Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 345

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A la mañana siguiente el astrónomo se arrojó entusiasmado al cuello del arcanista y exclamó:

—¡Es él! ¡Lo tenemos! ¡Lo hemos encontrado! Pero hay dos cosas, querido colega, que no podemos olvidar. En primer lugar es necesario que usted haga una robusta trenza de madera para su excelente sobrino, colocada de forma que con ella se pueda tirar con gran fuerza de la mandíbula inferior; y después, cuando lleguemos a la residencia real, hemos de mantener en absoluto secreto que hemos hallado también al joven que abrirá la nuez. Es mucho mejor que se presente después de nosotros. He leído en el horóscopo que, si hay primero unos cuantos que se rompan los dientes sin obtener ningún éxito, el rey concederá la mano de la princesa y la sucesión en el trono al que abra la nuez y devuelva a su hija la belleza perdida.

Al artesano de muñecas le satisfacía extraordinariamente que su hijito se casara con la princesa y se convirtiera en príncipe y rey, y por ello lo dejó enteramente en manos de los enviados. La trenza que Drosselmeier colocó al esperanzado sobrino resultó excelente y con ella consiguió magníficos resultados al abrir los más duros huesos de melocotón.

Drosselmeier y el astrónomo informaron de inmediato a palacio del hallazgo de la nuez Krakatuk, de modo que al punto se dieron las órdenes necesarias. Cuando los viajeros llegaron con el remedio para la belleza de la princesa, ya se había reunido allí gran cantidad de hermosos personajes, entre los que había incluso algunos príncipes, que, confiando en su sana dentadura, querían intentar romper el encantamiento. El asombro de los enviados al volver a ver a la princesa fue enorme. Su cuerpo, pequeñísimo, con las diminutas manitas y piececillos, parecía incapaz de soportar su deforme cabeza. La fealdad de su rostro aumentaba por la presencia de una barba blanca de algodón que le había crecido alrededor de la boca y la barbilla. Todo sucedió tal y como el astrónomo de la corte había leído en el horóscopo. Un barbilampiño tras otro, en zapatos, intentaron abrir la nuez Krakatuk, rompiéndose los dientes y la mandíbula sin ayudar lo más mínimo a la princesa. Y todos exclamaban desfallecidos, al ser retirados por los dentistas a tal fin llamados:

—¡Ésa sí que es una nuez dura!

Y cuando el rey, con el corazón angustiado, prometió al que acabara con el encantamiento concederle la mano de su hija y su reino, se presentó el dulce y delicado joven Drosselmeier pidiendo permiso para intentarlo. Ninguno le había gustado a la princesa Pirlipat tanto como el joven Drosselmeier. Llevándose las manos al corazón, suspiró ardientemente:

—¡Ojalá fuera él quien abriese la nuez Krakatuk, convirtiéndose en mi esposo!

El joven Drosselmeier saludó cortésmente al rey y a la reina y luego a la princesa Pirlipat. Recibió de manos del maestro de ceremonias la nuez Krakatuk; sin más, se la colocó entre los dientes, tiró con fuerza de la trenza y, ¡crac-crac!, la cáscara se rompió en mil pedazos. Con gran habilidad limpió el fruto de las fibras que quedaron pegadas y con una humilde reverencia se lo ofreció a la princesa, tras lo cual cerró los ojos y comenzó a caminar hacia atrás. La princesa tragó de inmediato el fruto y, ¡oh, maravilla!, desapareció su figura deforme y en su lugar apareció una angelical figura femenina de ojos azules, con un rostro de seda blanco como los lirios y rojo como las rosas, y unos hermosos rizos ensortijados como hilos de oro. Tambores y trompetas se unieron al alborozado júbilo del pueblo. El rey y toda la corte bailaban sobre una pierna, igual que el día del nacimiento de Pirlipat, y la reina se desmayó de alegría y gozo, de modo que tuvieron que atenderla con Eau de Cologne. Todo este tumulto desconcertó sobremanera al joven Drosselmeier, quien aún tenía que acabar de dar sus siete pasos; sin embargo, logró dominarse. Estaba estirando el pie derecho para completar el séptimo paso, cuando de repente, con un desagradable chillido, surgió del suelo doña Ratonilda; al apoyar el joven Drosselmeier el pie en el suelo, la pisó y se tambaleó de tal forma que estuvo a punto de caer. ¡Oh, infortunio! Al momento el joven adquirió la misma deformidad que antes tuviera la princesa Pirlipat. Se le había encogido todo el cuerpo y apenas podía soportar la enorme e informe cabeza con sus ojos grandes y saltones y la gigantesca boca, que bostezaba de forma horrible. Por la espalda, en lugar de la trenza, le caía un estrecho abrigo de madera con el que accionaba la mandíbula inferior.

El relojero y el astrónomo, enloquecidos de horror, vieron cómo doña Ratonilda se retorcía sangrando en el suelo. Su maldad no había quedado sin venganza, pues el joven Drosselmeier la había pisado con la punta del tacón en el cuello con tanta fuerza que la herida resultó mortal. En su agonía Ratonilda chillaba lastimera:

¡Oh Krakatuk, oh nuez dura, por

la cual he de morir! Tú también

morirás pronto, Cascanueces

infeliz. Mi hijo, el de siete coronas,

pum, tocad, campanitas, tocad, ¡pronto estará perdido!

de ratones adalid, le dará su

merecido al Cascanueces, ¡hi, hi!,

y vengará, Cascanueces pequeño,

mi muerte en ti. ¡Oh vida joven y

bella, ya me despido de ti! ¡Ay

muerte, hi, hi, hi, hi!

Con este último grito murió doña Ratonilda y al punto la retiraron los caldereros reales.

Nadie se había preocupado por el joven Drosselmeier, mas la princesa recordó al rey su promesa y ordenó al punto que trajeran al joven héroe. Mas cuando se presentó el desgraciado con su deformidad, la princesa se tapó la cara con ambas manos y gritó:

—¡Fuera, llevaos a ese repugnante Cascanueces!

Al momento, el mariscal de la corte le cogió por los hombros y le echó fuera de allí. El rey, furioso porque habían querido forzarle a aceptar un Cascanueces como yerno, achacó toda la culpa a la torpeza del relojero y del astrónomo y expulsó a ambos por toda la eternidad de la corte. Pero, como nada de esto había aparecido en el horóscopo que estableciera el astrónomo en Nuremberg, él no dejó de hacer nuevas observaciones y afirmó que leía en las estrellas que el joven Drosselmeier estaría tan bien en su nueva situación que, a pesar de su deformidad, sería príncipe y rey.

Pero su deformidad sólo desaparecería después de matar con sus propias manos al hijo con siete cabezas que doña Ratonilda había tenido tras la muerte de sus siete hijos, quien se habría convertido en rey de los ratones. Afirmó que una dama le amaba a pesar de su deformidad. Y dicen que, en verdad, el joven Drosselmeier ha sido visto en Navidades en Nuremberg, en la tienda de su padre. ¡Como Cascanueces, es cierto, pero también como príncipe!

—Y éste es, niños, el cuento de la nuez dura y ahora ya sabéis por qué la gente dice a menudo: «Ésa sí que es una nuez dura» y también a qué se debe que los cascanueces sean tan feos.

Así acabó la narración del consejero jurídico superior. Marie opinó que la princesa Pirlipat era una muchacha abominable e ingrata. Por el contrario, Fritz aseguró que si el Cascanueces quería convertirse en un bravo muchacho no debería tener tantas contemplaciones con el rey de los ratones y que pronto recuperaría su bella estampa anterior.

TÍO Y SOBRINO

Si alguno de mis honorables lectores ha vivido alguna vez la experiencia de cortarse con un cristal, sabrá por sí mismo cuánto duele y cuánto tarda en sanar. Marie tuvo que guardar cama casi una semana entera, pues se mareaba nada más incorporarse. Pero al fin sanó por completo y pudo volver a jugar feliz, como siempre, en la habitación. El armario de cristal estaba precioso, pues había nuevos árboles, casas y bonitas y relucientes muñecas. Ante todo, Marie encontró de nuevo a su querido Cascanueces, que, de pie en el segundo anaquel, le sonreía con todos sus dientecillos sanos.

Y Marie, al mirar a su preferido con el corazón alegre, sintió una repentina angustia en el corazón por lo que les había contado el padrino Drosselmeier, la historia del Cascanueces y de su enfrentamiento con doña Ratonilda y su hijo. Supo entonces que su Cascanueces sólo podía ser el joven Drosselmeier de Nuremberg, el amable sobrino del padrino Drosselmeier, desgraciadamente embrujado por doña Ratonilda. Pues Marie, durante la narración, no dudó un solo instante de que el artesano relojero de la corte del padre de Pirlipat fuera otro que el propio consejero jurídico superior Drosselmeier.

«¿Pero por qué no te ayudó el tío, por qué no te ayudó?», se lamentaba Marie, cuando comprendió con claridad que en la batalla que había presenciado estaban en juego el reino y la corona del Cascanueces. ¿Acaso no estaban todas las demás muñecas subordinadas a él? La inteligente Marie, al sopesar todas estas cosas en su mente, creyó que el Cascanueces y sus vasallos tenían vida y movimiento precisamente en el instante en que ella les concedía esa posibilidad. Pero no fue así, todo en el armario permanecía inmóvil y rígido y Marie, muy lejos de renunciar a su convicción interna, lo achacó a que seguía actuando el hechizo de doña Ratonilda y su hijo de las siete cabezas. Y dijo en voz alta a su Cascanueces:

—Sin embargo, querido señor Drosselmeier, aunque no esté usted en condiciones de moverse o dirigirme la palabra, sé que me entiende y conoce el aprecio que le tengo. Cuente usted con mi apoyo siempre que lo necesite. Al menos rogaré a su tío que, con su habilidad característica, le ayude cuando sea necesario.

El Cascanueces permaneció quieto y en silencio, pero a Marie le pareció sentir en el armario de cristal un suave suspiro, que de forma apenas perceptible pero hermosísima hizo resonar los cristales del armario, como si una voz suave y argentina cantara:

Pequeña Marie,

mi ángel de la guarda,

seré tuyo,

querida Marie.

Marie sintió un frío estremecimiento, acompañado, sin embargo, de un extraño bienestar. Comenzaba a anochecer y el consejero médico entró con el padrino Drosselmeier. Poco después Luise había preparado ya la mesa del té y toda la familia estaba sentada alrededor, narrando todo tipo de alegres historias. Marie acercó en silencio su pequeña butaquita y se sentó a los pies del padrino Drosselmeier. En un momento en que todos estaban callados, Marie miró fijamente con sus grandes ojos azules al consejero jurídico superior y dijo:

—Ahora sé, querido padrino Drosselmeier, que mi Cascanueces es tu sobrino, el joven Drosselmeier de Nuremberg; se ha convertido en príncipe, mejor dicho, en rey. Se ha cumplido exactamente lo que tu acompañante, el astrónomo de la corte, predijo. Pero bien sabes que ha declarado la guerra al hijo de doña Ratonilda, el horrible rey de los ratones. ¿Por qué no le ayudas?

Marie empezó a contar de nuevo la batalla que había presenciado. Las carcajadas de Luise y de su madre interrumpían a menudo su narración. Sólo Fritz y Drosselmeier permanecieron serios.

—¿De dónde saca esta niña cosas tan absurdas? —dijo el consejero médico—. ¿Cómo llegan a su cabeza?

La madre respondió:

—¡Ay, tiene una enorme fantasía! En realidad, no son más que sueños provocados por la altísima fiebre que ha tenido.

—Nada de eso es cierto —interrumpió Fritz—. Mis húsares rojos no son tan ineficaces, Potz Bassa Manelka, si no, ¿cómo iba yo a mezclarme con ellos?

Pero el padrino Drosselmeier, con una extraña sonrisa, tomó a la pequeña Marie en su regazo y dijo con más dulzura que nunca:

—¡Ay, querida Marie, a ti se te ha concedido mucho más que a mí y que a todos nosotros! Tú, como Pirlipat, eres princesa de nacimiento, pues gobiernas en un hermoso y brillante reino. Pero, si quieres aceptar al pobre y deforme Cascanueces, has de sufrir aún mucho, puesto que el rey de los ratones le persigue por todas las veredas y caminos. Pero no soy yo quien puede salvarle. Sólo tú, tú eres la única que puede hacerlo. Sé constante y fiel.

Ni Marie ni nadie supo qué quería decir Drosselmeier con aquello. Incluso al consejero médico le pareció tan extraño, que cogió la mano del consejero jurídico, le tomó el pulso y dijo:

—Queridísimo amigo, usted sufre una fuerte congestión en la cabeza, le voy a recetar algo.

Únicamente la señora consejera médica sacudió pensativa la cabeza y dijo en voz baja:

—Creo sospechar a qué se refiere el consejero jurídico superior, pero no puedo decirlo con claridad.

LA VICTORIA

Poco más tarde, en una noche de luna clara, unos extraños golpes, que parecían provenir de un rincón de la habitación, despertaron a Marie. Parecía como si lanzaran piedrecitas de una pared a otra y, entre medias, se oían pitidos y chillidos repugnantes. Marie gritó asustada:

—¡Ay, los ratones, vuelven los ratones!

Intentó despertar a su madre, pero fue incapaz de pronunciar un sonido, ni siquiera de mover un solo miembro, al ver al rey de los ratones que salía con gran esfuerzo por un agujero de la pared, hasta que al fin comenzó a dar vueltas con sus ojos chispeantes y sus coronas por la habitación. Luego, de un salto enorme, se colocó sobre la mesilla que se encontraba junto a la cama de Marie.

Hi, hi, hi,

tienes que darme tus caramelos,

tus figuritas de mazapán, pequeñaja;

si no, rompo a mordiscos a tu Cascanueces,

a tu Cascanueces.

Así silbaba el rey de los ratones, haciendo chirriar los dientes de forma repelente. Dicho esto, de un gran salto volvió a desaparecer por el agujero de la pared. Marie, aterrorizada por la horrible aparición, amaneció a la mañana siguiente pálida y tan excitada, que apenas era capaz de pronunciar palabra. Cien veces pensó en contárselo a su madre o a Luise, o al menos a Fritz, pero se decía: «¿Habrá alguno que me crea? ¿No van a reírse de mí?».

Tenía claro, sin embargo, que para salvar a su Cascanueces no le quedaba otro remedio que entregar a cambio sus caramelos y sus figuritas de mazapán. La noche siguiente colocó todos los que tenía junto al listón del armario. A la mañana siguiente la consejera médica le dijo:

—¡No sé de dónde salen ahora tantos ratones en nuestro cuarto de estar! ¡Mira, pobre Marie! Se han comido todos tus dulces.

Y así era, en efecto. El voraz rey de los ratones no había encontrado de su gusto el mazapán relleno, pero lo había roído con sus afilados dientes de tal forma que hubo que tirarlo íntegramente. A Marie ya no le importaban nada sus golosinas, sino que, en su interior, estaba inmensamente alegre porque creía haber salvado así a su Cascanueces. ¡Cómo se sintió cuando en la noche siguiente oyó chillidos muy cerca de sus oídos! ¡Ay! El rey de los ratones estaba otra vez allí, y sus ojos chispeaban aún más repugnantemente y el silbido que escapaba por entre sus dientes era aún más repulsivo que la noche anterior.

—Pequeñaja, como no me des tus muñecos de azúcar y de tragacanto, destruiré a tu Cascanueces, a tu Cascanueces.

Y, diciendo esto, el repelente rey de los ratones desapareció de nuevo.

Marie estaba muy afligida. A la mañana siguiente se dirigió al armario y contempló con tristeza sus muñequitos de azúcar y de tragacanto. Y su dolor era justo, mi atenta oyente Marie, pues no puedes imaginarte lo maravillosas que eran las figuritas de azúcar y tragacanto que Marie Stahlbaum poseía. Además de poseer un bello pastor con su pastora, que apacentaban todo un rebaño de blancas ovejas con un alegre perrito que por allí correteaba, había dos carteros con cartas en la mano y cuatro bellísimas parejas de muchachos bien vestidos, con chicas extraordinariamente lindas, que se mecían en un columpio ruso. Además de unos cuantos bailarines estaban también el hacendado Feldkümmel con la doncella de Orleáns, que no le importaban mucho a Marie, pero en el rincón había un niñito de rojos carrillos, su predilecto, y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos.

—¡Ay, querido señor Drosselmeier! —exclamó, dirigiéndose al Cascanueces—. No hay nada que deje de hacer por salvarle a usted. ¡Pero es muy duro!

El gesto del Cascanueces era tan lastimero, que Marie, que además tuvo en aquel momento la visión de las siete fauces del rey de los ratones abiertas para devorar al infeliz joven, decidió sacrificarlo todo. Así pues, por la noche colocó todos sus muñequitos de caramelo junto al listón del armario. Besó al pastor, a la pastora, a las ovejitas y por último sacó también a su predilecto del rincón, el niñito de sonrosadas mejillas de tragacanto, pero lo colocó al final de todos. Al hacendado Feldkümmel y a la doncella de Orleáns les correspondió la primera fila.

—¡Esto es demasiado! —exclamó a la mañana siguiente la consejera médica—. Tiene que haber un enorme y poderoso ratón en el armario de cristal, pues todas las muñequitas de caramelo de Marie están mordidas y roídas.

Marie no pudo aguantar las lágrimas; mas, a pesar de ello, pronto recuperó la sonrisa, pues pensó: «¡Qué importa, si el Cascanueces está a salvo!».

Por la tarde la madre contó al consejero médico el desastre que el ratón estaba organizando en el armario de cristal de los niños y éste comentó:

—Es terrible que no podamos exterminar a ese funesto ratón que anda por el armario y que roe y destroza todas las confituras de Marie.

—¡Ajá! —interrumpió Fritz alegremente—. El panadero de abajo tiene un excelente consejero delegado de color gris; lo voy a subir. Acabará enseguida con la situación. Le cortará la cabeza, aunque sea la mismísima doña Ratonilda o su hijo, el rey de los ratones.

—Y además —comentó entre risas la consejera médica—, saltará por todas las mesas y las sillas, tirando vasos y tazas y destrozando mil cosas más.

—¡Nada de eso! —respondió Fritz—. El consejero delegado del panadero es un tipo hábil; me gustaría poder caminar sobre la punta del tejado con tanta elegancia como él.

—Por lo que más queráis, no traigáis un gato por la noche —rogó Luise, que no podía soportarlos.

—En realidad —dijo el consejero médico—, Fritz tiene razón. También podemos colocar una ratonera. ¿No tenemos ninguna?

—A lo mejor nos la puede hacer el padrino; al fin y al cabo, él las ha inventado —gritó Fritz.

Todos se echaron a reír y, como la señora consejera médica asegurase que en casa no había ninguna, el consejero jurídico superior anunció que él tenía varias. En efecto, al momento hizo traer de su casa una ratonera excelente. Fritz y Marie recordaron con toda vivacidad el cuento del padrino, el de la nuez dura. Y, mientras la cocinera freía el tocino, Marie empezó a temblar y tiritar. Dominada por el cuento y las maravillas que en él ocurrían, dijo a su querida Dore:

—Ay, reina y señora, cuídese usted de doña Ratonilda y de su familia.

Fritz había desenvainado su sable y dijo:

—¡Sí, ésos son los que deberían presentarse ahora! ¡Ya les iba yo a dar para el pelo!

Pero tanto debajo como encima del fogón todo permaneció en silencio y nada se movió. Y cuando el consejero jurídico superior ató el tocino a un fino hilo y colocó con sumo cuidado la ratonera junto al armario de cristal, Fritz exclamó:

—¡Ten cuidado, padrino Drosselmeier, no te vaya a jugar una mala pasada el rey de los ratones!

¡Ay! ¡Qué noche pasó la pobre Marie! Algo frío como el hielo recorrió su brazo de un lado a otro, se colocó, áspero y repugnante, en su mejilla y comenzó a dar pequeños grititos y chillidos en su oído.

El repulsivo rey de los ratones estaba sobre sus hombros. Una espuma roja como la sangre brotaba de sus siete fauces abiertas. Haciendo chasquear y chirriar los dientes, comenzó a sisear en el oído de Marie, que se había quedado paralizada.

Siseo, siseo,

no entro en la casa, no voy al banquete,

no me cazarán, siseo,

dame tus libros de imágenes y todos tus vestidos,

si no, no tendrás paz,

perderás al pequeño Cascanueces,

será roído,

¡hi hi, pi pi, quick quick!

Marie quedó angustiada y preocupada. A la mañana siguiente, cuando su madre entró, estaba pálida y descompuesta. Su madre dijo:

—Aún no ha caído ese malvado ratón en la trampa.

Y, creyendo que Marie estaba triste por la pérdida de sus dulces y que además tenía miedo al ratón, añadió:

—Pero estate tranquila, querida niña, que vamos a deshacernos de ese horrible ratón. Si las trampas no sirven de nada, Fritz traerá su consejero delegado gris.

En cuanto Marie se quedó sola en el cuarto de estar, se acercó sollozando al armario de cristal y habló así al Cascanueces:

—¡Ay, mi querido y buen señor Drosselmeier! ¿Qué es lo que yo, pobre e infeliz niña, puedo hacer por usted? Aunque le entregara a ese repulsivo rey de los ratones todos mis libros, incluso el bonito vestido nuevo que me ha traído el Niño Jesús para que lo roa, ¿no seguirá siempre exigiendo cada vez más, hasta que al final ya no tenga nada que entregarle y quiera roerme a mí misma en su lugar?

Así se lamentaba y se dolía la pequeña Marie, cuando se dio cuenta de que el Cascanueces, desde aquella noche, tenía una gran mancha de sangre en el cuello. Desde el momento en que Marie supo que su Cascanueces era en realidad el joven señor Drosselmeier, sobrino del consejero jurídico superior, ya no le volvió a coger más en brazos, ni a besarle o abrazarle. Una cierta timidez le impedía incluso tener excesivo contacto con él. Mas ahora le cogió con gran cuidado del estante y comenzó a limpiar con su pañuelo la sangre del cuello. Cuál no sería su asombro al notar que el pequeño Cascanueces entraba en calor y comenzaba a moverse en sus manos. Con gran rapidez volvió a colocarlo en su estante y vio que su pequeña boca comenzaba a moverse. Con gran esfuerzo susurró el pequeño Cascanueces:

—Ay, apreciada demoiselle Stahlbaum, querida amiga, yo os lo debo todo. No, no sacrifiquéis por mí ni un solo libro de imágenes ni vuestro vestido de Navidad. Conseguidme únicamente una espada, una espada, y del resto ya me ocuparé yo, aunque él…

El Cascanueces comenzó a perder la voz, y su mirada, que un momento antes, llena de vida, expresaba su profundo dolor, se volvió otra vez rígida y muerta. Marie no sintió el más mínimo miedo, sino que comenzó a saltar de alegría, pues al fin conocía un medio para salvar al Cascanueces sin tener que hacer más dolorosos sacrificios. ¿Pero dónde conseguir una espada para el pequeño?

Marie decidió pedir consejo a Fritz, y por la noche, cuando sus padres habían salido, estando solos en el cuarto de estar junto al armario de cristal, le contó todo lo que había ocurrido con el Cascanueces y el rey de los ratones y cómo ahora lo importante era salvar al Cascanueces. Nada preocupó tanto a Fritz como el que, según lo que Marie le había informado, sus húsares se hubiesen portado tan mal en la batalla. Volvió a preguntar con toda seriedad si de verdad había ocurrido así, y Marie le dio su palabra de honor. Entonces Fritz se fue rápidamente al armario de cristal, soltó a sus húsares un discurso patético y luego, como símbolo de su egoísmo y cobardía, les fue quitando uno a uno la insignia de la gorra y además les prohibió tocar la marcha de guardia de los húsares durante todo un año. Una vez cumplido su deber, se volvió de nuevo a Marie y dijo:

—Por lo que al sable se refiere, yo puedo ayudar al Cascanueces, pues ayer mismo pasé a la reserva a un anciano coronel de los coraceros, quien, consecuentemente, ya no necesita su hermoso y afilado sable.

El mencionado coronel disfrutaba de la pensión que Fritz le había concedido en el último rincón de la tercera balda. Le sacaron de allí, le quitaron su sable de plata, que, en efecto, era hermosísimo, y se lo colocaron al Cascanueces.

A la noche siguiente, Marie no podía dormir de puro miedo. A medianoche le pareció oír en el cuarto de estar incesantes murmullos, tintineos y crujidos. Y de repente comenzó: «¡Quick!».

—¡El rey de los ratones! ¡El rey de los ratones! —gritó Marie.

Llena de horror, se levantó de la cama de un salto. Todo estaba en silencio; pero pronto oyó unos suaves, muy suaves, golpes en la puerta y se oyó una fina voz:

—¡Excelentísima demoiselle Stahlbaum, abrid tranquila, traigo felices noticias!

Marie reconoció la voz del joven Drosselmeier, se echó la bata sobre los hombros y abrió volando la puerta. Fuera estaba el pequeño Cascanueces, con la espada ensangrentada en la mano derecha y una vela en la izquierda. En cuanto vio a Marie, se colocó rodilla en tierra y habló así:

—Vos, ¡oh señora!, habéis sido la única que fortaleció mi ánimo con valor caballeresco y dio fuerza a mi brazo para enfrentarme al insolente que se atrevió a ofenderos. ¡Herido de muerte yace el traidor rey de los ratones, revolcándose en su sangre! ¡Señora! ¡No rehuséis aceptar el signo de la victoria de manos de vuestro caballero, fiel y sometido a vos hasta la muerte!

El Cascanueces se quitó las siete coronas de oro del rey de los ratones que llevaba colocadas en el brazo izquierdo y se las entregó a Marie, quien, llena de alegría, las aceptó. El Cascanueces se levantó y continuó:

—¡Ay, mi excelsa demoiselle Stahlbaum! ¡Cuántas cosas maravillosas podría enseñaros en este momento, una vez vencido mi enemigo, si fuerais tan benevolente de seguirme sólo unos cuantos pasos! ¡Ah, hacedlo así, excelsa demoiselle!

EL REINO DE LAS MUÑECAS

Queridos niños, creo que ninguno de vosotros habría vacilado ni un segundo en seguir al honrado y bondadoso Cascanueces, quien nada malo podía tener en su pensamiento. Marie menos aún, pues sabía hasta qué punto podía reclamar el agradecimiento del Cascanueces y estaba convencida de que mantendría su palabra y le mostraría multitud de maravillas. Así pues, dijo:

—¡Voy con usted, señor Drosselmeier, pero que no sea muy lejos, pues no he dormido nada aún!

—Entonces —respondió el Cascanueces—, elegiré el camino más corto, aunque es algo más incómodo.

Comenzó a caminar. Marie le siguió hasta que se detuvo ante el enorme armario ropero del pasillo. Con gran asombro, Marie constató que sus puertas, siempre cerradas con llave, estaban ahora abiertas y dejaban ver claramente el abrigo de viaje, de piel de zorro, de su padre, que colgaba en primera fila. El Cascanueces trepó con gran habilidad por la moldura y los adornos hasta que pudo agarrar la gran borla que, sujeta de un grueso cordón, colgaba en la espalda del abrigo. Al tirar el Cascanueces de la borla, una preciosa escalerilla de madera de cedro se desenrolló a lo largo de la manga.

—¡Haced el favor de subir, querida demoiselle! —exclamó el Cascanueces.

Así lo hizo Marie. Apenas había alcanzado el alto de la manga y asomado por el cuello, cuando una luz cegó sus ojos. Súbitamente, se encontró en un prado de delicioso aroma en el que millones de pavesas centelleaban como pulidas piedras preciosas.

—Nos encontramos en el prado de caramelo —dijo el Cascanueces—, pero en un momento cruzaremos aquella gran puerta.

Marie levantó la vista y descubrió la bellísima puerta que se levantaba en el prado, unos pocos pasos delante de ella. Parecía estar construida de mármol veteado de blanco, marrón y color pasa, pero, al acercarse y cruzarla, se dio cuenta de que estaba hecha de almendras garrapiñadas y pasas, por lo que, como había asegurado el Cascanueces, se llamaba la puerta de las almendras y las pasas. Alguna gente vulgar la llamaba inadecuadamente «la puerta de la comida de estudiantes».

En una galería que partía de aquella puerta, aparentemente de azúcar de cebada, había seis monitos vestidos con juboncillos rojos, tocando la más bella música de jenízaros turcos que se pueda oír, de forma que Marie apenas se dio cuenta de que seguía caminando por baldosas de mármol de colores, que en realidad no eran otra cosa que bonitos y artísticamente trabajados racimos de moras.

Pronto se sintió envuelta en los más dulces aromas, procedentes de un maravilloso bosquecillo que se abría a ambos lados. Por entre el oscuro follaje brotaban brillos y chispas tan luminosos, que se podían ver con toda claridad los frutos dorados y plateados que pendían de tallos multicolores y los troncos y ramas, adornados con cintas y ramos de flores, como felices parejas nupciales y alegres invitados. Y, cuando los aromas a naranja se levantaban como un céfiro ondulante, se oía el murmullo de las hojas y las ramas, el oro embriagador crujía y crepitaba, y su sonido era como una música jubilosa a cuyo ritmo habían de saltar y bailar las centelleantes lucecillas.

—¡Ay! ¡Qué bonito es esto! —exclamó Marie, entusiasmada y feliz.

—Estamos en el Bosque de Navidad, estimada demoiselle —respondió el pequeño Cascanueces.

—¡Ay, si pudiera quedarme aquí un rato! —continuó Marie—. ¡Es todo tan hermoso!

El Cascanueces dio un par de palmadas con sus manitas. Al momento se acercaron pastorcillas y pastorcillos, cazadores y cazadoras (que Marie, a pesar de que llevaban un rato paseando por el bosque, hasta entonces no había visto), tan blancos y delicados que podría pensarse que eran de puro azúcar. Traían un maravilloso sillón dorado, sobre el que colocaron un blanco cojín de regaliz, y con toda cortesía invitaron a Marie a que se sentara en él. En cuanto lo hubo hecho, pastores y pastoras iniciaron un delicado baile acompañado por la música que, con gran corrección, tocaban los cazadores con sus cuernos. Luego desaparecieron todos entre los arbustos.

—Disculpad —dijo el Cascanueces—, estimadísima demoiselle Stahlbaum, que el baile haya resultado tan miserable, pero toda esa gente pertenecía a nuestro ballet de alambre y lo único que pueden hacer es repetir una y otra vez lo mismo. Y existen también sus motivos para que los cazadores tocaran tan adormilada y lánguidamente. Pues, aunque el cesto de golosinas cuelga en el árbol de Navidad justo encima de vuestras narices, sigue estando demasiado alto. ¿Pero qué os parece si seguimos paseando un poco?

—¡Ay! ¡Todo ha sido tan hermoso y a mí me ha gustado tanto…! —manifestó Marie a la vez que se levantaba y seguía al Cascanueces.

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5250 str.
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9782380374124
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