Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 29

Czcionka:

—Creí que habías pedido a Dorothy que matara a la Bruja —dijo con gran sorpresa el Espantapájaros.

—Así es. No me importa quién la mate; lo que importa es que no te concederé tu deseo hasta que ella haya desaparecido. Vete ahora y no vuelvas a buscarme hasta que te hayas ganado ese cerebro que tanto ansías.

Muy desalentado, el Espantapájaros regresó al lado de sus amigos y les repitió lo que había dicho Oz. Dorothy sintióse muy sorprendida al saber que el Gran Mago no era una cabeza, como la había visto ella, sino una dama encantadora.

—Aunque lo sea —dijo el Espantapájaros—, tiene tan poco corazón como el Leñador.

La mañana siguiente, el soldado de la barba verdosa fue a buscar al Leñador y le anunció:

—Oz te manda llamar. Sígueme.

Y el Leñador lo siguió hasta el gran Salón del Trono. Ignoraba si vería en Oz a una dama encantadora o a una cabeza, pero esperaba que fuera lo primero. "Porque" se dijo "si es la cabeza, seguro que no me dará un corazón, ya que las cabezas no tienen corazón propio y por lo tanto no sentirá lo que yo siento. Pero si es la dama encantadora, le rogaré con todas mis fuerzas que me dé un corazón, pues dicen que todas las damas son bondadosas".

Pero cuando entró en el gran Salón del Trono, no vio ni la cabeza ni la dama, porque Oz había tomado la forma de una bestia terrible. Era casi tan grande como un elefante, y el trono verde parecía resistir apenas su peso. La bestia tenía la cabeza de un rinoceronte, aunque con cinco ojos; de su cuerpo salían cinco largos brazos y sus patas eran también cinco, y muy delgadas. Lo cubría un pelaje muy espeso y no podría imaginarse un monstruo más espantoso. Fue una suerte que el Leñador careciera de corazón, porque el terror le habría acelerado muchísimo sus latidos. Claro que, como era sólo de hojalata, no tuvo nada de miedo.

—Soy Oz, el Grande y Terrible —manifestó la bestia con voz que era un rugido—. ¿Quién eres y por qué me buscas?

—Soy el Leñador de Hojalata. Por eso no tengo corazón y no puedo amar. Vengo a rogarte que me des un corazón para poder ser como otros hombres.

—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó la bestia.

—Porque yo te lo pido y sólo tú puedes conceder mi deseo. Al oírle, Oz lanzó un ronco gruñido y agregó:

—Si de veras deseas un corazón, tienes que ganarlo.

—¿Cómo?

—Ayuda a Dorothy a matar a la Maligna Bruja de Occidente. Cuando haya muerto la Bruja, ven a verme y te daré el corazón más grande, más bondadoso y más lleno de amor de todo el País de Oz.

Y, así, el Leñador se vio obligado a volver donde estaban sus amigos y hablarles de la terrible bestia que había visto. A todos les maravilló que el Gran Mago pudiera adoptar tantas formas diferentes.

—Si es una bestia cuando vaya a verlo yo —declaró el León—, rugiré con tal fuerza y lo asustaré tanto que tendrá que darme lo que deseo. Y si es una dama encantadora, fingiré echarme sobre ella para obligarla a obedecerme. Si es una gran cabeza, la tendré a mi merced, pues la haré rodar por todo el salón hasta que prometa concedernos lo que deseamos. Así que alégrense todos, porque las cosas saldrán bien.

La mañana siguiente el soldado de la barba verdosa condujo al León hasta el gran Salón del Trono y le hizo pasar para que viera a Oz.

Una vez que hubo pasado por la puerta, el León miró a su alrededor y, para su gran sorpresa, vio que frente al trono pendía una bola de fuego tan brillante que casi no podía mirarla. Su primera impresión fue que Oz se había incendiado y estaba ardiendo. Empero, cuando trató de acercarse, el intenso calor le chamuscó los bigotes y, temblando de miedo, tuvo que retroceder de nuevo hacia la puerta.

Acto seguido oyó una voz tranquila que salía de la bola de fuego y le decía:

—Soy Oz, el Grande y Terrible. ¿Quién eres tú y por qué me buscas?

—Soy el León Cobarde, temeroso de todo —respondió el felino—. He venido a rogarte que me des valor para que pueda ser realmente el rey de las fieras, como me consideran los hombres.

—¿Por qué he de darte valor?

—Porque entre todos los magos tú eres el más grande y el único que tiene poder para conceder mi deseo.

La bola de fuego ardió con fiereza durante un rato, y al fin dijo la voz:

—Tráeme pruebas de que ha muerto la Bruja Maligna y en seguida te daré valor. Pero mientras viva la Bruja seguirás siendo un cobarde.

El León se enfureció al oír esto, mas no pudo responder nada, y mientras se quedaba mirando en silencio a la bola de fuego, ésta se hizo tan caliente que la fiera debió volver grupas y salir corriendo de la estancia. Al salir se alegró de ver que sus amigos lo esperaban, y les relató su entrevista con el Mago.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dorothy en tono pesaroso.

—Una sola cosa podemos hacer —replicó el León—, y es ir a la tierra de los Winkies, buscar a la Bruja Maligna y destruirla.

—¿Y si no podemos hacerlo? —dijo la niña.

—Entonces jamás tendré valor —dijo el León.

—Ni yo un cerebro —expresó el Espantapájaros.

—Ni yo un corazón —intervino el Leñador.

—Y yo jamás volveré a ver a mis tíos —dijo Dorothy, rompiendo a llorar.

—¡Ten cuidado! —le advirtió la doncella verde—. Las lágrimas mancharán tu vestido de seda.

Dorothy se enjugó las lágrimas.

—Supongo que debemos intentarlo —manifestó luego—. Pero la verdad es que no deseo matar a nadie, ni siquiera para volver a ver a mi tía Em.

—Yo iré contigo, pero soy demasiado cobarde para matar a la Bruja —declaró el León.

—Yo también iré —terció el Espantapájaros—, pero no podré servirte de mucho, pues soy demasiado tonto.

—Yo no tengo corazón ni siquiera para hacerle mal a una Bruja —comentó el Leñador, pero si ustedes van, yo también iré.

Decidieron entonces partir de viaje la mañana siguiente, y el Leñador afiló su hacha en una piedra verde y se hizo aceitar debidamente todas las coyunturas. El Espantapájaros se rellenó con paja nueva y Dorothy le pintó otra vez los ojos para que viera mejor. La doncella verde, que era muy amable con ellos, llenó de viandas la cesta de Dorothy y colgó una campanilla del cuello de Toto.

Esa noche se acostaron temprano y durmieron profundamente hasta el amanecer, cuando los despertó el canto de un gallo y el cacareo de una gallina que había puesto un huevo verde en el patio del Palacio.

CAPÍTULO 12

EN BUSCA DE LA BRUJA MALIGNA

El soldado de la barba verde los condujo por las calles de la Ciudad Esmeralda hasta que llegaron a la casita donde vivía el guardián de la puerta. Este funcionario les quitó los anteojos, los puso de nuevo en la gran caja y después les abrió la puerta de salida.

—¿Qué camino nos llevará hasta la Maligna Bruja de Occidente? —preguntó Dorothy.

—No hay ningún camino —respondió el guardián—. Nadie desea ir a buscarla.

—¿Entonces cómo vamos a encontrarla? —inquirió la niña.

—No será difícil —repuso el hombre—, pues cuando ella sepa que están en el país de los Winkies, los hallará a ustedes y los hará sus esclavos.

—Quizá no, porque tenemos la intención de matarla —dijo el Espantapájaros.

—¡Ah!, eso es diferente —exclamó el guardián—. Hasta ahora no la ha matado nadie, por eso pensé que ella los esclavizaría como a todos los demás. Pero tengan cuidado; es malvada y feroz, y quizá no permita que la maten. Marchen hacia Occidente, donde se pone el sol, y es seguro que la hallarán.

Le dieron las gracias, se despidieron y echaron a andar hacia el oeste por los campos herbosos salpicados de florecillas. Dorothy aún tenía puesto el bonito vestido de seda verde que le dieran en el Palacio; pero ahora, para su gran sorpresa, descubrió que ya no era verde, sino blanco. La cinta que rodeaba el cuello de Toto también había perdido su tono verdoso y era tan blanca como el vestido de la niña.

Pronto dejaron muy atrás a la Ciudad Esmeralda, y a medida que avanzaban iban entrando en terrenos más quebrados y poco productivos, pues no había granjas ni casas en la región del oeste, y nadie trabajaba la tierra.

El sol de la tarde les dio de lleno en la cara, ya que no había allí árboles que los protegieran con su sombra, y al llegar la noche, Dorothy, Toto y el León estaban muy cansados y se echaron a dormir sobre la hierba, mientras que el Espantapájaros y el Leñador montaban la guardia.

Ahora bien, la Maligna Bruja de Occidente poseía un solo ojo, mas era tan potente como un telescopio y podía ver en todas partes. Sucedió entonces que, mientras se hallaba sentada a la puerta de su castillo, lanzó una mirada a su alrededor y vio a Dorothy durmiendo en la hierba con sus amigos. Se hallaban muy lejos, pero a la Bruja Maligna le disgustó que estuvieran en su país. Por eso hizo sonar un silbato de plata que tenía colgado del cuello.

En seguida llegó corriendo desde todas direcciones una manada de lobos enormes, de largas patas, ojos feroces y dientes agudísimos.

—Vayan a donde están esas personas y háganlas pedazos —ordenó la Bruja.

—¿No vas a esclavizarlas? —preguntó el jefe de la manada.

—No —repuso ella—. Uno es de hojalata, otro de paja, una es una chica y el cuarto un león. Ninguno de ellos sirve para el trabajo, así que pueden hacerlos pedazos.

—Muy bien —dijo el lobo, y se alejó velozmente, seguido por los otros.

Fue una suerte que el Leñador y El Espantapájaros estuvieran despiertos, pues oyeron acercarse a los lobos.

—Esta pelea es para mí —dijo el Leñador—. Pónganse detrás de mí y yo los iré enfrentando a medida que lleguen.

Tomó su hacha, que había afilado muy bien, y cuando se le echó encima el jefe de la manada, el Leñador le cercenó la cabeza limpiamente, dejándolo muerto. No bien pudo levantar de nuevo el hacha llegó otro lobo, el que también cayó bajo el cortante filo del arma. Había cuarenta lobos, y cuarenta veces bajó el hacha para matar a uno, de modo que al fin quedaron todos muertos frente al Leñador.

Entonces bajó su hacha y fue a sentarse junto al Espantapájaros, quien le dijo:

—Buena pelea, amigo.

Esperaron hasta que Dorothy despertó a la mañana siguiente. La niña se asustó mucho al ver el montón de peludos lobos, pero el Leñador le contó lo ocurrido y ella le dio las gracias por haberlos salvado. Luego la niña se sentó a desayunarse y después reanudaron su peregrinación.

Esa misma mañana salió la Bruja Maligna a la puerta de su castillo y miró con ese terrible ojo que tan lejos veía. Descubrió entonces a sus lobos muertos y a los forasteros que continuaban viajando por su país, lo cual la enfadó mucho más que antes. En seguida dio dos pitadas con su silbato de plata.

Al conjuro del sonido llegó volando una bandada de cuervos tan numerosa que oscurecieron el cielo. La Bruja Maligna dijo al rey de aquellas aves:

—Vuelen en seguida hacia los forasteros, arránquenles los ojos y destrócenlos.

Los cuervos volaron velozmente hacia donde se hallaban Dorothy y sus amigos. Al verlos llegar, la niña sintió muchísimo miedo.

—Esto me toca a mí —dijo el Espantapájaros—. Acuéstense a mi lado y no sufrirán daño alguno.

Todos se tendieron en el suelo, salvo el Espantapájaros, quien se quedó de pie con los brazos extendidos. Cuando lo vieron los cuervos, todos se asustaron —como les ocurre siempre que ven un espantapájaros —y no se atrevieron a acercarse más. Pero el rey les dijo:

—No es más que un hombre relleno de paja. Le arrancaré los ojos a picotazos.

Y voló directamente hacia el Espantapájaros, el que lo tomó de la cabeza y le retorció el cuello hasta matarlo. Entonces se le echó encima otro cuervo, y el Espantapájaros también lo mató. Eran cuarenta, y cuarenta veces retorció un cuello hasta que al fin quedaron todos muertos a su alrededor. Entonces dijo a sus compañeros que se levantaran y de nuevo emprendieron su viaje.

Cuando la Bruja Maligna volvió a asomarse y vio muertos a todos sus cuervos, le dio un ataque de furia e hizo sonar tres veces su silbato de plata. Al instante se oyó un silbido ensordecedor y por el aire se acercó un enjambre de abejas negras.

—¡Vayan donde están los forasteros y mátenlos a aguijonazos! —ordenó la Bruja.

Las abejas se alejaron velozmente hasta llegar al sitio por donde marchaban Dorothy y sus amigos. Pero ya las habían visto y el Espantapájaros había decidido lo que debía hacerse.

—Sácame toda la paja y cubre con ella a la chica, al perro y al León —dijo al Leñador—. Así las abejas no podrán picarlos.

Así lo hizo el Leñador, y mientras Dorothy se tendía al lado del León, sosteniendo a Toto entre sus brazos, la paja los cubrió por completo.

Al llegar las abejas, no hallaron más que al Leñador, de modo que se lanzaron sobre él y rompieron sus aguijones contra la hojalata sin hacer el menor daño a su víctima, y como las abejas no pueden vivir sin su aguijón, así terminaron todas, yendo a caer diseminadas alrededor del Leñador en pequeños montones oscuros.

Entonces se levantaron Dorothy y el León, y la niña ayudó al Leñador a rellenar de nuevo al Espantapájaros hasta dejarlo tan bien como siempre. Hecho esto, otra vez emprendieron su viaje.

Tanto se enfureció la Bruja Maligna al ver muertas a sus abejas que pateó el suelo, hizo rechinar los dientes y se arrancó el cabello. Después llamó a una docena de sus esclavos, que eran los Winkies, les dio unas lanzas muy agudas y les dijo que fueran a destruir a los forasteros.

Los Winkies no eran personas valientes, pero estaban obligados a obedecer, de modo que echaron a andar hasta que llegaron cerca de Dorothy. Entonces el León lanzó un tremendo rugido al tiempo que saltaba hacia ellos, y los pobres Winkies se asustaron tanto que se alejaron a todo correr.

Cuando llegaron al Castillo, la Bruja Maligna los golpeó con una correa y los mandó de regreso al trabajo, tras de lo cual se sentó a pensar en lo que podría hacer. No podía entender por qué fallaban todas sus tentativas de destruir a aquellos forasteros. Empero, era una Bruja tan poderosa como malvada, y pronto decidió lo que debía hacer.

En un armario tenía un Gorro de Oro rodeado por un círculo de brillantes y rubíes, y este gorro era mágico. Quienquiera lo poseyera podría llamar tres veces a los Monos Alados, los que obedecerían las órdenes que se les dieran, mas nadie podía disponer de aquellos extraños seres más de tres veces. La Bruja Maligna había usado ya dos veces el encanto del Gorro: una cuando esclavizó a los Winkies y se erigió en gobernante de su país, cosa en que la ayudaron los Monos Alados. La segunda vez fue cuando luchó contra el mismísimo Oz y lo arrojó de la tierra de Occidente, cosa en la que también la ayudaron los simios. Sólo una vez más podía usar el poder del Gorro de Oro, razón por la cual no le agradaba hacerlo hasta que se hubieran agotado todos sus otros poderes. Pero ahora que había perdido a sus feroces lobos, a sus cuervos y a las abejas negras, y que el León Cobarde había espantado a sus esclavos, comprendió que sólo le quedaba un último recurso para eliminar a Dorothy y sus amigos.

Así, pues, la Bruja Maligna sacó el Gorro de Oro del armario y se lo puso en la cabeza, hecho lo cual se paró sobre su pie izquierdo y dijo lentamente:

—¡Epe, pepe, kake!

Después se paró sobre el pie derecho y agregó:

—¡Jilo, jolo, jalo!

Acto seguido se plantó bien sobre ambos pies y gritó a toda voz:

—¡Zizi, zuzi, zik!

Y el encanto mágico empezó a dar sus frutos, pues se oscureció el cielo y empezó a oírse un extraño zumbido. Era el batir de muchas alas al que siguieron charlas y risas, y el sol brilló de nuevo al aclararse el cielo, mostrando a la Bruja Maligna rodeada por una multitud de monos, todos ellos dotados de un par de enormes y poderosas alas.

El más grande de todos, que parecía ser el jefe, voló cerca de la Bruja y le dijo:

—Nos has llamado por tercera y última vez. ¿Qué nos ordenas?

—Vayan a buscar a los forasteros que han entrado en mi tierra y elimínenlos a todos salvo al León —ordenó la Bruja—. Tráiganme la bestia, porque quiero ponerle los arreos de un caballo y hacerla trabajar.

—Tu orden será obedecida —contestó el jefe.

Luego, sin dejar de parlotear y hacer ruido, los Monos Alados volaron hacia el sitio donde se hallaban Dorothy y sus amigos.

Algunos de los Monos asieron al Leñador y se lo llevaron por el aire hasta hallarse sobre una región salpicada de rocas muy agudas, y allí dejaron al pobre hombre de hojalata, el que cayó desde muy alto sobre las aguzadas piedras y quedó tan abollado y maltrecho que no pudo moverse ni gemir siquiera.

Otros se apoderaron del Espantapájaros y con sus largos dedos le arrancaron toda la paja del cuerpo y la cabeza; con el sombrero, las botas y el traje hicieron un atadito que arrojaron sobre las ramas de un árbol muy alto Los otros simios arrojaron unas cuerdas muy fuertes sobre el León y le ataron con innumerables vueltas hasta que no le fue posible arañar ni morder a ninguno. Después lo alzaron por el aire y se lo llevaron volando al castillo de la Bruja, donde lo pusieron en un patio reducido al que rodeaba una alta cerca de hierro, de modo que no le sería posible escapar.

Mas a Dorothy no le hicieron el menor daño. Con Toto entre sus brazos, se quedó observando el triste destino de sus camaradas mientras pensaba que pronto le llegaría el turno a ella. El jefe de los Monos Alados se le acercó volando, con los largos brazos tendidos y una mueca terrible en su fea cara, pero entonces vio la marca del beso de la Bruja Buena en la frente de la niña y se detuvo de pronto, haciendo señas a los otros para que no la tocaran.

—No podemos hacer daño a esta niñita —les dijo—. Está protegida por el Poder del Bien, que es mucho más fuerte que el Poder del Mal. Lo único que podernos hacer es llevarla al castillo de la Bruja Maligna y dejarla allí.

Con gran suavidad, levantaron a Dorothy y se la llevaron volando velozmente hasta llegar al castillo, donde la posaron sobre el escalón de entrada.

—Te hemos obedecido hasta donde nos fue posible hacerlo —dijo el jefe a la Bruja—. El Leñador y el Espantapájaros han sido eliminados, y el León está atado en tu patio. No nos hemos atrevido a hacer daño a la niña ni al perrito que lleva en sus brazos. Ha cesado el poder que tenías sobre nosotros y no volverás a vernos.

Acto seguido, sin dejar de reír y chacharear, los monos levantaron vuelo y se perdieron de vista en contados segundos.

La Bruja Maligna se sintió tan sorprendida como preocupada al ver la marca en la frente de Dorothy, pues sabía muy bien que ni los Monos Alados ni ella misma podrían dañar en absoluto a la niña. Observó los pies de su prisionera, y al ver los zapatos de plata empezó a temblar de miedo, porque conocía perfectamente el mágico poder que tenían. Al principio sintióse tentada de huir de Dorothy, mas al mirar los ojos de ésta vio reflejado en ellos la sencillez de su alma, comprendiendo que la pequeña desconocía el poder de aquel calzado mágico. De modo que rio para sus adentros y pensó: "Todavía puedo hacerla mi esclava, porque no sabe cómo usar su poder".

En voz alta dijo a Dorothy con gran brusquedad:

—Ven conmigo y no dejes de hacer lo que te mande. Si no obedeces, terminaré contigo como terminé con el Leñador y el Espantapájaros.

La niña la siguió por muchas de las hermosas salas del castillo hasta llegar a la cocina, donde la Bruja le ordenó lavar las cacerolas y platos, limpiar el piso y mantener el fuego encendido.

Dorothy se puso a trabajar con toda humildad, dispuesta a cumplir en todo lo posible, porque se alegraba de que la Bruja Maligna hubiera decidido no matarla.

Mientras la pequeña estaba ocupada en su trabajo, a la Bruja se le ocurrió ir al patio y poner los arneses al León Cobarde. Estaba segura de que la divertiría mucho hacerle tirar de su carruaje cuando saliera a pasear. Mas al abrir la puerta oyó tal rugido y vio al León saltar hacia ella con tal fiereza que tuvo miedo y volvió a salir corriendo, sin olvidarse de cerrar de nuevo.

—Si no puedo ponerte los arneses, al menos podré matarte de hambre —le dijo al León por entre los barrotes de la cerca—. No te daré nada de comer hasta que te haya domesticado.

Y de ahí en adelante no le llevó alimentos al felino prisionero, pero cada día que iba a preguntarle si estaba dispuesto a dejarse poner los arneses, el León respondía:

—No. Si entras en este patio te morderé.

La razón de que el León no tuviera que obedecer a la Bruja era que todas las noches, mientras la malvada mujer estaba dormida, Dorothy le llevaba alimentos de la alacena. Después de comer, la fiera se tendía en su lecho de pajas, y Dorothy se acostaba a su lado, y conversaban de sus penurias al tiempo que intentaban idear algún plan para escapar. Mas no podían hallar el medio de salir del castillo, porque las puertas estaban guardadas por los Winkies y estos hombrecillos le temían demasiado a la Bruja como para desobedecerla.

La niña trabajaba mucho durante el día, y a menudo la amenazaba la Bruja con golpearla con el viejo paraguas que llevaba siempre en la mano; pero en realidad no se atrevía a castigarla debido a la marca que tenía Dorothy en la frente. La pequeña ignoraba esto y temía por sí misma y por Toto. En una oportunidad la Bruja golpeó a Toto con el paraguas y el valeroso perrito se defendió mordiéndola en la pierna. Claro que la malvada mujer no sangró por la herida; pues era tan mala que la sangre se le había secado hacía muchos años.

La vida de Dorothy se fue tornando muy triste a medida que comprendía lo difícil que le sería regresar al lado de su tía Em. A veces lloraba durante horas enteras, con Toto tendido a sus pies y mirándola fijamente mientras gemía apenado para demostrar lo mucho que sufría por su amita. Al perrito no le importaba realmente si nunca volvían a Kansas o al País de Oz siempre que Dorothy estuviera con él, pero se daba cuenta de que la niña sentíase desdichada, lo cual lo apenaba muchísimo.

Ahora bien, la Bruja Maligna anhelaba profundamente ser la dueña de los zapatos de plata que calzaba siempre la niña. Sus abejas, sus cuervos y sus lobos yacían muertos, y ya había agotado todo el poder del Gorro de Oro. Si podía apoderarse de los zapatos de plata éstos le darían más poder que todo lo otro que había perdido. En todo momento vigilaba atentamente a Dorothy para ver si alguna vez se quitaba los zapatos y robárselos entonces. Mas la niña estaba tan orgullosa de su bonito calzado que se lo quitaba sólo de noche y cuando iba a tomar su baño. La Bruja le tenía demasiado miedo a la oscuridad para atreverse a entrar de noche en el cuarto de Dorothy a robar los zapatos, y su temor al agua era mayor que su miedo a la oscuridad, de modo que jamás se acercaba cuando la niña se estaba bañando. La verdad es que la vieja Bruja nunca tocaba el agua ni dejaba que el agua la tocara a ella.

Pero la malvada mujer era muy astuta, y al fin ideó una treta para obtener lo que ansiaba. Colocó un trozo de hierro en medio del piso de la cocina y luego, por medio de sus artes mágicas, hizo el hierro invisible para los ojos humanos. Y ocurrió que cuando Dorothy cruzó la cocina, tropezó con el hierro invisible y cayó de bruces. No se hizo mucho daño, pero en la caída se le salió uno de los zapatos de plata, y antes de que pudiera recuperarlo, la Bruja logró tomarlo y ponerlo en su huesudo pie.

La mujer sintióse muy complacida por el éxito de su treta, pues mientras tuviera uno de los zapatos era dueña de la mitad de su poder y Dorothy nada podría hacer contra ella, aunque hubiera sabido cómo dañarla.

Al ver que había perdido uno de sus bonitos zapatos, la niña se encolerizó mucho y dijo a la Bruja:

—¡Devuélveme mi zapato!

—Nada de eso —fue la respuesta—. Ahora es mío y no tuyo.

—¡Eres una malvada! —exclamó Dorothy—. No tienes derecho a robarme el zapato.

—Lo retendré de todas maneras —repuso la Bruja, riéndose de ella—. Y algún día te quitaré también el otro.

Esto enfadó tanto a Dorothy que, tomando el cubo lleno de agua que tenía cerca, arrojó su contenido sobre la Bruja, mojándola de pies a cabeza.

Al instante lanzó la mujer un agudo grito de terror, y luego, mientras Dorothy la miraba asombrada, empezó a encogerse.

—¡Mira lo que has hecho! —Chillaba—. En un momento me derretiré toda.

—Lo lamento de veras —murmuró Dorothy, muy asustada al ver que la Bruja se estaba derritiendo realmente ante sus ojos.

—¿No sabías que el agua sería mi fin? —preguntó la Bruja en tono lastimero.

—Claro que no. ¿Cómo podía saberlo?

—Bueno, en pocos minutos dejaré de existir y tú tendrás el castillo para ti. He sido muy mala, pero jamás creí que una niñita como tú sería capaz de derretirme y terminar con mis maldades. Ten cuidado... ¡aquí me voy!

Así diciendo, cayó formando un montón de cenizas oscuras que poco a poco empezó a extenderse sobre las tablas del piso. Al ver que realmente no quedaba nada de ella, Dorothy llenó otro cubo de agua y lo arrojó sobre las cenizas, las que barrió luego hacia afuera. Hecho esto, recogió el zapato de plata, que era todo lo que quedaba de la vieja, lo limpió y secó bien y volvió a ponérselo. Después, al comprender que estaba en libertad de hacer lo que deseara, salió corriendo al patio para contar al León que la Maligna Bruja de Occidente había llegado a su fin y que ya no eran prisioneros en una tierra extraña.

CAPÍTULO 13

EL RESCATE

El León Cobarde sintióse muy complacido al saber que la Bruja Maligna se había derretido al entrar en contacto con el agua, y Dorothy abrió en seguida la puerta y lo dejó libre. Juntos marcharon hacia el castillo, donde lo primero que hizo la niña fue reunir a todos los Winkies y anunciarles que ya no eran esclavos.

Fue inmensa la alegría de los liberados, pues la Bruja Maligna habíalos obligado a trabajar duramente durante muchísimos años, tratándolos siempre con extrema crueldad. Ese día lo declararon feriado para entonces y el futuro, y siempre lo dedicaron a bailar y divertirse.

—¡Ah! —suspiró el León—. Sería feliz si estuvieran con nosotros el Espantapájaros y el Leñador.

—¿No crees que podríamos rescatarlos? —preguntó la niña.

—Podemos intentarlo —repuso el felino.

Llamaron entonces a los Winkies y les preguntaron si los ayudarían a rescatar a sus amigos, a lo cual respondieron todos que con mucho gusto harían cualquier cosa por Dorothy, a que era su salvadora. La niña eligió a un grupo de Winkies que parecían más inteligentes que los otros y partieron en seguida. Viajaron todo ese día y parte del siguiente hasta llegar a la llanura rocosa donde yacía el Leñador completamente abollado y retorcido. Su hacha se hallaba cerca, pero la hoja habíase oxidado y el mango estaba roto.

Los Winkies lo levantaron con gran cuidado y lo llevaron de regreso al castillo, mientras que Dorothy derramaba algunas lágrimas por su amigo y el León mostrábase profundamente afligido.

Cuando llegaron al castillo la niña preguntó a los Winkies:

—¿Hay hojalateros entre ustedes?

—Claro que sí, y bastante hábiles —le contestaron.

—Entonces vayan a buscarlos —ordenó ella. Y cuando llegaron los hojalateros con todas sus herramientas, les preguntó—: ¿Pueden arreglar esas abolladuras del Leñador, darle nuevamente su forma y soldar las partes que tiene rotas?

Los hojalateros examinaron a la víctima con gran atención y respondieron que creían poder arreglarlo para que quedara tan bueno como nuevo. Acto seguido se pusieron a trabajar en uno de los grandes salones del castillo y no cesaron de hacerlo durante cuatro días con sus noches, martillando, torciendo, moldeando, soldando y puliendo el cuerpo, los miembros y la cabeza del Leñador hasta que al fin le hubieron dado su antigua forma y sus coyunturas funcionaron como antes. Claro que le quedaron algunos remiendos, pero los obreros hicieron un buen trabajo, y como el paciente no era vanidoso, no le molestaron en absoluto aquellos remiendos.

Cuando al fin fue al cuarto de Dorothy y le dio las gracias por haberlo rescatado, sentíase tan contento que lloró de alegría, y la niña tuvo que enjugarle cada una de las lágrimas con su delantal para que no se oxidara de nuevo. Al mismo tiempo lloraba ella también por la felicidad de ver de nuevo a su amigo, pero estas lágrimas no tuvo necesidad de enjugarlas. En cuanto al León, se secó los ojos tan a menudo con la punta de la cola que se le humedeció por completo y tuvo que salir al patio y ponerla al sol hasta que se le hubo secado.

—Me sentiría feliz del todo si el Espantapájaros estuviera de nuevo con nosotros —dijo el Leñador cuando Dorothy le relató todo lo sucedido.

—Debemos tratar de encontrarlo —declaró ella.

Acto seguido llamó a los Winkies para que la ayudaran, y marcharon todo ese día y parte del siguiente hasta llegar al árbol en cuyas ramas habían arrojado los Monos Alados la ropa del Espantapájaros.

Era un árbol muy alto y de tronco demasiado liso, de modo que nadie podía treparlo, pero el Leñador dijo en seguida:

—Lo echaré abajo para que podamos recobrar las ropas.

Ahora bien, mientras los hojalateros habían estado remendando al Leñador, uno de los Winkies, que era orfebre, había hecho un mango de oro puro para el hacha a fin de reemplazar al que estaba roto. Otros pulieron la hoja hasta eliminar todo el óxido, de manera que ahora relucía como si fuera de plata.

Sin perder tiempo, el Leñador empezó a golpear con su hacha, derribando en poco tiempo el árbol, y de entre sus ramas cayeron las ropas del Espantapájaros.

Dorothy las recogió e hizo que los Winkies las llevaran de regreso al castillo, donde las rellenaron con paja limpia... y he aquí que apareció otra vez el Espantapájaros, tan bueno como nuevo, y dándoles profusas gracias por haberlo salvado.

Ahora que estaban todos reunidos, Dorothy y sus amigos pasaron unos días maravillosos en el castillo, donde había todo lo necesario para que estuvieran cómodos.

Gatunki i tagi
Ograniczenie wiekowe:
0+
Objętość:
5250 str.
ISBN:
9782380374124
Właściciel praw:
Bookwire
Format pobierania:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

Z tą książką czytają