Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 243

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—Sabía que no querrías —dijo ella entre sollozos—. Era una esperanza estúpida por mi parte.

Dick se puso en pie.

—Buenas noches, muchachita. Es todo una pena. Será mejor que lo olvidemos.

Para que se pudiera tranquilizar le dijo unas palabras de jerga de hospital.

—Se van a enamorar muchos hombres de ti y estaría muy bien que recibieras a tu primer amor intacta, incluso emocionalmente. Qué idea tan anticuada, ¿verdad?

Rosemary alzó la mirada y vio que se dirigía a la puerta; le miró sin tener la más leve idea de lo que pasaba por su cabeza, vio que avanzaba otro paso lentamente y se volvía para mirarla de nuevo, y por un momento sintió deseos de tenerlo en sus brazos y devorarlo: deseaba su boca, sus orejas, el cuello de su chaqueta, deseaba cercarlo, apoderarse de él. Vio que su mano agarraba el pomo de la puerta. Entonces se dio por vencida y volvió a dejarse caer sobre la cama. En cuanto se cerró la puerta, se levantó y fue hasta el espejo y empezó a cepillarse el pelo, lloriqueando un poco. Se dio ciento cincuenta pasadas, como siempre, y luego otras ciento cincuenta. Se cepilló el pelo hasta dolerle el brazo, y luego cambió de brazo y siguió cepillándolo.

XVI

Cuando se despertó, tenía la mente clara y se sentía avergonzada. Ver en el espejo lo hermosa que era, en lugar de infundirle confianza sólo sirvió para reavivar el dolor del día anterior, y tampoco contribuyó a levantarle los ánimos una carta que le había remitido su madre y era del muchacho que la había llevado a la fiesta de Yale el otoño anterior anunciándole que se encontraba en París. ¡Todo aquello parecía ya tan lejano! Al salir de su habitación para enfrentarse a la penosa prueba de reunirse con los Diver se sentía abrumada con otro problema más. Pero logró ocultarlo todo bajo una coraza tan impenetrable como la de Nicole cuando se reunió con ésta para ir a probarse una serie de vestidos. En todo caso, le sirvió de consuelo que Nicole comentara, acerca de una dependienta aturdida:

—La mayoría de la gente se imagina que inspira a todo el mundo sentimientos mucho más violentos de lo que en realidad son. Se creen que la opinión que los demás tienen de ellos fluctúa constantemente de un extremo a otro.

El día anterior, que tan expansiva se sentía, a Rosemary le habría molestado ese comentario, pero en aquel momento, que lo único que deseaba era quitar importancia a lo que había ocurrido, lo agradeció vivamente. Admiraba a Nicole por su belleza y por lo atinado de sus juicios y también, por primera vez en su vida, sentía celos. Justo antes de que se marchara del hotel de Gausse, su madre había dicho, en aquel tono de indiferencia tras el cual Rosemary sabía que se escondían sus opiniones más significativas, que Nicole era una gran belleza, con lo cual parecía querer decir indirectamente que Rosemary no lo era. Aquello no preocupó a Rosemary, que hasta hacía muy poco no había tenido ocasión de enterarse ni siquiera de que era atractiva, y su atractivo, por tanto, no le parecía que fuese exactamente algo con lo que había nacido, sino más bien algo que había adquirido, como el francés que sabía. No obstante, en el taxi miró a Nicole comparándose con ella. Aquel cuerpo encantador y aquella boca delicada, a veces apretada, a veces entreabierta al mundo en actitud expectante, parecían estar hechos para el amor. Nicole había sido una belleza de niña y seguiría siendo una belleza cuando fuera mayor porque la piel se mantendría estirada en torno a los pómulos salientes: lo fundamental era la estructura ósea de su rostro. Su pelo había sido de un rubio casi blanco, como el de los nórdicos, pero ahora que se le había oscurecido resaltaba más su belleza que cuando era como una nube y más hermoso que ella misma.

—Ahí vivíamos —dijo de pronto Rosemary señalando un edificio de Rue des Saints-Péres.

—Qué extraño. Porque cuando yo tenía doce años, mamá, Baby y yo pasamos un invierno ahí.

Y Nicole señaló un hotel que estaba justo en la otra acera. Tenían ante sí las dos fachadas deslucidas, como ecos grises de su niñez.

—Acabábamos de construir la casa de Lake Forrest y estábamos haciendo economías —continuó Nicole—. Al menos Baby y yo y la institutriz hacíamos economías y mamá viajaba.

—Nosotras también estábamos haciendo economías —dijo Rosemary, consciente de que esa expresión tenía un sentido diferente para cada una.

—Mamá siempre ponía mucho cuidado en decir que era un pequeño hotel.

Nicole soltó una de sus risitas cortas, tan atractivas.

—O sea, en lugar de decir que era un hotel «barato». Si algunos de nuestros amigos más ostentosos nos pedían las señas, nunca decíamos: «Vivimos en un cochambroso agujero del barrio apache donde debemos dar gracias de que haya agua corriente», sino: «Estamos en un pequeño hotel». Como si los grandes hoteles fueran demasiado ruidosos y vulgares para nosotras. Por supuesto, los amigos siempre nos veían el plumero y se lo iban contando a todo el mundo, pero mamá solía decir que lo único que aquello demostraba era que nos conocíamos Europa al dedillo. Ella se la conocía, por supuesto: era alemana de nacimiento. Pero su madre era americana y ella se había educado en Chicago y era más americana que europea.

Faltaban dos minutos para la hora en que se tenían que reunir con los demás, y Rosemary trató de hacerse fuerte de nuevo mientras salían del taxi en Rue Guynemer, frente a los jardines de Luxemburgo. Iban a comer al piso ya levantado de los North, desde el que se dominaba toda la verde masa de hojas. El día le parecía a Rosemary diferente del día anterior. Cuando vio a Dick frente a frente, sus ojos se cruzaron y parpadearon como aleteos de pájaros. Después de aquello todo fue bien, todo fue maravilloso: Rosemary sabía que estaba empezando a enamorarse de ella. Se sentía locamente feliz, notaba la savia caliente de la emoción corriendo por todo su cuerpo. Sentía una seguridad que le hacía ver todo con claridad, con serenidad, como si cantara dentro de ella. Apenas miraba a Dick, pero sabía que todo iba bien.

Después de la comida, los Diver, los North y Rosemary se fueron a Franco-American Films, donde se reunió con ellos Collis Clay, el joven acompañante de Rosemary en New Haven, al que ella había telefoneado. Era de Georgia, y tenía las ideas uniformes, estereotipadas incluso, de los sureños educados en el norte. El invierno anterior le había parecido atractivo a Rosemary; una vez se habían cogido de la mano yendo en un coche de New Haven a Nueva York, pero ahora, había dejado ya de existir para ella.

Rosemary se sentó en la sala de proyección entre Collis Clay y Dick mientras el operador montaba los rollos de La niña de papá y un ejecutivo francés revoloteaba en torno a ella creyéndose que hablaba en argot americano. «Sí, chico —decía cuando había algún problema con el proyector—, no tengo bananas». Al fin se apagaron las luces, se oyó un ligero chasquido y luego empezó un sonido zumbante: estaba a solas con Dick. Se miraron en la penumbra de la sala.

—Querida Rosemary —murmuró él.

Se rozaron los hombros. Nicole se movió nerviosa en su asiento a un extremo de la fila y Abe tosió convulsivamente y se sonó. Luego, todos se pusieron cómodos y la película empezó.

Allí estaba ella: la colegiala de un año atrás, con la melena ondulada cayéndole sobre la espalda como la sólida cabellera de una tanagra; allí estaba, tan joven e inocente, el producto de los desvelos amorosos de su madre; allí estaba, dando cuerpo a toda la inmadurez de la raza humana, que recortaba una nueva muñequita de cartón para examinarla con su mente vacía de prostituta. Rosemary recordaba cómo se había sentido con aquel vestido, especialmente fresca y como nueva bajo la seda fresca y nueva.

La niña de papá. Qué valerosa era la nena y cómo sufría. Qué ricura de nena. Es que no se podía ser más rica. Ante su minúsculo puñito retrocedían las fuerzas de la lujuria y la corrupción. Más aún: el propio destino detenía su marcha; lo inevitable se hacía evitable; el silogismo, la dialéctica, la lógica toda desaparecían. Las mujeres olvidarían los platos sucios que habían dejado en casa y llorarían. Hasta en la película había una mujer que se pasaba tanto tiempo llorando que estaba a punto de eclipsar a Rosemary. Derramaba lágrimas sobre unos decorados que habían costado una fortuna, en un comedor de Duncan Phyfe, en un aeropuerto, durante una regata de yates que sólo se había utilizado en dos planos cortos, en un vagón de metro y, por último, en un cuarto de baño. Pero Rosemary salía triunfante. Su entereza, su valor y su constancia acababan imponiéndose sobre la vulgaridad del mundo, y Rosemary demostraba cómo lo conseguía con un rostro que todavía no se había convertido en una máscara y que resultaba realmente tan conmovedor que en determinados momentos de la película le llegaban las reacciones emocionadas de todos los que estaban en la fila. Hubo un descanso, y se encendieron las luces, y, cuando se apagó la salva de aplausos, Dick le dijo sinceramente:

—Estoy simplemente anonadado. Te vas a convertir en una de nuestras mejores actrices.

Vuelta a La niña de papá. Habían llegado tiempos más felices y aparecía un plano encantador de Rosemary y su padre, unidos al fin, que revelaba un complejo de Electra tan evidente que Dick dio un respingo en nombre de todos los psicólogos ante aquel sentimentalismo tan perverso. La proyección terminó, las luces se encendieron: había llegado el momento que Rosemary esperaba.

—Falta aún otra cosa —anunció Rosemary a todos los presentes—. Le van a hacer una prueba a Dick.

— ¿Una qué?

—Una prueba cinematográfica. La van a hacer ahora.

Se hizo un tremendo silencio, en medio del cual los North no pudieron reprimir una risita nerviosa. Rosemary observó cómo Dick trataba de entender lo que había dicho, moviendo la cabeza primero a la manera de un irlandés. Entonces se dio cuenta de que se había equivocado en algo al jugar su triunfo, aunque seguía sin sospechar que el fallo estaba en la carta misma.

—No quiero que me hagan ninguna prueba —dijo Dick con firmeza.

Pero, tras considerar la situación globalmente, añadió, en tono más ligero:

—Rosemary, me has decepcionado. El cine es una profesión excelente para una mujer, pero ¡cómo me van a sacar a mí en una película! Soy un viejo científico muy bien arropado en su vida privada.

Nicole y Mary insistían irónicamente en que aprovechara aquella oportunidad. Le estaban tomando el pelo, pero en el fondo a las dos les había molestado que no les hubieran ofrecido la prueba a ellas. Finalmente, Dick zanjó el asunto con un comentario más bien cáustico sobre los actores:

—Siempre se coloca la guardia más poderosa ante puertas que no conducen a ninguna parte —dijo—. Tal vez porque la vacuidad es demasiado vergonzosa para que se divulgue.

Una vez dentro del taxi con Dick y Collis Clay —iban a dejar a Collis y Dick iba a llevar a Rosemary a un té al que Nicole y los North habían renunciado para poder hacer las cosas que Abe había dejado sin hacer hasta el último momento—, Rosemary reprochó a Dick su actitud.

—Pensaba que si la prueba salía bien yo misma la podía llevar a California, y si les gustaba, tú te dabas a conocer y podrías ser el galán de mi película.

Dick se sintió abrumado.

—Tuviste una idea muy simpática, pero prefiero verte a ti en la pantalla. Nunca había visto una cosa tan deliciosa como tú en esa película.

—Es una película buenísima —dijo Collis—. La he visto cuatro veces. Conozco un chico de New Haven que la ha visto una docena de veces, y una vez fue hasta Hartford sólo para verla. Y cuando llevé a Rosemary a New Haven se sentía tan cohibido que no quería ni que se la presentara. ¿Qué le parece? Esta muchachita se los lleva de calle.

Dick y Rosemary, que querían quedarse solos, cambiaron una mirada, pero Collis no se daba cuenta de nada.

—Les dejo donde vayan —sugirió—. Yo estoy en el Lutetia.

—No. Le dejamos nosotros —dijo Dick.

—Es más fácil que yo les deje. No me cuesta nada.

—Creo que será mejor que le dejemos nosotros.

—Pero… —empezó a decir Collis. Al fin se dio cuenta de cuál era la situación y se puso a negociar con Rosemary la posibilidad de verla de nuevo.

Y finalmente se fue, llevándose consigo la oscura insignificancia pero el bulto molesto del tercero que sobra. De pronto, antes de lo que esperaban y deseaban, el coche se detuvo en la dirección que había dado Dick, el cual dejó escapar una larga bocanada de aire y dijo:

— ¿Qué hacemos? ¿Entramos?

—Me da igual —dijo Rosemary—. Yo hago lo que tú quieras.

Dick se puso a considerar.

—Creo que no me queda otro remedio. Esa señora quiere comprarle algunos cuadros a un amigo mío que necesita el dinero.

Rosemary se atusó el pelo, que llevaba graciosamente revuelto.

—Estaremos sólo cinco minutos —decidió Dick—. No creo que te caiga bien esta gente.

Ella dedujo que se trataba de gente aburrida y estereotipada, o de gente vulgar y dada a la bebida, o pesada e insistente, o de cualquier otro de los tipos de gente que los Diver evitaban. Pero no estaba en absoluto preparada para la impresión que le causó lo que vio.

XVII

Era una casa construida conservando la estructura y la fachada del palacio del Cardenal de Retz en Rue Monsieur, pero una vez dentro no se veía nada del pasado, ni de ningún presente que Rosemary conociera. Las paredes, la obra de albañilería, parecían englobar más bien el futuro, de modo que cruzar aquel umbral, si es que así podía llamarse, para pasar al alargado vestíbulo de acero pavonado y plata dorada, con las innumerables facetas de sus muchos espejos extrañamente biselados, era una especie de sacudida eléctrica, un verdadero ataque de nervios, una experiencia tan antinatural como tomar un desayuno de harina de avena y hachís. Pero el efecto que producía no era comparable al de ninguna de las secciones de la Exposición de Artes Decorativas, puesto que había gente dentro, no delante. A Rosemary le parecía todo tan distante, tan falsamente estimulante como los decorados de un plató, y se imaginó que todos los demás que estaban allí tendrían la misma sensación.

Había unas treinta personas, la mayor parte de ellas mujeres, y todas parecían arrancadas de las páginas de Louise M. Alcott o Madame de Ségur. Se movían por aquel plató con la misma cautela y precisión de una mano humana recogiendo vidrios rotos. No podía decirse que, individualmente o en grupo, dominaran aquel ambiente de la manera que alguien puede llegar a dominar una obra de arte de su propiedad, por muy esotérica que ésta sea. Nadie sabía cuál era el significado de aquella sala porque representaba una evolución hacia algo que podía llamarse cualquier cosa menos una sala. Existir en ella era tan difícil como andar por una escalera en movimiento demasiado bien encerada, y no había posibilidad alguna de lograrlo sin las cualidades mencionadas de una mano moviéndose entre vidrios rotos, cualidades que limitaban y definían a la mayoría de los allí presentes.

Los había de dos clases. Por una parte estaban los americanos e ingleses que se habían entregado a una vida disipada durante toda la primavera y el verano, de modo que todo lo que hacían ya era un puro reflejo nervioso. Estaban muy tranquilos y aletargados a determinadas horas y luego se enzarzaban de pronto en peleas o tenían crisis nerviosas o intentaban seducir a alguien. La otra clase, que se podría llamar la de los explotadores, estaba formada por los parásitos, gente sobria y seria en comparación con la anterior, que tenían un objetivo en la vida y no perdían el tiempo. Donde mejor mantenían el equilibrio era en esa clase de ambiente, y si había allí algún tono, aparte de la forma tan original en que se había organizado una serie de valores superficiales en el piso, lo daban ellos.

Aquel monstruo de Frankenstein se zampó de un solo bocado a Dick y Rosemary; los separó inmediatamente y Rosemary descubrió de pronto con respecto a sí misma que era un pequeño ser insincero que sólo utilizaba los registros más altos de su garganta y necesitaba urgentemente un director que le dijera lo que tenía que hacer. Sin embargo, era tal el salvaje aleteo de la sala que no tenía la sensación de que su situación fuera más incongruente que la de cualquiera de los otros. Además, de algo debía servirle su experiencia de actriz. Así que, tras una serie de vueltas, giros y marchas semimilitares, se encontró, según todas las apariencias, hablando con una muchacha de aspecto pulcro y acicalado que tenía una graciosa cara de chico, pero, en realidad, absorta en una conversación que tenía lugar junto a una especie de escalera de bronce situada en diagonal a donde estaba ella y a un metro y medio de distancia.

Había un trío de mujeres jóvenes sentadas en un diván. Eran todas altas y esbeltas y de cabeza pequeña, que llevaban arreglada como las cabezas de los maniquíes, y mientras hablaban movían graciosamente la cabeza de un lado a otro por encima de sus trajes sastre oscuros, haciendo el efecto de flores de tallo largo o capuchones de cobra.

—Desde luego, saben cómo dar un buen espectáculo —decía una de ellas con una voz profunda y modulada—. Prácticamente, el mejor espectáculo en París. Eso no se les puede negar. Pero —añadió con un suspiro— las frases esas que te dice él una y otra vez… «El habitante más antiguo mordido por los roedores». La primera vez te hace gracia.

—Yo prefiero personas cuyas vidas tengan superficies más arrugadas —dijo la segunda—. Y ella no me gusta nada.

—Nunca han logrado interesarme mucho. Ni ellos ni los que los rodean. ¿Qué me decís, por ejemplo, del señor North, que es puro líquido?

—Ése está desfasado —dijo la primera chica—. Pero no me negaréis que el sujeto en cuestión puede ser uno de los seres más encantadores que hayáis conocido en vuestra vida.

Era el primer indicio que tenía Rosemary de que estaban hablando de los Diver y se puso tensa de indignación. Pero la chica que le estaba hablando, que parecía un cartel con su camisa azul almidonada, sus expresivos ojos azules, sus mejillas coloradas y su traje sastre muy gris, había empezado ya a atacar a fondo. Trataba desesperadamente de eliminar todo lo que pudiera interponerse entre ellas, pues temía que Rosemary no la pudiera ver bien, y a tal extremo llevó su labor de eliminación que no le quedó para cubrirse ni siquiera una leve capa de humor y Rosemary, con desagrado, vio claramente lo que pretendía.

— ¿No podríamos quedar para comer, o tal vez mejor para cenar, o para comer al otro día? —imploró la muchacha.

Rosemary buscó con la mirada a Dick y lo encontró con la anfitriona, con la cual había estado hablando desde que entraron. Se cruzaron sus miradas y él le hizo una ligera inclinación de cabeza, y en ese instante las tres mujeres cobra se dieron cuenta de la presencia de Rosemary. Estiraron sus largos cuellos para verla mejor y clavaron sutiles miradas de crítica sobre ella. Rosemary les devolvió la mirada, desafiante, dándoles a entender que había oído lo que habían dicho. Luego, se deshizo de su exigente interlocutora con un gesto de despedida cortés pero preciso que acababa de aprender de Dick y se dirigió hacia donde él estaba. La dueña de la casa —otra chica americana alta y rica que exhibía con aire despreocupado la prosperidad nacional— le estaba haciendo a Dick innumerables preguntas sobre el hotel de Gausse, adonde era evidente que quería ir, y trataba insistentemente de vencer su resistencia. La presencia de Rosemary le recordó que no estaba cumpliendo con sus deberes de anfitriona, y echando una ojeada rápida a su alrededor, dijo:

— ¿Ha conocido a alguien divertido? ¿Ha conocido… señor…?

Paseó la mirada tratando de encontrar a algún invitado del sexo masculino que pudiera interesarle a Rosemary, pero Dick dijo que tenían que marcharse. Se fueron inmediatamente y pasaron del breve umbral del futuro al asado repentino de la fachada de piedra.

— ¿Espantoso, no? —dijo Dick.

—Espantoso —repitió ella como un eco obediente.

—Rosemary…

— ¿Qué? —musitó, con voz asustada.

—Lo que está pasando me hace sentirme muy mal. Rosemary comenzó a sollozar de dolor, convulsivamente. ¿Tienes un pañuelo?, balbuceó. Pero había poco tiempo para llorar, y los amantes se lanzaron a aprovechar con avidez los segundos que pasaban demasiado deprisa, mientras el crepúsculo verde y crema se desvanecía tras las ventanas del taxi y los signos rojo fuego, azul gas y verde fantasma comenzaron a brillar nebulosamente bajo la lluvia plácida. Eran casi las seis. Las calles estaban llenas de gente y los bistrots centelleaban. La plaza de la Concorde quedó atrás en todo su esplendor rosado al dar la vuelta el taxi en dirección norte.

Al fin se miraron y pronunciaron sus nombres en un susurro, como si fueran palabras mágicas. Los dos nombres quedaron flotando suavemente en el aire, se desvanecieron más lentamente que otras palabras, otros nombres, más lentamente que la música en la mente.

—No sé qué me pasó anoche —dijo Rosemary—. Tal vez fuera esa copa de champán. Nunca en la vida me había comportado de esa manera.

—Lo único que hiciste fue decirme que me querías.

—Y te quiero. Contra eso no puedo hacer nada. Le había llegado el momento de llorar, así que lloró un poco tapándose con el pañuelo.

—Me temo que me he enamorado de ti —dijo Dick—, y no es lo mejor que podía haber ocurrido.

Los nombres otra vez, y luego se abrazaron como si un movimiento del taxi les hubiera hecho perder el equilibrio. Ella apretó los pechos contra el pecho de él; su boca tenía un sabor nuevo y cálido y era propiedad de los dos. Dejaron de pensar, con una sensación de alivio que casi dolía, y ya no vieron nada más: únicamente respiraban y se buscaban. Se encontraban en ese mundo plácido y gris en que quedan restos de fatiga y los nervios se distienden en manojos como cuerdas de piano y crujen de repente como sillones de mimbre. Cuando los nervios están tan en vivo, tan tiernos, deben unirse a otros nervios, los labios a otros labios, el pecho a otro pecho…

Se encontraban aún en la etapa más feliz del amor. Las ilusiones que se hacía el uno con el otro eran tan enormes, tan ilimitadas, que la fusión de ambos seres parecía tener lugar en una dimensión en la que ninguna otra relación humana importaba. Parecían haber llegado a ella con una extraordinaria inocencia, como si les hubiera unido una serie de puros accidentes, tantos que no podían ya sino llegar a la conclusión de que estaban hechos el uno para el otro. Habían llegado con las manos limpias, o así parecía, sin haber caído en la simple curiosidad ni en lo clandestino.

Pero para Dick ese tramo del camino era corto; el giro se produjo antes de que llegaran al hotel.

—No hay nada que hacer —dijo, con una sensación de pánico—. Estoy enamorado de ti, pero eso no hace que cambie lo que te dije anoche.

— ¡Qué importa eso ahora! Lo único que quería conseguir era que me quisieras. Si tú me quieres lo demás no importa.

—Por desgracia te quiero. Pero Nicole no debe enterarse. No quiero que tenga ni la más leve sospecha. Nicole y yo tenemos que seguir juntos. En cierto modo, eso es más importante que querer seguir simplemente.

—Bésame otra vez.

La besó, pero se había alejado de ella momentáneamente.

—Nicole no debe sufrir. Ella me quiere y yo la quiero. Lo entiendes, ¿no?

Claro que lo entendía. Era el tipo de cosa que mejor entendía: no herir a los demás. Sabía que los Diver se querían porque era lo primero que había pensado de ellos. Pero también había pensado que era una relación más bien atemperada, en realidad bastante parecida al cariño que existía entre su madre y ella. El que una persona tenga tanto que dar a los demás, ¿no indica acaso una falta de intensidad en sus relaciones más íntimas?

—Y estoy hablando de amor —dijo él, adivinando sus pensamientos—. Amor activo. Es demasiado complicado para explicarlo. Fue la causa de ese duelo absurdo.

— ¿Cómo sabes lo del duelo? Se suponía que no debíais enteraron.

— ¿Crees acaso que Abe puede guardar un secreto? —dijo en un tono muy mordaz—. Anuncia un secreto por la radio. Publícalo en la prensa sensacionalista. Pero jamás se lo confíes a un hombre que beba más de tres o cuatro copas al día.

Ella asintió riendo, apretada contra él.

—O sea que, como ves, mis relaciones con Nicole son complicadas. Ella no es muy fuerte. Lo parece pero no lo es. Y esto nuestro viene a complicar las cosas todavía más.

— ¡Oh, deja todo eso para más tarde! Ahora bésame. Quiéreme ahora. Te querré sin que Nicole pueda darse cuenta.

— ¡Cariño!

Llegaron al hotel. Rosemary andaba ligeramente rezagada para contemplarlo con admiración, con adoración. Él caminaba a un paso muy vivo, como si acabara de hacer cosas importantes y se apresurara a hacer otras. Organizador de diversiones privadas, guardián de una felicidad incrustada de riquezas. Su sombrero era la perfección misma y llevaba un pesado bastón y guantes amarillos. Rosemary pensó que al estar con él todos lo iban a pasar muy bien esa noche.

Comenzaron a subir a pie los cinco tramos de escalera. En el primer rellano se detuvieron para besarse. Rosemary se mostró prudente en el segundo rellano y más todavía en el tercero. Ya sólo quedaban dos. Antes de llegar al cuarto se detuvo y le dio un beso fugaz de despedida. Ante su insistencia, bajó con él un instante al rellano anterior. Otra vez a subir. Por fin había que despedirse. Alargaron las manos por encima de la baranda hasta tocarse y desenlazaron los dedos lentamente. Dick volvió a bajar al vestíbulo para hacer algunos arreglos para la noche. Rosemary se precipitó a su cuarto y le escribió una carta a su madre. Tenía mala conciencia porque no la echaba de menos en absoluto.

XVIII

Aunque a los Diver todo lo que oficialmente se consideraba moda les era en verdad indiferente, eran demasiado perspicaces para renunciar totalmente al ritmo que marcaba la época. Cuando Dick organizaba algo la diversión era casi sin respiro, y tanto más se apreciaba respirar de vez en cuando el aire fresco de la noche haciendo una pausa en la diversión.

En aquella salida nocturna todo ocurría a la velocidad de una comedia de enredo. Unas veces eran doce, otras dieciséis, otros grupos de a cuatro en distintos automóviles en aquella especie de odisea acelerada por París. Todo había sido organizado de antemano. La gente se les unía como por arte de magia, les acompañaba como especialistas, casi como guías, durante una etapa de la noche y luego desaparecía y le sucedía otra gente, de modo que parecía que cada una de aquellas personas se hubiera estado reservando sólo para ellos todo el día. Qué diferente le parecía aquello a Rosemary de las fiestas de Hollywood, por muy suntuosas que éstas fueran. Entre otras muchas atracciones tenían a su disposición el coche del shah de Persia. Cómo se había incautado Dick de aquel vehículo o qué tipo de soborno se había empleado eran cosas que carecían de importancia. Rosemary lo aceptaba simplemente como un aspecto más de aquel mundo de fábula en el que vivía desde hacía dos años. El coche se había fabricado con un chasis especial en los Estados Unidos. Las ruedas y el radiador eran de plata. El interior estaba incrustado de innumerables brillantes que el joyero imperial se encargaría de sustituir por piedras preciosas auténticas en cuanto el coche llegara a Teherán la semana siguiente. En la parte de atrás sólo había un asiento propiamente dicho, porque el shah debía ir solo, de modo que por turnos se sentaban en él y en la alfombra de piel de marta que cubría el suelo.

Pero lo más importante era la presencia de Dick. Rosemary le aseguró a la imagen de su madre, que la acompañaba a todas partes, que jamás, jamás, había conocido a nadie tan encantador, tan absolutamente encantador como Dick lo estaba siendo esa noche. Lo comparó con los dos ingleses a los que Abe llamaba con gran seriedad «Comandante Hengest y señor Horsa», y con el heredero de un trono escandinavo, con el novelista que acababa de regresar de Rusia, con Abe, tan desesperado y tan ingenioso, y con Collis Clay, que se les había unido en algún sitio y seguía con ellos, y pensó que no había comparación. El entusiasmo y la generosidad que había detrás de toda la actuación de Dick le tenían fascinada. El manejo de todos aquellos tipos tan variados, que parecían depender tanto de sus suministros de atención para cada uno de sus movimientos como un batallón de infantería depende de las raciones, no parecía costarle el menor esfuerzo, de forma que aún le quedaban reservas de su personalidad más íntima para ofrecer a todo el mundo.

Después recordaría los momentos en que se había sentido más dichosa. El primero era aquél en que ella y Dick estaban bailando y sintió cómo resplandecía su propia belleza junto a la figura alta y fuerte de él mientras flotaban, parecían estar suspendidos en el aire como en un sueño divertido. La hacía girar a uno y otro lado con tal delicadeza que se sentía como un brillante ramo de flores, como una tela exquisita desplegada para ser admirada por cincuenta ojos. Hubo un momento en que no estaban bailando, sino simplemente abrazados. Ya de madrugada hubo una ocasión en que se encontraron solos y ella apretó su cuerpo joven, húmedo y fragante contra el suyo, en un encuentro de telas fatigadas, y permanecieron allí, aplastados contra todos aquellos sombreros y abrigos que pertenecían a otros.

El momento en que más se rio vino más tarde, cuando seis de ellos, los mejores de todos, los más nobles supervivientes de la noche, estaban en el oscuro vestíbulo principal del Ritz diciéndole al portero de noche que el General Pershing estaba afuera y quería caviar y champán. «No tolera la menor demora. Cada hombre y cada cañón están a su servicio». Surgieron como de la nada camareros aturullados, se instaló una mesa en el vestíbulo e hizo su entrada Abe representando el papel de General Pershing, mientras ellos, en posición de firmes, canturreaban en su honor los fragmentos de canciones de guerra que recordaban. Como se sintieron desatendidos por los camareros, que reaccionaron con indignación ante semejante tomadura de pelo, montaron una trampa para camareros, un artefacto enorme y fantástico construido con todos los muebles del vestíbulo que funcionaba como las estrafalarias máquinas de las historietas de Goldberg. Abe movía la cabeza con aire dubitativo.

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5250 str.
ISBN:
9782380374124
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