Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 279

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Frédéric se perdió en toda clase de conjeturas y le entraron deseos de irse; aquella pretensión de gobernar su conducta le resolvía.

Por otra parte, la nostalgia del bulevar empezaba a dominarle, y después, su madre le daba tal prisa, el señor Roque se movía tanto a su lado y la señorita Louise le amaba con tanta fuerza, que no podía permanecer ya mucho tiempo sin declararse.

Tenía necesidad de reflexionar, juzgaría mejor las cosas desde lejos.

Para motivar su viaje, Frédéric inventó una historia, y se marchó, diciendo a todo el mundo que volvería pronto.

VI

Su regreso a París no le produjo placer alguno; era por la noche a fines del mes de agosto; el bulevar parecía vacío, los transeúntes se sucedían con ceñudos semblantes, a trechos se veía una caldera de asfalto que humeaba y muchas casas tenían sus persianas enteramente cerradas. Llegó a la suya: el polvo cubría las colgaduras, y al comer, completamente solo, dominó a Frédéric un extraño sentimiento de abandono; entonces pensó en la señorita Roque.

La idea de casarse no le pareció ya exorbitante. Viajarían, irían a Italia, a Oriente. Y la contemplaba en pie sobre un montículo, admirando un paisaje, o bien, apoyada en su brazo en una galería florentina, deteniéndose ante los cuadros. ¡Qué alegría la de ver a aquel delicado ser alegrarse ante los esplendores del arte y la naturaleza! Fuera de su entorno, en poco tiempo sería una encantadora compañera. La fortuna del señor Roque le tentaba, además. Sin embargo, semejante determinación le repugnaba como una flaqueza, un envilecimiento.

Pero estaba enteramente resuelto (a cualquier precio) a cambiar de existencia; es decir, a no perder más su razón en pasiones infructuosas, y hasta vacilaba en cumplir el encargo de Louise de comprar para ella, en casa de Jacques Arnoux, dos grandes estatuas policromas que representaran dos negros, como los había en el gobierno de Troyes. Conocía la marca del fabricante, y no quería más que aquella. Frédéric tenía miedo, si volvía a casa de ellos, de caer de nuevo en su antiguo amor.

Aquellas reflexiones le ocuparon toda la noche; cuando iba a acostarse entró una mujer.

—Soy yo —dijo riendo la señorita Vatnaz—. Vengo de parte de Rosanette.

¿Se habían, pues, reconciliado?

—Dios mío, sí. Yo no soy mala, ya lo sabe usted. Además, la pobre chica… Sería muy largo de contárselo a usted.

En resumen, la mariscala deseaba verle; esperaba una respuesta, puesto que su carta se había paseado de París a Nogent; la señorita Vatnaz no sabía lo que contenía. Entonces, Frédéric se informó de la mariscala.

Estaba ahora con un hombre muy rico, un ruso, el príncipe Chernukov, que la había visto en las carreras del Campo de Marte el verano pasado.

—Tiene tres carruajes, caballo de silla, librea, groom de chic inglés, casa de campo, palco en los Italianos y bastantes cosas más. Ya lo sabe usted, querido.

Y la Vatnaz, como si se aprovechara de aquel cambio de fortuna, parecía más alegre, completamente feliz. Se quitó los guantes y se puso a examinar los muebles y las chucherías. Los tasaba en su justo precio, como un chalán. Debería haberle consultado para obtener todo aquello en mejores condiciones, y le felicitaba por su buen gusto, diciendo:

—¡Ah! Esto es lindo, muy bonito. No hay como usted para estas cosas.

Después, percibiendo en el fondo de la alcoba una puerta, añadió:

—Por ahí salen las mujercitas, ¿eh?

Y amistosamente le cogió el mentón. Él se estremeció al contacto de sus largas manos, a la vez flacas y suaves. Alrededor de sus muñecas llevaba un bordado de encaje, y sobre el cuerpo de su traje verde, pasamanerías, como un húsar. Su sombrero de tul negro, de alas bajas, ocultaba un poco su frente; sus ojos brillaban debajo; un olor de pachulí se escapaba de sus cabellos; la lámpara, colocada sobre un velador, iluminándola desde abajo, como batería de teatro, hacía resaltar sus mandíbulas, y de repente, ante aquella mujer fea, que tenía en la cintura ondulaciones de pantera, Frédéric se sintió presa de brutales deseos.

Le dijo ella con voz untuosa, sacando de su portamonedas tres cuadrados de papel:

—Va usted a tomarme esto.

Eran tres localidades para una representación a beneficio de Delmar.

—¿Cómo? ¿Él?

—Ciertamente.

La señorita Vatnaz, sin explicarse más, añadió que le adoraba más que nunca. El cómico, oyéndola, se clasificaba definitivamente entre «las eminencias de la época». Y no era tal o cual personaje el que representaba, sino el genio mismo de la Francia, el pueblo. Tenía «el alma humanitaria; comprendía el sacerdocio del arte». Frédéric, para librarse de aquellos elogios, le dio el dinero de las tres localidades.

—Es inútil que hable usted allí de esto. ¡Qué tarde es, Dios mío! Es preciso que le deje a usted. ¡Ah! Olvidaba las señas: calle Grange-Batelière, catorce. —Y en el umbral, añadió—: Adiós, hombre amado.

«¿Amado de quién? —se preguntó Frédéric—. ¡Qué persona tan singular!».

Y se acordó de que Dussardier le había dicho un día, respecto de ella: «¡Oh, no es gran cosa!», como aludiendo a historias poco honrosas.

Al día siguiente se presentó en casa de la mariscala. Habitaba una casa nueva, cuyas marquesinas se adelantaban hasta la calle. En cada meseta, un espejo a la pared; una jardinera rústica delante de las ventanas, y a todo lo largo de la escalera, un tapiz de lienzo.

Al entrar de fuera, la frescura de la escalera agradaba.

Un individuo vino a abrir; era un lacayo con chaleco encarnado. En la banqueta de la antesala, una mujer y dos hombres, proveedores, indudablemente, esperaban como en el vestíbulo de un ministro. A la izquierda, la puerta del comedor, entreabierta, permitía ver botellas vacías en los aparadores, servilletas en el respaldo de las sillas, y paralelamente se extendía una galería, donde bastones dorados sostenían una espaldera de rosas. Abajo, en el patio, dos mozos con los brazos desnudos limpiaban un landó. Sus voces subían hasta allí con el ruido intermitente de una almohaza que golpeaban contra una piedra.

El criado volvió. La señora iba a recibir al señor, y le hizo atravesar una segunda antesala; después, un gran salón, vestido de brocatel amarillo, con cordones en los rincones que se unían en el techo y parecían continuados por los adornos de la araña, que tenían la forma de cables. Indudablemente, la noche anterior había habido fiesta. Sobre las consolas quedaba ceniza de los cigarros.

Por fin, entró en una especie de tocador, al que confusamente daban luz cristales de color. Tréboles de madera tallada adornaban los altos de las puertas; detrás de una balaustrada, tres almohadones de púrpura componían un diván y el tubo de un narguile de platino rodaba por encima.

La chimenea, en vez de espejo, tenía un armario piramidal, que ostentaba en sus tablillas toda una colección de curiosidades: relojes de plata antiguos, cornets de Bohemia, broches de pedrería, botones de verde jade, esmaltes, figuras de china, una virgencita bizantina con capa de plata sobredorada, y todo aquello se fundía en un crepúsculo dorado, con el azulado del color del tapiz, el nacarado reflejo de los taburetes, el tono leonado de las paredes, cubiertas de cuero marrón. En los ángulos, sobre pedestales, vasos de bronce con grupos de flores, que hacían pesada la atmósfera.

Rosanette apareció, vestida con una chupa de raso rosa, pantalón de casimir blanco, un collar de piastras y un casquete encarnado rodeado de una rama de jazmín.

Frédéric hizo un movimiento de sorpresa; después dijo que llevaba «la cosa en cuestión», presentándole el billete de banco.

Le miró ella muy absorta, y como continuaba con el billete en la mano, sin saber dónde ponerlo, dijo:

—Tómelo usted.

Lo cogió ella, y después lo arrojó sobre el diván y contestó:

—Es usted muy amable.

Era para pagar un terreno en Bellevue, que satisfacía así por anualidades. Semejante frescura ofendió a Frédéric. Por lo demás, tanto mejor; aquello le vengaba del pasado.

—Siéntese usted —dijo ella—. Ahí, más cerca. —Y añadió en tono grave—: En primer lugar, debo darle a usted las gracias, querido mío, por haber arriesgado la vida.

—¡Oh! Eso no es nada.

—¿Cómo? Al contrario. Eso es muy hermoso.

Y la mariscala le manifestó una gratitud embarazosa, porque debía de saber por Arnoux, que seguramente cedería a la necesidad de decirlo, que se había batido exclusivamente por él, según Arnoux se imaginaba.

«Quizá se burle de mí», pensó Frédéric.

Ya no tenía nada que hacer, y pretextando que tenía una cita, se levantó.

—No; quédese usted.

Volvió él a sentarse y la cumplimentó por su traje.

Ella contestó con aire de fatiga:

—Es el príncipe, que desea verme así. Y es preciso, además, fumar en semejantes máquinas —dijo Rosanette, señalando al narguile—. ¿Quiere usted que lo probemos?

Trajeron fuego y, como quiera que todo aquello tardaba en encenderse, se puso a patalear de impaciencia. Después se sintió presa de languidez y permaneció inmóvil en el diván, con un cojín debajo del brazo, el cuerpo algo torcido, doblada una rodilla y la otra pierna recta. La larga serpiente de cuero encarnado, que formaba un anillo en el suelo, se rodeaba a su brazo; apoyaba la boquilla de ámbar sobre sus labios y miraba a Frédéric, entornando los ojos a través del humo, cuyas nubes la envolvían. La aspiración de su pecho hacía gorjear el agua y murmuraba Rosanette de cuando en cuando:

—¡Pobre monín, pobre querido mío!

Procuraba él encontrar un asunto de conversación agradable, y se le presentó la idea de la Vatnaz, diciendo que le había parecido muy elegante.

—Pardiez —replicó la mariscala—. Es muy feliz esa con tenerme —sin añadir una palabra más, tantas restricciones había en sus pensamientos.

Ambos se sentían cortados y como si se hallaran en presencia de un obstáculo. En efecto, el duelo, cuya causa se creía Rosanette, había lisonjeado su amor propio. Después se admiró mucho de que Frédéric no se apresurase a prevalerse de su acción, y para obligarle a venir, inventó aquella necesidad de los quinientos francos. ¿Cómo Frédéric no reclamaba en pago un poco de ternura? Era aquel un refinamiento que la maravillaba, y en un momento de expansión, le dijo:

—¿Quiere usted venir con nosotros a los baños de mar?

—¿Cómo nosotros?

—Yo y mi pájaro; le haré pasar a usted por un primo mío, como en las comedias antiguas.

—Mil gracias.

—Bien, entonces tomará usted alojamiento cerca del nuestro.

La idea de ocultarse de un hombre rico le humillaba.

—No, eso es imposible.

—Como usted guste.

Rosanette volvió la cabeza y una lágrima cayó de sus párpados. Frédéric la percibió, y para demostrarle interés, dijo que se consideraba dichoso de verla al fin en posición excelente.

Ella se encogió de hombros. ¿Quién la afligía? ¿Sería, acaso, que no la amaban?

—¡Oh, a mí me aman siempre! —Y añadió—: Falta saber de qué manera.

Quejándose del calor que la ahogaba, la mariscala desabrochó su chupa, y sin más vestido alrededor de sus riñones que su camisa de seda, inclinó hacia atrás la cabeza, con un aire de esclava llena de provocaciones.

Un hombre de egoísmo menos reflexivo no hubiera pensado que el vizconde, el señor Comaing u otro pudiera sobrevenir. Pero Frédéric había sido burlado demasiadas veces por aquellas mismas miradas para comprometerse a una nueva humillación.

Quiso ella conocer sus relaciones, sus diversiones, y hasta llegó a informarse de sus negocios, y a ofrecerse a prestarle dinero si lo necesitaba. Frédéric, que nada tenía que hacer ya allí, cogió su sombrero.

—Vamos, querida, que se divierta usted mucho en su viaje; hasta la vista.

Movió ella los ojos y después, en tono seco, dijo:

—Hasta la vista.

Volvió a pasar por el salón amarillo y por la segunda antesala. En ella se veía sobre una mesa, entre un vaso lleno de tarjetas y un escritorio, un cofrecillo de plata cincelada: ¡era el de la señora Arnoux! Sintió entonces un estremecimiento y, a la vez, el escándalo de una profanación. Tentaciones le dieron de poner en él su mano, de abrirlo. Tuvo miedo de que le vieran y se marchó.

Frédéric fue virtuoso y no volvió más a casa de Arnoux.

Envió a su criado para que comprara los dos negros, haciéndole todas las recomendaciones indispensables, y la caja que los contenía salió aquella misma noche para Nogent. Al día siguiente, dirigiéndose hacia casa de Deslauriers, a la vuelta de la calle Vivienne y del bulevar, se encontró cara a cara con la señora Arnoux.

El primer movimiento de ambos fue hacerse atrás; después, la misma sonrisa asomó en sus labios y se reunieron. Durante un minuto, ninguno de los dos habló.

El sol daba en ella, y su figura oval, sus largas pestañas, su chal de encaje negro, moldeando la forma de sus hombros; su traje de seda, de gola de pichón; el ramo de violetas en la punta de su capota, todo le pareció de extraordinario esplendor. Una suavidad infinita exhalaban sus hermosos ojos, y balbuciendo las primeras palabras que se le ocurrieron, dijo Frédéric:

—¿Cómo está Arnoux?

—Bien. Muchas gracias.

—¿Y sus hijos?

—Están perfectamente.

—¡Ah… ah! Qué hermoso tiempo tenemos, ¿no es verdad?

—Magnífico, ciertamente.

—¿Va usted a hacer recados?

—Sí. —Y con una lenta inclinación de cabeza, añadió—: ¿Adiós?

No le había alargado la mano ni le había dirigido una sola frase afectuosa, ni siquiera le había invitado a ir a su casa. ¡Qué importaba! No hubiera cambiado aquel encuentro por la más grata de sus aventuras; iba saboreando su dulzura por todo el camino.

Deslauriers, sorprendido, al verle, disimuló su despecho, porque conservaba por obstinación alguna esperanza con la señora Arnoux, y había escrito a Frédéric que permaneciera en Nogent para estar más libre en sus maniobras.

Dijo, sin embargo, que se había presentado en casa de ella para saber si su contrato estipulaba la comunidad; entonces hubiera podido recurrirse contra la mujer, «y ella ha puesto una cara singular cuando le he hablado de tu matrimonio».

Pero ¡qué invención!

—Era preciso para demostrarle que tenías necesidad de tus capitales. Una persona indiferente no hubiera sentido la especie de síncope que sintió.

—¿De veras? —exclamó Frédéric.

—¡Ah, amigo mío, caro te vendes! Sé franco, vamos.

Una inmensa cobardía dominó al enamorado de la señora Arnoux.

—Pues no… te aseguro… mi palabra de honor.

Aquellas blandas negativas acabaron de convencer a Deslauriers, que le cumplimentó, pidiéndole detalles. Frédéric no los dio y hasta resistió al deseo de inventarlos.

En cuanto a la hipoteca, le dijo que no hiciera nada y esperase. Deslauriers le manifestó que le parecía mal, e incluso fue brutal en sus observaciones.

Además, estaba más sombrío, malévolo e irascible que nunca. Si en un año no cambiaba la fortuna se embarcaría para América o se levantaría la tapa de los sesos. Se mostraba, en fin, tan furioso contra todo y de un radicalismo tan absoluto, que Frédéric no pudo menos de decirle:

—Te pareces a Sénécal.

Deslauriers, con este motivo, le manifestó que había salido de Sainte-Pélagie porque el sumario no suministró bastantes pruebas, sin duda, para procesarle.

Por la alegría de su libertad, Dussardier quiso «dar un ponche», y rogó a Frédéric «que fuese de ellos», advirtiéndole de todos modos que allí encontraría a Hussonnet, que se había mostrado excelente con Sénécal.

En efecto, Le Flambard se había hecho órgano de una agencia de negocios, que decía en sus prospectos: «Agencia de viñedos, de publicidad, de cobros y noticias, etcétera…». Pero el bohemio temía que su industria perjudicara a su concepto literario, y había tomado al matemático para que llevara las cuentas. Aunque la plaza fuera mediana, Sénécal, sin ella, se hubiera muerto de hambre. Frédéric, no queriendo afligir al bravo dependiente, aceptó su invitación.

Dussardier, con tres días de anticipación, había encerado por sí mismo los ladrillos de su buhardilla, limpiando la butaca y chimenea, en la que se veía, bajo un globo, un reloj de alabastro entre una estalactita y un coco. Como sus dos candeleros y su palmatoria no eran suficientes, había pedido prestadas al conserje dos velas; y aquellas cinco luminarias brillaban sobre la cómoda, cubierta con tres servilletas, para que soportara más decentemente macarrones, bizcochos, un brioche y doce botellas de cerveza. Enfrente, adosada a la pared empapelada de amarillo, un pequeño armario de caoba contenía Las fábulas de Lachambeaudie, Los misterios de París, el Napoleón de Norvins, y en el centro de la alcoba sonreía, en su marco de palisandro, el rostro de Béranger.

Los convidados eran, además de Deslauriers y Sénécal, un reciente farmacéutico, que no tenía los fondos necesarios para establecerse, un joven de su casa de comercio, un encargado de designar los puestos en mercados y ferias para los vinos, un arquitecto y un señor empleado de los seguros. Regimbart no había podido ir, y se le echó de menos.

Acogieron a Frédéric con grandes demostraciones de simpatía: todos conocían, por Dussardier, sus palabras en casa del señor Dambreuse. Sénécal se contentó con alargarle la mano con aire digno.

Estaba apoyado en la chimenea. Los demás, sentados y con la pipa en los labios, le oían discutir acerca del sufragio universal, de donde debía resultar el triunfo de la democracia, la aplicación de los principios del Evangelio. Además, el momento se acercaba; los banquetes reformistas se multiplicaban en las provincias: el Piamonte, Nápoles, la Toscana…

—Eso es verdad —dijo Deslauriers, cortándole en redondo la palabra—. Esto no puede durar por más tiempo.

Y se puso a describir el cuadro de la situación.

Habíamos sacrificado a Holanda para obtener de Inglaterra el reconocimiento de Luis Felipe, y aquella famosa alianza inglesa se había perdido gracias a los matrimonios españoles. En Suiza, Guizot, a remolque del austríaco, sostenía los tratados de 1815. La Prusia, con su Zollverein, nos preparaba dificultades. La cuestión de Oriente continuaba pendiente.

—Eso no es razón para que el gran duque Constantino envíe regalos al de Aumale para fiarse mucho de Rusia. En cuanto al interior, jamás se ha visto mayor ceguedad, mayor tontería. La misma mayoría no se sostiene ya. Por todas partes, en fin, eso es, según la conocida frase, nada, nada, nada. Y ante vergüenzas tantas —proseguía el abogado, poniendo sus puños en las caderas— se declaran satisfechos.

Aquella alusión a un voto célebre provocó aplausos. Dussardier destapó una botella de cerveza: la espuma manchó las cortinas, pero él no se preocupó; alargó las pipas, cató el brioche, ofreció, bajó muchas veces para ver si el ponche iba a llegar, y no tardaron en exaltarse, pues todos tenían contra el poder igual exasperación violenta y sin otra causa que el odio a la injusticia, mezclando a las culpas legítimas los más necios reproches.

El farmacéutico gimió acerca del deplorable estado de nuestra flota. El corredor de seguros no toleraba los dos centinelas del mariscal Soult. Deslauriers denunció a los jesuitas, que acababan de instalarse en Lille, públicamente. Sénécal execraba aún más a Cousin, porque el eclecticismo, que enseña a obtener la certidumbre de la razón, desarrolla el egoísmo, destruye la solidaridad; el tratante de vinos, comprendiendo poco aquellas materias, observó muy alto que se olvidaba de muchas infamias.

—El vagón real de la línea del norte debe de costar ochenta mil francos.

—¿Quién los pagará?

—Sí, ¿quién los pagará? —replicó el empleado de comercio, furioso como si hubieran sacado aquel dinero de su bolsillo.

Siguieron las recriminaciones contra los lobos terribles de la Bolsa y la corrupción de los funcionarios. Debía elevarse aún más la acusación, según Sénécal, y dirigirse primero contra los príncipes, que resucitaban las costumbres de regencia.

—¿No han visto ustedes últimamente a los amigos del duque de Montpensier volver de Vincennes, ebrios indudablemente, y turbar con sus canciones a los obreros del arrabal de Saint-Antoine?

—Hasta se ha gritado «¡Abajo los ladrones!» —dijo el farmacéutico—. Yo estaba allí y grité también.

—¡Tanto mejor! El pueblo, al fin, se despierta, después del proceso de Teste-Cubières.

—A mí ese proceso me ha dado pena —dijo Dussardier—, porque eso deshonra a un antiguo soldado.

—¿Saben ustedes —añadió Sénécal— qué se ha descubierto en casa de la duquesa de Praslin…?

Pero la puerta se abrió de un puntapié y entró Hussonnet.

—¡Salud, señores míos! —dijo, sentándose sobre la cama.

No se hizo alusión alguna a su artículo, que por su parte lamentaba, por haberle zurrado fuerte la mariscala a propósito de él.

Venía de ver, en el teatro de Dumas, El caballero de la Casa Roja, y encontraba aquello fastidioso.

Semejante juicio admiró a los demócratas, porque aquel drama, por sus tendencias, sus decoraciones más bien, halagaba las pasiones. Protestaron. Sénécal, para terminar, preguntó si la pieza servía a la democracia.

—Sí… quizá; pero es de un estilo…

—Pues entonces es buena. ¿Qué es el estilo? La idea es lo principal. —Y sin dejar que hablara Frédéric, añadió—: Decía yo que en el asunto Praslin…

Hussonnet le interrumpió.

—Un achuchón más. ¡Cuánto me fastidia eso!

—Y a otros, además —replicó Deslauriers—. ¡Ese negocio ha hecho recoger nada más que cinco periódicos! Escuchen ustedes esta nota. —Y sacando su libro de memorias, leyó—: «Hemos sufrido, desde el establecimiento de la mejor de las repúblicas, mil doscientos veintinueve procesos contra la prensa, de donde ha resultado para los escritores: tres mil ciento cuarenta y un años de prisión, con la ligera suma de siete millones ciento diez mil quinientos francos de multa». Es gracioso, ¿eh?

Todos se sonreían amargamente. Frédéric, tan animado como los demás, repuso:

—La democracia pacífica tiene su proceso contra tu folletín, que es una novela titulada De parte de las mujeres.

—Vamos bien —dijo Hussonnet—. ¡Si nos prohíben nuestra parte de las mujeres…!

—Pero ¿qué es lo que no está prohibido? —exclamó Deslauriers—. Está prohibido fumar en el Luxemburgo, prohibido cantar el himno a Pío Noveno.

—¡Si hasta se prohíbe el banquete de los tipógrafos! —articuló una voz sorda.

Era la del arquitecto, oculto por la sombra en la alcoba, y hasta aquel momento silencioso. Añadió que en la semana pasada habían condenado a un llamado Rouget por ultrajes al rey.

—Salmonete Rouget está frito —dijo Hussonnet.

Aquella gracia pareció del todo inconveniente a Sénécal, que le reprochó por defender «al juglar del ayuntamiento, al amigo del traidor Dumouriez».

—¿Yo? Al contrario.

Él encontraba a Luis Felipe necio, guardia nacional, lo más tendero y gorro de algodón que pudiera imaginarse. Y poniendo la mano sobre el corazón, el bohemio pronunció las frases sacramentales: «Siempre con nuevo placer… La nacionalidad polaca no perecerá… Se continuarán nuestros grandes trabajos… Dadme dinero para mi modesta familia…». Todos se reían mucho, proclamándole un muchacho delicioso, lleno de ingenio; la alegría se redobló ante la vista de una ponchera llena que un cafetero llevó.

Las llamas de alcohol y las de las bujías calentaron pronto la habitación; y la luz de la buhardilla, atravesando el patio, iluminaba enfrente el alero del tejado, con el tubo de una chimenea que se alzaba recta y negra en la oscuridad. Hablaban muy alto, todos a la vez; se habían quitado las levitas, tropezaban con los muebles, chocaban los vasos.

Hussonnet gritó:

—Hagan ustedes subir grandes señoras para que esto sea más torre de Nesle, con color local y rembrandtesco, ¡caray!

Y el farmacéutico, que bebía ponche indefinidamente, entonó a plena voz:

—«Tengo dos grandes bueyes en mi establo, dos grandes bueyes blancos…».

Sénécal le puso la mano sobre la boca, porque no gustaba del desorden; y los inquilinos se asomaban a las ventanas, sorprendidos por aquel ruido insólito que salía del alojamiento de Dussardier.

El excelente muchacho era feliz, y dijo que aquello le recordaba las modestas sesiones de otro tiempo, en el muelle Napoleón; muchos faltaban, sin embargo, como Pellerin…

—Podemos pasar sin él —observó Frédéric.

Y Deslauriers se informó de Martinon.

—¿Qué hace ese interesante caballero?

Al punto, Frédéric, desahogando la mala voluntad que le tenía, atacó su ingenio, su carácter, su falsa elegancia, el hombre entero. Era todo un tipo de aldeano, improvisado señorito, la aristocracia nueva, la burguesía, no valía lo que la antigua, la nobleza. Sostenía aquella, y los demócratas aprobaban, como si él hubiera formado parte de la una, y hubieran frecuentado los otros la otra. Quedaron encantados de él. El farmacéutico hasta le comparó a d’Alton Shée, que, aunque par de Francia, defendía la causa del pueblo.

La hora de marcharse había llegado. Todos se separaron con grandes apretones de manos; Dussardier, por ternura, acompañó a Frédéric y Deslauriers. Desde que estuvieron en la calle, el abogado parecía reflexionar, y dijo después de un momento de silencio:

—¿Aborreces mucho, pues, a Pellerin?

Frédéric no ocultó su rencor.

El pintor había retirado, sin embargo, de la muestra el famoso cuadro. No debían indisponerse por fruslerías. ¿Para qué hacerse un enemigo?

—Ha cedido a un minuto de mal humor, excusable en un hombre que no tiene un céntimo. Tú puedes comprender eso.

Y Deslauriers subió a su casa, pero el dependiente no abandonó a Frédéric, y hasta le excitó a que comprara el retrato. En efecto, Pellerin, desesperado de intimidarle, les había preparado para que por sus gestiones tomara la tela.

Dussardier volvió a hablar de ella. Insistió. Las pretensiones del artista eran razonables.

—Estoy seguro de que quizá mediante quinientos francos…

—¡Ah… dáselos, tómalos! —dijo Frédéric.

Aquella misma noche le llevaron el cuadro. Le pareció más abominable aún que la primera vez. Las medias tintas y las sombras se habían aplomado con los retoques demasiado numerosos, y parecían oscurecidos con relación a las luces, que permanecían brillantes a trechos y desentonaban el conjunto.

Frédéric se vengó de haberlo pagado denigrándolo amargamente. Deslauriers lo creyó bajo su palabra y aprobó su conducta, porque ambicionaba siempre constituir una falange de la que sería el jefe; ciertos hombres se regocijaban de hacer a sus amigos cosas que les son desagradables.

Frédéric, a pesar de todo, no había vuelto a casa de los Dambreuse. Dos capitales le faltaban, y esto daría lugar a infinitas explicaciones; vacilaba en decidirse. ¿Tendría quizá razón? Nada era seguro, ahora, ni el negocio de las hullas ni otro alguno; era preciso abandonar aquella sociedad; por fin, Deslauriers le separó de la empresa. A fuerza de odio se volvía virtuoso; y, además, quería más a Frédéric en la medianía. De esa manera permanecía su igual y en más íntima comunicación con él.

La comisión de la señorita Roque había sido muy mal ejecutada. Su padre le escribió, suministrándole las más precisas explicaciones, y finalizaba su carta con esta broma: «A riesgo de ponerle a usted melancólico».

Frédéric no tenía más remedio que volver a casa de Arnoux. Subió al almacén y no vio a nadie. La casa de comercio se hundía, y los empleados imitaban la incuria del principal.

Dejó a un lado el largo armario, cargado de porcelanas, que ocupaba de uno a otro extremo de la habitación; después, llegado al fondo, delante del escritorio, pisó más fuerte para hacerse oír.

El portier se levantó y apareció la señora Arnoux.

—¡Cómo! ¿Usted aquí, usted?

—Sí —balbució ella, algo turbada—. Buscaba…

Vio un pañuelo cerca del pupitre, y adivinó que había bajado a la habitación de su marido para acallar sin duda alguna inquietud.

—Pero… ¿tiene usted quizá necesidad de algo? —preguntó ella.

—Poca cosa, señora.

—Estos dependientes son intolerables; siempre están ausentes.

No había que condenarlos; por el contrario, se felicitaba de la circunstancia.

Ella le miró irónicamente.

—Y bien, ¿y ese matrimonio?

—¿Qué matrimonio?

—El de usted.

—Yo, jamás en mi vida.

Hizo ella un gesto de incredulidad.

—Y aun cuando eso fuera… uno se refugia en la medianía, por desesperación de lo hermoso que uno ha soñado.

—No todos los sueños de usted, sin embargo, eran tan… cándidos.

—¿Qué quiere usted decir?

—Cuando se paseaba usted en las carreras con… ¡personas!

Maldijo a la mariscala; pero un recuerdo acudió a su mente y dijo:

—Pero usted misma, en otro tiempo, me rogó que la viera, en interés de Arnoux.

Y ella replicó moviendo la cabeza:

—Y usted se aprovechaba de eso para distraerse.

—Olvidemos, por Dios, todas esas tonterías.

—Es justo, puesto que va usted a casarse.

Y retenía un suspiro, mordiéndose los labios.

Entonces él gritó:

—Le repito a usted que no. ¿Puede usted creer que yo, con mis necesidades de inteligencia, mis costumbres, vaya a esconderme en provincias para jugar a las cartas, vigilar trabajadores y pasearme en zapatillas? ¿Con qué otro objeto, entonces? Le han contado a usted que era rica, ¿no es verdad? ¡Bah, yo me río del dinero! Es que después de haber deseado cuanto hay de más bello, de más tierno, de más encantador, una especie de paraíso en forma humana, y cuando lo he encontrado, por fin, ese ideal, cuando esa visión me oculta las demás… —Y cogiéndole la cabeza con ambas manos empezó a besarle los párpados, repitiendo—: No, no; jamás me casaré, jamás, jamás.

Ella aceptaba aquellas caricias absorta por la sorpresa y por el gozo.

La puerta del almacén, de lo alto de la escalera, se abrió. Ella dio un salto y permaneció con la mano extendida como para pedirle silencio. Se aproximaron pasos; después, alguien dijo desde fuera:

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9782380374124
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