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—¡No tal! Yo lo era antes de tener nada. Cambiemos. Entonces, sed pródigo.

—Todavía menos, ¡diantre! Las deudas me espantan. Los acreedores me representan con anticipación los diablos que revuelven a los condonados en las parrillas; y como la paciencia no es mi virtud dominante, siempre tengo tentaciones de zurrar a los diablos.

—Sois el hombre más sabio que conozco, y no tenéis que recibir consejos de nadie. Locos serían los qué creyesen que podrían engañaros alguna vez. Pero ¿no estamos en la calle de San Honorato?

—Sí, querido amigo.

—¿Distinguís allá abajo, a la izquierda, una casita blanca? Pues allí tengo mi alojamiento. Notaréis que sólo consta de dos pisos; yo ocupo el primero, y el otro está alquilado a un oficial cuyo servicio le tiene fuera de París ocho o nueve meses al año; de modo que estoy en esa casa como en la mía, a excepción del gasto.

—¡Oh! ¡Qué bien os arregláis, Athos! ¡Qué orden! Eso es lo que yo desearía reunir, pero qué queréis, eso es de nacimiento y no se adquiere.

—¡Adulador! Vamos, adiós, amigo. A propósito, dad un recuerdo de mi parte a Planchet. Seguirá siendo un mozo de talento, ¿verdad?

—Y de corazón, Athos. ¡Adiós!

Separáronse. Durante esta conversación D’Artagnan no había perdido de vista un segundo cierto caballo de carga, en cuyos canastos, y debajo de una poca de paja, se extendían los saquillos en que estaba el dinero. Las nueve de la noche daban en Saint-Merri, y los mozos de Planchet cerraban la tienda. D’Artagnan paró al postillón que guiaba el caballo de carga en la esquina de la calle de los Lombardos, debajo de un cobertizo, y llamando a uno de los criados de Planchet, le encargó que guardase, no sólo los dos caballos, sino también al postillón; después de lo cual entró en casa del abacero, que acababa de comer y que, en su entresuelo consultaba con ansiedad el calendario, en el cual borraba todas las noches el día que acababa de pasar.

En el instante en que, según su costumbre cotidiana, borraba Planchet con la pluma el día transcurrido, D’Artagnan puso el pie en el umbral de la puerta y el choque hizo sonar sus espuelas.

—¡Ah! ¡Dios santo! —exclamó Planchet.

El digno abacero no pudo decir más, pues acababa de ver a su consocio. D’Artagnan entró con la cabeza inclinada y los ojos tristes. El gascón tenía una idea respecto a Planchet.

—¡Buen Dios! —dijo el abacero mirando al caminante—. ¡Está triste!

El mosquetero se sentó.

—Querido caballero de D’Artagnan —dijo Planchet con horribles latidos de corazón, ya estáis aquí, ¿cómo va de salud?

—Bastante bien, Planchet —dijo D’Artagnan dando un suspiro.

—Espero no habréis sido herido…

—¡Psch!

—¡Ah! —prosiguió Planchet cada vez más alarmado—. ¿La expedición ha sido dura?

—Sí —contestó D’Artagnan.

Un estremecimiento corrió por todo el cuerpo de Planchet.

—Bebería de buena gana —observó el mosquetero alzando lastimeramente la cabeza.

Planchet corrió por sí mismo al armario y sirvió al mosquetero vino en un gran vaso. D’Artagnan miró la botella.

—¿Qué vino es ese? —dijo.

—El que preferís, señor —dijo Planchet—; ese buen vino añejo de Anjou que un día por poco nos cuesta caro a todos.

—¡Ah! —replicó D’Artagnan con triste sonrisa—. Pobre Planchet, ¿debo todavía beber buen vino?

—Vamos, señor —dijo el abacero, haciendo un gran esfuerzo, mientras sus músculos contraídos, la palidez y el temblor manifestaban la más viva angustia—. Vamos, he sido soldado, y por tanto tengo valor; no me hagáis padecer, señor de D’Artagnan; se ha perdido nuestro dinero, ¿no es así?

Antes de responder, D’Artagnan se tomó tiempo, un siglo para el infeliz abacero. Sin embargo, no había hecho más que revolverse en su silla.

—Y si fuese así —dijo moviendo la cabeza de arriba abajo—, ¿qué diríais, pobre amigo mío?

Planchet, de pálido que estaba púsose amarillo. Hubiérase dicho que iba a tragarse la lengua, pues tanto se hinchaba su garganta y tanto se enrojecían sus ojos.

—¡Veinte mil libras! —exclamó—. ¡Veinte mil libras!

D’Artagnan, con el cuello y las piernas estirados y los brazos caídos, parecía la estatua del decaimiento. Planchet arrancó un doloroso suspiro de las cavidades más profundas de su pecho.

—Vamos —dijo—, ya sé lo que hay. Seamos hombres. Esto se acabó, ¿verdad? Lo principal es, señor, que hayáis salvado la vida.

—Sin duda, la vida es algo; pero entre tanto me he arruinado.

—¡Pardiez! Señor —dijo Planchet—, si es así, no hay que desesperarse; os metéis a abacero conmigo, os asocio a mi comercio, dividimos las ganancias, y cuando no haya ganancias, entonces partiremos las almendras, los higos y las ciruelas pasas, y roeremos juntos el último pedazo de queso de Holanda.

D’Artagnan no pudo resistir más.

—¡Pardiez! —exclamó conmovido—. ¡Eres un bravo mozo, Planchet, por mi honor! Veamos, ¿no has representado una comedia? ¿No has visto en la calle, bajo el cobertizo, el caballo de los sacos?

—¿Qué caballo? ¿Qué sacos? —dijo Planchet, cuyo corazón se conmovió a la idea de que D’Artagnan se volviese loco.

—¡Toma! ¡Los sacos ingleses, pardiez! —dijo D’Artagnan radiante y transfigurado.

—¡Ah! ¡Dios santo! —articuló Planchet, retrocediendo ante el fuego deslumbrador de sus miradas.

—¡Imbécil! —exclamó D’Artagnan—. Me crees loco. ¡Diantre! Jamás, por el contrario, he tenido la cabeza más sana, y más alegre el corazón. ¡A los sacos, Planchet; a los sacos!

—¡Pero, qué sacos, Dios santo! D’Artagnan empujó a Planchet hacia la ventana.

—Debajo del cobertizo, allí —le dijo—, ¿no distingues un caballo?

—Sí.

—¿No ves que está cargado?

—Sí, sí.

—¿Ves a uno de tus mozos que conversa con el postillón?

—Sí, sí, sí.

—¡Pues bien! Tú sabes el nombre de ese mozo, puesto que es tuyo; llámalo.

—¡Abdón! ¡Abdón! —llamó Planchet por la ventana.

—Trae el caballo —le apuntó D’Artagnan.

—¡Trae el caballo! —gritó Planchet.

—Ahora, diez libras al postillón —exclamó D’Artagnan con el tono que hubiera usado para mandar una revolución, dos mozos para subir los dos primeros sacos, otros dos para subir los segundos, y vivo, ¡voto va!

—¡Actividad!

Planchet se precipitó por la escalera, como si el diablo le hubiera mordido en las pantorrillas. Un momento después la subían los mozos, doblados bajo el peso que conducían. D’Artagnan los mandó a su zaquizamí, cerró cuidadosamente la puerta, y dirigiéndose a Planchet, que a su vez se volvía loco:

—Ahora nosotros dos —le dijo. Y extendió en el suelo una gran cobertera, vaciando encima el primer saco. Otro tanto hizo Planchet con el segundo, y después rompió el tercero D’Artagnan, valiéndose de un cuchillo. Cuando Planchet oyó el seductor ruido de la plata y el oro, cuando vio relucir fuera del saco los brillantes escudos que saltaban como peces fuera de la red, cuando sintió llegar hasta sus pantorrillas aquella marea de monedas amarillas y plateadas, le acometió una especie de desmayo, dio una vuelta sobre sí mismo, como herido por el rayo, y se dejó caer pesadamente sobre el enorme montón de monedas, que, bajo su peso, resonó en la estancia con indescriptible ruido.

Planchet había perdido el conocimiento, sofocado por la alegría. D’Artagnan le echó un vaso de vino blanco a la cara, lo cual le volvió al momento a la vida.

En aquel tiempo, lo mismo que hoy, los abaceros llevaban bigote de caballero y barba de lansquenete; solamente los baños de dinero, ya muy raros entonces, se han hecho casi desconocidos en el día.

—¡Cáscaras! —dijo D’Artagnan—. Aquí hay cien mil libras para vos, mi señor consocio.

—¡Oh! ¡Qué hermosa cantidad! Señor de D’Artagnan, ¡qué hermosa cantidad!

—Hace media hora hubiera sentido un poco darte esa cantidad; pero al presente ya no lo siento, porque eres un abacero barbián, Planchet. Vaya, hagamos buenas cuentas, porque, como dicen, las buenas cuentas hacen los buenos amigos.

—¡Oh! Contadme primero toda la historia —dijo Planchet—; eso debe ser aún más bonito que el dinero.

—No digo que no, a fe mía —replicó D’Artagnan acariciándose el bigote—, y si alguna vez piensa en mí un historiador para referirla, bien podrá decir que no bebió en mala fuente. Escúchame, pues, Planchet, voy a contártela.

—Y yo a hacer montones de monedas —dijo Planchet—. Comenzad, querido patrón.

—¡Ea! —dijo D’Artagnan tomando aliento.

—Vamos —dijo Planchet, cogiendo el primer puñado de escudos.

Capítulo XXXIX

El juego de Mazarino

En un salón del palacio real, tapizado de terciopelo obscuro, que hacía resaltar las molduras doradas de un gran número de hermosos cuadros, se veía la noche misma de la llegada de nuestros dos viajeros a toda la Corte reunida ante la alcoba del cardenal Mazarino, que convidó a jugar al rey y a la reina.

Un biombo separaba tres mesas puestas en el salón, en una de las cuales estaban sentados el monarca y las dos reinas. Luis XIV, sentado enfrente de su joven esposa, sonreía con expresión de soberana felicidad. Ana de Austria jugaba contra el cardenal, y su nuera le ayudaba cuando no sonreía con su marido. El juego del cardenal lo llevaba la condesa de Soissons, y acostado aquél en su lecho, con el semblante demacrado y lánguido, fijaba en las cartas una mirada incesante, llena de interés y de codicia.

El cardenal se había hecho acicalar por Bemouin; pero el colorete, que sólo brillaba en sus pómulos, hacía resaltar mucho más la enfermiza palidez del resto de su rostro y el luciente amarillo de su frente. Tan sólo sus ojos de enfermo tenían un brillo más vivo que de costumbre, y sobre ellos se fijaban de vez en cuando las miradas inquietas de Su Majestad, de la reina y de los cortesanos.

El hecho es que los ojos del signor Mazarino eran las estrellas más o menos resplandecientes sobre las cuales leía su destino la Francia del siglo XVII cada noche y cada mañana.

Su Eminencia no ganaba ni perdía, y por lo mismo, ni estaba alegre ni triste. Esta era una quietud en la cual no hubiese querido dejarle Ana de Austria, que tenía mucha compasión por él; mas para llamar la atención del enfermo con cualquier golpe brillante, hubiera sido preciso ganar o perder. Ganar era peligroso, porque Mazarino hubiera cambiado su indiferencia por algún gesto desagradable; perder era también peligroso, porque hubiera sido necesario hacer trampas y la infanta que vigilaba el juego de su suegra, se habría admirado de sus buenas disposiciones hacia Mazarino.

Los cortesanos conversaban aprovechándose de esta calma. El señor Mazarino, cuando no estaba de mal humor, era un príncipe benigno, y él, que a nadie impedía cantar con tal que le pagaran, no era bastante tirano para evitar que se hablase, con tal de que se decidiesen a perder.

Charlábase, pues. En la primera mesa el joven hermano del rey, Felipe, duque de Anjou, miraba su linda figura en el espejo de una caja. Su favorito, el caballero de Lorena; apoyado en el sillón del príncipe, escuchaba con secreta envidia al conde de Guiche, otro favorito de Felipe, que relataba en términos escogidos las diversas vicisitudes de fortuna del rey aventurero Carlos II. Refería, como sucesos fabulosos, toda la historia de sus peregrinaciones en Escocia, sus terrores cuando las partidas enemigas seguíanle la pista, las noches pasadas en los árboles y los días de hambre y de combates. Poco a poco la historia de este desgraciado rey había interesado tanto a los oyentes, que el juego se hacía lánguido, aun en la mesa real, y el joven monarca, pensativo y sin prestar atención al parecer, seguía los menores detalles de esta odisea, pintorescamente contada por el conde de Guiche.

La condesa de Soissons interrumpió al narrador, diciéndole:

—Confesad, conde que estáis glosando.

—Señora, solamente cito como un loro las historias que me han contado diferentes ingleses, y aun diré que soy textual como una carpeta.

Carlos II habría muerto si hubiera sufrido todo eso.

Luis XIV alzó su inteligente y orgullosa cabeza.

—Señora —dijo con voz reposada, que aún revelaba al niño tímido—, el señor cardenal os dirá que durante mi minoridad han estado a la ventura los asuntos de Francia… y que si yo hubiese sido mayor habría tenido que echar mano a la espada hasta por mi cena.

—Gracias a Dios —repuso el cardenal, que hablaba por vez primera—, Vuestra Majestad exagera, pues su comida siempre ha estado cocida a punto con la de sus servidores.

El rey se sonrojó.

—¡Oh! —murmuró desde su asiento Felipe aturdidamente y sin dejar de mirarse—. Yo me acuerdo que una vez, en Melun, no se había puesto comida para nadie, y que el rey se comió las dos terceras partes de un pedazo de pan, entregándome la otra.

Viendo sonreír al cardenal, toda la asamblea se echó a reír. A los reyes se les adula con el recuerdo de una angustia pasada como con la esperanza de una fortuna futura.

—De aquí deduciremos que la corona de Francia ha estado sin cesar bien sostenida en la cabeza de sus reyes —se apresuró a añadir Ana de Austria—, y que esa corona ha caído de la del soberano de Inglaterra; y cuando por ventura oscilaba un poco esa misma corona, porque algunas veces hay temblores de trono, como hay temblores de tierra, cada vez, digo, que la rebelión amenazaba, una buena victoria devolvía la calma.

—Con algunos llorones más para la corona —dijo Mazarino.

El conde de Guiche se calló, el rey compuso su rostro, y Mazarino cruzó una mirada con Ana de Austria, como para darle las gracias por su intervención.

—No importa —dijo Felipe alisándose los cabellos—; mi primo Carlos no es hermoso, pero es valiente, porque se ha batido como un león, y si continúa batiéndose de este modo, nadie duda que concluya por ganar, una batalla… como Rocroy…

—No tiene soldados —replicó el caballero de Lorena.

—El rey de Holanda, su aliado, se los dará. Lo que es yo bien se los habría dado si fuese rey de Francia.

Luis XIV sonrojóse excesivamente.

Mazarino afectó mirar su juego con más atención que nunca.

—A estas horas —repuso el conde de Guiche—, está consumada la fortuna de este infeliz príncipe. Si ha sido engañada por Monk es perdido, y la prisión o la muerte tal vez acabarán lo que el destierro, las batallas y las privaciones, habían empezado.

Mazarino frunció el entrecejo.

—¿Es cosa cierta —dijo Luis XIV—, que el rey Carlos II haya salido de La Haya?

—Muy cierto, Majestad —replicó el joven—. Mi padre ha recibido una carta que le da los pormenores del hecho; hasta se sabe que Su Majestad ha desembarcado en Dover, pues unos pescadores le han visto entrar en el puerto; lo demás todavía es misterio.

—Quisiera saber lo demás —dijo vivamente Felipe—. ¿Vos sabéis, hermano mío?

Luis XIV se sonrojó otra vez. Era la tercera en el espacio de una hora.

—Preguntad al señor cardenal —replicó con acento que hizo alzar los ojos a Mazarino; a Ana de Austria y a todo el mundo.

—Lo cual quiere decir, hijo mío —interrumpió riendo Ana de Austria—, que el rey no permite que se hable de las cosas de Estado fuera del Consejo.

Felipe aceptó de buen grado la fraterna, e hizo sonriendo un ceremonioso saludo, primero a su hermano, y luego a su madre.

Pero Mazarino observó que un grupo iba a formarse en un ángulo del salón, y que el duque de Orléans, con el conde Guiche y el caballero de Lorena, privados de explicarse en voz alta, podían perfectamente decir en voz baja más de lo que fuera necesario. Comenzó, pues, a lanzarles ojeadas llenas de desconfianza y de inquietud, invitando a Ana de Austria a que arrojara alguna perturbación en el conciliábulo, cuando de pronto entrando Bernouin por la puertecilla del hueco de la cama, dijo al oído de su amo:

—Monseñor, un enviado de Su Majestad el rey de Inglaterra. Mazarino no pudo ocultar una ligera emoción que el rey sorprendió al paso. Para evitar ser indiscreto, menos todavía que para no parecer inútil, Luis XIV se levantó de repente, y acercándose a Su Eminencia le dio las buenas noches.

Toda la asamblea se había levantado con gran ruido de sillas y mesas empujadas.

—Dejad salir poco a poco a todo el mundo —dijo Mazarino en voz baja a Luis XIV—, y concededme unos minutos. Esta misma noche despacho un negocio, del que deseo hablar a Vuestra Majestad.

—¿Y las reinas? —preguntó Luis XIV.

—Y el señor duque de Anjou —repuso Su Eminencia.

Al mismo tiempo saltó al hueco de la cama, cuyas cortinas al caer ocultáronla completamente. El cardenal, entretanto, no había perdido de vista a los conspiradores.

—Señor conde de Guiche —dijo con temblorosa voz al mismo tiempo que se ponía detrás de las cortinas la bata que le presentaba Bernouin.

—Aquí estoy, monseñor —dijo el joven acercándose.

—Tomad mis cartas, pues tenéis suerte esta noche… Y ganadme un poco el dinero de esos señores.

—Sí; monseñor.

El joven se sentó a la, mesa de donde se apartó el rey para charlar con las reinas.

Una partida bastante seria comenzó entre el conde y varios ricos cortesanos.

Felipe hablaba de modas mientras tanto con el caballero de Lorena, y ya se había dejado de oír detrás de las cortinas de la cama el roce de la bata del cardenal.

Su Eminencia había seguido a Bernouin al gabinete inmediato a la alcoba.

Capítulo XL

Asunto de Estado

Habiendo pasado Su Eminencia a su gabinete, encontró al conde de la Fère, que esperaba muy ocupado en admirar un Rafael hermosísimo puesto sobre un aparador recamado de plata.

El cardenal llegó, ligero y silencioso como una sombra, y sorprendió la fisonomía del conde, como tenía costumbre de hacer, pretendiendo adivinar, por la simple inspección del rostro de su interlocutor, cuál sería el resultado, de la conversación.

Pero esta vez se engañó la esperanza, de Mazarino, y nada absolutamente leyó en el rostro de Athos, ni siquiera el respeto que habitualmente leía en todas las fisonomías.

Athos vestía de negro con sencillo bordado de plata. Llevaba el Espíritu Santo, la Jarretiera y el Toisón de oro, tres Órdenes de tal importancia, que, sólo un rey o un comediante podían reunir.

Mazarino, rebuscó largo tiempo en su memoria un poco turbada para recordar el nombre que debía dar a aquel semblante glacial, y no lo consiguió.

—He sabido —dijo al fin— que me llegaba un mensaje de Inglaterra.

Sentóse, despidiendo a Bernouin y a Brienne, que como secretario se preparaba a llevar la pluma.

—De parte de Su Majestad el rey de Inglaterra, sí, Eminencia.

—Muy correctamente habláis el francés, caballero, para ser inglés —dijo graciosamente Mazarino, mirando siempre al través de sus dedos el Espíritu Santo, la Jarretiera, el Toisón, y sobre todo el semblante del mensajero.

—No soy inglés, sino francés, señor cardenal —respondió Athos.

—¡Cosa extraña! El rey de Inglaterra escoge franceses para sus embajadas; esto es de excelente agüero. Decidme vuestro nombre, si gustáis, señor.

—Conde de la Fère —dijo Athos saludando más ligeramente de lo que exigía el ceremonial y el orgullo del ministro omnipotente.

Mazarino encogióse de hombros para decir: «no conozco ese nombre».

Athos no pestañeó.

—Y venís, caballero —prosiguió Mazarino—, para decirme…

—Venía de parte de Su Majestad, el rey de la Gran Bretaña, a anunciar al rey de Francia… Mazarino frunció el ceño.

—A anunciar al rey de Francia —continuó Athos imperturbable—, la feliz restauración de Su Majestad Carlos II en el trono de sus padres.

—Sin duda tendréis poderes —observó Su Eminencia con tono breve e inquisidor.

—Sí, monseñor.

La palabra monseñor salía penosamente de labios de Athos, como si lo desollase.

—En ese caso, enseñadlos. Athos sacó un despacho de una bolsa de terciopelo que llevaba debajo de su jubón.

El cardenal alargó la mano.

—Perdón, monseñor —dijo Athos—; mi despacho es para el rey.

—Puesto que sois francés, caballero, debéis saber lo que vale un primer ministro de la Corte de Francia.

—Hubo un tiempo —contestó Athos—, en que yo me ocupaba, en efecto, de lo que valen los primeros ministros; pero he formado, ya hace muchos años, la resolución de no tratar sino con el rey.

—Entonces, caballero —dijo Mazarino, que ya comenzaba a irritarse—, no veréis ni al ministro ni al rey.

Y Su Eminencia se levantó. Athos volvió a meter su despacho en la bolsa, saludó gravemente y dio algunos pasos hacia la puerta. Esta sangre fría exasperó a Mazarino.

—¡Qué raros procedimientos diplomáticos! —exclamó—. ¿Estamos aún en los tiempos en que el señor Cromwell nos enviaba aquellos fanfarrones a guisa de encargados de negocios? Sólo os falta, señor, el morrión en la cabeza y la Biblia en la cintura.

—Señor —replicó Athos—, jamás he tenido yo, como vos, la ventaja de tratar con el señor Cromwell, y no he visto a sus encargados de negocios sino con la espada en la mano; ignoro, pues, cómo trataba con los primeros ministros. Respecto al rey de Inglaterra, Carlos II, sé que cuando escribe a Su Majestad el rey Luis XIV no lo hace a Su Eminencia el cardenal Mazarino; en esta distinción no veo ninguna diplomacia.

—¡Ah! —exclamó Mazarino golpeándose en la frente con la mano—. ¡Ahora me acuerdo!

Athos le miró sorprendido.

—¡Sí, eso es! —murmuró el cardenal, sin dejar de mirar a su interlocutor—. Sí, eso es, sin duda… Os conozco, caballero. ¡Ah, diávolo! Ya no me sorprende.

—Efectivamente, yo me sorprendía que con la excelente memoria de Vuestra Eminencia —respondió Athos sonriendo—, no me hubiese conocido aún.

—Siempre pertinaz y regañón, caballero, caballero. ¿Cómo os llamaban?

—Aguardar… un nombre de río… Potamos… No… un nombre de isla… Nexos… no, ¡per Jove! ¡Un nombre de montaña…! ¡Athos! ¡Eso es! Estoy encantado de veros otra vez y de no estar ya en Rueil, donde me hicisteis pagar rescate con vuestros condenados cómplices… ¡Fronda! ¡Siempre Fronda! ¡Fronda condenada! ¡Oh! Caballero, ¿por qué, han sobrevivido vuestras antipatías a las mías? Si alguien tuviera de qué quejarse, creo que no seríais vos, que salisteis de allí, no sólo con el bolsillo repleto, sino también con el cordón del Espíritu Santo al cuello.

—Señor cardenal —contestó Athos—, permitidme no entrar en consideraciones de ese orden. Tengo una misión que desempeñar… ¿Me facilitaréis los medios de llevarla a cabo?

—Me asombra —dijo Mazarino muy alegre por haber hecho memoria y no sin punta de malicia—; me sorprende, señor… Athos, que un frondista como vos haya aceptado una misión cerca de Mazarino, como se decía en mejores tiempos…

Y Mazarino se echó a reír, a pesar de una tos dolorosa que cortaba cada una de sus frases convirtiéndolas en sollozos.

—Yo no he aceptado misión sino cerca del rey de Francia, señor cardenal —contestó el conde, con menos acritud, por tener bastantes ventajas para mostrarse moderado.

—Siempre será necesario, señor frondista —dijo alegremente Mazarino—, que del rey… el asunto de que os habéis encargado.

—De que me han encargado, monseñor; yo no corro tras de los asuntos.

—Bueno; será preciso, digo, que esa negociación pase un poco por mis manos… No perdamos un tiempo precioso… Decidme las condiciones.

—He tenido la honra de asegurar a Vuestra Eminencia que sólo la carta de Su Majestad Carlos II contiene la revelación de su deseo.

—¡Vaya! Estáis ridículo con vuestra rigidez, señor Athos… Bien se conoce que habéis, frecuentado al trato de los puritanos de por allá… Vuestro secreto lo sé mejor que vos, y tal vez habéis hecho mal en no tener algunas consideraciones hacia un hombre muy viejo y achacoso, que ha trabajado mucho en su vida y sostenido valerosamente la campaña por sus ideas como vos por las vuestras… ¿no queréis decir nada? Bien. ¿No queréis comunicarme vuestra carta…? Magnífico. Venid conmigo a mi cámara; vais a hablar al rey… y delante del rey… Ahora, oíd una palabra: ¿quién os ha dado el Toisón? Me acuerdo que pasabais por tener la Jarretiera, pero en cuanto al Toisón, no sabía…

—Recientemente, monseñor, con motivo del matrimonio de Su Majestad Luis XIV, España ha enviado al rey Carlos II un despacho del Toisón en blanco; Carlos II me lo ha transmitido llenando el blanco con mi nombre.

Mazarino se levantó, y, apoyándose en el brazo de Bernouin, entró en su alcoba en el momento en que anunciaban en el salón al señor príncipe. El príncipe de Conde, el primer príncipe de la sangre, el vencedor de Rocroy, de Lens y de Nordlingen, entraba efectivamente en el cuarto del señor Mazarino, seguido de sus gentileshombres, y ya saludaba al rey, cuando el primer ministro levantó la cortina, Athos tuvo tiempo para ver a Raúl, que estrechaba la mano del conde de Guiche, y para cambiar una sonrisa por su respetuoso saludo.

También tuvo tiempo para ver el semblante radiante del cardenal, cuando advirtió ante él, sobre la mesa, una enorme masa de oro que el conde de Guiche había ganado, por rara suerte, desde que Su Eminencia le confió las cartas. De modo que, olvidando embajador, embajada y príncipe, su primer pensamiento fue para el oro.

—¡Cómo! —exclamó el vicio ¿Todo, esto… todo eso… le ganancia?

—Cosa como de cincuenta mil escudos; sí, monseñor —replicó el conde de Guiche levantándose—. ¿Dejo el puesto a Vuestra Eminencia o continúo?

—¡Dejadlo, dejadlo! ¡Sois un loco, y perderíais todo lo que habéis ganado; diablo!

—Monseñor —dijo el príncipe de Condé saludando.

—Buenas noches, señor príncipe —dijo el ministro con tono ligero—; sois muy amable en hacer una visita a un amigo enfermo.

—¡Un amigo! —murmuró el conde de la Fère viendo con estupor esa alianza monstruosa de palabras—. ¡Amigo, tratándose de Mazarino y de Condé!

El cardenal adivinó el pensamiento del frondista, porque sonrió con aspecto de triunfo y dijo enseguida al rey:

—Majestad, tengo el honor de presentaros al señor conde de la Fère, embajador de Su Majestad Británica… ¡Asunto de Estado, señores! —añadió, despidiendo con la mano a todos los que llenaban el salón, y los cuales, con el príncipe de Condé a la cabeza, eclipsáronse al gesto sólo de Mazarino.

Raúl, después de mirar por última vez al conde de la Fère, siguió al príncipe de Condé.

Felipe de Anjou y la reina parecían consultarse como para salir también.

—Asunto de familia —dijo Mazarino, deteniéndolos en sus asientos—. Este caballero que veis trae al rey una carta, en la cual Carlos II, completamente restaurado en su trono, intenta un enlace entre Monsieur, hermano del rey, y lady Enriqueta, nieta de Enrique IV… ¿Queréis entregar al rey vuestras credenciales, señor conde?

Athos permaneció un momento estupefacto. ¿Cómo podía saber el ministro el contenido de una carta que no había abandonado un instante? Sin embargo, dueño siempre dé sí mismo, entregó su despacho al rey Luis XIV, que lo tomó ruborizándose. Un silencio solemne reinó en el salón del cardenal, interrumpido tan sólo por el ruido del oro que Mazarino, con su mano seca, apilaba en un cofre, en tanto que el monarca leía.

Capítulo XLI

El relato

La malicia de Su Eminencia no dejaba muchas cosas que decir al embajador. No obstante, la palabra restauración impresionó al rey, que, dirigiéndose al conde, sobre el cual tenía fijos dos ojos desde su entrada:

—Señor —dijo—, ¿queréis darnos algunos detalles acerca de los asuntos en Inglaterra? Venís del país, sois francés, y las Órdenes que veo brillar en vuestra persona anuncian un hombre de mérito al mismo tiempo que de calidad.

—El caballero —dijo el cardenal volviéndose hacia la reina madre—, es un antiguo servidor de Vuestra Majestad: el señor conde de la Fère.

Ana de Austria era olvidadiza como una reina que pasó la vida entre los huracanes y los días serenos. Miró a Mazarino, cuya mala sonrisa le prometía alguna perversidad, y después solicitó una explicación de Athos por medio de otra mirada.

—El señor —prosiguió el cardenal—, era un mosquetero de Treville al servicio del difunto rey… Conoce perfectamente a Inglaterra, adonde ha hecho muchos viajes en distintas épocas; es persona del más alto mérito.

Estas palabras aludían a todos los hechos que Ana de Austria temía siempre recordar. Inglaterra era su odio a Richelieu y su afecto a Buckingham; un mosquetero de Tréville era la odisea de triunfos que hicieron, latir el corazón de la mujer joven y de los peligros que habían desarraigado a medias el trono de la joven reina.

Mucho poder tenían aquellas palabras, pues hicieron mudas y atentas a todas las personas reales, quienes, con muy diversos sentimientos, se pusieron a repasar al mismo tiempo los misteriosos años que los jóvenes no habían visto, y que los viejos habían creído para siempre olvidados.

—Hablad, caballero —ordenó Luis XIV, que fue el primero en salir de la turbación, de las sospechas y de los recuerdos.

—Sí, hablad —repitió Mazarino, a quien devolvía sus fuerzas y alegría la pequeña maldad que acababa de hacer a Ana de Austria.

—Majestad —dijo el conde—, una especie de milagro ha cambiado los destinos del rey Carlos II. Lo que los hombres no habían podido hacer hasta ahora, Dios se resolvió a llevarlo a cabo. Mazarino tosió.

—El rey Carlos II —prosiguió Athos— salió de La Haya, no como fugitivo ni como conquistador, sino como rey absoluto que, después de un viaje lejos de su reino, vuelve entre las bendiciones universales.

—Gran milagro, efectivamente —dijo Mazarino—, porque si las noticias han sido exactas, el rey Carlos II, que acababa de entrar entre bendiciones, salió entre mosquetazos.

El rey permaneció impasible. Felipe, más joven y mas frívolo, no pudo dominar una sonrisa que aduló a Mazarino como un aplauso de su chanza.

—En efecto —dijo el rey—, ha sido un milagro; mas Dios, que tanto hace por los reyes, señor conde, emplea también la mano de los hombres para hacer triunfar sus designios.

¿A qué hombre, principalmente, debe Carlos II su restablecimiento?

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9782380374124
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