.
ISBN:
9782380374124
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