Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 32

Czcionka:

El más grande de los tigres adelantase hacia el León, le hizo una reverencia y le dijo:

—¡Bienvenido, Rey de las Bestias! Llegas a tiempo para luchar contra nuestro enemigo y brindar tranquilidad a todos los animales de la selva.

—¿Qué les pasa? —preguntó el León con voz tranquila.

—Nos amenaza un feroz enemigo que hace poco ha llegado a esta selva —replicó el tigre—. Es un monstruo tremendo, semejante a una gran araña, con el cuerpo tan grande como el de un elefante y patas tan largas como el tronco de un árbol. Tiene ocho patas, y al arrastrarse por la selva apresa animales y se los lleva a la boca, comiéndoselos como se come la araña a las moscas. Corremos gran peligro mientras esa bestia feroz siga con vida, y nos hemos reunido aquí para idear la forma de salvarnos.

El León meditó un momento.

—¿Hay otros leones en la selva? —preguntó.

—No; había algunos, pero el monstruo se los comió. Además, ninguno de ellos era tan grande y valeroso como tú.

—Si termino con vuestro enemigo, ¿me reconocerán y obedecerán como al Rey de la Selva? —preguntó el León.

—Lo haremos con mucho gusto —contestó el tigre.

—¡Así lo haremos! —aullaron a coro todas las otras bestias.

—¿Dónde está ahora esa gran araña? —inquirió el León.

—Allá, entre aquellos robles —dijo el tigre, señalando con una de sus patas.

—Cuiden a estos amigos míos y yo iré ahora mismo a luchar contra el monstruo —manifestó el León.

Dicho esto, saludó a sus compañeros y se alejó orgullosamente a presentar batalla al enemigo.

La gran araña estaba dormida cuando la halló el León, y era tan fea que el felino arrugó la nariz con profundo desagrado. Sus patas eran tan largas como había dicho el tigre, y su cuerpo estaba cubierto de un espeso vello áspero y negro. Poseía unas fauces tremendas, con una doble hilera de dientes agudísimos limos y extraordinariamente largos; pero su gran cabeza estaba unida al cuerpo por medio de un cuello tan delgado como la cintura de una avispa, lo cual dio al León una idea de cuál sería el mejor método de ataque. Como sabía que era más fácil atacar al monstruo mientras dormía, dio un gran brinco y cayó de lleno sobre el lomo del enemigo. De un solo zarpazo feroz, separó la cabeza del cuerpo y, saltando de nuevo a tierra, quedóse mirando mientras las largas patas se agitaron un poco hasta quedar inmóviles, lo cual le indicó que el monstruo había muerto.

Regresó entonces al claro donde lo esperaban las fieras y anunció con gran orgullo:

—Ya no tienen que temer más al enemigo.

Todas las bestias se inclinaron ante él, proclamándolo su Rey, y el León prometió regresar a gobernarlos una vez que Dorothy hubiera partido de regreso a Kansas.

CAPÍTULO 22

EL PAÍS DE LOS QUADLINGS

Los cuatro viajeros pasaron sin inconvenientes por el bosque, y al salir de sus umbrías profundidades vieron ante ellos una empinada colina salpicada desde arriba hasta abajo por grandes rocas.

—Será una subida difícil —comentó el Espantapájaros—, pero tendremos que hacerlo.

Así diciendo, encabezó la marcha seguido por los otros, y habían llegado casi a la primera roca cuando oyeron una voz áspera que gritaba:

—¡Atrás!

—¿Quién eres? —preguntó el Espantapájaros.

Asomó entonces una cabeza por sobre la roca y la misma voz replicó:

—Esta colina nos pertenece y no permitimos pasar a nadie.

—Pero es que debemos pasar —objetó el Espantapájaros—. Vamos al país de los Quadlings.

—¡No pasarán! —declaró la voz, y desde detrás de la roca salió a la vista el hombre más extraño que jamás hubieran visto los viajeros.

Era bajo y robusto, y poseía una enorme cabeza algo chata y sostenida por un grueso cuello lleno de arrugas. Mas no tenía brazos, y al ver esto, el Espantapájaros no temió que un ser tan indefenso pudiera impedirles ascender por la colina. Por eso dijo:

—Lamento no hacer lo que deseas, pero, te guste o no, tendremos que pasar por tu colina.

Y se adelantó con gran decisión.

Tan rápida como el rayo, la cabeza del otro partió hacia adelante y su cuello se estiró hasta que su coronilla, que era chata, golpeó el pecho del Espantapájaros y lo arrojó dando tumbos cuesta abajo. Casi con la misma rapidez volvió la cabeza al cuerpo, y el hombre rio con aspereza al tiempo que decía:

—¡No les será tan fácil como piensan!

Un coro de ruidosas risas partió de las otras rocas y Dorothy vio entonces a centenares de los Cabezas de Martillo que se hallaban diseminados por la cuesta.

El León se puso furioso al oír la risa con que festejaban la caída del Espantapájaros y, lanzando un rugido atronador, echó a correr cuesta arriba.

De nuevo salió una cabeza a gran velocidad y el enorme León cayó rodando por la colina como si le hubiera golpeado una bala de cañón.

Dorothy corrió para ayudar al Espantapájaros a levantarse, y el León fue hacia ella, sintiéndose dolido y molesto, al tiempo que decía:

—Es inútil combatir con gente que dispara la cabeza como si fuera una bala. Nadie podría enfrentarlos.

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó ella.

—Llama a los Monos Alados —sugirió el Leñador—. Todavía puedes darles una orden más.

—Muy bien —repuso ella y, poniéndose el Gorro de Oro, pronunció las palabras mágicas.

Los Monos fueron tan puntuales como siempre, y en pocos momentos estuvo toda la banda frente a ella.

—¿Qué nos ordenas? —preguntó el Rey, haciendo una reverencia.

—Llévanos por sobre esta colina hasta el país de los Quadlings —pidió la niña.

—Así se hará —repuso el Rey.

Acto seguido, los Monos Alados se apoderaron de los cuatro viajeros y de Toto y se alejaron volando con ellos. Cuando pasaron por sobre la colina, los Cabezas de Martillo aullaron de furia y lanzaron sus cabezas hacia lo alto, mas no pudieron alcanzar a los simios voladores, quienes se llevaron a Dorothy y sus amigos al otro lado de la montaña y los bajaron en el hermoso país de los Quadlings.

—Esta es la última vez que nos llamas —dijo el jefe a Dorothy—. Así que adiós y buena suerte.

—Adiós y muchísimas gracias —respondió la niña, y los Monos levantaron vuelo y se perdieron de vista en un abrir y cerrar de ojos.

El país de los Quadlings parecía muy próspero. Abundaban los cereales en sus campos, los caminos estaban bien pavimentados y por doquier veíanse murmurantes arroyos de agua clara cruzados por puentes muy bien construidos. Las cercas, casas y puentes estaban pintados de rojo vivo, tal como eran amarillos en el país de los Winkies y azules en el de los Munchkins. Los mismos Quadlings, que eran bajos, regordetes y bienhumorados, vestían todos de rojo, destacándose así contra el fondo verde del césped y el amarillo oro de los granos maduros.

Los Monos habían dejado a los viajeros cerca de una granja y los cuatro amigos marcharon ahora hacia la casa y llamaron a la puerta, la que abrió la esposa del granjero. Cuando Dorothy le pidió algo de comer, la mujer les brindó a todos una buena comida, con tres clases de pastel y cuatro clases de bizcochos, así como un tazón de leche para Toto.

—¿Queda lejos el castillo de Glinda? —preguntó la niña.

—No mucho —fue la respuesta—. Tomen el camino del Sur y pronto llegarán a él.

Luego de dar gracias a la buena mujer, partieron de nuevo y marcharon por entre los campos sembrados y los bonitos puentes hasta que vieron ante ellos un castillo muy hermoso. Ante las puertas se hallaban tres mujeres jóvenes que vestían vistosos uniformes rojos con adornos dorados.

Al acercarse Dorothy, una de ellas le preguntó: ¿Por qué vienen al País del Sur?

—Queremos ver a la Bruja Buena que gobierna aquí —contestó la niña—. ¿Nos llevarán ante ella?

—Denme sus nombres y preguntaré a Glinda si quiere recibirlos.

Le dijeron quiénes eran y la joven soldado entró en el castillo para regresar poco después y anunciarles que podían pasar.

CAPÍTULO 23

GLINDA OTORGA A DOROTHY SU DESEO

Empero, antes de que pudieran ver a Glinda, los condujeron a una estancia del castillo donde Dorothy se lavó la cara y peinó, el León se sacudió el polvo de la melena, el Espantapájaros mejoró su forma y el Leñador lustró su cuerpo y aceitó sus coyunturas.

Cuando estuvieron presentables, marcharon con la joven soldado a una amplia sala donde la Bruja Glinda se hallaba sentada en un trono de rubíes.

Era joven y hermosa, de abundosos cabellos rojos que caían en ondas sobre sus hombros, y estaba ataviada con un vestido de un blanco inmaculado. Sus ojos azules miraron bondadosos a la niñita.

—¿Qué puedo hacer por ti, pequeña? —preguntó.

Dorothy le relató su historia, explicándole cómo el ciclón habíala llevado al País de Oz, cómo había hallado a sus compañeros y de qué modo hicieron frente a los peligros que les salieron al paso.

—Lo que más deseo ahora es regresar a Kansas —finalizó—, pues mi tía Em debe temer que me ha sucedido algo terrible, lo cual la hará ponerse luto y, a menos que las cosechas hayan sido mejores que el año pasado, estoy segura de que tío Henry no podrá hacer ese gasto.

Glinda inclinóse hacia adelante para besar el dulce rostro de la niñita.

—¡Bendita seas! —dijo—. Claro que puedo indicarte el modo de regresar a Kansas... Pero si lo hago tendrás que darme el Gorro de Oro.

—¡Con gusto! —exclamó Dorothy—. La verdad es que ya no me sirve, y cuando lo tengas tú, sólo podrás dar tres órdenes a los Monos Alados.

—Y creo que necesitaré sus servicios sólo esas tres veces —respondió Glinda con una sonrisa.

La niña le entregó entonces el Gorro de Oro y la Bruja preguntó al Espantapájaros:

—¿Qué harás cuando Dorothy se haya ido?

—Volveré a la Ciudad Esmeralda, pues Oz me nombró su gobernante y la gente me quiere —fue la respuesta—. Lo único que me preocupa es la manera de cruzar por la colina de los Cabezas de Martillo.

—Por medio del Gorro de Oro ordenaré a los Monos Alados que te lleven a las puertas de la Ciudad Esmeralda —declaró Glinda—, pues sería una lástima de privar a sus ciudadanos de un gobernante tan maravilloso.

—¿Lo soy de veras? —preguntó el hombre de paja.

—Eres poco común —repuso ella.

Volviéndose hacia el Leñador, le preguntó:

—¿Qué será de ti cuando Dorothy se vaya de este país?

Él se apoyó en su hacha mientras meditaba un momento. Al fin dijo:

—Los Winkies fueron muy bondadosos conmigo y, cuando murió la Bruja Maligna me pidieron que fuera su gobernante. Si pudiera regresar a la región de Occidente, nada me gustaría más que regir sus destinos.

—Mi segunda orden para los Monos Alados será que te lleven a la tierra de los Winkies —prometió Glinda—. Tu cerebro quizá no sea tan grande como aparenta el del Espantapájaros, pero en realidad eres más brillante que él... cuando estás bien pulido... y estoy segura de que sabrás gobernar a los Winkies con sabiduría y bondad.

Entonces se volvió la Bruja hacia el enorme y peludo León, y le preguntó:

—¿Qué será de ti cuando Dorothy haya regresado a su hogar?

—Al otro lado de la colina de los Cabezas de Martillo se extiende una selva muy grande y añosa —respondió el felino—, y todos los animales que viven en ella me han nombrado su Rey. Si pudiera regresar allá, viviría feliz el resto de mis días.

—Mi tercera orden para los Monos Alados será que te lleven a la selva —manifestó Glinda—. Luego, cuando haya agotado el poder del Gorro de Oro, lo devolveré al Rey de los Monos a fin de que él y sus súbditos queden libres para siempre.

El Espantapájaros, el Leñador y el León agradecieron a la Bruja Buena toda su bondad. Luego exclamó Dorothy:

—¡Por cierto eres tan buena como hermosa! Pero todavía no me has dicho cómo puedo regresar a Kansas.

—Tus zapatos de plata te llevarán por sobre el desierto —contestó Glinda—. De haber conocido su poder, podrías haber regresado a casa de tu tía Em el mismo día que llegaste a este país.

—¡Pero entonces no habría obtenido yo mi maravilloso cerebro! —exclamó el Espantapájaros—. Me habría pasado toda la vida en el maizal.

—Y yo no tendría mi bondadoso corazón —intervino el Leñador—. Todo oxidado, habría permanecido en el bosque hasta el fin de los siglos.

—Y yo sería por siempre un cobarde —declaró el León—, y ninguna bestia de la selva podría decir nada bueno de mí.

—Todo eso es verdad, y me alegro de haber sido útil a estos buenos amigos —manifestó Dorothy—. Pero ahora, todos ellos tienen lo que más anhelaban, y, además, cada uno posee un reino para gobernar. Por eso creo que me gustaría regresar ya a Kansas.

—Los zapatos de plata tienen un poder maravilloso —le explicó la Bruja Buena—, y una de sus cualidades más curiosas es que pueden llevarte a cualquier parte del mundo con sólo tres pasos, y cada paso se da en un abrir y cerrar de ojos. Todo lo que tienes que hacer es unir los tacones tres veces seguidas y ordenar a los zapatos que te lleven donde desees ir.

—Si es así —dijo la niña con gran alegría—, les pediré que me llevan de regreso a Kansas inmediatamente.

Echó los brazos al cuello del León y lo besó al tiempo que le palmeaba la cabeza con gran cariño. Después besó al Leñador, el que lloraba de manera muy peligrosa para sus coyunturas. Al Espantapájaros lo abrazó con fuerza en lugar de besar su cara pintada, y descubrió que ella también lloraba al despedirse así de sus queridos camaradas.

Glinda la Bondadosa descendió de su trono de rubíes para dar a la niña el beso de despedida, y Dorothy le agradeció por los beneficios que había concedido a ella y a sus amigos.

Después tomó a Toto en sus brazos y, habiendo dicho adiós una vez más, unió los talones tres veces seguidas.

—¡Llévenme de regreso a casa de tía Em!

Al instante se encontró girando en el aire, tan velozmente que no pudo ver nada ni sentir otra cosa que el viento que silbaba en sus oídos. Los zapatos de plata dieron tres pasos y se detuvieron luego con tal brusquedad que la niña rodó varias veces sobre la hierba antes de descubrir dónde estaba.

Luego, al fin, se sentó para mirar a su alrededor.

–"¡Dios bendito!" —exclamó.

Pues se encontraba sentada en medio de la extensa llanura de Kansas, y frente a ella veíase la nueva casa que el tío Henry había construido después que el ciclón se llevó la otra vivienda. El mismo Henry se hallaba ordeñando las vacas en el corral, y Toto habíase alejado de Dorothy y corría hacia el granero ladrando a más y mejor.

Al ponerse de pie, la niña descubrió que sólo calzaba medias, pues los zapatos de plata se le habían caído durante el vuelo y estaban perdidos para siempre en el desierto.

CAPÍTULO 24

DE NUEVO EN CASA

La tía Em acababa de salir de la casa para regar los repollos cuando levantó la vista y vio a Dorothy que corría hacia ella.

—¡Querida mía! —exclamó, tomándola en sus brazos y cubriéndola de besos—. ¿De dónde vienes?

—Del País de Oz— contestó Dorothy con gravedad—. Y aquí está Toto también... Y, ¡oh, tía Em, cuánto me alegro de estar de nuevo en casa!

FIN

Los Muchachos de Jo

Por

Louisa May Alcott

CAPÍTULO I

DIEZ AÑOS DESPUÉS

―Jamás hubiera podido creer a quien me pronosticase los cambios ocurridos en este lugar durante los diez últimos años ―dijo Jo a su hermana Meg.

Con orgullo y satisfacción ambas dirigieron una mirada a su alrededor. Luego tomaron asiento en uno de los bancos de la plaza de Plumfield.

―Así es. Son transformaciones debidas al dinero y a los buenos corazones ―respondió Meg―. Tengo la convicción de que el señor Laurence no podía tener mejor monumento que ese colegio, debido a su generosidad. Y mientras esa casa exista perdurará la memoria de tía March.

―¿Recuerdas, Meg? Cuando niñas creíamos en las hadas. Incluso estábamos preparadas para pedirle ―si se nos aparecía una― tres cosas. Las que yo quería pedir las he logrado: dinero, fama y afectos ―dijo Jo, mientras componía su peinado con un gesto que ya de niña le era característico.

―También se cumplieron mis peticiones y las de Amy. Sería completa nuestra dicha, como un cuento de hadas, si mamá, John y Beth estuvieran aquí ―la emoción quebró la voz de Meg. ¡Quedaba tan vacío el sitio de la madre!…

Silenciosamente, Jo tomó la mano de Meg y compartió su emoción. Las miradas de ambas hermanas vagaron por el grato y familiar panorama, mientras mentalmente asociaban pensamientos felices y tristes recuerdos.

En efecto, muchos y grandes cambios se habían operado en el pacífico Plumfield hasta convertirlo en un lugar de gran actividad.

La casa de los Bhaer se mostraba más hospitalaria que nunca, exhibiendo sus reformas, su bello jardín y cuidado césped. Ofrecía un aspecto de paz y prosperidad del que careció en otras épocas.

En la cercana colina se levantaba el majestuoso colegio construido a expensas del legado del señor Laurence. Por los senderos que fueron campo de travesuras de la chiquillería iban y venían ahora estudiantes de ambos sexos. Jóvenes que disfrutaban de las ventajas que la sabiduría, bondad y riquezas habían puesto a su alcance.

En el cielo ―antes surcado por majestuosas águilas― volaban ahora infantiles y multicolores cometas.

Entre los árboles, a las puertas de Plumfield, podía divisarse la finca donde Meg vivía, y muy cercana a la misma, la mansión donde el señor Laurence se había refugiado cuando el incesante progreso de la población llegó al extremo de que se instalara una fábrica de jabón junto a la residencia que entonces habitaba.

Los cambios importantes empezaron al emigrar nuestros amigos de Plumfield, y trajeron la prosperidad para la pequeña comunidad.

El profesor Bhaer, como presidente del colegio, y el señor March, en su calidad de capellán, vivían felices por la realización de su sueño.

Por su parte, las hermanas se habían repartido tácitamente el cuidado de la gente joven: Meg era la incondicional amiga de todas las muchachas; Jo, la inevitable confidente y defensora de los jóvenes; Amy, la protectora de todo aquel que necesitase ayuda. Ella proporcionaba a los estudiantes necesitados lo preciso para continuar los estudios. No es de extrañar, pues, que su casa hubiese sido bautizada con el significativo nombre de «Monte Parnaso», como morada de la música, la cultura y la belleza.

Como es natural, los doce niños con que había comenzado el colegio estaban esparcidos por el mundo. Habían tomado distintos derroteros, muy de acuerdo con sus naturales inclinaciones. Sin embargo, todos tenían siempre un cariñoso recuerdo para Plumfield, y con frecuencia aparecían por aquel lugar a recordar tiempos felices.

Luego, saturados de recuerdos, emprendían nuevamente sus deberes con redoblado ardor, con un intenso deseo de ser útiles a sus semejantes. Porque recordar los inocentes días de la infancia mantiene la ternura del corazón.

En breves palabras relataremos la historia de cada uno. Luego seguiremos con un nuevo capítulo de sus vidas.

Franz vivía en Hamburgo con un pariente suyo. Contaba ya veintiséis años y prosperaba en el comercio.

Emil era marino. Nunca otro más alegre que él surcó los mares. Su vocación marinera despertó súbitamente tras un viaje por mar, y pudo realizarla gracias a un pariente suyo, alemán, que le empleó en sus negocios marítimos. Era, pues, completamente feliz.

Dan seguía inquieto, vagabundo. Habíase dedicado a investigaciones geológicas en América del Sur. Ensayó luego un arrendamiento de ganado en Australia. Por aquel tiempo se hallaba en California, dedicado a prospecciones mineras.

Nath estudiaba con ahínco en el Conservatorio de Música, con el deseo de pasar un par de años en Alemania para perfeccionarse en sus estudios.

Jack iba en camino de hacer fortuna con los negocios de su padre. Dolly seguía en el colegio, así como Jorge, a quien seguían llamando «Relleno». Por su parte, Ned estudiaba Derecho.

Dick y Billy habían fallecido. De su pérdida se consolaron todos pensando en lo poco afortunados que habían sido en vida.

A Teddy y a Rob se les llamaba «el león y el cordero», a causa de su opuesto carácter. Mientras el primero era bravo e impetuoso, como el rey de la selva, el segundo era tranquilo y sumiso hasta la exageración. Ted destacaba por su voz bronca y enérgica, su crespo y rebelde cabello rubio y sus largas extremidades. Jo veía en él todos los defectos, antojos y faltas que ella poseyó de niña. Por este motivo era a la vez su orgullo y preocupación cuando pensaba en el futuro de aquel muchacho de inteligencia precoz y de condiciones extraordinarias.

Rob era su reverso. Dulce, apacible, afectuoso y de excelente carácter. Respecto a él su madre no tenía preocupación alguna. Le consideraba el mejor de los hijos.

John «Medio-Brooke» había coronado sus estudios en forma muy brillante. Su madre, Meg, intentó en vano inclinarle hacia la carrera eclesiástica. Deseaba ilusionadamente verle convertido en clérigo y se complacía imaginando oír su primer sermón. Pero John bien pronto manifestó unas intenciones bien distintas: deseaba ser periodista. Aunque Meg no quiso forzar su voluntad, Jo se indignó. Le parecía horrible tener un periodista en la familia.

Fiel a sus deseos, pese a las protestas de los mayores y a las bromas de los amigos, «Medio-Brooke» puso en práctica su determinación. Tío Teddy le alentaba en secreto.

También las muchachas se habían transformado mucho.

Daisy era como una compañera para su propia madre. Dulce, afectuosa y de excelente carácter.

Jossie tenía catorce años recién cumplidos y a esa edad era la más original muchacha, cuyas excentricidades causaban asombro. Por encima de todo, sentía delirio por el arte escénico y, aunque su madre y hermana se divertían con ella, en el fondo las inquietaba aquella afición.

Bess era ya una bellísima mujercita, que conservaba las delicadas maneras que le valieron el apodo de «Princesita».

Pero el orgullo de la comunidad era Nan. A los dieciséis años inició la carrera de medicina, que terminó a los veinte. Ahora era una linda mujercita, enérgica, activa y segura de sí misma. Bien lo demostraba con hechos al terminar la carrera de médico como anticipó, muy niña aún, cuando dijo resueltamente a Daisy:

―Yo no quiero una familia que esté pendiente de mí. Deseo la independencia. Con un botiquín y una caja de instrumental, andaré curando gente por ahí.

Nadie podía apartarla del camino elegido. Era tenaz.

No faltaba quien lo había intentado. Eran muchos los jóvenes que le habían ofrecido «una bonita casita y una familia a quien cuidar». Pero Nan no atendió ningún requerimiento. Bromeaba con los enamorados, les decía que tenían cara de enfermos y les ofrecía sus servicios médicos. Tal actitud fue enfriando los ánimos de sus pretendientes, que poco a poco fueron desistiendo.

Hubo uno que no abandonó, perseverando en una mezcla de constancia y tozudez: era Tom, que desde la infancia estaba encariñado con Nan.

Tom llevó a tal extremo su abnegación, que incluso estudió medicina como Nan, para poder estar con ella, cuando lo que a él le gustaba era el comercio. Pero Nan no se conmovía, aunque su amistad con él era firme y sincera.

La tarde en que Jo y Meg conversaban en la plaza de Plumfield, Nan y Tom se acercaban al pueblo por el mismo camino. Pero no iban uno al lado del otro.

Nan andaba elásticamente, ajena a la proximidad de Tom, que un trecho más atrás se esforzaba en atraparla sin hacer ruido para hacerse el encontradizo.

Nan era hermosa. Franca la mirada, fácil la sonrisa, firme y seguro el gesto, sano el color. De inmediato daba la impresión de entereza y seguridad que dominaba a los demás sin proponérselo ella.

Vestía con sencillez, pero con elegancia. Cualquiera que se cruzaba con ella volvía luego la mirada para admirarla, hermosa, alegre, sana y decidida.

Todas esas virtudes y más aún le encontraba Tom. Pero su esfuerzo en aquel momento estaba dedicado exclusivamente en alcanzarla. Cuando estuvo a unos metros de ella, la llamó. Ella se detuvo.

―¡Ah! ¿Pero eres tú, Tom?

―En efecto. Pensé que tal vez estuvieses paseando y…

―Lo adivinaste ―y tomando un aire profesional que desarmaba a Tom, preguntó―: ¿Qué tal va tu garganta?

Tom quedó desconcertado. Una supuesta irritación de garganta fue la excusa inventada días atrás para estar un rato con ella.

―¿Mi garganta?… ¡Ah, sí, claro! Pues… ya está bien. Lo que me recetaste obró maravillas. Eres un médico genial.

―Sí, ¿eh? Pues tú, como médico, eres una calamidad. Debieras saber fingir mejor y que para curar tu supuesta irritación te receté agua con azúcar.

Nan se puso a reír al ver el compungido aspecto del muchacho. Luego, ya seria, preguntó:

―¡Oh, Tom, Tom!… Dime ¿cuándo van a terminar todas esas tonterías?

―¡Oh, Nan, Nan!… ¿Dejarás algún día de burlarte de mí?

Sus risas se juntaron espontáneamente.

―Ya desesperaba de verte en toda la semana, salvo que inventase una excusa para ir a consultarte a la clínica. ¡Estás siempre tan ocupada!

―Eso es precisamente lo que debieras hacer tú ―sentenció Nan nuevamente seria―. Ocúpate de los libros. De otro modo no terminarás nunca los estudios.

―¡Dichosos libros! Estudio bastante. Entre libros y disecciones de cadáveres… Creo que un hombre de mi edad puede aspirar a tener algún rato de expansión, ¿no? De otra manera no podría soportar esas cosas tan desagradables.

―Si es desagradable para ti, ¿por qué no lo dejas? Mejor será dedicarte a otra cosa. Sabes bien que siempre consideré un disparate lo que estás haciendo.

Tom enrojeció pero siguió en sus trece.

―Seguiré adelante aunque me cueste la vida. Tú sabes bien por qué. Tengo aspecto de salud, pero en el corazón tengo una dolencia, que sólo puede curarme un médico en este mundo. Pero… ese médico no quiere.

La expresión de Tom al decir estas últimas palabras era tan resignada, que casi resultaba cómica. Nan frunció el entrecejo; ella sabía cómo tratarle.

―Ese médico trata de curarte, pero eres un enfermo díscolo. Veamos, ¿fuiste al baile como te indiqué?

―Sí, señor doctor.

―¿Y dedicaste tus atenciones a la encantadora señorita West?

―Sí, señor doctor…, aunque yo no veo que sea tan encantadora. Toda la santa noche bailé con ella y…

―Y ese corazón tan sensible que tienes, ¿no percibió ninguna influencia nueva?

―No, señor doctor. ¡Es decir, sí!

―¿Sí?… ―preguntó Nan con interés.

―Sí. Tenía unas ganas terribles de bostezar. Incluso lo hice cuando bailaba con ella. Además, cuando terminado el baile la llevé hacia su madre, lancé un suspiro de alivio que creo fue oído en toda la sala.

Nan contuvo la risa a duras penas. Con aire profesional recetó:

―Repita la dosis y estudie los resultados. Pronostico que dentro de poco estará usted curado y pedirá a gritos más medicina de ésa.

―¡Jamás, doctor! Esa medicina no va bien a mi constitución.

―Eso debo decirlo yo, no el enfermo.

Anduvieron en silencio durante un ratito. Se apreciaban sinceramente. El silencio trajo a Nan unos recuerdos lejanos.

―¡Cuánto nos hemos divertido en este bosque! ¿Te acuerdas cuando caíste del nogal y casi te rompes la nuca?

―Imposible olvidarlo. ¿Y cuando me empapaste de ajenjo?… ¿Y cuando quedé colgado de una rama por la chaqueta? ―Aquellos recuerdos hicieron reír a Tom como un chiquillo.

―¿Y cuando le pegaste fuego a la casa? ¿Todavía te llaman el «Atolondrado»?

―Sólo Daisy. Por cierto, hace una semana que no la veo. Bonita chica, ¿eh?

―En efecto, así es. Estos días está con tía Jo. Podrías aprovechar para tratarla y…

―¡Usted no lleva buenas intenciones, mi querido doctor! Nath me rompería el violín en la cabeza. Además, es otro el nombre que tengo grabado en mi corazón. Si tu lema es «No me rendiré», mi divisa es «Esperanza». Veremos quién vencerá al final.

―Eso son ilusiones de chiquillos y ahora ya somos mayores. Las cosas han cambiado mucho ―replicó Nan y, mirando ante sí, cambió de conversación―. Mira, ¡qué hermoso se ve desde aquí el «Parnaso».

―Muy hermoso, pero a mí me gusta más el viejo Plum. Tía March disfrutaría de poder ver los cambios que se han producido.

Ante la puerta se pararon a contemplar el hermoso paisaje que a sus ojos se ofrecía.

Pero un grito los sacó de su contemplación. Se volvieron con sorpresa y vieron a un muchacho alto, delgado, de pelo rojizo y encrespado, saltando como un canguro para salvar los zarzales. A su zaga corría una muchacha, entre furiosa y divertida; parecía ni darse cuenta de los pinchazos y desgarrones que las zarzas le producían.

―¡Tom, detenlo, por favor! ¡No lo dejes escapar! ¡Nan, ayúdame a salir de entre los pinchos! ―pedía a gritos la chiquilla.

Tom pudo interceptar el paso al muchacho y retenerle sujeto, pese a los intentos que hacía por soltarse. Entretanto, Nan acudió en ayuda de la chiquilla.

―Pero ¿qué es lo que os ha ocurrido? ―Y al preguntarlo, Nan se afanó en desprender la ropa de la niña de los pinchos que la sujetaban.

Jossie se explicó:

―Verás. Estaba yo estudiando mi papel. Me gusta hacerlo sentada en una rama baja, cerca del arroyo. Cuando más descuidada estaba, llegó éste; con la caña de pescar me quitó el libro de las manos y antes de que bajara del árbol, salió corriendo llevándose el libro.

Se explicaba con gran lujo de ademanes y con una expresión entre risueña y enfadada.

―Ya verás cuando me suelte. ¡Te pegaré una bofetada!…

Teddy, «el león», pudo desprenderse de Tom. Entonces, leyendo la obra teatral que el libro contenía, empezó a hacer una serie de ademanes ridículos y gestos exagerados, que lograron hacer reír a todos. Era realmente un chico gracioso.

Desde la plaza sonaron unos aplausos demostrativos de que la representación del travieso muchacho había tenido más espectadores.

Entonces Nan, Tom, Jossie y Teddy se encaminaron a la plaza al encuentro de Jo y Meg que eran quienes habían aplaudido la exhibición.

Gatunki i tagi
Ograniczenie wiekowe:
0+
Objętość:
5250 str.
ISBN:
9782380374124
Właściciel praw:
Bookwire
Format pobierania:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

Z tą książką czytają