Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 219

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—¡Cáscaras! De todos los gastos que he hecho. Me he arruinado, amigo mío, arruinado por la restauración de este joven príncipe que acaba de pasar haciendo cabriolas sobre su caballo isabelino.

—El rey no sabe que estáis arruinado; pero sí que os debe mucho.

—¿Salgo ganando algo con eso; Athos? ¡Decid! Porque, al fin, yo os hago justicia; habéis trabajado noblemente. Pero yo que, en apariencia, por poco hago fracasar vuestra combinación, soy quien en realidad la ha hecho triunfar. Seguid bien mi cálculo: vos no hubierais convencido tal vez, por la persuasión y la dulzura, al general Monk, mientras que yo he tratado tan rudamente a ese apreciado general, que líe proporcionado a vuestro príncipe la ocasión de mostrarse generoso; esa generosidad que le fue inspirada por mi yerro venturoso, Carlos se la ve ahora pagada con la restauración que le hace Monk.

—Todo eso, amigo, es de una verdad indiscutible —respondió Athos.

—Pues bien, por indiscutible que sea esa verdad, no por ello dejaré de volverme, muy querido de milord Monk, que me llama my dear captain, aunque yo no sea su querido ni capitán, y muy apreciado del rey, que ya ha olvidado mi nombre no por eso; digo, dejaré de volverme a mi hermosa patria, maldito por los soldados a quienes enganché con la esperanza de un crecido sueldo, y maldito por el buen Planchet, a quien tomé prestada una parte de su fortuna.

—¿Cómo es eso? ¿Qué diablos viene a hacer Planchet en todo esto?

—Sí, amigo; ese rey tan rozagante, tan risueño y adorado, se figura el señor Monk que ha sido llamado por él, vos os figuráis haberle sostenido, yo me figuro haberlo traído, el pueblo se figura haberlo reconquistado, él mismo cree haber negociado de una manera a propósito para ser proclamado; y nada de esto es cierto, sin embargo, Carlos II, rey de Inglaterra, de Escocia y de Irlanda, ha sido restaurado en su trono por un abacero de Francia que vive en la calle de los Lombardos y se llama Planchet. ¡Lo que es la grandeza! «¡Vanidad, dice la Escritura, vanidad!».

Athos no pudo menos de reírse de la salida de su amigo.

—Querido D’Artagnan —dijo estrechándole afectuosamente la mano—. ¿Habéis dejado de ser filósofo? ¿No es para vos una satisfacción haberme salvado la vida, como lo habéis hecho al llegar tan felizmente con Monk, cuando esos malditos parlamentarios querían quemarme vivo?

—Vamos, vamos —dijo D’Artagnan—; un poco merecíais esa quemadura, amado conde.

—¡Cómo! ¿Por haber salvado el millón del rey Carlos?

—¿Qué millón?

—¡Ah! Es cierto, jamás habéis sabido esto, amigo mío; pero no hay que hacerme cargo alguno, porque no me pertenecía el secreto. Aquella palabra Remember que el rey Carlos pronunció en el cadalso…

—Y que significa acuérdate…

—Perfectamente. Esa palabra significaba: «Acuérdate que hay un, millón enterrado en los subterráneos de Newcastle, y de que ese millón pertenece a mi hijo».

—¡Perfectamente! Comprendo. Pero también comprendo, y esto es horrible, que Su Majestad Carlos II dirá cada vez que piense en mí: «He ahí un hombre que por poco me hace perder la corona; felizmente, yo he sido generoso, lleno de presencia de espíritu».

Eso es lo que dirá de mí y de él ese joven caballero del jubón negro muy raído, que llegó al castillo de Blois, sombrero en mano, a pedirme si tenía a bien darle entrada en el aposento del rey de Francia.

—¡D’Artagnan! ¡D’Artagnan! —dijo Athos poniendo su mano sobre el hombro del mosquetero—. No sois justo.

—Tengo derecho a ello.

—No, pues ignoráis el porvenir. D’Artagnan miró a su amigo y se echó a reír.

—En verdad, mi querido Athos —dijo—, tenéis soberbias palabras que no he conocido más que en vos y en el señor cardenal Mazarino.

Athos hizo un movimiento.

—Perdón —prosiguió D’Artagnan riéndose—; perdón si os ofendo. ¡El porvenir! ¡Oh! ¡Bonitas palabras las que prometen, y qué bien llenan la boca a falta de otra cosa! ¡Diantre! Después de haber encontrado tantos que prometían, ¿cuándo hallaré uno que dé…? Pero, dejemos esto —añadió D’Artagnan—. ¿Qué hacéis aquí, querido Athos? ¿Sois tesorero del rey?

—¿Cómo tesorero del rey?

—Sí, puesto que el rey posee un millón, necesita un tesorero. El rey de Francia, que no tiene un cuarto, tiene un superintendente de Hacienda, el señor Fouquet. Verdad es que, en cambio, el señor Fouquet tiene muchos millones.

—¡Oh! Nuestro millón se gastó hace mucho tiempo —dijo Athos riendo.

—Comprendo, se ha gastado en raso, en pedrería, en terciopelos y en plumas de todas especies y colores. Todos esos príncipes y princesas tenían necesidad de sastres y modistas. ¿Os acordáis, Athos, de lo que gastamos para equiparnos nosotros cuando la campaña de La Rochela, y para hacer también nuestra entrada a caballo? Dos o tres mil libras; pero un jubón del rey es más grande, y precisa un millón para comprar la tela. Al menos, Athos, si no sois tesorero, estáis bien en la Corte.

—A fe de gentilhombre, no sé nada —respondió Athos.

—¿Cómo que eso? ¡No sabéis nada!

—No he vuelto a ver al rey desde que estuvo en Douvres.

—Entonces es que también os ha olvidado. ¡Diantre! ¡Magnífico!

—¡Su Majestad ha tenido tanto quehacer!

—¡Oh! —murmuró D’Artagnan con uno de aquellos gestos extraños que sólo él sabía hacer—. Por mi honor que voy a enamorarme de monseñor Mazarino. ¿Cómo, amigo Athos, no os ha vuelto a ver el rey?

—No.

—¿Y no estáis furioso?

—¿Yo por qué? ¿Os figuráis acaso, amigo D’Artagnan, que ha sido por el rey por quien he obrado de esta manera? Yo no conocía a este joven. Defendí al padre, que representaba un principio para mí sagrado; y me he dejado llevar hacia el hijo, siempre por simpatía al mismo principio. Por lo demás, el padre era un digno caballero, una noble criatura. ¿Os acordáis de él?

—Verdad; un hombre excelente, que tuvo una triste vida y una muerte muy hermosa.

—Pues bien/ querido D’Artagnan, oíd esto: a ese rey, a ese hombre de corazón, a ese amigo de mi pensamiento, si así puedo decirlo, prometí en la hora suprema conservar, fielmente el secreto de un depósito que debía poner en manos de su hijo para ayudarle cuando la ocasión se presentase; ese joven fue a buscarme, me contó su miseria, pues ignoraba que yo fuera para él otra cosa que un recuerdo vivo de su padre; cumplí con respecto a Carlos II lo que había prometido a Carlos I, y no tengo más que decir. ¿Qué me importa, pues, que sea o no reconocido? A mí es a quien he prestado este servicio, librándome de esta responsabilidad, y no a él.

—Siempre he dicho —respondió D’Artagnan con un suspiro— que el desinterés era la cosa más bella del mundo.

—¡Y bien, amigo mío! —respondió Athos—. ¿No estáis vos en la misma situación que yo? Si he comprendido bien vuestras palabras; os habéis dejado conmover por la desgracia de ese joven; esa acción es más hermosa por vuestra parte que por la mía, pues yo tenía un deber que cumplir, mientras que vos no debíais absolutamente nada al hijo del mártir. Vos no teníais que pagarle el precio de aquella gota de sangre preciosa que dejó derramar sobre mi frente desde el tablado de su Cadalso. Lo que os ha hecho obrar ha sido el corazón solamente, corazón noble y bueno que tenéis bajo ese aparente escepticismo, bajo esa ironía sarcástica; habéis comprometido la fortuna de un servidor, quizá la vuestra, según sospecho, benéfico avaro, y se desconoce vuestro sacrificio. ¡Qué importa! ¿Queréis volver a Planchet su dinero? Comprendo eso, amigo mío, porque no conviene que un caballero tome prestado a su inferior sin devolverle capital e intereses. ¡Pues bien, venderé hasta la hacienda de la Fère, si es preciso, y si no lo es, cualquier otra quinta pequeña! Pagaréis a Planchet, y aún quedará bastante grano para nosotros dos y para Raúl en mis graneros. De este modo, amigo mío, sólo quedaréis obligado a vos mismo, y, si os conozco bien, no será para vos satisfacción pequeña decir: «He hecho un rey». ¿Tengo razón?

—¡Athos! ¡Athos! —contestó D’Artagnan pensativo—. Os lo dije una vez: el día que prediquéis, iré al sermón; el día que digáis que hay infierno, tendré miedo, a las parrillas y a los garfios. Sois mejor que yo, es decir, mejor que todo el mundo, y sólo reconozco en mí un mérito: no ser envidioso. Fuera de este defecto, Dios me condene, como dicen los ingleses, tengo todos los demás.

—No conozco a nadie que valga lo que D’Artagnan —repuso Athos —pero hemos llegado sin sentirlo a la casa en que vivo. ¿Queréis entrar en mi cuarto, amigo?

—¿Eh? ¡Pero si es la taberna El Cuerno de Ciervo! —exclamó D’Artagnan:

—Os confieso, querido amigo, que la he escogido por eso mismo. Me gustan los conocimientos antiguos y sentarme en aquella silla donde me dejé caer, abatido de cansancio y abismado de desesperación cuando regresasteis la noche del 31 de enero.

—¿Después de haber descubierto la vivienda del verdugo enmascarado? ¡Sí, aquel fue un día terrible!

—Ea, venid —dijo Athos interrumpiéndole.

Y entraron en la que en otros tiempos era sala común. La taberna en general, y esta sala común particularmente, habían sufrido grandes transformaciones; el antiguo huésped de los mosqueteros, demasiado rico para posadero, había cerrado la tienda y convertido la sala de que hablamos en un depósito de géneros coloniales. El resto de la casa lo alquilaba amueblado a los extranjeros.

D’Artagnan reconoció con emoción todos los muebles de esta sala del primer piso, la ensambladura, los tapices y hasta aquella carta geográfica que Porthos estudiaba tan gustosamente en sus ratos de ocio.

—¡Hace once años! —murmuró D’Artagnan—. ¡Pardiez! Parece que hace un siglo.

—Y a mí un día —dijo Athos—. Ved la alegría que siento, amigo mío, al considerar que os tengo aquí, que estrecho vuestra mano, que puedo tirar lejos la espada y el puñal, y tocar sin desconfianza esta botella de Jerez. ¡Oh! En verdad, no podría manifestaros esta alegría, si nuestros dos amigos estuviesen aquí, a los lados de esta mesa, y mi muy amado Raúl, en el umbral, mirándonos con sus grandes ojos, hermosos y dulces.

—Sí; sí —dijo D’Artagnan muy emocionado—, es verdad. Apruebo, sobre todo, la primera parte de vuestro pensamiento; es muy grato sonreír donde hemos temblado tan legítimamente, pensando que de un momento a otro podía aparecer el señor Mordaunt en el descansillo de la escalera.

En aquel momento abrióse la puerta, y D’Artagnan, por más valiente que fuera, no pudo contener un ligero movimiento de espanto.

Athos lo comprendió, y sonriendo:

—Es nuestro huésped —dijo—, que me traerá alguna carta.

—Sí, milord —dijo el buen hombre—, traigo una carta para Vuestro Honor.

—Gracias —dijo Athos, tomando la carta sin mirarla—. Decidme, querido huésped, ¿no reconocéis a este caballero?

El viejo levantó la cabeza y miró atentamente a D’Artagnan.

—No —dijo.

—Es —añadió Athos— uno de mis amigos de quienes os he hablado, y que se alojó aquí conmigo hace once años.

—¡Oh! —exclamó el viejo—. Se han alojado aquí tantos extranjeros…

—Pero nosotros nos alojamos aquí el 30 de enero de 1641 —añadió Athos, creyendo estimular por esta aclaración la tardía memoria del huésped.

—Es posible —contestó éste, —pero hace ya tanto tiempo…— Saludó y salió.

—¡Gracias! —dijo D’Artagnan. Acomete empresas, lleva a término revoluciones, pretende grabar tu nombre en la piedra o en el bronce con fuertes espadas. Hay algo más rebelde, más duro y más olvidadizo que la piedra y el bronce: el viejo cráneo del primer posadero enriquecido con su comercio. ¡No me conoce! ¡Pues yo le hubiera reconocido al instante!

Athos abrió la carta sonriendo.

—¡Ah! —dijo—. Una carta de Parry.

—¡Oh, oh! —murmuró D’Artagnan—. Leed, amigo mío, leed; sin duda contiene algo nuevo.

Athos meneó la cabeza y leyó:

Señor conde:

El rey ha sentido sobremanera no veros hoy a su lado cuando entraba en la ciudad; Su Majestad me encarga os lo diga y os dé un recuerdo de su parte. Su Majestad esperará a Vuestro Honor esta misma noche en el palacio de Saint James, entre nueve y once.

Soy, con el debido respeto, señor conde, vuestro mas humilde y obediente servidor.

PARRY.

—Ya lo veis, mi querido D’Artagnan —dijo Athos—, no hay que desesperar de la bondad de los reyes.

—Tenéis razón —repuso D’Artagnan.

—¡Oh! Querido, querido amigo —dijo Athos, a quien no se le había escapado la imperceptible amargura de D’Artagnan—, perdón; ¿Habré lastimado inadvertidamente a mi mejor camarada?

—¿Estáis loco, Athos?, y la prueba es que voy a, acompañaros hasta Palacio: hasta la puerta, se entiende; con eso me pasearé.

—Entraréis conmigo, amigo; quiero decir a Su Majestad…

—¡Cómo! —replicó D’Artagnan con orgullo verdadero y puro de toda mezcla—: Si hay algo peor que mendigar por uno mismo, es mendigar por medio de otros. Vaya, marchemos, querido, el paseo será muy grato; de paso os enseñaré la casa del señor Monk, que me ha hecho ir a vivir a ella. ¡Hermosa casa, por cierto!, ¡Ser, general en Inglaterra es mucho más que mariscal en Francia!

Athos dejóse conducir, muy pesaroso de la alegría que D’Artagnan afectaba.

Toda la ciudad estaba jubilosa; los dos amigos tropezaban a cada paso con los entusiastas, que en medio de su embriaguez les pedían que gritaran: «¡Viva el buen rey Carlos!». D’Artagnan respondía con un gruñido, y Athos con una sonrisa. Así, llegaron a la casa de Monk, por, la cual debía pasarse, como hemos dicho, para ir al palacio de Saint James.

Athos y D’Artagnan no conversaron durante el camino, por lo mismo de que sin duda tenían muchas cosas que decirse, si hubieran hablado. Athos pensaba que hablando demostraría su alegría, y que esta alegría podría lastimar a D’Artagnan. Éste temía por su parte, que si hablaba dejaría descubrir en sus palabras una amargura que molestaría a Athos. Aquello era una emulación singular de silencio; entre el gozo del uno y el mal humor del otro. D’Artagnan cedió el primero a la comezón que experimentaba por costumbre en la extremidad de la lengua.

—¿Os acordáis —preguntó a Athos—, de aquel pasaje de las memorias de Aubigné, en el cual este fiel servidor, gascón como yo, pobre como yo, y casi por decir valiente como yo, cuenta las mezquindades de Enrique IV? Recuerdo que mi padre me decía siempre que el señor de Aubigné era embustero. Sin embargo, ¡ved cómo todos los príncipes descendientes del gran Enrique salen a él!

—¡Vaya, vaya, D’Artagnan! —dijo Athos—. ¿Los reyes de Francia avaros? ¿Estáis loco?

—Jamás confesáis los defectos de otros, vos que sois perfecto; pero, en verdad, Enrique IV era avaro, Luis XIII, su hijo, también lo era, sobre lo cual sabemos algo, ¿no es cierto? Gastón llevaba este vicio al extremo, y bajo tal aspecto se hizo detestar de todos los que le rodeaban. Enriqueta, ¡pobre mujer!, ha hecho muy bien en ser avara, porque ni comía todos los días, ni se calentaba todos los años: esto era un ejemplo que daba a su hijo Carlos II, nieto del gran Enrique IV, avaro como su madre y como su abuelo. Qué, ¿he sacado bien la genealogía de los avaros?

—D’Artagnan —replicó Athos—, sois demasiado duro para esa raza de águilas que se llama los Borbones.

—¡Pues olvido al mejor…! El otro nieto del Bearnés, Luis XIV mi ex amo. ¡Yo creo que será avaro quien no ha querido prestar un millón a su hermano Carlos! Bueno, veo que os enfadáis; pero, por fortuna, ya estamos cerca de mi casa, o más bien, de la de mi amigo el señor Monk.

—Querido D’Artagnan, no me enfado pero me entristecéis; es cruel en efecto, ver un hombre de vuestro mérito al lado de la posición que sus servicios debieron haberle adquirido me parece que vuestro nombre, amigo, es tan radiante como los más hermosos en la guerra y en la diplomacia; decidme si los Luises, si los Bellegarde y los Bassompierre han merecido como nosotros la fortuna y los honores: tenéis razón, sí, cien veces razón, amigo mío.

D’Artagnan suspiró, precediendo a su amigo bajo el pórtico de la casa que Monk habitaba en la City.

—Permitidme —dijo—, que deje la bolsa en casa; porque si, entre la multitud, estos rateros de Londres, que tanto nos han ponderado, hasta en París, me robasen el resto de mis pobres escudos, no podría regresar a Francia; y vuelvo lleno de alegría, pues todas mis prevenciones de otro tiempo contra Inglaterra se han realizado, acompañadas de otras muchas.

Nada respondió Athos.

—Así, pues, amigo —dijo D’Artagnan—, esperadme un instante y os sigo. Bien sé que es preciso ir a Palacio a recibir vuestras recompensas; pero creedme, a mí también me precisa disfrutar de vuestra alegría… aunque sea de lejos… Esperadme.

D’Artagnan atravesaba ya el vestíbulo cuando un hombre, mitad criado, mitad soldado, que hacía en casa de Monk las funciones de portero y de guardia, detuvo a nuestro mosquetero diciéndole en inglés:

—¡Perdón, milord de D’Artagnan!

—¿Qué hay? —dijo éste—. ¿Es quizá que el general me despide también…? ¡Sólo me falta ser expulsado por él!

Estas palabras, pronunciadas en francés, no fueron entendidas por aquel a quien iban dirigidas, que sólo hablaba un inglés mezclado del escocés más rudo. Pero Athos estaba conmovido, porque D’Artagnan comenzaba al parecer a tener razón.

El inglés mostró una carta a D’Artagnan.

—From the general —dijo.

—Bien, eso es mi despedida —replicó el gascón—. ¿Será preciso leerla, Athos?

—Debéis engañaros, o no conozco más hombres honrados que a vos y a mí.

D’Artagnan se encogió de hombros y rompió el sello de la carta, mientras el inglés, impasible, le aproximaba una gran linterna cuya luz debía ayudarle a leer.

—¡Qué es eso! ¿Qué tenéis? —dijo Athos viendo cambiar la fisonomía del lector.

—Tomad y leed —dijo el mosquetero.

Athos cogió el papel y leyó:

Caballero D’Artagnan:

El rey ha sentido mucho que no hayáis venido a San Pablo con su acompañamiento, y dice Su majestad que le habéis faltado como me habéis faltado a mí, querido capitán. No existe más que un medio para recuperar todo eso. Su Majestad me espera a las nueve en el palacio de Saint James. ¿Queréis encontraros allí a las diez? Su Majestad os fija esta hora para la audiencia que os concede.

La carta estaba escrita por Monk. De parte del general.

Capítulo XXXIII

Audiencia

–¿Qué decís ahora? —exclamó Athos con acento de dulce reconvención, después que D’Artagnan hubo leído la carta de Monk.

—¡Qué digo! —respondió D’Artagnan rajo de placer y también un poco de vergüenza por haberse apresurado a acusar al rey y a Monk—. Es una delicadeza… que a nada compromete, es verdad… Pero, al fin, delicadeza.

—Mucho me costaba creer que el joven príncipe fuera ingrato —dijo Athos.

—El hecho es que su presente está todavía muy cerca de su pasado —replicó D’Artagnan—; hasta ahora, todo me daba la razón.

—Convengo en ello, amigo mío, convengo en ello. ¡Ah! Ya no miráis tan fieramente, y no sabéis cuán dichoso soy por ello.

—De modo —dijo D’Artagnan— que Carlos II recibe a Monk a las nueve, y a mí me recibirá a las diez; esta es una gran audiencia, de esas que llamábamos en el Louvre distribución de agua bendita de Corte. Vamos a ponernos bajo la gotera, mi querido amigo, vamos.

Athos no le contestó, y ambos se dirigieron, apretando el paso, al palacio de Saint James, que aún invadía la multitud, para ver por los vidrios las sombras de los cortesanos y los reflejos de la persona real. Las ocho de la noche tocaban cuando los dos amigos entraban a ocupar un lugar en la galería; llena de cortesanos y de pretendientes, todos los cuales echaron una mirada sobre aquellos sencillos trajes de forma extranjera y sobre aquellas dos cabezas tan nobles y tan llenas de expresión. Athos y D’Artagnan, por su parte, después de haber medido en dos ojeadas toda aquella concurrencia, se pusieron a charlar juntos.

De pronto se oyó un gran ruido en las extremidades de la galería: era el general Monk que entraba acompañado de más de veinte oficiales que acechaban una de sus sonrisas, porque la víspera aún era dueño de Inglaterra, y se suponía un amanecer magnífico al restaurador de la familia de los Estuardos.

—Caballeros —dijo Monk volviéndose a ellos—, os suplico tengáis presente que yo no soy nada. Hace poco mandaba el principal ejército de la república, pero ya pertenece al monarca, en cuyas manos voy a poner, cumpliendo sus órdenes, mi poder de ayer.

En todos los rostros se pintó una gran sorpresa; y el cerco de aduladores que estrechaba a Monk un momento antes, se ensanchó poco a poca y acabó por perderse en las grandes ondulaciones de la multitud; Monk iba a hacer antesala como todo el mundo, lo cual no pudo menos de hacer notar D’Artagnan al conde de la Fère, que frunció el ceño, de pronto se abrió la puerta del gabinete de Carlos, y el joven rey apareció, precedido de dos oficiales.

—Buenas noches, caballeros —dijo—. ¿Está el general Monk?

—Aquí estoy, Majestad —contestó el viejo general.

Carlos corrió a él y estrechóle las manos con amistad ferviente.

—General —dijo en voz alta el rey—, acabo de firmar vuestro diploma; sois duque de Albemarle, y es mi voluntad que nadie os iguale en poder ni en fortuna en este reino, donde a excepción del noble Montrose, ninguno os ha igualado en la lealtad, en valor y en talento. Caballeros, el duque es comandante general de nuestros ejércitos de mar y tierra; hacedle los honores correspondientes, si gustáis.

Mientras todos corrían al lado del general, que recibía los homenajes sin perder un momento su impasibilidad ordinaria, D’Artagnan dijo a Athos:

—¡Cuando uno piensa que ese ducado, ese mando general de los ejércitos y todas esas grandezas, en una palabra, han estado en una caja de seis pies de largo y tres de ancho…!

—Amigo —objetó Athos—; grandezas mucho más importantes están en cajas más pequeñas aún, esas cajas encierran para siempre…

De pronto vio Monk a los dos caballeros, que estaban algo apartados, aguardando que se retirasen las oleadas de gente. Hízose paso y fue hacia ellos, de modo que los sorprendió en medio de sus filosóficas reflexiones.

—¿Hablabais de mí? —preguntó sonriendo.

—Milord —respondió Athos—; también hablábamos de Dios. Monk, reflexionó un momento y contestó, alegremente:

—Señores, hablemos también un poco del rey, si os agrada; porque, según creo, os da audiencia Su Majestad.

—A las nueve —dijo Athos.

—A las diez —dijo D’Artagnan.

—Entremos ahora mismo en el gabinete —respondió Monk haciendo seña a los dos compañeros para que fuesen delante, lo cual no quisieron consentir ni uno ni otro.

El rey, durante este debate tan francés, había vuelto al centro de la galería.

—¡Oh, mis franceses! —dijo con tono de descuidada alegría, que a pesar de tantas penas y trabajos no había podido perder—. ¡Los franceses! ¡Mi consuelo!

Athos y D’Artagnan inclináronse.

—Duque, conducid a estos caballeros a mi sala de estudio. Soy con vosotros, señores —añadió en francés.

Y luego, despidió a su corte para volver a sus franceses, como él los llamaba.

—Señor de D’Artagnan —dijo entrando en su gabinete—, tengo mucho gusto en volveros a ver.

—Majestad, mi gozo llega a su colmo al saludaros en vuestro palacio de Saint James.

—Caballero, habéis querido prestarme un gran servicio y os debo agradecimiento. Si yo no temiese usurpar los derechos de nuestro comandante general, os ofrecería algún puesto digno de vos cerca de mi persona.

—Majestad —replicó D’Artagnan—, he dejado el servicio del rey de Francia prometiendo a mi príncipe no servir a ningún rey.

—Vamos —dijo Carlos—, eso me hace muy desgraciado; hubiese querido hacer mucho por vos…

—Majestad…

—Vamos —dijo Carlos sonriendo—, ¿no podré haceros faltar a vuestra palabra? Ayudadme, duque. Si yo os ofreciera el mando general de mis mosqueteros…

D’Artagnan inclinóse mucho más que la primera vez.

—Tendría el disgusto de rehusar lo que Vuestra Majestad me ofreciera —respondió—; un caballero no tiene más que su palabra, y esta palabra, he tenido el honor de decirlo a Vuestra Majestad, está empeñada al rey de Francia.

—Pues no hablemos más de eso —dijo el rey volviéndose a Athos. Y dejó a D’Artagnan atormentado por los más vivos dolores de disgusto.

—¡Ah! Bien decía yo —murmuró el mosquetero—. ¡Palabras! ¡Agua bendita de Corte! Siempre han tenido los reyes un talento prodigioso para ofrecernos lo que saben que no aceptaremos, y para mostrarse generosos sin peligro. ¡Tonto…! ¡Tonto, muy tonto he sido en haber tenido esperanzas por un instante!

Durante este tiempo tomaba Carlos la mano de Athos.

—Conde —le dijo—, habéis sido para mí un segundo padre, y el servicio que me habéis hecho no se puede pagar; sin embargo, he pensado en recompensaros. Fuisteis creado por mi padre caballero de la Jarretiera. Orden que no pueden llevar todos los monarcas de Europa, la reina regente os hizo caballero del Espíritu Santo, Orden no menos ilustre; uno a ellas este Toisón de Oro que me ha enviado el rey de Francia, a quien había dado dos el rey de España con motivo de su matrimonio; mas en cambio tengo un favor que pediros.

—Señor —dijo Athos confuso—, ¡a mí el Toisón de Oro, cuando el rey de Francia es el único en mi país que goza tal distinción!

—Quiero que seáis en vuestro país y en todas partes igual a aquellos a quienes los reyes hayan honrado con su favor —dijo Carlos quitándose la cadena del cuello—, y estoy seguro, conde, de que mi padre sonríe desde el fondo de su tumba.

—Es raro —decía para sí D’Artagnan, mientras su amigo recibía de rodillas la eminente Orden que el rey le confería—. ¡Es increíble que siempre haya visto caer la lluvia de las prosperidades sobre todos los que me rodean, y que ni una gota siquiera me haya tocado nunca! ¡Sería cosa de arrancarse los cabellos, si fuese uno envidioso, palabra de honor!

Athos se levantó, y Carlos le abrazó afectuosamente.

—General —dijo a Monk. Luego, deteniéndose con una sonrisa:

—Perdón —agregó—, quise decir Duque. Pensad que, si me equivoco, es porque la palabra duque es demasiado corta para mí… y siempre estoy buscando un título que la alargue… Desearía veros tan cerca de mi trono, que pudiese deciros, como a Luis XIV: «hermano mío».

—¡Oh! Lo soy, y vos seréis casi mi hermano, porque os hago virrey de Irlanda y de Escocia, mi amado duque… De esta manera no me volveré a equivocar.

El duque asió la mano del rey, pero sin entusiasmo, sin alegría, y como si hiciese otra cosa. Sin embargo, su corazón hablase conmovido por este último favor. Usando Carlos hábilmente de su generosidad, había dejado al duque tiempo para desear aunque no hubiera podido hacerlo tanto como él le daba.

—¡Diantre! —murmuró D’Artagnan—. Ya comienza otra vez el aguacero. ¡Ah! ¡Es cosa de perder la cabeza!

Y se volvió, con aire tan contrito y chistosamente lastimero, que el monarca no pudo contener una sonrisa. Monk se preparaba a salir del gabinete con permiso de Carlos.

—¡Cómo! ¡Qué es eso! —exclamó el rey al duque—. ¿Os marcháis?

—Sí, si así agrada a Vuestra Majestad, porque verdaderamente estoy muy cansado… La emoción del día me ha extenuado y tengo necesidad de descanso.

—Pero —dijo el rey— ¡no partiréis sin el señor de D’Artagnan!

—¿Por qué, señor? —dijo el viejo guerrero.

—Demasiado sabéis por qué —contestó el rey.

Monk miró a Carlos con sorpresa.

—Perdone Vuestra Majestad —dijo—, pero no sé… lo que quiere decir.

—¡Oh! Es posible; mas si vos lo olvidáis, no sucede así al señor de D’Artagnan.

—Tengo el honor de ofrecerle alojamiento.

—¿Y esa idea ha salido de vos sólo?

—Sólo de mí, sí, Majestad.

—Bien, pero debía ser de otro modo. Siempre el prisionero está en casa del vencedor.

Monk se ruborizó.

—¡Ah! Es cierto —dijo—. Soy el prisionero del señor de D’Artagnan.

—Sin duda, Monk, pues todavía no os habéis rescatado, mas no os turbéis; yo soy quien os arrancó del señor de D’Artagnan, y yo también pagaré vuestro rescate.

Los ojos del mosquetero volvieron a su alegría brillante: el gascón empezaba a comprender. Carlos se le acercó.

—El general —dijo— no es rico y no podría pagaros lo que vale. Yo soy más rico, sí; pero al presente, como no es duque, sino rey o al menor casi rey, vale una cantidad que tal vez tampoco podría yo pagaros. Veamos, señor de D’Artagnan, decidme: ¿cuánto os debo?

Encantado D’Artagnan con el aspecto que tomaba la cuestión, pero dominándose perfectamente, contestó:

—Señor, hace mal Vuestra Majestad en alarmarse. Cuando tuve el honor de prender a Su Gracia no era más que general; así, pues, no se me debe más que un rescate de general. Mas que el general tenga a bien darme su espada y pie doy por pagado, porque no hay en él mundo más que la espada del general que valga tanto como él.

—¡Odds fish!, como decía mi padre —murmuró Carlos II—. He ahí una proposición y un hombre galante, ¿no es verdad, duque?

—Por mi honor que sí —respondió el duque.

Y desenvainó su espada.

—Caballero —dijo a D’Artagnan— aquí tenéis lo que solicitáis. Muchos han tenido hojas mejores que ésta; pero por modesta que sea la mía, jamás la he vendido a nadie. D’Artagnan tomó con orgullo aquella espada que acababa de hacer un soberano.

—¡Oh, oh! —exclamó Carlos II—. ¡Cómo es eso! Una espada que me ha devuelto mi trono, ¿saldrá de este reino y no figurará algún día entre las joyas de mi corona? ¡No, por mi alma! ¡No será así! Capitán D’Artagnan, doy doscientas mil libras por esa espada; si es poco, decídmelo.

—Es muy poco, Majestad —repuso D’Artagnan con inimitable sonrisa—. Primeramente, no puedo venderla; pero Vuestra Majestad lo desea, y esto es una orden. Obedezco: mas el respeto que debo al guerrero ilustre que me escucha, me manda estime en una tercera parte más la prenda de mi victoria. Quiero, pues, trescientas mil libras por la espada o la doy de balde a Vuestra Majestad.

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9782380374124
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