Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 33

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Mientras Jo se esforzaba en vano en alisar el rebelde pelo de su hijo y recuperaba el libro de la chiquilla, Meg trataba de componer los desgarrones que presentaba la falda de Jossie. Ya estaban todas acostumbradas a estas escenas.

Apareció entonces Daisy y la conversación se generalizó.

―¿No sabéis? Acaban de preparar una cantidad enorme de pastas para el té ―anunció Teddy con entusiasmo.

―¡Oh! Ted es un aficionado a ellas. La última vez comió tantas que ha engordado con exceso.

Y al decir eso, Jossie miraba maliciosamente a su primo, que precisamente destacaba por su delgadez.

Nan se excusó.

―Me gustaría quedarme. Pero tengo que visitar a Lucy Dove. Tiene un panadizo que ya debe ser cortado. Tomaré el té en el colegio.

Tom aprovechó la oportunidad.

―¿Sabes? Te acompañaré con objeto de sumar experiencias. Además, así podré ayudarte.

―¡Callad, por favor! ―suplicó «el león»―. Daisy se pone mala oyendo hablar de operaciones. Mejor será dedicarnos a las pastas de té.

―¿Qué se sabe del «Comodoro? ―preguntó Tom.

―Está camino de casa. También Dan va a venir pronto. ¡Oh, qué ganas tengo de tener reunidos a todos los muchachos en el Día de Gracias! ―contestó Jo, ilusionada ya con la idea.

―Por poco que les sea posible ninguno va a faltar. Incluso Jack sería capaz de arriesgar un dólar con tal de asistir a uno de nuestros almuerzos de viejos camaradas ―rio Tom.

―Y valdrá la pena, creo yo. Ya estamos cebando el pavo. Va a estar…

Y Teddy se relamía sólo de pensarlo.

―Además tendremos que organizar otra fiesta para cuando se marche Nath ―sugirió Nan, y añadió―: Estoy convencida que va a tener mucha suerte por esos mundos.

Daisy se ruborizó al oír que mencionaban a Nath, y en su fuero interno compartió el pronóstico de Nan.

―Tía Teddy dice que Nath tiene mucho talento y que después de pasar un tiempo en el extranjero estará en condiciones de labrarse un porvenir aquí.

―Son inútiles los pronósticos, cuando se refieren a gente joven ―terció Meg, suspirando―. Lo realmente importante es que sean buenos y de provecho. Por lo demás cada cual actúa en la vida según su íntima inclinación. Al que realmente quisiera ver establecido es a Dan. Tiene ya veinticinco años y ¿qué es lo que desea? Yo creo que ni él mismo lo sabe.

―Por de pronto podemos asegurar que la experiencia está siendo su mejor guía. No te quepa duda, ya encontrará algún lugar que le agrade y en él echará raíces. Por mi parte, aunque no llegase a hacer nada grande en la vida, me conforme con que sea un hombre honrado.

La defensa que Jo hizo de Dan, «la oveja negra», entusiasmó a Ted que le tenía como un ídolo. El muchacho aplaudió a rabiar.

―¡Muy bien, mamá! Dan vale por doce Jacks o por doce Neds, que andan por ahí desesperados por hacerse ricos. Ya verás como algún día nos sorprenderá con algo importante…

―También yo lo creo así ―intervino Tom―. Dan es de los que hace cosas gloriosas. Tiene fibra de genial. Ahora, ¿qué será? Lo mismo puede sorprendernos bajando las cataratas del Niágara dentro de un barril, como escalando el Everest solo y en invierno.

―Algo hay de eso ―aceptó Jo―. Pero yo prefiero que mis muchachos saquen directamente la experiencia de la vida. Lo que no me gustaría de ninguna manera es dejarlos solos en una gran ciudad, expuestos a infinidad de tentaciones. No me preocupa Dan, no. Se está forjando el carácter y como su fondo es bueno…

―¿Qué se sabe de John? ―preguntó Tom.

―Va por la ciudad como un desesperado. Tiene que apechugar con todo, desde las reseñas de los sermones a las carreras de caballos. Pero tiene voluntad y auténtica afición. Yo estoy convencida de que llegará a ser un auténtico gran periodista ―afirmó proféticamente tía Jo.

―«En nombrando al ruin de Roma…» ―exclamó Tom, gratamente sorprendido, mirando a un joven que se acercaba corriendo, y con un periódico sobre la cabeza.

Como una tromba, Ted corrió al encuentro de su primo, y gritó a todo pulmón en son de burla:

―¡Extra! ¡Extra! ¡Diario de la noche! Espantosa catástrofe…, ha explotado un polvorín. ¡Huelga de estudiantes de latín! ¡Extra! ¡Extra!

Por su parte, «Medio-Brooke» gritó también alegremente:

―¡Atención! ¡Ha llegado el «Comodoro»!

La noticia fue acogida por el grupo con alegría. Todos quisieron leer el periódico que anunciaba la llegada del Brenda, con matrícula de la ciudad de Hamburgo.

―He podido hablar con él. Está bien. Muy contento y curtido por el sol y el aire marino. Está muy contento. Espera ser segundo piloto, ya que el otro ha sufrido un accidente y está con una pierna rota…

Instintivamente pensó Nan: «Tendré que visitarle». Pero la conversación continuaba:

―¿Y Franz?

―¡Otra noticia! ¡Franz se va a casar! Sí, sí. La novia se llama Ludmilla Hildegard Blumenthal. De muy buena familia, y muy bella. Franz desea venir a ver al tío para pedirle el consentimiento. Luego, ¡ya lo tenemos convertido en un auténtico burgués!

―Es una alegría para mí. Nada me satisface tanto como ver que mis muchachos se van casando. Que encuentren excelentes mujercitas. Ahora ya estaré tranquila con respecto a Franz ―exclamó Jo, con satisfacción.

―Pues yo pienso lo mismo ―dijo Tom, mirando a Nan por el rabillo del ojo―. Soy de la opinión qué tanto los jóvenes como las muchachas deben apresurarse a contraer matrimonio. Cuanto antes, mejor. ¿No es cierto, John?

―Sí, claro. Siempre que se encuentre pareja. Desde luego no es conveniente que los jóvenes se vayan de Nueva Inglaterra. La población femenina excede a la masculina y a este paso no sé…

Nan aprovechó la oportunidad.

―Mejor así. Si sobran mujeres, nosotras podremos dedicarnos a lo que más nos agrade sin defraudar a nadie.

Tom dio un respingo al oír estas palabras. El suspiro que se le escapó hizo reír un buen rato a todos los concurrentes.

―Las mujeres útiles como tú son muy necesarias ―dijo Jo, mientras seguía remendando calcetines―. Por eso estoy orgullosa de tus propósitos y te deseo grandes éxitos. Incluso pienso a veces que también yo debí permanecer soltera. Sin embargo, me casé, y no lo siento.

―Tampoco yo. Porque ¿qué hubiera sido de mí sin mi mamaíta? ―exclamó Teddy cómicamente, Y con un súbito arranque, estrujó a su madre. Más que un abrazo era un zarpazo de oso.

Una vez se hubo librado de la efusión de su vehemente hijo, Jo recompuso su peinado, enderezó el cuello de su vestido y falsamente severa reprendió a Ted.

―Si de vez en cuando te lavaras las manos y reprimieras tus impulsos, mis vestidos te lo agradecerían. No te quepa duda.

En aquel momento sonó la voz de Jossie, que se hallaba en la plaza, algo separada del grupo. Con un gran patetismo, empezó a recitar los versos de «Julieta en la tumba». Tanto arte y realidad puso en su declamación que cuando terminó todos prorrumpieron en aplausos, que ella recibió sofocada, como sorprendida.

Jo arrojó un ramillete multicolor a su sobrina. Estaba compuesto por los calcetines que acababa de zurcir y era como un ramo de flores a una artista insigne.

―Ahora comprendo lo que sentiría mamá cuando yo decía que sería actriz ―se lamentó Meg.

―No tendrás más remedio que aceptar lo inevitable, Meg ―dijo Jo―. Es evidente que tu hija ha nacido para actriz.

John «Medio-Brooke», para contentar a su madre, quiso reprender a Jossie, pero la muchacha se burló de él.

Jo se puso a reír, verdaderamente divertida.

―Vaya par de hijos tienes, Meg. Jossie tenía que haber sido hija mía, y Rob, hijo tuyo. Sólo que entonces mi casa sería la torre de Babel y la tuya un paraíso.

Y recogiendo sus enseres de labor se levantó y, con Meg, empezó el regreso a su casa, dejando a Ted burlándose de Jossie.

Nan emprendió el camino hacia el domicilio de sus pacientes. A su zaga ―cómo no― el constante Tom, feliz de poder hacerle compañía.

CAPÍTULO II

«EL PARNASO»

El nombre era el más apropiado que se le podía haber puesto. Parecía realmente la mansión de las Musas, especialmente aquella tarde.

A través de una de las ventanas de la biblioteca podía verse a Clío, Calíope y Urania. En el salón, bailaban Terpsícore y Talía. Erato paseaba con su amante por el jardín, y de la sala de música salían las voces de un afinado coro. Era la mansión de las artes. Laurie, nuestro antiguo amigo, era un Apolo algo maduro ya; pero siempre guapo y simpático. Las preocupaciones y dificultades, de un lado, y el bienestar posterior, de otro, le habían remodelado. Era ahora un distinguido caballero, sereno y señorial, sencillo y amable.

Indudablemente, a ciertas personas les conviene la prosperidad y no las envanece. Son como flores que crecen mejor a pleno sol. Otras, en cambio, viven mejor en un modesto rincón.

Laurie, como su esposa, era de los primeros. Desde su boda, la vida fue para ellos como una especie de poema. No sólo feliz, sino también útil, pródiga en bondad, que unida a su fortuna permitía una constante y callada caridad.

El lujo de su casa era refinado, pero no ostentoso. Artistas de toda índole sabían que encontrarían en ella la amable hospitalidad de aquellos magnánimos anfitriones, amantes de todo cuanto representase belleza. Laurie se mostraba especialmente generoso con los músicos. Amy favorecía mayormente a jóvenes pintores, mucho más desde el momento en que su hija compartió con ella la inclinación a estas artes.

Sus hermanas sabían bien dónde la encontrarían. Por eso fueron directamente al estudio, donde trabajaban madre e hija. Bess se afanaba retocando un busto de un niño. Amy estaba terminando otro busto, el de su marido.

Podría decirse que el tiempo no había dejado huella en Amy. Después de diez años, sólo gracias a la felicidad vivida podía conservarse tan bella y joven. Era una dama muy distinguida. Por su posición e inclinación había adquirido una gran cultura. Tanto en los modales, en el gesto, en el hablar, como en el vestir elegante y sencillo, revelaba la delicadeza de sus gustos y un innato refinamiento.

Bess era el vivo retrato de su madre. De ella había heredado la bella figura de Diana cazadora, sus ojos azules, la blancura de su cutis y el fino y dorado pelo. Esta belleza se completaba con una naricilla correcta y una boca de perfecto trazo, que recordaban las de su padre. Vestida como estaba, con la sencilla blusa de trabajo, resultaba encantadora.

Jo entró alegremente en el estudio:

―Interrumpid vuestro trabajo y oídme. Traigo noticias.

Madre e hija dejaron sus obras y con Laurie, que acudió presuroso avisado por Meg, rodearon a Jo para escucharla. Ella les comunicó las nuevas que tenía de Franz y de Emil.

Laurie bromeó:

―Eso es peligroso, Jo. Te prevengo. Va a declararse una epidemia en tu rebaño, que lo diezmará. Eso se contagia. Prepárate, porque en esos próximos diez años van a ocurrir grandes cosas. Tus muchachos se meterán en aventuras y…

―Lo sé. Espero poder sacarlos con bien de ellas. Indudablemente es una responsabilidad para mí. Pedirán mi consejo en sus asuntos amorosos. Incluso querrán que se los solucione… En parte me gusta: lo confieso. En cuanto a Meg, más que gustarle le entusiasmará.

―¿Tú crees? No creo que goce mucho cuando Nath zumbe alrededor de Daisy. Verás, como director de orquesta también recibo alguna confidencia de los muchachos. También me piden consejo y me gustaría poder dárselo ―dijo Laurie ya en serio.

Discretamente, Jo indicó la conveniencia de no hablar de aquello en presencia de Bess, que se había puesto de nuevo a trabajar.

Laurie sonrió.

―¿Bess? No hay cuidado. No se entera de nada. En este momento, con su arte, es como si se encontrara en Atenas. De todas formas, es conveniente deje ya eso. Lleva demasiado tiempo en el estudio y conviene dosificar esfuerzos.

Se acercó a Bess y la tomó por los hombros.

―Debieras dejar eso por ahora. ¿Por qué no vas a enseñar a tía Meg los nuevos cuadros? ―Al hablar a su hija, Laurie la miraba con la complacencia con que Pigmalión debió mirar a Galatea. Consideraba a Bess como la más bella obra de arte de la casa.

―Muy bien, papá. Pero dime, ¿qué te parece lo que estoy haciendo?

―¿Quieres mi opinión sincera? Allá va, pues. Debo advertirte que ese niño tiene un carrillo más abultado que el otro. Sobre su frente tiene algo que más se parece a unos cuernos que a unos rizos rebeldes. Ahora, si dejamos aparte estos detalles, creo que podría rivalizar con los querubines de Rafael. Estoy orgulloso de ti.

Laurie subrayó sus palabras con francas risas. Recordaba las primeras tentativas artísticas de Amy y, hoy por hoy, le era imposible tomar en serio las obras de Bess.

―Lo que pasa es que sólo ves belleza en la música ―protestó Bess.

―En ti también la veo, hijita. Y no sé qué puede ser arte, sino lo eres tú. Pero te quiero más humana. Que sepas dejar la arcilla y el mármol para salir al sol, correr, bailar y saltar. Deseo que mi hija sea una niña absolutamente normal, aunque tenga alma de artista. ¿Comprendido?

Bess abrazó a su padre con mimoso gesto. Muy seriamente, pero con gran ternura contestó:

―No olvido nunca, papá, que me han dicho que tengo que hacer algo de que pueda estar orgullosa. Mamá insiste muchas veces en que no trabaje tanto. Pero, cuando estoy en el estudio, olvido todo lo demás. Me siento feliz y el tiempo pasa sin que me dé cuenta. Pero ahora voy a complacerte. Saltaré y correré como tú deseas.

Se despojó de la blusa que dejó en un rincón y salió del estudio. Parecía que con ella se iba la luz.

Amy suspiró; luego habló a su esposo:

―Me alegro que le hayas hablado en estos términos. Es demasiado joven para dedicarse al trabajo con tanto afán. Sueña demasiado con su arte. He de confesar que buena parte de culpa es mía. Veo con simpatía sus aficiones y tal vez por eso no la refreno bastante.

―Pero no olvides que una hija no debe ser necesariamente el espejo de su madre. Ni conviene que lo sea ―sentenció Jo―. Lo lógico es que padre y madre compartan el goce y la satisfacción de educarlos a fin de que en los hijos se manifiesten las características de ambos. No de uno solo.

―¡Estupendo, Jo! ―aplaudió Laurie―. Presentía que me ayudarías. Estoy algo celosillo de Amy por causa de Bess. Yo quisiera que no absorbiera tanto a nuestra hija. Que la niña se me pareciese más en los gustos y preferencias… ¿Sabes? Se me ocurrió una idea. Podemos convenir un trato. Nos la repartiremos por temporadas. En una época procuraré ir formándola yo; en otra, tú… ¿Te parece bien, Amy?

―Es muy acertado. Además, gustándote a ti me complace aceptarlo.

Los tres quedaron un momento silenciosos. Amy miró al jardín por la ventana para ver a Bess. Los recuerdos acudieron a su memoria.

―¡Cómo me gustaba montar a horcajadas en la rama baja del viejo peral! Ni montando caballos auténticos he gozado tanto como entonces.

―Había peleas por montar. ¿Y las famosas botas viejas? ¿Os acordáis de ellas? ―rio Jo―. Nos iban grandísimas, pero ¡qué apuestas nos sentíamos con ellas!

―Mis más gratos recuerdos son menos románticos. Se refieren a la cazuela, a las salchichas… ¡Cuánto hemos gozado! ¡Cuánto tiempo ha pasado ya de todo aquello! ―Y al decirlo, Laurie miraba a Amy y a Jo, como si le costase relacionarlas con aquellas muchachitas, fina y delicada la primera y terriblemente revoltosa la segunda.

―Pareces empeñado en hacernos aparecer como viejas ―protestó Amy―. La realidad es que acabamos de florecer. Es más, con nuestros capullos alrededor formamos un bonito ramo.

Para refrendar sus palabras, Amy compuso los pliegues de su vestido de muselina rosa y saludó gentilmente.

―De todo ha habido. Rosas, espinas, hojas muertas… No, no han faltado las preocupaciones. Incluso ahora ―añadió Jo.

―Bueno, bueno, bueno. No vayamos ahora a ponernos ―tristes. Permítanme, bellas damas, acompañarlas hacia el salón. Tomaremos una taza de té. Creo que ha de sentarnos de maravilla.

En el salón encontraron a Meg. En aquella habitación se había instalado una especie de santuario familiar. En las paredes había tres retratos, y sobre dos rinconeras, sendos bustos de mármol. Los únicos muebles eran un diván y una mesa ovalada con un búcaro de flores.

Los bustos eran de John y de Beth, ambos obra de Amy. Reflejaban la serena placidez y belleza que recuerda aquella frase: «el yeso representa la vida, el barro la muerte y el mármol la inmortalidad». A la derecha, colgaba el retrato del señor Laurence, con su clásica expresión en la que armonizaban la bondad y la altivez. Frente por frente, el retrato de tía March, legado a Amy, en que aparecía con un enorme tocado, ampulosas mangas y largos mitones.

En el sitio de honor figuraba el retrato de la madre amada, pintada por un gran artista, al que ella favoreció cuando era un desconocido. El lienzo era magnífico; tan lleno de vida que desde él parecía lanzar un perenne consejo a sus hijas: «Sed felices; aún estoy entre vosotras».

Las tres hermanas permanecieron un momento en silencio mirando el retrato de su madre. El recuerdo estaba en sus corazones y ningún otro podía reemplazarlo.

Con voz emocionada, Laurie formuló un deseo:

―Lo mejor que deseo para mi hija es que llegue a ser una mujer como vuestra madre. Todo lo bueno que pueda haber en mí a ella se lo debo.

En aquel momento, en el salón de música se oyó una voz juvenil que empezó a cantar el Ave María. Era Bess que, sin saberlo, parecía querer complacer el deseo de su padre cantando aquella dulce plegaria que tanto gustaba a «mamá».

Como atraídos por aquella voz llegaron Nath y John, Teddy y Jossie; después lo hicieron también el profesor con su fiel Rob, «el cordero».

El profesor Bhaer había encanecido, pero estaba fuerte y alegre como en sus mejores tiempos. Era feliz enseñando. Roberto se le parecía tanto que ya se le llamaba también «el joven profesor», lo cual le complacía mucho hasta el punto de esforzarse en imitar a su padre. Con expresión radiante, el profesor se sentó al lado de su esposa.

―De manera que vamos a tener entre nosotros al alguno de los chicos, ¿eh?

―¡Oh, Fritz! Estoy encantada con lo de Emil. Espero que lo de Franz te parezca bien. ¿Conocías a Ludmilla? Será una buena boda, ¿verdad? ―preguntó Jo, mientras servía a su esposo una taza de té. Inconscientemente se acercó a él, como lo hacía en ocasiones buscando refugio y protección.

―¡Oh, sí! Será una buena boda. A Ludmilla la conocía cuando fui a colocar a Franz. Entonces era una muchachita, pero muy bella y cariñosa. Me parece que Franz será feliz. Los Blumenthal son alemanes como yo, y esa boda unirá más la vieja patria con la nuestra.

―En cuanto a Emil, ¡va a ser segundo piloto en el próximo viaje! ¡Qué contenta estoy de que los chicos vayan saliendo adelante! Por ti especialmente. Sacrificaste tanto por ellos y por mí… ―dijo Jo con emoción, poniendo su mano sobre la de su marido, con la dulzura de una novia.

Rio él para disimular su turbación. Se inclinó suavemente y le susurró muy quedo al oído:

―El afortunado fui yo. De no haber venido a América no te habría conocido, mi queridísima Jo. Los tiempos duros ya pasaron, gracias a Dios. Ahora, la bendición de vivir a tu lado es insuperable.

Repentinamente, Teddy tuvo una de sus ocurrencias. A grandes voces gritó:

―¡Atención, señoras y señores! Aquí hay una parejita haciéndose el amor.

Jo quedó azorada por las risas de los presentes, provocadas por «el león». En cambio su marido sonreía satisfecho. Al profesor le complacía pregonar lo muy enamorado que estaba de su esposa.

A una señal del señor Bhaer, se acercó Nath, que respetuosamente escuchó las palabras de aquel hombre que tanto apreciaba.

―Tengo unas cartas de recomendación para ti. Van dirigidas a unos antiguos y buenos amigos míos de Leipzig, cuya ayuda te será muy valiosa en tu nueva vida. Tómalas y procura vencer la añoranza de tus primeros tiempos.

―Muchas gracias, señor. Sé que la sentiré de todos ustedes. Luego, cuando vaya haciendo nuevas amistades y progresando en la música, ya será distinto ―contestó Nath con sentimiento. Deseaba y temía el momento de dejar a todos sus viejos amigos. Lo sentía de veras. No podía remediarlo.

Era un hombre ya. Pero en sus ojos azules había todavía aquella ingenuidad de sus años infantiles, y de su expresión casi podría adivinarse la extraordinario afición que sentía por la música. Modesto, afectuoso y atento, Jo le consideraba digno de cariño y confianza. Sin embargo, dudaba acerca de sus posibilidades de ser alguien importante, salvo que el nuevo rumbo que emprendiera diera más entereza a su carácter.

―Todas tus cosas las ha marcado Daisy. De modo que en cuanto hayas recogido tus libros podremos hacer el equipaje ―le dijo Jo con naturalidad. Estaba tan acostumbrada a la partida de sus muchachos que ya era imposible la alterase una súbita excursión al Polo Norte.

Nath enrojeció al oír el nombre de Daisy mientras el corazón aceleraba el ritmo de sus latidos sólo de pensar que las blancas manos de la muchacha habían marcado su ropa con tanto cariño. Interiormente deseaba triunfar para poner gloria y dinero a ―los pies de Daisy.

Jo lo sabía bien. Aunque Nath no era el hombre que ella hubiera deseado para su sobrina comprendía que la influencia de la muchacha podía hacerle mucho bien. Tal vez por ella sería capaz de superarse y triunfar. Por otra parte, era indudable que se querían.

Sin embargo, Meg no se sentía satisfecha. Ella deseaba para su hija el mejor hombre del mundo. Se mostraba amable con el muchacho, pero, con la firmeza de que son capaces las personas de carácter dulce, se mantenía intransigente. Había sido siempre una romántica, pero tratándose del porvenir de su hija se mostraba firme. Opinaba que Nath no estaba aún suficientemente formado y que el porvenir de los músicos no solía tener mucha solidez. En cuanto a Daisy, era excesivamente joven para pensar en amoríos. Más adelante… tal vez. Ahora, no.

Como siempre, la interrupción de Teddy fue ruidosa y ocurrente:

―¡Atención! Ahí llegan Platón y sus discípulos.

«Platón», según el muchacho, era el señor March; sus discípulos, los muchachos y muchachas que le acompañaban.

Bess corrió a su encuentro. Desde que faltaba la abuelita, ella cuidaba del abuelo. Era conmovedor ver su solicitud, y contrastaban sus rubios cabellos con los blancos del viejecito cuando ella se inclinó para acercarle la butaca.

Laurie le ofreció té y pastelillos. Sin embargo el señor March tomó un vaso de leche fresca que Bess le ofrecía.

Se acercó entonces Jossie, acalorada por una discusión sostenida como de costumbre con Teddy, que gozaba molestándola. Apasionadamente, la muchacha preguntó:

―Dime, abuelo: ¿es cierto que las mujeres han de obedecer siempre a los hombres, sólo porque son más fuertes? ―y deseaba una respuesta negativa para apabullar a su primo.

―Así ha sido hasta ahora. Se trata de una antigua creencia. Pero las cosas van cambiando y mucho tendrán que apretar los jóvenes de ahora si quieren seguir llevando la batuta. Porque las muchachas van cada día más preparadas ―le contestó el abuelo.

―¡Claro que sí! ―corroboró Jossie, ya más animada―. Yo demostraré que una mujer puede hacer un trabajo tan bien como un =hombre. No quiero reconocer que mi cerebro sea menos valioso que el de ese cabezota, aunque sea algo más pequeñito que el suyo. ¡No quiero!

Teddy no se molestó por la alusión. Al contrario, continuó burlándose de su prima.

―Bueno, bueno. Pero yo de ti no movería así la cabeza. Porque tu pequeño cerebro debe rebotar dentro de ella de un lado a otro.

Para subrayar su broma, Teddy rio a grandes carcajadas. El abuelo intervino:

―Vamos a ver. ¿Cómo habéis empezado vuestra guerra civil?

Ted se lo explicó:

―Estábamos leyendo La Ilíada. Al llegar al pasaje en el que Zeus dice a Juno que si intenta averiguar sus planes le dará unos latigazos, Jossie se enfadó porque Juno se calla sumisamente. Yo le he dicho que me parecía muy bien que obedeciese porque las mujeres, que no entienden mucho de según qué cosas, deben obedecer a los hombres.

―La verdad es que no me convencéis ni tú ni los héroes de Homero. ¡Valientes héroes! Todo lo esperaban de las diosas Palas, Venus y Juno, y ellas, aunque diosas, eran mujeres. No lo olvides, Fred. Yo prefiero héroes como Napoleón y Grant. ¡Esos lo eran de verdad! ―replicó Jossie con ardor.

Tío Laurie intervino con una sonrisa comprensiva.

―Así me gusta, muchachos. Que defendáis con ardor vuestros puntos de vista. Nosotros seremos testigos de vuestra pelea oratoria. ¡Adelante con la polémica!

Pero en aquel momento apareció Jo, reclamando al «león» para la cena. Teddy dudó un momento, pero después siguió a su madre.

Jossie aprovechó la oportunidad para vengarse de las pullas que su primo siempre le lanzaba.

―¡Oh, qué vergüenza! Un soldado que abandona el campo de batalla porque la cena le espera.

Ted encajó bien el golpe. Señalando cómicamente a su madre contestó:

―Si no fueras tan ignorantuela sabrías que el primer deber del buen soldado es la obediencia. Y como el general ha dicho a cenar…, ¡pues a cenar!

En aquel momento entró un joven en la estancia. Estaba muy moreno, vestía un traje azul, y su rostro expresaba una gran alegría.

―¡Ah, de la casa! ¿Dónde se han metido ustedes?

―¡Emil! ¡Es Emil! ―gritó Jossie, y junto con Teddy corrieron a abrazar al recién llegado.

Pronto estuvieron todos reunidos a su alrededor, visiblemente satisfechos de tenerle entre ellos.

El recién llegado fue saludando a todos, feliz y emocionado.

―Realmente, no pensaba poder escapar hoy. Pero se presentó la oportunidad y como veis la aproveché bien. Pero en Plum no encontré ni un alma. ¡Afortunadamente aquí están todos los que buscaba! ¡Qué alegría! ―Y mientras así hablaba, permanecía como centro del grupo, erguido, con las piernas separadas como para conservar el equilibrio en un barco zarandeado por las olas.

―¡Oh, Emil, hueles a brea y a salobre! ¡Me encanta aspirar tu aroma!

―¡Tate, Jossie! Que te veo las intenciones. Deseas saber qué es lo que traigo, ¿verdad? Ahora lo veremos. Pero déjame fondear.

Sin soltar los paquetes que llevaba, Emil tomó `asiento. Luego empezó a distribuirlos formulando animadas observaciones.

―Para Jossie, la impaciente, las flores del mar: este collar de coral.

La muchacha lo recibió con entusiasmo, y se lo puso con presteza.

―El trabajo de las sirenas, para Ondina. ―Con estas palabras entregó una cadenita de plata con nacaradas conchas a la contentísima Bess.

―Daisy será feliz con un violín, ¿no es así? ―Y le entregó un afiligranado broche en forma de violín.

―Ahora le toca al turno a tía Jo. ¿Veis este oso tan bonito? Pues se le abre la cabeza y aparece un tintero.

―¡Muy bien, «Comodoro»! ―aplaudió Jo, verdaderamente complacida.

―Como tía Meg tiene debilidad por las cofias, le pedí a Ludmilla que me comprase unos encajes. Aquí están, espero que te agraden.

Meg tomó aquellos finísimos trabajos casi con veneración.

―Continuemos. Elegir algo para tía Amy es realmente difícil. Tiene de todo y de gusto superior. Espero que le agrade esa miniatura. A mí me recuerda a Bess cuando era chiquitita.

Amy tomó de manos de Emil el ovalado medallón, y lo contempló con satisfacción. En él había pintada una Madona con un rubito Niño en brazos, envuelto en su manto azul. Encantada, se lo colgó del cuello mediante una cintita azul que Bess llevaba para sujetar sus cabellos.

―También para Nan he encontrado el regalo apropiado.

―¿Sí? ¿Qué es? ¿De qué se trata? ―preguntaron todos, intrigados.

―Veréis. Es difícil encontrar un objeto de adorno para un médico. De modo que le traigo eso.

Ante la curiosa mirada de todos hizo balancear unos pendientes de lava, trabajada para darle la forma de sendas calaveras.

―¡Oh, qué horror! ―exclamó Bess a quien repugnaban las cosas feas.

―Pero si Nan no usa pendientes ―aclaró Jo.

―No importa ―continuó Emil sin inmutarse―. Será muy capaz de ponérselos para fastidiaros. Ya sabéis que a los médicos les gusta ir molestando a la gente.

Viendo que los muchachos esperaban también sus obsequios, los tranquilizó.

―Para vosotros traigo una infinidad de chucherías. Las tengo en la bodega. Quiero decir en el baúl. Pero como sabía que las mujeres no me dejarían hablar si antes no las obsequiaba… En fin, ahora vamos a intercambiar noticias. Contadme, contadme.

Tranquilamente sentado sobre la mejor mesa de mármol de Amy, Emil tomó la palabra. Preguntando cosas y explicando otras, estuvo hablando a diez nudos por hora hasta que Jo los llamó a todos para el té familiar que preparó en honor del «Comodoro».

CAPÍTULO III

CONSECUENCIAS DE LA FAMA

En la vida de la familia March no habían faltado sorpresas. Sin embargo, ninguna fue mayor que el inesperado triunfo de Jo como escritora. Como consecuencia de este éxito, Ugly Duckling, «el patito feo», resultó más aún que un bello cisne: se convirtió en una auténtica gallina de los huevos de oro. Porque sin apenas darse cuenta de ello, Jo se vio convertida en una escritora famosa y dueña de una pequeña fortuna debida a los libros, que ella usaba para superar los momentos difíciles.

La cosa tuvo su origen un año en que todo iba mal en Plumfield. Fue una época mala en la que incluso llegó a tambalearse el colegio. Abrumada por el trabajo, Jo cayó enferma. Laurie y Amy estaban viajando por el extranjero, y los Bhaer, por dignidad, se resistieron a pedir ayuda a nadie. Recluida forzosamente en su habitación, Jo se desesperaba buscando la forma de salir de aquel atolladero. Como único recurso se le ocurrió escribir para incrementar sus escasos ingresos familiares.

Casualmente llegó a sus oídos que un editor precisaba un libro para muchachas. Jo no lo pensó más. Febrilmente se puso a escribir una novelita en la que recogió varias escenas vividas por ella misma y por sus hermanas. Sin gran esperanza pero anhelando probar fortuna envió la novela al editor.

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5250 str.
ISBN:
9782380374124
Właściciel praw:
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