Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 390

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—¿Y cómo puedo alentarlo?

—No lo sé. Eso te lo debe decir tu padre.

Pansy no dijo nada durante unos instantes; se limitó a seguir sonriendo como si estuviera en posesión de una luminosa certeza.

—¡No hay peligro… ningún peligro! —exclamó al fin.

Lo dijo con tal convicción, y con tanta felicidad al creerlo, que hizo que Isabel se sintiera violenta. Era como si la estuviese acusando de falta de honradez, lo cual era una idea muy desagradable. Para intentar recuperar su autoestima estuvo a punto de decir que el mismo lord Warburton le había hecho saber que sí había peligro. Pero no lo hizo; tan solo dijo, a causa del azoramiento, que sin duda aquel había sido muy amable y atento con Pansy.

—Sí, es muy amable —contestó Pansy—, y por eso lo aprecio.

—Entonces, ¿dónde está el problema?

—Siempre he estado segura de que él sabe que no quiero… ¿qué es lo que ha dicho que debería hacer…?, alentarlo. Sabe que no quiero casarme con él, así que quiere que yo sepa que no me va a molestar, y de ahí su amabilidad. Es como si dijera: «La admiro mucho, pero si no le gusta, no se lo volveré a decir». Me parece que es muy noble y amable de su parte —continuó Pansy de forma cada vez más categórica—. Eso es todo lo que nos hemos dicho. Y tampoco está interesado en mí. Ah, no, no hay ningún peligro.

Isabel quedó muy sorprendida de la profunda perspicacia de la que aquella sumisa jovencita estaba demostrando ser capaz, y le dio miedo esa sabiduría de Pansy, hasta el punto de casi comenzar a amilanarse ante ella.

—Debes contarle eso a tu padre —dijo con reservas.

—Creo que prefiero no hacerlo —contestó Pansy sin reserva alguna.

—No deberías dejar que albergue falsas esperanzas.

—Puede que no, pero a mí me conviene que sí las tenga. Mientras papá crea que lord Warburton tiene intención de hacer algo de eso que dice usted, no me propondrá ningún otro pretendiente. Y eso es una ventaja para mí —afirmó la joven con gran lucidez.

Había algo muy brillante en esa lucidez suya que hizo que su interlocutora respirara profundamente, pues la estaba librando de una grave responsabilidad. Pansy tenía suficientes luces, mientras que Isabel sentía en esos momentos que no podía desprenderse de las pocas que le quedaban. Aun así, seguía aferrándose a la idea de que tenía que ser leal a Osmond, de que tenía la obligación moral de tratar con la hija de este como correspondía. Bajo la influencia de esa sensación, le hizo otro comentario antes de retirarse: una sugerencia con la que consideró que ya había hecho cuanto estaba en su mano.

—Tu padre da por sentado que, al menos, te gustaría casarte con un noble.

Pansy estaba ante el umbral abierto, tras haber apartado la cortina para que pasara Isabel.

—Para mí el señor Rosier tiene todo el aspecto de un noble —afirmó muy seria.

46

Lord Warburton estuvo varios días sin aparecer por el salón de la señora Osmond, y esta no pudo dejar de observar que su marido no le comentaba que hubiese recibido una carta suya. También observó que Osmond se hallaba expectante y que, aunque no le gustaba nada que se le notara, consideraba que su distinguido amigo lo estaba haciendo esperar demasiado. Al cabo de cuatro días hizo mención a su ausencia.

—¿Qué ha sido de Warburton? ¿Por qué se comporta como si uno fuera un comerciante que le lleva una factura?

—No sé nada de él —contestó Isabel—. Lo vi el viernes pasado en el baile alemán, y me dijo entonces que tenía intención de escribirte.

—Pues no me ha escrito.

—Eso me figuraba, ya que no me decías nada.

—Es un tipo muy raro —sentenció Osmond, el cual, al ver que Isabel no replicaba nada, pasó a inquirir si era normal que su señoría tardase cinco días en redactar una carta—: ¿Es que le cuesta tanto juntar palabras?

—No lo sé —se vio obligada a responder Isabel—. Nunca he recibido una carta suya.

—¿Que nunca has recibido una carta de él? Pues tenía entendido que en cierto momento mantuvisteis una correspondencia muy íntima.

Isabel contestó que no había sido así y dejó estar el tema. Sin embargo, al día siguiente, cuando su marido entró en el salón ya avanzada la tarde, este volvió a sacarlo.

—Cuando lord Warburton te habló de su intención de escribirme, ¿qué le dijiste tú? —preguntó.

Isabel titubeó un instante.

—Creo que le dije que no se olvidara de hacerlo.

—¿Pensabas que existía ese riesgo?

—Como tú mismo dices, es un tipo raro.

—Pues parece que se le ha olvidado —dijo Osmond—. Ten la amabilidad de recordárselo.

—¿Quieres que le escriba? —preguntó Isabel.

—No veo inconveniente.

—Esperas demasiado de mí.

—Ah, sí, espero mucho de ti.

—Me temo que voy a decepcionarte —dijo Isabel.

—Mis expectativas han conseguido sobrevivir a innumerables decepciones.

—Ya lo sé. Piensa en la gran decepción que me he causado a mí misma. Si de verdad quieres echar el lazo a lord Warburton, deberías hacerlo tú mismo.

Osmond no respondió nada durante un par de minutos. Luego dijo:

—No resultará fácil, teniéndote a ti en mi contra.

Isabel dio un respingo y notó que comenzaba a temblar. Osmond tenía una forma de mirarla a través de sus ojos entrecerrados, como si estuviese pensando en ella pero sin apenas verla, que a Isabel le pareció que albergaba intenciones terriblemente crueles. Era como si la reconociera como algo desagradable de lo que necesitaba ocuparse, pero a la vez pudiera ignorarla como presencia real. Era un efecto que Isabel nunca había notado con tanta intensidad como en esos momentos.

—Creo que me estás acusando de algo muy rastrero —replicó.

—Te estoy acusando de no ser de fiar. Si al final él no se decide, será porque tú lo has impedido. No estoy seguro de que sea algo rastrero: es el tipo de cosas que las mujeres siempre piensan que pueden hacer. No me cabe duda de que tú debes de tener ideas muy buenas al respecto.

—Te dije que haría cuanto pudiera —continuó Isabel.

—Sí, para ganar tiempo.

Después de que él dijera eso, Isabel se sorprendió de que alguna vez ese hombre le hubiese podido parecer hermoso.

—¡Qué ganas debes de tener de atraparlo! —dijo ella al momento.

En cuanto habló, se dio cuenta del alcance de sus palabras, del que no había sido consciente en el momento de decirlas. Establecían una comparación entre Osmond y ella misma, recordando el hecho de que en una ocasión ella había tenido ese codiciado tesoro en la mano y se había sentido tan rica que lo había dejado caer. Un júbilo momentáneo se apoderó de ella, un deleite terrible por haberlo herido, pues la expresión de Osmond le dijo al instante que las implicaciones de su exclamación no habían caído en saco roto. No obstante, él no manifestó nada en ese sentido; se limitó a replicar rápidamente:

—Sí, unas ganas inmensas.

En ese momento apareció un sirviente para anunciar una visita, y tras él entró el propio lord Warburton, el cual se refrenó de forma visible al encontrar allí a Osmond. Su mirada pasaba con celeridad del señor a la señora de la casa, un movimiento que parecía denotar su miedo a haber interrumpido algo, o incluso la percepción de que la situación no presagiaba nada bueno. Entonces avanzó con su característico porte inglés, en el que una ligera timidez parecía ofrecerse como un elemento de buena educación, y cuyo único defecto era la dificultad para realizar bien las transiciones. Osmond estaba desconcertado y no sabía qué decir, pero Isabel se apresuró a comentar que justo en esos momentos estaban hablando de él. Entonces su marido añadió que hacía tiempo que no sabían de él, y que temían que se hubiese marchado.

—No —dijo lord Warburton mientras miraba y sonreía a Osmond—, pero me dispongo a hacerlo muy pronto. —A continuación, les explicó que había recibido aviso de regresar a Inglaterra cuanto antes, y que partiría al día siguiente o al otro—. Lo que más lamento es tener que dejar aquí al pobre Touchett —terminó diciendo.

Durante unos instantes ninguno de sus dos interlocutores dijo nada. Osmond tan solo se reclinó en la butaca mientras lo escuchaba. Isabel no miró a su marido, de manera que solo podía imaginarse su expresión. Ella tenía los ojos fijos en el rostro de su visitante, donde hallaban plena libertad para reposar, ya que su señoría los evitaba con mucho cuidado. Sin embargo, Isabel estaba segura de que, de haberse encontrado sus miradas, la de él le habría resultado muy expresiva.

—Sería mejor que se llevase al pobre Touchett con usted —oyó decir a su marido con bastante ligereza al cabo de un momento.

—Lo mejor para Touchett es esperar a que haga mejor tiempo —contestó lord Warburton—. Yo no le aconsejaría que viajase ahora.

Se quedó un cuarto de hora, durante el cual habló como si no fueran a verse durante una buena temporada… a menos, claro está, que fuesen ellos a Inglaterra, lo cual les recomendó encarecidamente que hicieran. Le pareció una gran idea que ambos fuesen en otoño y pasasen un mes con él, en el que haría todo lo que estuviese en su mano para agasajarlos. Como había reconocido el propio Osmond, este solo había estado una vez en Inglaterra, lo cual era absurdo tratándose de un hombre con su estilo de vida e inteligencia. Inglaterra era justo el país para él, y lord Warburton estaba seguro de que lo pasaría muy bien. Entonces le preguntó a Isabel si recordaba lo bien que se lo había pasado allí y si no le apetecía repetir. Seguro que quería ver Gardencourt de nuevo. Era un lugar excepcional. Touchett no lo cuidaba como era debido, pero era uno de esos lugares que no se echan a perder aunque los descuides. ¿Por qué no iban a hacer una visita a Touchett? Seguro que los había invitado. ¿No lo había hecho? ¡Qué descortés de su parte! Y lord Warburton prometió cantarle las cuarenta al señor de Gardencourt. Claro que tenía que tratarse de un mero despiste, porque seguro que Touchett estaría encantado de tenerlos con él. Lo pasarían fenomenal, un mes con Touchett y otro con él, además de visitar a todas las demás personas que debían de conocer allí. Lord Warburton añadió que también sería muy agradable para la señorita Osmond, quien le había dicho que nunca había estado en Inglaterra, y a la que había asegurado que era un país que valía la pena conocer. Por supuesto, a ella no le hacía falta ir a Inglaterra para que la admirasen, ya que ese era su sino allá donde fuese, pero sin duda triunfaría inmensamente allí, si eso servía de aliciente. Entonces preguntó si estaba en casa, para despedirse de ella. No es que le gustaran las despedidas, a las que tenía verdadero pavor. La última vez se había ido de Inglaterra sin despedirse de nadie en absoluto. Hasta le daban ganas de irse de Roma sin molestar a la señorita Osmond. No había nada más deprimente que ver a alguien para decirle adiós. Uno nunca decía lo que quería decir, y solo lo recordaba al cabo de una hora. Por otro lado, también se solían decir muchas cosas que no deberían decirse, simplemente porque había que decir algo. Era una sensación molesta, que volvía a uno más torpe de lo habitual. Era lo que le pasaba en esos momentos, así que, en el caso de que la señora Osmond considerara que no estaba hablando como debería, había que achacárselo a la agitación que sentía, ya que no era fácil despedirse de ella. Lamentaba mucho tener que irse. Había pensado en escribirle en vez de pasarse por allí, pero de todas formas le escribiría para decirle todas las cosas que seguro que se le ocurrirían en cuanto se marchase. En cualquier caso debían considerar seriamente la posibilidad de ir a Lockleigh.

Si había algo extraño en su visita o en el anuncio de su partida, no llegó a salir a la superficie. Lord Warburton habló de la agitación que sentía, pero no la demostró de ningún otro modo, e Isabel comprendió que, una vez que había decidido retirarse, era capaz de llevarlo a cabo con gallardía. Se alegraba mucho por él, pues lo apreciaba lo bastante como para desear que consiguiese salir airoso de cualquier situación. Siempre lo hacía, no por una cuestión de insolencia, sino sencillamente porque estaba acostumbrado a salir bien parado, e Isabel sabía que ni su marido podría en esos momentos frustrar dicha facultad. Mientras estaba allí sentada, una compleja operación estaba teniendo lugar en su mente. Por un lado escuchaba a su visitante, respondía como convenía, leía más o menos entre líneas lo que él quería decir, y se preguntaba qué le habría dicho si la hubiese encontrado sola; por otro, era perfectamente consciente de cuáles debían de ser las emociones de Osmond en esos momentos, y casi sentía lástima por él, condenado como estaba a sufrir el intenso dolor de la pérdida sin poder recurrir al alivio de la maldición. Había albergado grandes esperanzas y ahora, mientras contemplaba como estas se desvanecían, se veía obligado a estar allí sentado, sonriendo, mientras hacía girar los pulgares. Tampoco es que se esforzara mucho por sonreír; en general, se limitaba a ofrecer a su común amigo una expresión ausente que a un hombre tan inteligente como él no le costaba nada adoptar. De hecho, parte de la inteligencia de Osmond estribaba en poder aparentar con maestría que las cosas no le afectaban. No obstante, su aspecto en esos momentos no era ninguna confesión de que se sintiese decepcionado, sino que simplemente formaba parte del método habitual de Osmond, consistente en que, cuanto más le interesaba algo, menos expresivo parecía. Había estado muy interesado en conseguir ese botín desde el principio, pero nunca había dejado que su ansiedad se reflejase en su refinado rostro. Había tratado a su posible yerno como trataba a todo el mundo: con aire de interesarse solo por el bienestar del otro, y no porque pudiese suponer ningún beneficio para una persona tan bien provista en todos los sentidos como era Gilbert Osmond. En esos momentos no iba a dar ninguna muestra, ni la más leve ni la más sutil, de que en su interior estuviese enfurecido porque se le estaba escapando la perspectiva de un gran beneficio. Isabel podía estar bien segura de eso, le proporcionase o no alguna satisfacción. Y, por muy extraño que resultase, se la proporcionaba. Quería que lord Warburton triunfase ante su marido, pero a la vez quería que este fuese muy superior a aquel. A su modo, Osmond era una persona admirable que, al igual que su visitante, contaba con la ventaja de poder hacer uso de un hábito adquirido. En ese caso no se trataba del de salir airoso, sino de otro casi tan bueno: el de no esforzarse por nada. Mientras estaba reclinado en el sillón, escuchando vagamente las amables invitaciones y las contenidas explicaciones del otro, como si lo más correcto fuese asumir que iban dirigidas fundamentalmente a su esposa, a Osmond le quedaba al menos (ya que poco más le quedaba) el consuelo de saber lo bien que se había mantenido al margen de todo, y que ese aire de indiferencia que era capaz de lucir en esos momentos tenía la belleza añadida de la coherencia. Había un gran mérito en conseguir que pareciese que los movimientos de lord Warburton no tenían nada que ver con él. Sin duda este lo estaba haciendo bien, pero la actuación de Osmond era, por su propia esencia, mucho más conseguida. Al fin y al cabo, lord Warburton no se encontraba en una posición difícil, ya que no había ninguna razón por la que no pudiese marcharse de Roma si quería. Había sentido ciertas inclinaciones bienintencionadas que no habían dado fruto, pero, como no había llegado a comprometerse, su honor quedaba a salvo. Osmond solo pareció prestar un moderado interés a la propuesta de que fuesen a pasar una temporada con él, y a la alusión al éxito que Pansy podría alcanzar durante su visita. Tan solo murmuró unas palabras de agradecimiento, y dejó que fuera Isabel quien dijese que se trataba de algo que tenían que meditar con calma. Pero, incluso mientras hacía esta observación, podía ver ya la gran panorámica que de pronto se había abierto en la mente de su marido, en cuyo centro desfilaba con paso firme la pequeña figura de Pansy.

Lord Warburton había solicitado permiso para despedirse de Pansy, pero ni Isabel ni Osmond hicieron ademán de llamarla. El noble parecía querer dejar claro que su visita sería corta. Estaba sentado en una silla, como si fuera a quedarse poco rato, y con el sombrero en la mano. Sin embargo no se iba, e Isabel se preguntó a qué estaba esperando para hacerlo. No creyó que fuese por ver a Pansy, ya que le daba la impresión de que prefería no verla. Tenía que ser para quedarse con ella a solas, porque tenía algo que decirle. A Isabel no le apetecía mucho oírlo, ya que temía que se tratase de una explicación, y en esos momentos podía prescindir perfectamente de ellas. Sin embargo, Osmond acabó por levantarse, como un hombre de buen gusto al que se le hubiera ocurrido que tal vez un visitante tan asiduo quisiera dedicar sus últimas palabras de despedida a las damas.

—Tengo que escribir una carta antes de la cena —dijo—, así que le ruego que me disculpe. Voy a ver si mi hija no está ocupada, y si es así le comunicaré que está usted aquí. Por supuesto, cuando vuelva a Roma no deje de venir a vernos. La señora Osmond le tendrá al tanto sobre nuestro posible viaje a Inglaterra, ya que es ella la que decide todas esas cosas.

La inclinación de cabeza con que, en lugar de un apretón de manos, terminó ese breve parlamento, fue quizá una forma de saludo un tanto exigua, pero en conjunto era lo único que la ocasión requería. Isabel consideró que, una vez que Osmond saliera de la habitación, lord Warburton no tendría excusa para decir: «Su marido está muy enfadado», lo cual le resultaría muy desagradable. No obstante, si lo dijese, ella contestaría: «Oh, no se preocupe. No es a usted a quien odia, sino a mí».

Fue entonces, tras quedarse los dos solos, cuando su amigo dio leves muestras de sentir cierta incomodidad, mientras se sentaba en otra silla y se dedicaba a coger y observar dos o tres de los objetos que tenía más cerca.

—Espero que haga venir a la señorita Osmond —comentó al poco—. Tengo muchas ganas de verla.

—Me alegro de que vaya a ser la última vez —dijo Isabel.

—Yo también. No está interesada en mí.

—No, no está interesada en usted.

—No me extraña —repuso. Luego añadió en tono intrascendente—: Entonces, ¿vendrán a Inglaterra?

—Creo que será mejor no ir.

—Pero usted me debe una visita. ¿No se acuerda que tenía que haber ido a Lockleigh en una ocasión, pero al final no fue?

—Todo ha cambiado desde entonces —afirmó Isabel.

—Pero no a peor… al menos, en lo que a nosotros respecta. Verla a usted bajo mi techo —dijo con una exaltación momentánea— me produciría una gran satisfacción.

Isabel había temido las explicaciones, pero esa fue la única que hubo. Hablaron un poco de Ralph y, al cabo un momento, entró Pansy, que ya estaba vestida para la cena y lucía un pequeño rubor en cada mejilla. Le tendió la mano a lord Warburton y se quedó mirándolo con una sonrisa fija: una sonrisa que Isabel sabía, aunque seguramente su señoría nunca llegaría a sospecharlo, que recordaba mucho a la expresión de romper a llorar.

—Me marcho —le dijo él—, y quería despedirme de usted.

—Adiós, lord Warburton —contestó Pansy con un perceptible temblor de voz.

—Y también quería decirle lo mucho que deseo que sea usted muy feliz.

—Gracias, lord Warburton —respondió Pansy.

Él permaneció un momento en silencio y miró a Isabel.

—No me cabe duda de que será feliz… tiene usted un ángel de la guarda.

—Estoy segura de que lo seré —dijo Pansy en el tono de alguien cuyas certezas son siempre alegres.

—Con esa convicción llegará usted muy lejos. Pero si alguna vez le fallase, recuerde… recuerde… —dijo su interlocutor balbuceando un poco, y luego añadió con una leve risa—: ¡Bueno, piense en mí de vez en cuando!

Luego estrechó la mano de Isabel en silencio y se marchó.

Isabel esperaba una efusión de lágrimas de su hijastra después de que lord Warburton se fuese, pero en realidad Pansy la obsequió con algo muy diferente.

—Creo que sí que es usted mi ángel de la guarda —exclamó con mucha dulzura.

Isabel negó con la cabeza.

—No soy un ángel de ningún tipo. Como mucho, una buena amiga.

—En ese caso es muy buena amiga, por haberle pedido a papá que me tratase bien.

—No le he pedido nada a tu padre —contestó Isabel extrañada.

—Me ha dicho que viniese al salón, y después me ha dado un beso muy cariñoso.

—Ah, bueno —dijo Isabel—, pero eso ha sido cosa de él.

Reconoció la estrategia de inmediato; era muy propia de Osmond, y aún habría de verla en otras muchas ocasiones. Ni siquiera con Pansy podía ponerse en evidencia ni por un momento. Ese día cenaron fuera y luego asistieron a otra recepción, de manera que Isabel no se quedó a solas con Osmond hasta bien entrada la noche. Cuando Pansy le dio un beso antes de irse a la cama, él le devolvió el abrazo con mayor munificencia de la habitual, haciendo que Isabel se preguntara si sería una indicación de que consideraba que su hija había salido perjudicada por las maquinaciones de su madrastra. De cualquier forma, solo era una expresión parcial de lo que continuaba esperando de su esposa. Esta se disponía a seguir a Pansy cuando él le pidió que se quedara, ya que tenía algo que decirle. A continuación, dio unos pasos arriba y abajo por el salón mientras ella esperaba de pie con el manto aún puesto.

—No entiendo qué es lo que quieres —dijo Osmond al cabo de un momento—. Me gustaría saberlo, para saber cómo he de actuar.

—Ahora mismo lo único que quiero es irme a la cama. Estoy muy cansada.

—Siéntate y descansa. No te voy a entretener mucho rato. Ahí no… ponte cómoda.

Y Osmond arregló un montón de cojines que estaban esparcidos en pintoresco desorden sobre un enorme diván. No obstante, Isabel no se sentó ahí, sino que se dejó caer en la silla que tenía más cerca. El fuego se había apagado, y había poca luz en la enorme estancia. Isabel se arrebujó en su manto, pues tenía mucho frío.

—Creo que intentas humillarme —prosiguió Osmond—, lo cual es una empresa absurda.

—No tengo la menor idea de a qué te refieres —replicó ella.

—Has jugado a un juego muy complicado, y lo has resuelto muy bien.

—¿Qué es lo que he resuelto?

—Sin embargo, no creas que lo has dejado zanjado. Volveremos a verlo.

Y Osmond se detuvo delante de ella con las manos en los bolsillos y la miró pensativo de acuerdo con su estilo habitual, que parecía concebido para que Isabel supiera que no la consideraba un tema de reflexión apropiado, sino tan solo un incidente bastante desagradable.

—Si lo que estás diciendo es que lord Warburton se siente en la obligación de volver, te equivocas —dijo Isabel—. Nada le obliga.

—De eso es precisamente de lo que me quejo. Cuando digo que volverá, no me refiero a que lo vaya a hacer porque considere que es su deber.

—Pues entonces no tiene ninguna otra razón para volver. Creo que Roma ya está agotada para él.

—No, ese es un juicio muy banal. Roma es inagotable. —Y Osmond se puso de nuevo a andar de un lado a otro—. Aun así, tampoco corre mucha prisa —añadió—. Ha sido una buena idea por su parte eso de que vayamos a Inglaterra. Si no fuera por el miedo a encontrarme allí con tu primo, creo que hasta intentaría convencerte.

—Puede que no te encuentres allí con mi primo —dijo Isabel.

—Pero me gustaría estar seguro. No obstante, ya me encargaré de asegurarme en lo posible. Por otro lado, me gustaría ver su casa, de la que tanto me hablaste en su momento. ¿Cómo se llama…? Ah, sí, Gardencourt. Tiene que ser un lugar encantador. Y además está la devoción que siento por la memoria de tu tío, al que me hiciste coger mucha simpatía. Me gustaría ver el lugar en que vivió y murió. Sería sin duda todo un detalle. Y tu amigo tiene razón. Pansy debería conocer Inglaterra.

—Estoy segura de que le encantaría —dijo Isabel.

—Pero aún falta mucho para eso. El próximo otoño todavía está muy lejos —prosiguió Osmond—, y mientras hay otras cosas que nos interesan más. ¿Me crees tan orgulloso? —preguntó de repente.

—Creo que eres muy extraño.

—No me entiendes.

—No, ni siquiera cuando me insultas.

—Yo no te insulto. Eso es algo de lo que sería incapaz. Solo estoy hablando de ciertos hechos y, si la alusión te hiere, no es culpa mía. Es un hecho irrefutable que has manejado todo este asunto a tu antojo.

—¿Estás volviendo otra vez a lord Warburton? —preguntó Isabel—. Ya estoy harta de ese nombre.

—Pues volverás a oírlo antes de que acabemos.

Isabel había dicho que Osmond la insultaba, pero de pronto se dio cuenta de que eso ya no le dolía. Él estaba cayendo, cayendo cada vez más, y la visión de dicha caída hacía que Isabel casi se sintiera aturdida. Eso era lo único que le dolía. Lo veía tan extraño, tan diferente, tan alejado de ella. Aun así, la morbosa mente de Osmond seguía funcionando de forma extraordinaria, e Isabel sentía cada vez más curiosidad por saber de qué modo se creía justificado para hacer lo que estaba haciendo.

—Podría decirte que no creo que tengas nada que decirme que valga la pena oír —replicó ella al cabo de un momento—, pero puede que me equivoque. Aunque sí que hay algo que valdría la pena oír, y es saber con claridad de qué me acusas.

—De haber impedido que Pansy se case con lord Warburton. ¿Te parece lo bastante claro?

—Al contrario, puse mucho interés en que ocurriera, como ya te dije. Y cuando tú me dijiste que confiabas en mí, pues creo que esas fueron tus palabras, acepté esa obligación. Fui una tonta al aceptarla, pero el caso es que lo hice.

—Fingiste que la aceptabas, e incluso fingiste que no lo hacías de muy buena gana para que yo confiase aún más en ti. Y entonces pusiste todo tu ingenio en funcionamiento para librarte de él.

—Creo que entiendo lo que quieres decir —dijo Isabel.

—¿Dónde está esa carta que dijiste que me había escrito? —preguntó su marido.

—No tengo la menor idea. No se lo he preguntado.

—Tú impediste que la enviara —afirmó Osmond.

Isabel se levantó lentamente. Allí de pie, con el manto blanco que le llegaba a los pies, podría haber pasado por el ángel del desdén, primo hermano del de la compasión.

—Ay, Gilbert, ¡y pensar que eras tan refinado…! —dijo con un largo murmullo.

—Nunca lo he sido tanto como tú. Has hecho todo lo que has querido. Te libras de él sin que lo parezca, y me pones a mí en la posición en la que querías verme: en la de un hombre que ha intentado casar a su hija con un lord y ha fracasado de forma grotesca.

—Pansy no está interesada en él, y se alegra mucho de que se haya ido —alegó Isabel.

—Eso no tiene nada que ver.

—Y a él tampoco le interesa Pansy.

—No me vengas con esas, porque primero me dijiste que sí. No entiendo por qué querías llevarte esa satisfacción en concreto —continuó Osmond—, cuando podrías haber elegido cualquier otra. No creo haber sido presuntuoso, ni haber dado demasiadas cosas por sentado. De hecho he sido muy modesto y discreto al respecto. Ni siquiera se me ocurrió la idea a mí. Él empezó a dar muestras de que le gustaba Pansy antes de que a mí se me pasara por la cabeza. Y yo te confié todo el asunto.

—Sí, fuiste muy amable al dejarlo todo en mis manos. Después de esto, espero que te encargues tú solo de esas cosas.

Osmond la miró un momento y después se dio la vuelta.

—Creía que apreciabas mucho a mi hija.

—Y nunca la he apreciado tanto como hoy.

—Ese afecto tuyo tiene unas limitaciones enormes. Aunque, tal vez, eso sea natural.

—¿Era eso todo lo que querías decirme? —preguntó Isabel al tiempo que cogía una vela de una de las mesas.

—¿Has quedado ya satisfecha? ¿Te parece que mi decepción es lo bastante grande?

—No creo que en el fondo estés tan decepcionado. Al fin y al cabo, esto te ha proporcionado otra oportunidad para intentar dejarme estupefacta.

—No se trata de eso. Esto ha servido para demostrar que Pansy puede apuntar alto.

—¡Pobre Pansy…! —dijo Isabel mientras se alejaba con la vela.

47

Fue por Henrietta Stackpole por quien supo Isabel que Caspar Goodwood había llegado a Roma, lo cual tuvo lugar tres días después de la partida de lord Warburton. Ese último hecho se había visto precedido por un incidente de cierta importancia para Isabel: la ausencia temporal, una vez más, de madame Merle, que se había marchado a Nápoles para pasar unos días con una amiga, la afortunada propietaria de una villa en Posilippo. Madame Merle había dejado de velar por la felicidad de Isabel, quien de pronto se preguntó si la más discreta de las mujeres no sería también por un casual la más peligrosa. A veces, de noche, tenía extrañas visiones: le parecía ver a su marido y a su amiga —la amiga de él— en una borrosa e indistinguible combinación. Le parecía que aquella dama todavía no había dicho su última palabra, sino que tenía algo en reserva. Isabel aplicaba activamente toda su imaginación a intentar elucidar esa escurridiza cuestión, pero de vez en cuando se veía refrenada por un temor inefable, de manera que cuando aquella encantadora mujer se marchó de Roma casi sintió alivio. Ya se había enterado por la señorita Stackpole de que Caspar Goodwood estaba en Europa, pues Henrietta le había escrito para comunicárselo nada más encontrárselo en París. El propio Caspar nunca escribía a Isabel y, por mucho que estuviese en Europa, esta no creyó muy probable que quisiera verla. Su última entrevista, antes del matrimonio de ella, se había parecido bastante a una ruptura definitiva; creía recordar que él le había dicho que solo quería verla por última vez. Desde entonces Caspar se había convertido en la nota más discordante que sobrevivía en su pasado; de hecho, era el único que llevaba asociada consigo una permanente sensación de dolor. La había dejado aquella mañana bajo los efectos de una fuerte impresión del todo innecesaria: su encuentro había sido como una colisión de naves a plena luz del día. No había habido bruma ni corriente oculta que la justificara, y ella misma solo había deseado virar y alejarse. Sin embargo, Goodwood había chocado contra su proa mientras ella estaba al timón y, para completar la metáfora, había provocado en aquella embarcación más ligera una fractura que todavía en ocasiones se manifestaba por medio de un débil crujido. Había sido horrible verle, porque representaba el único daño serio que (al menos que supiera) había causado jamás a nadie: era la única persona que tenía contra ella una reclamación no satisfecha. Lo había hecho infeliz sin que pudiera hacer nada para evitarlo, y esa infelicidad no dejaba de ser una triste realidad. Ella había llorado de rabia después de que Goodwood se marchara, sin saber apenas por qué lo hacía: quería creer que había sido por la falta de consideración de él. Había ido a verla sintiéndose infeliz cuando la dicha de ella era tan perfecta, y había hecho todo lo posible para oscurecer el fulgor resplandeciente de aquellos rayos puros. No se había comportado de forma violenta y, sin embargo, tal era la impresión que le había dejado. Cuando menos había habido violencia en algo: quizá tan solo en su propio acceso de llanto, y en el malestar que le había seguido y que se había prolongado durante tres o cuatro días.

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