Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 368

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—Juzgo más de lo que solía —le dijo a Isabel—, pero me parece que me he ganado el derecho a hacerlo. Hasta los cuarenta, se es incapaz de juzgar; antes de esa edad somos demasiado vehementes, demasiado duros, demasiado crueles, y, por si fuera poco, demasiado ignorantes. Lo lamento por usted, ya que aún le falta mucho para alcanzar los cuarenta. Pero toda ganancia supone algún tipo de pérdida. A menudo pienso que después de los cuarenta uno es incapaz de sentir de verdad. Es evidente que la frescura, la inmediatez, han desaparecido. Usted las conservará durante más tiempo que la mayoría; será una gran satisfacción para mí verla dentro de unos años. Quiero ver en qué la convierte la vida. Una cosa es segura: es imposible que la eche a perder. Acaso la someta a pruebas horribles, pero estoy más que segura de que no la destruirá.

Isabel recibió aquella muestra de confianza de la misma forma en que un joven soldado, todavía jadeante tras haber salido con honor de una pequeña escaramuza, recibiría una palmadita de su coronel en el hombro. Al igual que tal reconocimiento al mérito, el suyo parecía provenir de alguien con autoridad. ¿Qué otra reacción podría provocar incluso la más insignificante palabra si procedía de una persona que, ante casi cualquier cosa que Isabel le contase, decía: «Ay, querida, yo ya he pasado por eso; y acaba pasando, como todo en la vida»? A muchos de sus interlocutores, madame Merle podría haberles resultado irritante: se hacía muy difícil y desconcertante alcanzar a sorprenderla. Pero Isabel, aunque no fuese ni mucho menos incapaz de sentir deseos de impresionarla, no experimentaba en el momento presente tal impulso. Era demasiado sincera; sentía demasiado interés por su juiciosa amiga. Y, por si fuera poco, madame Merle jamás decía aquellas cosas en son de triunfo ni de jactancia; las dejaba caer como frías confesiones.

Un período de mal tiempo empezaba a afectar Gardencourt; los días se hicieron más cortos y pusieron fin a aquellos alegres tés en el jardín. Pero nuestra joven mantenía largas conversaciones con su amiga en el interior de la casa, y, pese a la lluvia, ambas damas a menudo se aventuraban a dar un paseo, equipadas con esos artilugios defensivos que el clima inglés y el genio inglés se han confabulado para llevar a un alto grado de perfección. A madame Merle le gustaba casi todo, hasta la lluvia inglesa. «Siempre cae una poca y nunca demasiada de golpe —afirmaba—; jamás te empapa y siempre huele bien». Declaraba que en Inglaterra eran inmensos los placeres para el olfato, que en aquella isla inigualable había una mezcla de olor a bruma, a cerveza y a hollín que, por extraño que parezca, constituía el aroma nacional y resultaba de lo más agradable al olfato; y acostumbraba a acercarse la manga de su gabán inglés y a hundir la nariz en él para inhalar el perfume suave y delicado de la lana. El pobre Ralph Touchett, tan pronto como el otoño comenzó a hacerse notar, se convirtió prácticamente en un recluso; cuando el tiempo era malo, no podía salir de la casa, y a veces se plantaba delante de una de las ventanas, con las manos en los bolsillos y, en una actitud mezcla de reproche y crítica, observaba a Isabel y madame Merle mientras recorrían la alameda cobijadas bajo sendos paraguas. Las sendas que atravesaban Gardencourt eran tan firmes, incluso en el peor de los días, que ambas damas regresaban siempre con un saludable color en las mejillas, examinaban las suelas de sus botas, limpias y recias, y aseguraban que el paseo les había sentado maravillosamente bien. Antes del almuerzo madame Merle estaba siempre ocupada; Isabel admiraba y envidiaba a su amiga aquella rígida distribución de la mañana. Nuestra heroína siempre había sido considerada una persona de recursos, y se había enorgullecido un tanto de serlo; sin embargo, se dedicaba a deambular, como si se encontrase al otro lado de la tapia que rodea un jardín privado, alrededor de los talentos, logros y aptitudes de madame Merle. Se sentía deseosa de emularlos, y en un sinnúmero de aspectos aquella dama constituía todo un modelo. «¡Cuánto me gustaría ser así!», exclamó Isabel para sus adentros en más de una ocasión, a medida que iban saliendo a la luz las cualidades más sobresalientes de su amiga, y no tardó mucho en darse cuenta de que había aprendido una lección de tan alta autoridad. En verdad, no necesitó mucho tiempo para sentirse, como se suele decir, bajo su influjo. «¿Qué peligro puede haber —se preguntó—, mientras la influencia sea buena? Cuanto mayor sea la buena influencia que uno reciba, tanto mejor. Lo único que importa es ser consciente de cada paso que damos, entenderlo mientras avanzamos. Y eso, sin duda, lo voy a hacer siempre. No tengo por qué temer convertirme en alguien demasiado maleable; ¿acaso no es culpa mía no serlo lo suficiente?». La imitación, según afirman, es la muestra más sincera de admiración; y si a veces Isabel no podía evitar quedarse boquiabierta ante su amiga con envidia y frustración no era tanto porque desease brillar con luz propia, sino más bien porque lo que quería era llevarle la antorcha a madame Merle. La dama le agradaba en extremo, pero más que atraerla la tenía deslumbrada. A veces se preguntaba qué diría Henrietta al saber cuánta admiración sentía por aquel producto adulterado de la patria común, y tenía el convencimiento de que la juzgaría con mucha severidad. Henrietta no aprobaría en absoluto a madame Merle; y por razones que no podría haber precisado, esa certeza se adueñó de la joven. Por otra parte, estaba asimismo convencida de que, si se presentaba la ocasión, su nueva amiga se formaría una opinión favorable de la antigua: madame Merle tenía demasiado sentido del humor y era demasiado observadora para no hacerle justicia a Henrietta, y conforme fuera conociéndola lo más probable era que diese muestras de un tacto que la señorita Stackpole no podría ni de lejos emular. Madame Merle, gracias a su experiencia, parecía tener criterio para todo, y en algún lugar del enorme baúl de su prodigiosa memoria encontraría la clave de la valía de Henrietta. «Ahí reside lo verdaderamente importante —reflexionó Isabel con solemnidad—, esa es la mayor de las fortunas: disfrutar de una posición mucho más ventajosa para valorar a las personas que la que estas tienen para valorarte a ti». Y añadió que, pensándolo bien, ahí era exactamente donde radicaba la esencia de la posición aristocrática. Y que en ese aspecto, aunque no en otros, el objetivo de uno debería ser alcanzar dicha posición.

Sería imposible ir contando uno a uno todos los eslabones de la cadena que condujo a Isabel a considerar aristocrática la posición de madame Merle, opinión jamás expresada por la propia dama cuando hacía referencia a su posición. Había conocido a importantes personajes y asistido a grandes acontecimientos, pero jamás había desempeñado un papel destacado. Ella era unos de los humildes de la tierra; no había estado rodeada de privilegios al nacer; conocía el mundo demasiado bien para albergar fatuas ilusiones acerca del lugar que ocupaba en él. Se había encontrado con muchos de aquellos contados privilegiados y era completamente consciente de en qué aspectos la fortuna de estos difería de la suya propia. Pero si bien según su calibrado sentido de la medida no estaba hecha para ser una figura destacada en el gran teatro del mundo, Isabel, en su imaginación, seguía representándosela con cierta grandeza. Ser tan culta y civilizada, tan sabia y sencilla, y aun así restarle importancia en eso consistía ser una auténtica gran dama, especialmente si una se comportaba y se mostraba como tal. Era como si en cierta medida tuviese a toda la sociedad a su servicio, junto con todas las artes y gentilezas que esta practicaba… ¿O quizá fuese más acertado decir que era efecto de los agradables usos para ella encontrados, incluso a distancia, y que transformaba luego en sutiles servicios que prestaba a un mundo clamoroso dondequiera que se hallase? Tras el desayuno, se dedicaba a escribir una carta tras otra, pues las que le llegaban eran al parecer incontables: su correspondencia era una fuente de sorpresas para Isabel cuando en ocasiones iban juntas a la estafeta de correos de la localidad para depositar allí las ofrendas de madame Merle al servicio postal. Conocía a más gente, según le contó a Isabel, de la que podía contentar, y de continuo aparecía algo nuevo que la obligaba a utilizar la pluma. Sentía verdadera devoción por la pintura, y dibujaba un boceto con la misma facilidad que se despojaba de los guantes. En Gardencourt aprovechaba siempre cualquier rato de sol para salir con el taburete plegable y el estuche de acuarelas. Ya hemos tenido ocasión de ver lo buena pianista que era, y del hecho da prueba que cuando se sentaba al piano, como hacía cada tarde, sus oyentes se resignasen sin rechistar a prescindir del placer de su conversación. Isabel, desde que la había conocido, se sentía avergonzada de su propia aptitud musical, que ahora consideraba de índole claramente inferior; y en verdad, aunque en su país la habían tenido casi por un prodigio, la pérdida para los presentes, cuando al tomar asiento en el taburete del piano les daba la espalda, era considerada en general mayor que la ganancia. Cuando madame Merle no estaba escribiendo, ni leyendo ni tocando el piano, se dedicaba por lo general a realizar maravillosas labores de intrincados bordados, cojines, cortinas, paños para la repisa de la chimenea, un arte que destacaba tanto por lo imaginativo y atrevido de sus creaciones como por la agilidad con la que utilizaba la aguja. No estaba nunca ociosa, ya que cuando no se encontraba inmersa en alguna de las actividades que acabo de mencionar, o bien se entregaba a la lectura (Isabel tenía la impresión de que leía «todo lo que era importante»), o salía a pasear, o hacía solitarios con las cartas, o conversaba con los allí presentes. Y en todo ello daba muestras de su saber estar en sociedad, nunca cometía la grosería de parecer ausente, pero tampoco imponía jamás su presencia. Abandonaba sus pasatiempos con la misma facilidad con que los iniciaba; conversaba mientras se dedicaba a esas labores, y parecía concederle escasa importancia a todo lo que hacía. Regalaba sus dibujos y sus bordados; se levantaba del piano o continuaba tocando, según el deseo de sus oyentes, que adivinaba sin equivocarse nunca. Era, en resumen, la persona más fácil, diligente y entretenida con la que convivir. Si algún defecto tenía para Isabel era la falta de naturalidad; lo cual, para la joven, no implicaba que fuese afectada o pretenciosa, pues no cabía concebir mujer que estuviese más lejos de caer en vicios tan vulgares, sino que su naturaleza había quedado demasiado desdibujada por la costumbre y sus aristas habían sido limadas en demasía. Se había vuelto demasiado acomodaticia, servicial, madura y consumada. En pocas palabras, era, hasta el exceso, ese animal social que se supone que todo hombre o mujer debe aspirar a ser; y se había despojado por completo de esa reconfortante espontaneidad que podemos asumir poseía hasta la persona más sociable en épocas en las que no se había impuesto el estilo de vida de las casas solariegas. A Isabel le resultaba difícil imaginársela en momentos de soledad, en la intimidad; existía únicamente a través de las relaciones, directas o indirectas, que establecía con sus congéneres. La joven se preguntaba qué relación podía en verdad mantener con su propio espíritu. No obstante, siempre llegaba a la conclusión de que una superficie encantadora no implica necesariamente que la persona en cuestión sea superficial; eso no era más que una ilusión que, afortunadamente, pese a su juventud, ella se había librado de alimentar. Madame Merle no era superficial, ella no. Era profunda, y su naturaleza, pese a todo, se revelaba en su modo de comportarse porque este utilizaba un lenguaje convencional. «¿Qué es el lenguaje sino pura convención? —se dijo Isabel—. Y ella tiene el buen gusto de, a diferencia de otros que he conocido, no pretender expresarse por medio de signos originales».

—Tengo para mí que usted ha sufrido mucho —tuvo ocasión de decirle a su amiga en respuesta a cierta alusión que parecía tener profundas implicaciones.

—¿Qué le hace pensar tal cosa? —preguntó madame Merle con la sonrisa divertida de alguien que juega a las adivinanzas—. Confío en no dar la impresión exagerada de ser una incomprendida.

—No; pero a veces dice usted unas cosas que, en mi opinión, no habría descubierto una persona que siempre ha sido feliz.

—Yo no siempre he sido feliz —dijo madame Merle sin dejar de sonreír, pero con la gravedad burlona de alguien que le está contando un secreto a un niño—. ¡Qué maravilloso sería eso!

Pero a Isabel no se le pasó por alto la ironía.

—Mucha gente me da la impresión de no haber sentido nada en ningún momento.

—Eso es muy cierto; hay muchas más ollas de hierro que de porcelana. Pero puede usted estar segura de que todas tienen alguna marca. Hasta las ollas de hierro más resistentes tienen alguna pequeña abolladura, un pequeño agujero en alguna parte. Yo presumo de ser más bien recia, pero, si quiere que le diga la verdad, he sufrido desconchones y grietas terribles. Si todavía presto buen servicio, es porque he sido reparada con mucha habilidad, y porque procuro quedarme en la alacena, la alacena oscura y tranquila con olor a especias rancias, cuanto me es posible. Pero cuando me veo obligada a salir y mostrarme a plena luz… entonces, querida, ¡soy un verdadero horror!

No sé con certeza si fue en esta ocasión o en alguna otra cuando, tras haber tomado la conversación el giro mencionado, madame Merle le dijo a Isabel que algún día le referiría una historia. Isabel le aseguró que le encantaría escuchar el relato, y en más de una ocasión le recordó la promesa. Sin embargo, madame Merle le rogó repetidas veces que le concediera un respiro, hasta que por fin habló con franqueza a su joven acompañante y le dijo que debían esperar a conocerse mejor. Y era seguro que tal cosa sucedería, ya que resultaba evidente que ante ellas se abría la perspectiva de una larga amistad. Isabel asintió, pero al mismo tiempo le preguntó si no era digna de su confianza, si la consideraba capaz de traicionar una confidencia.

—No es que sienta temor de que vaya a repetir lo que le diga —respondió su compañera—, más bien todo lo contrario: lo que me da miedo es que se lo tome demasiado a pecho. Me juzgaría con excesiva dureza, pues a su edad se es cruel.

Prefería por el momento hablar con Isabel de la propia Isabel, y mostró el mayor interés por conocer la historia, los sentimientos, las opiniones y los proyectos de nuestra heroína. Se dedicó a hacerla hablar y atendía su charla con infinita condescendencia. Esto halagaba y daba estímulos a la joven, quien estaba impresionada por toda la gente distinguida que su amiga había conocido y porque hubiese disfrutado, en palabras de la señora Touchett, de las mejores compañías que se podían tener en Europa. La opinión que Isabel tenía de sí misma se vio enaltecida al disfrutar del favor de una persona con un campo de comparación tan vasto; y tal vez fuese por sentirse gratificada al salir beneficiada de dicha comparación, por lo que con frecuencia apelaba a aquella provisión de reminiscencias de madame Merle. Esta había vivido en distintos países y mantenía vínculos sociales en una decena de ellos. «Yo no presumo de ser instruida —acostumbraba a decir la dama—, pero creo conocer bien Europa»; y un día hablaba de ir a Suecia a visitar a una vieja amistad, y al siguiente de viajar a Malta en pos de una reciente. Inglaterra, donde había residido con frecuencia, le resultaba totalmente familiar, y, para provecho de Isabel, contaba cosas que arrojaron mucha luz sobre las costumbres del país y la personalidad de sus habitantes, quienes «al fin y a la postre», como le gustaba decir, eran las mejores personas del mundo para convivir.

—No debes extrañarte de que permanezca aquí en un momento como este, cuando el señor Touchett se está muriendo —comentó la esposa del caballero a su sobrina—. Ella es incapaz de cometer un error, es la mujer con más tacto que conozco. Si se queda, es por deferencia hacia mí. Ha pospuesto un montón de visitas a grandes mansiones —dijo la señora Touchett, quien no olvidaba que siempre que se encontraba en Inglaterra su propia cotización social descendía dos o tres enteros en la escala—. Tiene mucho donde elegir; no le faltan techos para cobijarse. Pero yo le he pedido que se quede un tiempo porque quiero que la conozcas. Creo que será beneficioso para ti. Serena Merle es una mujer sin defectos.

—Si no me gustase tanto ya, encontraría alarmante esa descripción —respondió Isabel.

—Ella jamás está ni un milímetro fuera de lugar. Yo te he traído aquí y deseo hacer por ti todo lo que esté a mi alcance. Tu hermana Lily me dijo que esperaba que yo te ofreciese muchas oportunidades. Y es lo que estoy haciendo al ponerte en contacto con madame Merle, que es una de las mujeres más brillantes de Europa.

—Me agrada más madame Merle que la descripción que usted hace de ella —insistió Isabel.

—¿Presumes que vas a encontrar alguna vez motivo para criticarla? Espero que, si tal cosa ocurre, me lo hagas saber.

—Eso sería una crueldad… hacia usted.

—Por mí no te preocupes. No vas a encontrarle un solo defecto.

—Puede que no. Pero me atrevo a decir que tampoco se me escaparía.

—Madame Merle sabe todo lo que hay que saber en este mundo.

Tras esta conversación, Isabel le comentó a su amiga que esperaba que estuviese al tanto de que, en opinión de la señora Touchett, su perfección no tenía mácula. A lo que madame Merle contestó:

—Le agradezco mucho que me lo diga, pero me temo que su tía es incapaz de imaginar, o al menos de nombrar, aberraciones que no salten a la vista.

—¿Quiere con eso decir que tiene usted un lado oscuro que ella desconoce?

—Por supuesto que no, mucho me temo que mis lados más oscuros sean también los más inofensivos. Lo que quiero decir es que, para su tía, carecer de defectos significa no llegar tarde a la hora de la cena, es decir, de su cena. Y, a propósito, yo no me retrasé el otro día cuando usted llegó de Londres; estaban dando las ocho en el reloj cuando entré en el salón, así que fueron el resto de ustedes los que se adelantaron. También significa contestar las cartas el mismo día en que se reciben y, cuando se viene a visitarla, no traer equipaje en exceso y procurar no ponerse enfermo. Para la señora Touchett son esas las cosas que constituyen la virtud; y es una bendición poder reducirla a sus elementos.

La conversación de madame Merle, como se puede apreciar, estaba salpicada de notas críticas, audaces y francas, que nunca, ni siquiera cuando tenían un efecto restrictivo, le parecieron a Isabel malintencionadas. A la joven ni se le pasaba por la mente que la distinguida invitada de la señora Touchett estuviese denigrándola, y eso era así por varias razones. En primer lugar, Isabel estaba de acuerdo por completo con sus opiniones; en segundo lugar, madame Merle daba a entender que quedaban muchas más cosas por decir; y, en tercer lugar, resultaba evidente que el hecho de que una persona hablase sin ceremonia alguna de tus parientes cercanos era grata señal de la intimidad existente entre ambas. Y esas señales de intensa comunicación se iban multiplicando con el paso de los días, y a ninguna de ellas era Isabel más sensible que a la preferencia que su acompañante mostraba por convertir a la propia señorita Archer en tema de conversación. Pese a que con frecuencia se refería a los acontecimientos de su propia existencia, madame Merle nunca se detenía en ellos, pues tenía tan poco de egoísta vulgar como de chismosa manifiesta.

—Yo ya estoy vieja, anticuada y sin lustre —dijo en más de una ocasión—. Tengo tan poco interés como un periódico atrasado. Usted es joven y fresca y está al día; tiene algo muy importante: actualidad. Yo también tuve eso en otros tiempos, es algo de lo que todos disfrutamos brevemente. Usted, sin embargo, lo va a disfrutar durante más tiempo. Así pues, hablemos de usted: no hay nada que pueda decirme que no me interese escuchar. Eso de que me guste hablar con gente más joven es señal de que me estoy haciendo mayor. Creo que es una manera muy hermosa de compensar las cosas. Si no podemos sentir la juventud en nuestro interior, lo que sí podemos hacer es rodearnos de ella por fuera, y de verdad creo que de esta forma la apreciemos y la sentimos mejor. Es evidente que debemos estar en sintonía con ella, y yo siempre lo voy a estar. Ignoro si alguna vez voy a mostrarme malhumorada con la gente de edad, espero que no, y es innegable que hay algunas personas mayores a las que adoro. Pero ante los jóvenes nunca podré evitar mostrarme servil: me emocionan y me atraen demasiado. Así pues, le doy a usted carte blanche; puede incluso mostrarse impertinente si le apetece; yo se lo toleraré y la malcriaré terriblemente. Pensará usted que hablo como si tuviese cien años. Pues sí, si vamos a eso, nací antes de la Revolución francesa. Ay, amiga mía, je viens de loins, pertenezco al pasado, al Viejo Mundo. Pero no es de eso de lo que quiero hablar, quiero hablar del Nuevo. Tiene que hablarme más de Estados Unidos, nunca me habla lo suficiente. Vivo en este continente desde que siendo una criatura indefensa me trajeron aquí, y es ridículo, o más bien escandaloso, lo poco que sé de aquel país espléndido, tremendo y curioso… sin duda el más grande y estrafalario de todos. Hay muchos expatriados como yo por estos parajes, y debo decir que, en mi opinión, somos un grupo de gente desgraciada. Uno debería vivir en su propio país; sea como sea, es el lugar natural de cada uno. Si no somos buenos estadounidenses, lo que está claro es que como europeos somos mediocres; este no es nuestro lugar natural. Somos meros parásitos que se arrastran por la superficie, no tenemos los pies en el suelo. Lo mínimo que podemos hacer es ser conscientes de ello y no hacernos ilusiones. Tal vez las mujeres se defiendan mejor, puesto que, para mí, la mujer no tiene su lugar en ninguna parte: allí donde se encuentre, tiene que permanecer en la superficie y, en mayor o menor medida, arrastrarse por ella. ¿Protesta usted, amiga mía? ¿Se siente horrorizada? ¿Asegura que usted jamás se arrastrará? Es muy cierto que yo no me la imagino arrastrándose; se mantiene usted más erguida que la mayoría de los pobres mortales. Está bien, yo no creo que usted vaya a arrastrarse. Pero los hombres, los hombres estadounidenses, je vous demande un peu, ¿cómo se organizan por estos pagos? No les envidio sus esfuerzos por amoldarse. Piense en el pobre Ralph Touchett: ¿cómo definiría usted a un personaje así? Por fortuna, tiene la tisis; y digo por fortuna, porque gracias a eso tiene algo en lo que ocuparse. La tisis que padece es su carrière, algo así como una posición. Uno puede decir: «Ah, sí, el señor Touchett se dedica a cuidar sus pulmones, sabe mucho de climas». Pero, si no tuviera eso, ¿quién sería?, ¿a quién representaría? «El señor Touchett es un estadounidense que vive en Europa». Y eso no quiere decir nada en absoluto, no puede haber nada que tenga menos significado. «Es muy cultivado», afirman, «tiene una colección muy bonita de cajitas de rapé antiguas». La colección es todo lo que hace falta para convertir la cosa en digna de lástima. Y estoy harta del sonido de esa palabra, me parece grotesca. Con su pobre padre anciano, la cosa cambia: él tiene identidad propia, y más bien contundente. Representa a una importante institución financiera, y eso, en nuestra época, es tan bueno como cualquier otra cosa. Para un estadounidense, al menos, eso es más que suficiente. Pero insisto en considerar muy afortunado a su primo por padecer un mal crónico, siempre que no se muera. Es mucho mejor eso que las cajas de rapé. Si no estuviese enfermo, ¿dice usted que haría algo? ¿Que ocuparía el lugar de su padre en la empresa? Mi pobre niña, yo lo dudo, no creo que sienta el más mínimo interés por la empresa. No obstante, usted lo conoce mejor que yo, aunque en el pasado yo llegué a conocerlo bastante bien, y puede concedérsele el beneficio de la duda. El peor caso que yo conozco es el de un amigo mío, compatriota nuestro, que vive en Italia (adonde también lo llevaron antes de tener uso de razón), y que es uno de los hombres más encantadores que he tratado en mi vida. Ya lo conocerá algún día. Yo los pondré en contacto, y entonces verá usted lo que quiero decir. Se llama Gilbert Osmond y vive en Italia, eso es cuanto uno puede decir o saber de él. Es sumamente inteligente, un hombre nacido para sobresalir, pero, tal como le he dicho, la descripción de su persona se agota con decir que se apellida Osmond y que vive tout bêtement en Italia. Sin carrera, sin renombre, sin posición, sin fortuna, sin pasado, sin futuro, sin nada de nada. Bueno, sí, pinta, por decir algo… pinta acuarelas como yo, solo que mejor. Su pintura es más bien mala, cosa que, al fin y al cabo, me alegra. Por fortuna es muy indolente, su indolencia es tanta que constituye una especie de posición. Así, puede permitirse decir: «Ah, yo no hago nada, soy demasiado perezoso. Hoy día no se puede hacer nada, a menos que uno se levante a las cinco de la mañana». De esa forma, se convierte en una especie de excepción; uno llega a pensar que, si tan solo madrugase un poco, haría algo. Nunca habla de su pintura… a la gente en general es demasiado inteligente para hacerlo. Pero tiene una hijita, una niña encantadora, y de ella sí que habla. Vive dedicado a ella, y si ser un padre excelente fuese una carrera, él se distinguiría mucho. Pero me temo que no sea mejor que lo de las cajitas de rapé, puede que incluso sea peor. Cuénteme a qué se dedican en Estados Unidos —insistió madame Merle, quien, dicho sea entre paréntesis, no expresó de una vez todas estas reflexiones, que aquí aparecen agrupadas para comodidad del lector.

Habló de Florencia, donde residía el señor Osmond y donde la señora Touchett ocupaba un palacio medieval; habló de Roma, donde ella poseía un pequeño pied-à-terre con damascos antiguos de gran valor. Habló de lugares, de gentes e incluso, como suele decirse, de «asuntos»; y de vez en cuando, hacía referencia a su anciano y amable anfitrión y a la probabilidad de que experimentase una mejoría. Desde un principio, había considerado dicha probabilidad muy remota, y a Isabel la había impresionado la forma positiva, competente y analítica con que calibraba lo que al anciano le quedaba de vida. Una tarde anunció categóricamente que al señor Touchett no le quedaba mucho tiempo de vida.

—Me lo dijo sir Matthew Hope con toda la claridad que permite el decoro —dijo—; ahí mismo, de pie frente a la chimenea, antes de cenar. El eminente doctor es muy agradable. No quiero decir que lo sea por habérmelo contado. Pero dice las cosas con mucho tacto. Yo le había mencionado que me sentía incómoda al estar aquí en un momento así, me parecía una verdadera indiscreción, y tampoco es que yo vaya a cuidar del enfermo. «Debe quedarse, tiene usted que quedarse», me respondió, «su utilidad se verá más tarde». ¿Acaso no fue esa una manera muy delicada de decirme a la vez que al pobre señor Touchett no le queda mucho y que yo puedo resultar útil para consolar a la familia? De hecho, sin embargo, no voy a ser de utilidad alguna. Su tía se consolará sola; ella, y solo ella, sabe cuánto consuelo va a necesitar. Sería asunto muy delicado que otra persona quisiese encargarse de administrarle la dosis. En cuanto a su primo, la cosa será distinta: va a echar muchísimo de menos a su padre. Pero yo jamás pretendería acompañar a Ralph en su dolor; no tenemos ese tipo de relación.

Madame Merle había hecho alusión en más de una ocasión, sin aclararlo, a la existencia de cierta incongruencia en su relación con Ralph Touchett; así que Isabel aprovechó la oportunidad para preguntarle si no mantenían una buena amistad.

—Nos llevamos a la perfección, pero no le gusto.

—¿Qué le ha hecho usted?

—Nada en absoluto. Pero no se necesitan razones para algo así.

—¿Para que usted no le guste? Yo creo que se necesita una muy buena razón.

—Eso es muy amable de su parte. Asegúrese de contar con una el día que empiece usted a sentir que no le agrado.

—¿Que empiece a sentir que no me agrada? Eso jamás sucederá.

—Espero que no; porque si alguna vez empieza, ya no habrá forma de parar. Eso es lo que ocurre con su primo, es incapaz de superarlo. Es una incompatibilidad de caracteres, si es que puede llamarse así a algo que solo ocurre por su parte. Yo no tengo nada en absoluto en su contra y no le guardo el más mínimo rencor por no hacerme justicia. Y yo lo único que pido es eso, justicia. No obstante, lo considero un caballero, incapaz de decir jamás nada inadecuado sobre mí. Cartes sur table —añadió madame Merle un instante después—, no le tengo miedo.

—Eso espero —dijo Isabel, quien añadió algo referente a que Ralph era una de las criaturas más bondadosas sobre la faz de la tierra.

No obstante, recordó que la primera vez que le había preguntado por madame Merle él le había respondido de una forma que, sin ser explícita, dicha dama podría haber considerado injuriosa. Había algo entre ellos, se dijo para sí Isabel, pero no pasó de ahí. Si era algo importante, habría que tratarlo con respeto; si no lo era, no se merecía su curiosidad. Pese a todo su afán de conocimiento, tenía una repulsión innata a levantar cortinas y escudriñar rincones oscuros. El afán de conocimiento coexistía en su mente con una refinada capacidad para la ignorancia.

Pero a veces madame Merle decía cosas que le causaban sobresalto, que le hacían enarcar las claras cejas al oírlas y reflexionar sobre ellas más adelante.

—¡Qué no daría yo por volver a tener su edad! —exclamó en cierta ocasión con una amargura que, aunque diluida en su acostumbrada actitud de total desenvoltura, no logró disimular del todo—. ¡Ojalá pudiese empezar de nuevo! ¡Ojalá tuviese toda la vida por delante!

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9782380374124
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