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Pero llegó el momento en que la niña volvió a pensar en su tía Em y dijo:

—Tenemos que volver a donde está Oz y pedirle que cumpla su promesa.

—Sí —asintió el Leñador—. Al fin conseguiré mi corazón.

—Y yo mi cerebro —agregó alegremente el Espantapájaros.

—Y yo valor —dijo el León en tono meditativo.

—Y yo regresaré a Kansas —exclamó Dorothy, batiendo palmas—. ¡Vamos mañana a la Ciudad Esmeralda!

Así lo decidieron, y la mañana siguiente reunieron a los Winkies para despedirse. Todos lamentaron muchísimo que se fueran, y tanto se habían encariñado con el Leñador que le rogaron que se quedara con ellos para gobernar toda la tierra de Occidente. Al convencerse de que se iban realmente, regalaron a Toto y al León un collar de oro para cada uno. A Dorothy le dieron un hermoso brazalete tachonado de brillantes. Al Espantapájaros le obsequiaron un bastón con puño de oro para que no tropezara al caminar, y al Leñador le ofrecieron una aceitera de plata repujada, con adornos de oro y piedras preciosas.

Cada uno de los viajeros respondió a estos regalos con un bonito discurso de agradecimiento, y estrecharon la mano de todos con tal entusiasmo que les dolieron los dedos.

Dorothy abrió la alacena de la Bruja a fin de llenar su cesta con provisiones para el viaje, y allí vio el Gorro de Oro. Se lo probó por curiosidad, descubriendo que le sentaba perfectamente bien. Ignoraba el poder del Gorro, pero vio que era bonito, y decidió llevarlo puesto y guardar su sombrero en la cesta.

Después, cuando ya estuvieron preparados para el viaje, partieron hacia la Ciudad Esmeralda, mientras que los Winkies se despedían de ellos con grandes demostraciones de afecto.

CAPÍTULO 14

LOS MONOS ALADOS

Recordarán los lectores que no había camino, ni siquiera un senderillo, entre el castillo de la Bruja Maligna y la Ciudad Esmeralda. Cuando los cuatro viajeros iban en busca de la Bruja, ésta los vio llegar y mandó a los Monos Alados a capturarlos. Así, pues, resultaba mucho más difícil hallar el rumbo entre los campos salpicados de flores de lo que lo era viajando por el aire. Claro, sabían que debían marchar hacia el este, en dirección al sol naciente, y al partir lo hicieron de manera acertada. Pero al mediodía, cuando el sol brillaba directamente sobre sus cabezas, no pudieron saber dónde estaba el este y dónde el oeste, razón por la cual se extraviaron en aquellos campos. No obstante, siguieron marchando hasta que llegó la noche y salió la luna. Entonces se acostaron entre las perfumadas flores y durmieron profundamente hasta la mañana... todos ellos menos el Espantapájaros y el Leñador.

La mañana siguiente amaneció nublado, pero partieron de todos modos, como si estuvieran seguros de su derrotero.

—Si caminamos lo suficiente, alguna vez llegaremos a alguna parte —dijo Dorothy.

Pero pasaron los días sin que vieran ante ellos otra cosa que los campos cubiertos de flores. El Espantapájaros empezó a refunfuñar.

—Es seguro que nos hemos extraviado —dijo—, y a menos que encontremos el rumbo a tiempo para llegar a la Ciudad Esmeralda, jamás conseguiré mi cerebro.

—Ni yo mi corazón —declaró el Leñador—. Estoy impaciente por ver de nuevo a Oz, y la verdad es que este viaje se está haciendo muy largo.

—Por mi parte —gimió el León Cobarde—, no tengo valor para seguir caminando sin llegar a ninguna parte.

Al oír esto, Dorothy perdió el ánimo, se sentó en la hierba y miró a sus compañeros, los que también se sentaron a su alrededor. En cuanto a Toto, por primera vez en su vida estaba demasiado cansado para perseguir a una mariposa que pasó rozándole la cabeza. El pobre perrito sacó la lengua, se puso a jadear y miro a su amita como preguntándole qué podrían hacer.

—¿Y si llamáramos a los ratones? —dijo ella—. Probablemente conozcan el camino que lleva a la Ciudad Esmeralda.

—Seguro que sí —exclamó el Espantapájaros—. ¿Cómo no se nos ocurrió antes?

Dorothy hizo sonar el silbato que le había regalado la Reina de los Ratones, y en pocos minutos se oyó el ruido de muchísimas patitas, luego de lo cual vieron una multitud de ratones. Entre ellos estaba la Reina, quien preguntó con su vocecita aflautada:

—¿En qué podemos servirles, amigos míos?

—Nos hemos perdido —le dijo Dorothy—. ¿Puedes decirnos dónde está la Ciudad Esmeralda?

—Claro que sí —fue la respuesta—. Pero está muy lejos; ustedes han viajado en dirección contraria todo el tiempo. —Entonces la Reina observó el Gorro de Oro que tenía puesto Dorothy y agregó—: ¿Por qué no empleas la magia del Gorro y llamas a los Monos Alados? Ellos los llevarán a la Ciudad de Oz en menos de una hora.

—Ignoraba que el Gorro fuera mágico —contestó Dorothy, muy sorprendida—. ¿Cómo es esa magia?

—Está escrita dentro del Gorro de Oro —le informó la Reina—. Pero si vas a llamar a los Monos Alados tendremos que huir, pues son muy traviesos y les divierte molestarnos.

—¿No me harán daño a mí? —preguntó la niña en tono preocupado.

—No. Deben obedecer a quien tiene puesto el Gorro. ¡Adiós!

Así diciendo, salió a escape, seguida por todos sus vasallos.

Al mirar el interior del Gorro, Dorothy vio algunas palabras escritas en el forro. Como supuso que serían la fórmula mágica, las leyó con gran atención y volvió a ponérselo.

—¡Epe, pepe, kake! —dijo, parada sobre su pie izquierdo.

—¿Qué dijiste? —preguntó el Espantapájaros, quien ignoraba lo que la niña estaba haciendo.

—¡Jilo, jolo, jalo! —continuó Dorothy, parada ahora sobre su pie derecho.

—¡Vaya! —exclamó el Leñador.

—¡Zizi, zuzi, zik! —agregó Dorothy, quien se hallaba al fin sobre sus dos pies.

Con esto terminó la fórmula mágica y en seguida oyeron un gran batir de alas al aparecer sobre ellos los Monos Alados.

El Rey se inclinó profundamente ante la niña y le dijo:

—¿Qué nos ordenas?

—Deseamos ir a la Ciudad Esmeralda y nos hemos extraviado —replicó Dorothy.

—Los llevaremos nosotros —manifestó el Rey.

No había acabado de hablar cuando ya dos de los monos tomaron a Dorothy en sus brazos y se alejaron volando con ella. Otros se apoderaron del Espantapájaros, del Leñador y del León, y uno más pequeño tomó a Toto y voló tras los otros, aunque el perro se esforzaba por morderlo.

El Espantapájaros y el Leñador se asustaron un poco al principio, porque recordaban lo mal que los habían tratado antes los Monos Alados; pero luego vieron que no pensaban hacerles daño, de modo que se tranquilizaron y empezaron a gozar del viaje y de la magnífica vista que se presentaba ante sus ojos asombrados.

Dorothy se encontró viajando cómodamente entre dos de los Monos más grandes, uno de ellos el mismísimo Rey. Ambos habían formado una sillita con los dedos entrelazados y la llevaban con gran suavidad.

—¿Por qué tienen que obedecer a la magia del Gorro de Oro? —preguntó ella.

—Es largo de contar —contestó el Rey, soltando una risita—. Pero como el viaje también será largo, ocuparé el tiempo en relatarte la historia si así lo deseas.

—La escucharé con mucho gusto.

—En otra época éramos un pueblo libre —comenzó el Rey—. Vivíamos felices en el bosque, saltando de rama en rama, comiendo nueces y frutas y haciendo lo que nos venía en gana sin tener que obedecer a ningún amo. Quizás algunos de nosotros éramos un poco traviesos y bajábamos para tirar de la cola a los animales sin alas, o perseguíamos a los pájaros y arrojábamos nueces a las personas que caminaban por el bosque. Pero vivíamos felices y contentos, y gozábamos de cada minuto de nuestros días. Esto ocurrió hace muchísimos años, mucho antes de que Oz llegara por entre las nubes para gobernar esta tierra.

"En aquel entonces vivía en el Norte una hermosa princesa que era también poderosa hechicera, pero usaba su magia para ayudar a la gente y jamás hizo daño a nadie que fuera bueno. Se llamaba Gayelette y vivía en un hermoso palacio construido con grandes bloques de rubí. Todos la amaban, pero su mayor pena era que no podía hallar a nadie a quien amar a su vez, ya que todos los hombres eran demasiado estúpidos y feos para casarse con una mujer tan hermosa y sabia. Empero, al fin halló a un joven muy apuesto y mucho más sabio que otros de su edad. Gayelette decidió que cuando se hiciera hombre lo convertiría en su esposo, de modo que lo llevó a su palacio de rubí y empleó todos sus poderes mágicos para hacerlo tan gallardo, bueno y amable como pudiera desearlo cualquier mujer. Cuando llegó a la madurez, Quelala, como se llamaba el joven, había llegado a ser el hombre más sabio de toda la tierra, mientras que su belleza era tan grande que Gayelette lo amaba con locura, por lo cual se apresuró a prepararlo todo para la boda.

"Mi abuelo era por aquel entonces el Rey de los Monos Alados que vivían en el bosque próximo al palacio de Gayelette, y al viejo le gustaban más las bromas que darse un buen banquete. Un día, poco antes de la boda, mi abuelo estaba volando con su banda cuando vio a Quelala caminando por la orilla del río. El mozo vestía un lujoso traje de seda rosada y terciopelo púrpura, y a mi abuelo se le ocurrió ver cómo reaccionaba a sus bromas, así que bajó con su banda, se apoderó de Quelala, lo llevó consigo hasta el centro del río y allí lo dejó caer al agua.

"—Nada un poco, amigo —le gritó mi abuelo—, y fíjate si el agua te ha manchado las ropas.

"Quelala era demasiado prudente como para no nadar, y en nada le había afectado su buena fortuna. Se echó a reír al sacar la cabeza a la superficie y fue nadando hasta la costa. Pero cuando Gayelette fue corriendo hacia él, vio que el agua le había arruinado sus lujosos ropajes.

"La princesa se puso furiosa, y, por cierto, no ignoraba quién era el culpable, de modo que hizo presentarse ante ella a todos los Monos Alados y dijo al principio que se les deberían atar las alas y arrojarlos al río, tal como ellos lo habían hecho con Quelala. Pero mi abuelo rogó con gran humildad que los perdonara, pues sabía que los Monos se ahogarían en el río con las alas atadas. Por su parte, Quelala intercedió en favor de ellos, de modo que Gayelette les perdonó al fin, con la condición de que los Monos Alados deberían de allí en adelante obedecer por tres veces al poseedor del Gorro de Oro. Este Gorro se había confeccionado como regalo de bodas para Quelala, y se comentaba que había costado a la princesa un equivalente a la mitad de su reino. Claro que mi abuelo y todos sus súbditos accedieron sin vacilar, y es así como ocurre que somos tres veces esclavos del poseedor del Gorro de Oro, sea éste quien fuere.

—¿Y qué fue de ellos? —preguntó Dorothy, que le había escuchado con profundo interés.

—Como Quelala fue el primer dueño del Gorro de Oro —contestó el Mono—, también fue el primero en imponernos sus deseos. Debido a que su esposa no podía soportarnos cerca, después que se hubieron casado, él nos llamó al bosque y nos ordenó que nos mantuviéramos siempre alejados de Gayelette, cosa que nos alegramos mucho de hacer, pues todos le temíamos.

"Esto fue todo lo que tuvimos que hacer hasta que el Gorro de Oro cayó en manos de la Maligna Bruja de Occidente, quien nos obligó a esclavizar a los Winkies y después a arrojar al mismísimo Oz de la tierra de Occidente. Ahora el Gorro es tuyo, y por tres veces tienes el derecho de imponernos tu voluntad.

Al terminar el Mono su relato, Dorothy miró hacia abajo y vio los relucientes muros verdosos de la Ciudad Esmeralda. Aunque se maravilló por lo veloz del viaje, le alegró también que éste hubiera finalizado. Los extraños simios bajaron suavemente a los viajeros frente a la puerta de la ciudad, el Rey se inclinó ante Dorothy y luego se alejó volando a toda velocidad, seguido por todo su grupo.

—Ha sido un magnífico paseo —comentó la niña.

—Sí, y una forma muy rápida de salir de apuros —dijo el León—. Fue una suerte que te llevaras contigo ese Gorro maravilloso.

CAPÍTULO 15

LA IDENTIDAD DE OZ EL TERRIBLE

Los cuatro viajeros avanzaron hacia la puerta de la Ciudad Esmeralda e hicieron sonar la campanilla. Luego de un momento les abrió el mismo guardián de la vez anterior.

—¡Cómo! —exclamó sorprendido—. ¿Están de regreso?

—¿Acaso no nos ves? —preguntó el Espantapájaros.

—Pero es que creí que habían ido a visitar a la Maligna Bruja de Occidente.

—Y la visitamos —afirmó el Espantapájaros.

—¿Y ella les dejó libres de nuevo? —se maravilló el guardián.

—No pudo evitarlo, pues se derritió —explicó el hombre de paja.

—¿Se derritió? ¡Vaya, qué buena noticia! ¿Y quién consiguió hacer tal cosa?

—Fue Dorothy —dijo el León en tono grave.

—¡Dios mío! —exclamó el guardián, haciendo una profunda reverencia a la niña.

Después los condujo a su sala de recepción, les puso los anteojos verdes, tal como lo había hecho la vez anterior, y luego los hizo pasar a la Ciudad Esmeralda. Cuando la gente se enteró por él de que Dorothy había derretido a la Maligna Bruja de Occidente, todos se apiñaron alrededor de los viajeros y los siguieron en su camino hacia el Palacio de Oz.

El soldado de la barba verde seguía de guardia ante la puerta, y él fue quien los hizo pasar en seguida. De nuevo les salió al encuentro la bonita joven verde, quien los condujo a sus respectivos dormitorios a fin de que descansaran hasta que el Gran Oz estuviera dispuesto a recibirlos.

El soldado hizo avisar directamente a Oz que Dorothy y los otros viajeros estaban de regreso luego de haber eliminado a la Bruja Maligna, pero Oz no envió ninguna respuesta. Los cuatro amigos creyeron que el Gran Mago los haría llamar en seguida, mas no fue así, y no tuvieron noticias de él durante varios días. La espera se les hizo pesada y turbadora, hasta el punto de encolerizarlos el hecho de que Oz los tratara tan mal después de haberles mandado a sufrir tantas penurias. Al fin el Espantapájaros pidió a la joven verde que llevara otro mensaje a Oz, diciéndole que, si no los recibía inmediatamente, llamarían a los Monos Alados para que los ayudara y descubrieran si el Mago cumplía sus promesas o no. Cuando Oz recibió este mensaje, se asustó tanto que avisó que se presentaran en el Salón del Trono la mañana siguiente, a las nueve y cuatro minutos. Ya una vez habíase enfrentado a los Monos Alados en la tierra de Occidente y no deseaba verlos de nuevo.

Los cuatro viajeros pasaron una noche de insomnio, pensando cada uno en el don que Oz había prometido hacerles. Dorothy se durmió sólo por un rato, y soñó entonces que estaba en Kansas donde su tía Em le decía lo mucho que le agradaba tenerla de regreso en su hogar.

La mañana siguiente, a las nueve en punto, el soldado de la barba verde fue a buscarlos, y cuatro minutos más tarde se hallaban todos en el Salón del Trono.

Naturalmente, cada uno de ellos esperaba ver al Mago adoptar la forma de la vez anterior, y todos se sorprendieron muchísimo al mirar a su alrededor y no ver a nadie en la gran estancia. Permanecieron cerca de la puerta y muy juntos uno de otro, pues el silencio era más inquietante que cualquiera de las formas en que se presentara Oz anteriormente.

Al fin oyeron una voz solemne que parecía proceder de un sitio cercano al punto superior de la bóveda.

—Soy Oz el Grande y Terrible. ¿Por qué me buscan?

De nuevo miraron hacia todos los rincones del salón, y luego, al no ver a nadie, Dorothy preguntó:

—¿Dónde estás?

—En todas partes —respondió la voz—, pero soy invisible para los ojos de los mortales comunes. Ahora iré a sentarme en mi trono para que puedan conversar conmigo.

En efecto, la voz pareció llegar ahora desde el trono, de modo que todos marcharon hacia allí y se pararon formando fila ante el gran sillón.

—He venido a pedirte que cumplas tu promesa, Gran Oz —dijo Dorothy.

—¿Qué promesa? —preguntó Oz.

—Dijiste que me enviarías de regreso a Kansas cuando estuviera muerta la Bruja Maligna.

—Y a mí me prometiste un cerebro —intervino el Espantapájaros.

—Y a mí un corazón —dijo el Leñador.

—Y a mí valor —terció el León Cobarde.

—¿De veras ha muerto la Bruja Maligna? —inquirió la voz, y a Dorothy le pareció que el tono era un poco tembloroso.

—Sí —repuso—. La derretí con un cubo de agua.

—¡Cielos, qué súbito! —dijo la voz—. Bien, ven a verme mañana, pues necesito tiempo para pensarlo.

—Ya has tenido tiempo de sobra —declaró en tono airado el Leñador.

—No queremos esperar más —dijo el Espantapájaros.

—¡Debes cumplir tus promesas! —exclamó Dorothy.

Al León le pareció que no estaría mal dar un susto al Mago, de modo que dejó escapar un tremendo rugido, tan feroz y espantoso que Toto saltó alarmado y fue a dar contra el biombo que había en el rincón, haciéndolo caer. Al oír el estrépito, los amigos miraron hacia allí y en seguida se sintieron profundamente asombrados al ver, en el sitio que hasta entonces ocultaba el biombo, a un viejecillo calvo y de arrugado rostro que parecía tan sorprendido como ellos. Levantando su hacha, el Leñador corrió hacia él, gritándole:

—¿Quién eres tú?

—Soy Oz, el Grande y Terrible —contestó el hombrecillo con voz temblona—. Pero no me mates, por favor, y haré lo que me pidan.

Nuestros amigos lo miraron sin saber qué hacer.

—Creí que Oz era una gran cabeza —dijo Dorothy.

—Y yo pensé que era una hermosa dama —manifestó el Espantapájaros.

—Y yo lo vi como una bestia terrible —dijo el Leñador.

—Y a mí me pareció que era una bola de fuego —exclamó el León.

—No, todos estaban equivocados —manifestó con humildad el hombrecillo—. Los estuve engañando.

—¿Engañando? —exclamó Dorothy—. ¿Acaso no eres un Gran Mago?

—Más bajo, querida —pidió él—. Si hablas tan alto te oirán, y eso me arruinaría. Todos suponen que soy un Gran Mago.

—¿Y no lo eres? —preguntó ella.

—En absoluto, queridita. No soy más que un hombre común.

—Eres más que eso —declaró el Espantapájaros en tono quejoso—. Eres un farsante.

—¡Exacto! —reconoció el hombrecillo, restregándose las manos como si aquello le complaciera—. Soy un farsante.

—¡Pero esto es terrible! —intervino el Leñador—. ¿Cómo voy a conseguir mi corazón?

—¿Y yo mi valor? —dijo el León.

—¿Y yo mi cerebro? —gimió el Espantapájaros, enjugándose las lágrimas con la manga.

—Queridos amigos, les ruego que no hablen de esas cosas sin importancia —pidió Oz— Piensen en mí y en el terrible aprieto en que me encuentro ahora que me han descubierto.

—¿Nadie más sabe que eres un farsante? —preguntó Dorothy.

—Nadie lo sabe, excepto ustedes cuatro... y yo —respondió Oz—. He engañado a todos durante tanto tiempo que creí que jamás me descubrirían. Fue un error muy grave eso de haberles permitido entrar en el Salón del Trono. Por lo general no suelo ver siquiera a mis vasallos, y por eso creen que soy algo terrible.

—Pero, no lo entiendo —objetó Dorothy—. ¿Cómo fue que te apareciste como una gran cabeza?

—Fue una de mis tretas. Hagan el favor de venir por aquí y se lo explicaré.

Los condujo a una habitación pequeña en la parte trasera del Salón del Trono. Una vez allí, señaló hacia un rincón donde descansaba una gran cabeza fabricada con cartón y con la cara muy bien pintada.

—La colgué del techo con un alambre —explicó Oz—. Me quedé detrás del biombo y manipulé un piolín para hacer mover los ojos y abrir la boca.

—¿Pero y la voz?

—Es que soy ventrílocuo —explicó el hombrecillo—. Puedo dirigir mi voz hacia cualquier sitio y por eso te pareció que provenía de la cabeza. Aquí están las otras cosas que usé para engañarlos.

Así diciendo, mostró al Espantapájaros el vestido y la máscara que había usado cuando se presentó como la hermosa dama, y el Leñador vio que la bestia terrible no era más que un montón de pieles unidas entre sí y mantenidas separadas interiormente por medio de tablillas a fin de darles forma. En cuanto a la bola de fuego, el falso Mago la había colgado del techo, y en realidad era una gran bola de algodón que ardía con fiereza al encenderse el combustible de que estaba empapada.

—Francamente, deberías estar avergonzado de ser tan farsante —dijo el Espantapájaros.

Se sentaron todos y le escucharon mientras les contaba el siguiente relato:

—Nací en Omaha...

—¡Vaya, Omaha no está muy lejos de Kansas! —exclamó Dorothy.

—No, pero está más lejos de aquí —manifestó él, meneando la cabeza con gran pesar—. Cuando crecí me hice ventrílocuo y me enseñó muy bien un gran maestro. Por eso puedo imitar el grito de cualquier ser de la naturaleza. —Maulló como un gato y Toto levantó las orejas al tiempo que miraba por todas partes, muy intrigado. Luego continuó Oz—: Al cabo de un tiempo me cansé de eso y me hice aeronauta.

—¿Y eso qué es? —quiso saber Dorothy.

—Se llama así a los que vuelan en globo los días de feria a fin de atraer a la gente y conseguir que compren entradas para el circo —explicó él.

—¡Ah, sí, ya sé!

—Pues bien, un día subí en un globo y se enredaron las cuerdas, de modo que no pude volver a bajar. El globo subió más arriba de las nubes, y tan alto estaba que lo atrapó una corriente de aire que lo llevó a muchísimos kilómetros de distancia. Durante un día y una noche viajé por el aire, y en la mañana del segundo día desperté y vi que el globo se hallaba sobre un país extraño y hermoso.

"Fui bajando poco a poco y sin sufrir el menor daño; pero me encontré en medio de una extraña multitud, la que, al verme bajar de las nubes, pensó que yo era un Gran Mago. Claro que les dejé creer tal cosa, porque vi que me temían y por ello prometieron hacer lo que yo les ordenara.

"Sólo para entretenerme y tenerlos ocupados, les ordené construir esta ciudad y mi palacio, y lo hicieron de buen grado y con mucha habilidad. Después, como la región era tan verde y hermosa, se me ocurrió llamarla la Ciudad Esmeralda, y para que el nombre fuera apropiado les puse anteojos verdes a todos los habitantes, de modo que todo lo que vieran fuera de ese color.

—¿Pero no es todo verde? —preguntó Dorothy.

—No más que en cualquier otra ciudad —repuso Oz—. Pero cuando uno se pone anteojos verdes... bueno, pues, todo lo que uno ve parece verde. La Ciudad Esmeralda fue construida hace muchísimos años, pues yo era un hombre joven cuando me trajo el globo y ahora soy muy viejo. Pero mis súbditos han usado anteojos verdes durante tanto tiempo que la mayoría de ellos creen que realmente están en una ciudad de esmeraldas, y por cierto que es un lugar hermoso, donde abundan las gemas y los metales preciosos, así como todas las cosas buenas que se requieren para hacerlo a uno feliz. Yo he sido bondadoso con mis vasallos y todos me quieren; pero desde que se construyó este palacio vivo encerrado en él y no los veo.

"Uno de mis temores más grandes era hacia las brujas, porque mientras yo no tenía poderes mágicos, descubrí muy pronto que las brujas poseían el don de hacer cosas extraordinarias. Había cuatro en el país, y gobernaban a los pobladores del Norte, el Sur, el Este y el Oeste. Por fortuna, las brujas del Norte y el Sur eran buenas, y sabía yo que no me harían daño; pero las de Oriente y Occidente eran terriblemente malvadas, y de no haber pensado que yo era más poderoso que ellas, seguramente me habrían destruido. Por eso viví temiéndolas durante muchos años, y ya imaginarás lo contento que me puse cuando me enteré de que tu casa había caído sobre la Maligna Bruja de Oriente. Cuando viniste a verme, estaba dispuesto a prometerte cualquier cosa si eliminabas a la otra Bruja, y ahora que la has derretido me avergüenza reconocer que no puedo cumplir mis promesas.

—Me parece que eres un hombre muy malo —dijo Dorothy.

—¡No, no, querida! En realidad soy un hombre muy bueno, aunque admito que soy un Mago bastante malo.

—¿No puedes darme un cerebro? —preguntó el Espantapájaros.

—No lo necesitas; día a día vas aprendiendo algo nuevo. Los bebés tienen cerebro, pero no saben mucho. La experiencia es lo único que trae consigo el conocimiento, y cuanto más tiempo estés en la tierra tanta más experiencia has de adquirir.

—Eso podrá ser cierto —repuso el Espantapájaros—, pero yo me sentiré muy desdichado si no me das un cerebro.

El falso mago lo miró con atención.

—Bien —suspiró al fin—, tal como dije, no soy muy hábil como mago; pero si vienes mañana por la mañana, te llenaré la cabeza de sesos. Eso sí, no podré enseñarte a usarlos, pues lo tendrás que aprender por tu cuenta.

—¡Gracias, gracias! —exclamó el Espantapájaros—. Te aseguro que aprenderé a usarlos.

—¿Y mi valor? —intervino el León en tono ansioso.

—Estoy seguro de que te sobra valor —respondió Oz—. Lo único que necesitas es tener confianza en ti mismo. No hay ser viviente que no sienta miedo cuando se enfrenta al peligro. El verdadero valor reside en enfrentarse al peligro aun cuando uno está asustado, y esa clase de valor la tienes de sobra.

—Puede que así sea, pero, así y todo, me domina el miedo —declaró el León—. En realidad, me sentiré muy desdichado si no me das el valor que le hace olvidar a uno que tiene miedo.

—Muy bien, mañana te daré esa clase de coraje —replicó Oz.

—¿Y mi corazón? —preguntó el Leñador.

—Bueno, en cuanto a eso, creo que te equivocas al querer tener corazón. Lo hace a uno muy desdichado. Te aseguro que eres afortunado al no tenerlo.

—Cada uno opina lo que quiere —replicó el Leñador—. Por mi parte, soportaré en silencio todas mis desdichas si me das un corazón.

—Muy bien —admitió Oz con humildad—. Ven a verme mañana y tendrás tu corazón. He desempeñado el papel de Mago tantos años que bien puedo seguir haciéndolo un poco más.

—Y ahora —intervino Dorothy—, ¿cómo regresaré yo a Kansas?

—Eso tendremos que pensarlo —contestó el hombrecillo—. Dame dos o tres días para estudiar el asunto y trataré de hallar el medio de llevarte por sobre el desierto. Ahora, todos ustedes serán mis huéspedes, y mientras vivan en el Palacio, mis súbditos los atenderán y satisfarán sus más íntimos deseos. Sólo una cosa les pido a cambio de mi ayuda: tendrán que guardar mi secreto y no decir a nadie que soy un farsante.

Los amigos prometieron no decir nada de lo que acababan de saber y, muy animados, regresaron a sus respectivos dormitorios. Hasta Dorothy abrigaba la esperanza de que "El Grande y Terrible Farsante", como lo llamaba, pudiera hallar el medio de enviarla de regreso a Kansas. Si lo hacía, estaba dispuesta a perdonarle todo.

CAPÍTULO 16

LA MAGIA DEL GRAN FARSANTE

La mañana siguiente el Espantapájaros dijo a sus amigos:

—Felicítenme; al fin voy a ver a Oz para que me dé mi cerebro. Cuando regrese seré como todos los demás.

—Siempre me has gustado como eres —declaró Dorothy.

—Eres bondadosa al querer a un Espantapájaros— repuso él—. Pero seguramente me apreciarás más cuando te enteres de los maravillosos pensamientos que saldrán de mi nuevo cerebro.

Después se despidió de todos con gran alegría y fue hacia el Salón del Trono.

—Adelante —respondió Oz a su llamado.

Al entrar, el Espantapájaros vio al hombrecillo sentado junto a la ventana, sumido en profundas reflexiones.

—Vengo a buscar mi cerebro —dijo con cierta vacilación.

—Sí, sí. Haz el favor de sentarte en esa silla —repuso Oz—. Tendrás que perdonarme por sacarte la cabeza, pero lo haré a fin de poner tu cerebro en su sitio apropiado.

—Está bien. Puedes sacarme la cabeza, ya que me la habrás mejorado cuando vuelvas a ponérmela.

Y el Mago le quitó la cabeza y le vació la paja de que estaba rellena. Después fue a otra habitación y tomó una medida de afrecho que mezcló con gran cantidad de alfileres y agujas. Una vez que hubo mezclado bien todo esto, puso la mezcla en la parte superior de cabeza del Espantapájaros y terminó de rellenarla con paja para mantenerla en su lugar.

Cuando volvió a poner la cabeza sobre los hombros del paciente, le dijo:

—De aquí en adelante serás un gran hombre, pues acabo de ponerte un cerebro de primera.

El Espantapájaros sintióse tan complacido como orgulloso ante el cumplimiento de su gran deseo, y una vez que hubo agradecido debidamente a Oz, regresó al lado de sus amigos.

Dorothy lo miró con curiosidad al ver su cabeza que parecía haberse agrandado en la parte superior.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

—Muy sabio por cierto —contestó él con gran seriedad—. Cuando me acostumbre a mi cerebro, lo sabré todo.

—¿Por qué te sobresalen de la cabeza todos esos alfileres y agujas? —preguntó el Leñador.

—Esa es la prueba de que es agudo —comentó el León.

—Bien, ahora me toca a mí —dijo Leñador, y fue a llamar a la puerta del Salón del Trono.

—Adelante —le invitó Oz.

—Vengo en busca de mi corazón —anunció el hombre de hojalata.

—Muy bien. Pero tendré que abrirte un agujero en el pecho para colocar el corazón en su sitio adecuado. Espero que no te haga daño.

—En absoluto. No sentiré nada.

Oz fue a buscar un par de tijeras de hojalatero e hizo un orificio rectangular en el costado izquierdo del pecho del Leñador. Después abrió un cajón de la cómoda y sacó un bonito corazón hecho de seda roja y relleno de aserrín.

—¿Verdad que es hermoso? —preguntó.

—Lo es de veras —repuso el Leñador, muy complacido—. ¿Pero es un corazón bondadoso?

—Muchísimo. —Oz puso el corazón en el pecho del paciente y volvió a colocar la tapa del orificio, soldando las coyunturas con gran cuidado—. Ya está. Ahora tienes un corazón del que cualquiera se sentiría orgulloso. Lamento haber tenido que ponerte un remiendo en el pecho, pero fue inevitable.

—El remiendo no importa —exclamó el feliz Leñador—. Te estoy muy agradecido y jamás olvidaré tu bondad.

—Ni lo menciones —dijo el Mago.

El Leñador volvió al lado de sus amigos, los que lo felicitaron sinceramente por su gran fortuna.

El León fue entonces a llamar a la puerta del salón.

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ISBN:
9782380374124
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