Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 204

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Madame conoció los sufrimientos de aquel corazón tímido y sombrío, y se levantó de la mesa; Monsieur la imitó maquinalmente; y todos los servidores, con rumor de colmena, rodearan a Raúl para hacerle preguntas.

Madame observó este movimiento y llamó al señor de Saint-Rémy.

—Esta no es hora de charlas, sino de trabajar —dijo con acento de ama de gobierno que se enoja.

El señor de Saint-Rémy se apresuró a romper el círculo formado por los oficiales que rodeaban a Raúl, de suerte que éste pudo salir a la antecámara.

—Que se cuide a ese caballero —repuso Madame dirigiéndose al señor, de Saint-Rémy.

El buen hombre corrió al instante detrás de Raúl.

—Madame nos ruega que refresquéis aquí —dijo—; además, hay para vos otro alojamiento en el castillo.

—Gracias, señor de Saint-Rémy —contestó Bragelonne—; ya sabéis cuánto tardo en ir a ofrecer mis deberes al señor conde, mi padre.

—Es verdad, caballero Raúl; os suplico que, a la vez, le presentéis mis respetos.

Raúl se despidió del caballero y continuó su camino.

Al pasar por el porche llevando de la brida su caballo, una vocecita llamóle desde el fondo de una avenido obscura.

—¡Caballero Raúl! —dijo la voz.

El joven volvióse, sorprendido, y vio una muchacha morena que apoyando un dedo en sus labios le tendía la mamo.

Esta joven le era desconocida.

Capítulo III

La entrevista

Raúl se adelantó hacia la joven que lo llamaba, y le dijo:

—¿Y el caballo, señora?

—¡Y eso os apura! Salid; en el primer patio hay un cobertizo; atad en él vuestro caballo y venid al instante.

—Obedezco; señora.

Raúl no tardó en hacer lo que le habían mandado, y al volver vio en la obscuridad a su misteriosa conductora, que le aguardaba en los primeros peldaños de una escalera de caracol.

—¿Sois bastante valiente para seguirme, señor caballero errante? —preguntó la joven riéndose de la duda que había manifestado Raúl. Éste respondió siguiendo la obscura escalera. Así subieron tres pisos, él detrás de ella, y tocando con sus manos una ropa de seda que rozaba por las paredes de la escalera. Cada vez que Raúl daba un taba un chito severo y le tendía una mano suave y perfumada.

—Se subiría así hasta la torre del castillo, sin curarse del cansancio en falso, su conductora le sugirió —dijo Raúl.

—Lo cual significa, caballero, que estáis muy fatigado y muy inquieto; pero tranquilizaos, ya hemos llegado.

La joven empujó una puerta, y al instante, sin transición alguna, llenóse de un torrente de luz la escalera.

La joven; marchaba, él la seguía; ella entró en una cámara, Raúl también.

Al momento oyó dar un grito se volvió a dos pasos, con las manos juntas y los ojos cerrados; a aquella hermosa joven rubia, de ojos azules y de blancos hombros, que al conocerle le había llamado Raúl.

La vio y advirtió tanto amor y tanta felicidad en la expresión de sus ojos, que se dejó caer en medio de la sala murmurando el nombre de Luisa.

—¡Ah! ¡Montalais! ¡Montalais! —exclamó ésta suspirando—. Es un gran pecado engañar de este modo.

—¡Yo! ¿Yo os he engañado?

—Sí, me dijisteis que ibais a adquirir noticias, y hacéis subir aquí al caballero.

—Eso era preciso. De otro modo, ¿cómo había de recibir la carta que le escribíais?

Y señaló con el dedo la carta que aún estaba sobre la mesa. Raúl se adelantó para cogerla; pero Luisa, más rápida, aunque con una vacilación física muy notable, alargó la mano para detenerle. Raúl encontró aquella mano tibia temblorosa, la estrechó entre las suyas y la aproximó respetuosamente a sus labios, que depositó en ella más bien un soplo que un beso.

Entretanto la señorita de Montalais había tomado la carta; y después de haberla doblado con cuidado en tres dobleces como hacen las mujeres; la deslizó en su pecho.

—No tengáis miedo Luisa —dijo—; este caballero no vendrá a cogerla de aquí, pues el difunto monarca Luis XIII no cogía los billetes en el corsé de la señorita de Hautefort.

Raúl se ruborizó al ver la sonrisa de las dos jóvenes, y no notó que la mano de Luisa permanecía aún entre las suyas.

—¡Bueno! —dijo Montalais—. Ya me habéis perdonado, Luisa, por haberos traído al señor, y vos caballero, me debéis amar por haberme seguido, para ver a esta señorita. Ahora, pues, que la paz está hecha, charlaremos como antiguas amigos. Presentadme, Luisa, al señor de Bragelonne.

—Señor vizconde —dijo Luisa con su graciosa sonrisa—, tengo el honor de presentaros a la señorita Aura de Montalais, dama de honor de Su Alteza Real Madame, y además mi mejor amiga.

Raúl saludó ceremoniosamente.

—¿Y a mí, Luisa —preguntó éste—, no me presentáis también a esta señorita?

—¡Oh! ¡Ella os conoce! ¡Lo conoce todo!

Estas palabras hicieron reír a Montalais y suspirar de dicha a Raúl, que las había interpretado de este modo: ella conoce todo nuestro amor.

—Ya están hechos los cumplimientos, señor vizconde —dijo Montalais—, sentaos aquí y decidnos muy pronto la noticia que nos traéis corriendo de ese modo.

—Eso ya no es un secreto, señorita; el rey, al ir a Poitiers, se detiene en Blois a fin de ver a Su Alteza Real.

—¡El rey aquí! —exclamó Montalais palmoteando—. ¡Vamos a ver a la Corte! ¿Concebís eso, Luisa? ¡La verdadera corte de París! ¡Oh Dios santo! Pero ¿cuándo será eso, caballero?

—Tal vez hoy, señorita; pero de seguro mañana.

Montalais hizo un ademán de despecho.

—¡No hay tiempo para prevenirse, ni para prepararse un traje! ¡Vamos a parecernos a los retratos del tiempo de Enrique IV! ¡Ah; señor, qué mala nueva habéis traído!

—Señoritas, siempre estáis hermosas.

—Sí, siempre estaremos hermosas, porque la naturaleza nos ha criado pasaderas; mas estaremos en ridículo, porque la moda nos habrá olvidado. ¡Ah, ridículas! ¿A mí me han de ver ridícula?

—¿Quiénes? —dijo cándidamente Luisa.

—¿Quiénes? ¡Qué singular sois, querida…! ¿Es una pregunta la que me hacéis? Han de ver, quiere decir todo el mundo, quiere decir los cortesanos, los señores, el rey.

—Perdonad, mi buena amiga, pero como todo el mundo está acostumbrado aquí a vernos tales como somos…

—No lo niego, mas esto va a cambiar, y nosotras estaremos en ridículo, aun para Blois; porque junto a nosotras van a verse las modas de París, y al instante se echará de ver que estamos a la moda de Blois… ¡Esto desespera!

—Tranquilizaos, señorita.

—¡Ah! ¡Basta! Corriente, tanto peor para los que no me encuentren a su gusto —dijo filosóficamente Montalais.

—Esos serán muy descontentadizos —respondió Raúl, fiel a su sistema de galantería.

—Gracias, señor vizconde. ¿Decíamos que el rey viene a Blois?

—Con toda la Corte.

—¿Y vendrán las señoritas Mancini?

—No, ciertamente.

—Como dicen que el rey no puede estar sin la señorita María…

—Pues será menester que se conforme. Así lo quiere el señor cardenal, y ha desterrado a sus sobrinas a Bourges.

—¡Hipócrita!

—¡Silencio! —murmuró Luisa poniendo un dedo sobre sus rosados labios.

—¡Bah! Nadie puede oírme. Digo que el viejo Mazarino es un hipócrita, que trata de hacer a su sobrina reina de Francia.

—No, señorita, por el contrario; el señor cardenal hace casar a su Majestad con la infanta María Teresa.

Montalais miró de frente a Raúl, y le dijo:

—¿Y lo creéis vosotros, los parisienses? Somos más poderosos que vosotros en Blois.

—Señorita, si el rey sale de Poitiers y parte para España, y si se firman los artículos del contrato de matrimonio entre don Luis de Haro y Su Eminencia, bien comprenderéis que éstos no son, ya juegos de niño.

—¡Ya! Pero creo que el rey es el rey.

—Sin duda, señorita, pero el cardenal es el cardenal.

—¿No es un hombre el rey? ¿No ama a María Mancini?

—La idolatra.

—Pues bien, se casará con ella; tendremos guerra con España; Mazarino, gastará algunos millones que tiene guardados; nuestros caballeros harán heroicidades peleando contra los fieros castellanos; muchos volverán coronados de laureles, y nosotras los coronaremos de mirto. Así concibo yo la política.

—Sois una loca, Montalais —repuso Luisa—, y cada exageración os atrae como la luz a las mariposas.

—Luisa, sois de tal manera razonable, que no amaréis nunca.

—¡Oh! —dijo Luisa—. ¡Comprended, Montalais! La reina madre desea casar a su hijo con la infanta: ¿queréis que el rey desobedezca a su madre? ¿Es digno de un corazón real, como el suyo, dar malos ejemplos? Cuando los padres prohíben el amor, hay que renunciar a él.

Y Luisa respiró; Raúl bajó los ojos; Montalais se echó a reír.

—Yo no tengo padres —dijo de pronto.

—Sin duda, tendréis noticias de la salud del señor conde de la Fère —dijo Luisa después de ese suspiro, que tantos dolores había manifestado en su elocuente expansión.

—No señorita —contestó Raúl—, aún no he hecho visita a mi padre, pues iba a su casa cuando la señorita de Montalais tuvo a bien detenerme; espero que el señor conde esté bueno; no habréis oído decir nada en contrario, ¿es cierto?

—Nada, caballero, nada, ¡gracias a Dios!

Reinó aquí un silencio, durante el cual dos almas preocupadas por la misma idea se comprendieron perfectamente, aun si la asistencia de una sola, mirada.

—¡Ay! ¡Dios, mío! Alguien sube —exclamó de pronto Montalais.

—¿Quién será? —dijo Luisa levantándose muy sobresaltada.

—Señoritas, yo estorbo mucho, y sin duda he sido muy imprudente —observó Raúl.

—Es un andar pesado —dijo Luisa.

—¡Ay! Si es sólo el señor Malicorne —replicó Montalais—, no nos movamos.

Luisa y Raúl miráronse para preguntarse quién era ese señor Malicorne.

—No os sobresaltéis —prosiguió Montalais—, no es celoso.

—Pero, señorita —murmuró Raúl.

—Comprendo… Pues bien, es tan discreto como yo.

—¡Dios santo! —exclamó Luisa, que había puesto el oído en la puerta entreabierta—. ¡Son los pasos de mi madre!

—¡La señora de Saint-Rémy! ¿Dónde me ocultó? —dijo Raúl, asiéndose al vestido de Montalais, que parecía haber perdido la cabeza.

—Sí —dijo ésta—, sí, oigo, crujir los chapines. ¡Es vuestra excelente madre…! Señor vizconde, es bien lamentable que la ventana de sobre un empedrado y esté a cincuenta pies de altura.

Raúl miró abajo con ojos extraviados, y Luisa le cogió de un brazo y le detuvo.

—¡Ah! ¡Soy una loca! —dijo Montalais—. ¿No está aquí el armario de trajes de ceremonia? Verdaderamente, parece hecho para esto.

Ya era tiempo; la señora de Saint-Rémy subía más aprisa que de costumbre, y llegó en el momento mismo en que Montalais, como en las escenas de sorpresa, cerraba el armario apoyando su cuerpo en la puerta.

—¡Ay! —exclamó la señora de Saint-Rémy—. ¿Vos aquí, Luisa?

—Sí, señora —respondió ésta, más pálida que si hubiese sido convicta de un crimen.

—¡Bueno! ¡Bueno!

—Sentaos, señora —dijo Montalais ofreciendo el sillón a la de Saint-Rémy, y colocándole de suerte que diese la espalda al armario.

—Gracias, señorita Aura, gracias venid pronto hija mía, vamos.

—¿Dónde deseáis que vaya, señora?

—¿Dónde? A la habitación, es preciso preparar vuestro tocado.

—¿Cómo? —dijo Montalais simulando sorpresa; pues temía que Luisa cometiese alguna indiscreción.

—¿Conque no sabéis las noticias? —preguntó la señora de Saint-Rémy.

—¿Qué noticias, señora? ¿Queréis que dos jóvenes sepan algo desde este palomar?

—¡Qué…! ¿No habéis visto a nadie…?

—¡Señora, habláis de un modo misterioso y nos hacéis quemar a fuego lento! —exclamo Montalais; que espantada de ver a Luisa cada vez más pálida, no sabía a qué santo encomendarse.

Pero acentuó en su compañera una mirada elocuente, una de esas miradas que darían inteligencia a un muro. Luisa señalaba a su amiga el sombrero de Raúl que permanecía sobre la mesa.

Adelantóse Montalais, y cogiéndole con la mano izquierda, lo pasó detrás de sí a la derecha y lo ocultó sin dejar de hablar.

—Pues bien —dijo la señora de Saint-Rémy—, acaba de llegar un correo que nos anuncia la próxima llegada del rey. Conque, señoritas, se trata de estar hermosas.

—¡Pronto! ¡Pronto! —exclamó Montalais—, seguid a vuestra señora madre, Luisa, y dejadme arreglar mi traje de ceremonia.

Luisa levantóse, su madre la tomó de la mano y la condujo hacia la escalera.

—Venid —dijo.

Y añadió en voz baja:

—Cuando yo os mando que no subáis al cuarto de Montalais, ¿por qué no obedecéis?

—Señora, es mi amiga. Además, acababa de venir.

—¿No ha hecho ocultar a nadie delante de vos?

—¡Señora!

—Os digo que he visto un sombrero de hombre; el de ese perillán.

—¡Señora! —exclamó Luisa.

—¡De ese haragán de Malicorne! Una doncella frecuentar de ese modo… ¡ah!

Y sus voces perdiéronse en las profundidades de la escalera.

Montalais no había perdido ni palabra de este diálogo, que el eco le enviaba como un embudo. Encogíase de hombros, y viendo a Raúl fuera de su escondite, que también había escuchado.

—¡Pobre Montalais! —dijo ¡Víctima de la amistad…! ¡Pobre Malicorne! ¡Víctima del amor! Detúvose mirando el aspecto tragicómico de Raúl, que estaba asombrado de haber sorprendido en un día tantos secretos.

—¡Oh! Señorita —dijo— ¿cómo podré pagar tantas bondades?

—Algún día ajustaremos cuentas —repuso—; por el momento; salid pronto, señor de Bragelonne, porque la señora de Saint-Rémy no es muy indulgente y alguna indiscreción por su parte podría traer aquí una visita domiciliaria enojosa para todos. ¡Adiós!

—Pero Luisa… ¿Cómo saber…?

—¡Andad! ¡Andad…!

El rey Luis XI supo muy bien lo que hacía cuando inventó el correo.

—¡Ah! —exclamó Raúl.

—¿Y no estoy yo aquí que valgo por todos, los correos del reino? ¡Pronto! ¡A caballo, y que si la señora de Saint-Rémy sube a echarme un sermón de moral, que ya no os encuentre aquí!

—Todo se lo dirá a mi padre; ¿no es verdad? —murmuró Raúl.

—¡Los reñirá! ¡Ah, vizconde! Ya se ve que venís de la Corte; sois miedoso como el rey. ¡Vaya! ¡Aquí, en Blois, nos pasamos muy bien sin el consentimiento de papá. Preguntádselo a Malicorne!

Y al pronunciar estas palabras, la joven puso a Raúl en la puerta empujándole por los hombros; éste se deslizó a lo largo del porche, montó a caballo, y partió a todo escape como si llevara detrás a los ocho guardias de Monsieur.

Capítulo IV

Padre e hijo

Raúl continuó, sin detenerse, el camino de Blois a la casa en que vivía el Conde de la Fère.

El lector nos dispensará una retratada descripción. Ya en otros tiempos hemos penetrado allí juntos y la conoce.

Sólo que, desde la última vez que la cogimos, los muros se han obscurecido algo por razón de la intemperie; los árboles han crecido, y algunos que antes extendían apunas sus flexibles ramas por entre las desigualdades del suelo, acopados ahora y espesos, extienden su ramaje arenado de vegetación; ofreciendo al viajero flores y frutos.

Raúl distinguió desde lejos el caballete del tejado; las dos torrecillas desde las que se divisaba su casa solariega, y vio también entre los olmos su palomar, a los pichones que revoloteaban alrededor del cono de ladrillos, como los recuerdos alrededor de un alma tranquila.

Cuándo se acercó más, oyó él ruido de las garruchas que rechinaban bajo el peso de los macizos cubos; y le pareció también oír el melancólico gemido del agua que vuelve a caer en el pozo, ruido triste, monótono, solemne; que hiere el oído del niño y del poeta, soñadores; que los ingleses llaman splash, los poetas árabes gasgachau, y que nosotros los franceses, que bien quisiéramos ser poetas, no podemos traducir más que con una perífrasis: le bruit de l’eau tombant ches l’eau.

Hacía más de un año que no iba Raúl a ver a su padre. Todo ese tiempo lo había pasado al lado del príncipe de Condé.

Este gran señor, después de las antiguas parcialidades del tiempo de la Fronda, se había reconciliado con la Corte de una manera franca y solemne: Mientras había durado la división entre el rey y el príncipe, éste; pues se aficionó al de Bragelonne, le había ofrecido cuantas ventajas pueden seducir a un joven en el principio de su carrera porque siguiese su partida.

El conde de la Fère, siempre fiel a sus principios de realismo, explicados un día bajo las bóvedas de San Dionisio, hablase negando siempre en nombre de su hijo a todos los ofrecimientos. Hizo más en lugar de seguir al Condé en su rebelión, siguió al de Turena, combatiendo incesantemente por el rey igualmente cuando Turena parece construido del agua cayendo en el agua.

Pareció abandonar la causa real, le abandonó también para ponerse de parte del de Condé, como antes lo hiciera del de Turena. Resultó de esta línea de conducta, que Raúl, tan joven como era, tenía inscritas más de diez victorias en su hoja de servicios, y ninguna derrota de que tuviera que sonrojarse su conciencia.

Así, pues; Raúl, según lo había querido su padre; sirvió constantemente la fortuna de Luis XIV, no obstante todas las oscilaciones endémicas y casi inevitables en tiempos tan azarosos.

El de Condé, vuelto a la gracia real, usó del privilegio de amnistía, pidiendo entre otras cosas la vuelta de Raúl a su servicio. El conde de La Fère, que comprendió el estado de las cosas con su talento perspicaz, se lo mandó inmediatamente.

Un año había transcurrido después, de esta ausencia del padre y el hijo; algunas cartas habían dulcificado en parte los rigores de la ausencia. Ya hemos observado que Raúl, dejaba en Louis otro amor que el filial y afectuoso entre padres e hijos.

Mas hemos de hacerle justicia; a no haber sido por la casualidad y la señorita de Montalais, dos demonios tentadores, Raúl hubiese partido sin detenerse a ver a su padre, así que ejecutó el mensaje; aun cuando llevase en el corazón el amante recuerdo de su querida Luisa.

La primera parte del camino iba preocupado con el recuerdo de la entrevista que acababa de tener con su amada; la segunda, con el pensamiento del amigo amado a quien tardaba en abrazar.

Encontró abierta la puerta del jardín Y se metió por ella con su caballo, atropellando las filas y cuadros, y atrayendo sobre sí la ira de un viejo, vestido con capotillo de color violeta y gorro viejo de terciopelo en la cabeza.

El buen viejo estaba escardando una calle de rosales enanos y margaritas, y no podía tolerar que se destruyese con el casco de un caballo el piso de sus calles de arena cernida.

Aventuró el principio de un juramento contra el recién llegado; pero volviendo éste la cabeza, la escena cambió en un momento. Apenas le hubo conocido, cuando incorporándose echó a correr en dirección de la casa, dando gritos, que eran en él el paroxismo de una alegría Inca.

Raúl llegó hasta las cuadras, dio su caballo a un lacayo joven, y subió las escaleras con una alegría que hubiera regocijado el corazón de su padre.

Atravesó la antecámara, el corredor y el salón sin encontrar a nadie; por último, habiendo alegado, a la puerta del gabinete del conde de Fère, llamó impaciente a su padre, y sin escuchar apenas la voz grave de éste, que le contestó al punto que entrase, se halló dentro de la habitación.

El conde permanecía sentado junto a una mesa cubierta de libros y papeles: Su continente era siempre el de un noble y bien portado caballero, pero, el tiempo había dado a su nobleza y hermosura un carácter más imponente y distinguido: frente sin arrugas, blanca cabellera, ojos vivos bajo un cerco de cejas perfecto, bigote fino y apenas encanecido, marcando unos labios delgados que no parecían haber sentido la contracción de las pasiones; cuerpo derecho y delgado, mano descarnada: tal era el caballero cuyas nobles hazañas habían merecido el aplauso de mil personas ilustres, bajo el nombre de Athos. Cuando llegó Raúl ocupábase en corregir las páginas de un cuaderno manuscrito, todo él redactado de su puño y lenta.

Raúl se lanzó en brazos de su padre con tanta precipitación, que el conde no tuvo ni tiempo ni fuerza suficientes para dominar la emoción que le embargaba.

—¡Vos aquí, vos aquí, Raúl! —exclamó—. ¿Es posible?

—¡Oh padre mío! ¡Cuánto me alegra de volveros ver!

—¿No me contestáis, vizconde? ¿Habéis obtenido licencia para venir a Blois, o ha ocurrido en París alguna desgracia?

—A Dios gracias, señor —respondió Raúl, serenándose—, no ha ocurrido nada malo; el rey se casa, como tuve el honor de anunciares en mi última carta, y marcha a España. Su Majestad pasará por Blois.

—¿Para ver a Monsieur?

—Sí, señor conde. El príncipe me ha mandado delante para que la venida del rey no le cogiese de improviso, o más bien deseando parecerle agradable.

—¿Habéis visitado a Monsieur? —preguntó vivamente el conde.

—He tenido ese honor.

—¿En el castillo?

—Sí, padre mío —contestó Raúl bajando los ojos, porque sin duda había sentido en la interrogación del conde algún otro sentido que una simple curiosidad.

—En verdad que tengo el honor de cumplimentar por ello.

Raúl inclinóse en señal de agradecimiento.

—¿No habéis visto en Blois otra persona?

—Señor, he visto, a Su Alteza Real Madame.

—Está bien. No es de Madame de quien yo hablo.

Raúl ruborizóse como un niño y no contestó una sola palabra.

—¿No me entendéis, señor vizconde? —insistió el conde con indulgente severidad.

—Os entiendo perfectamente, señor; y si preparo una respuesta, no es que trate de disculparme con una mentira.

—Bien, sé que no acostumbráis a mentir: Por eso me admiro de que tardéis en darme una respuesta categórica: sí o no.

—No, puedo contestaros sino; comprendiéndoos bien; y si os he entendido bien, vais a recibir de mal talante mis primeras palabras. Sin duda os desagrada, señor conde, que haya visto.

—A la señorita de La Vallière; ¿no es así?

—Bien sé que es de ella de quien queréis hablar, señor conde —dijo Raúl con indecible dulzura.

—Y yo os pregunto si la habéis visto.

—Señor, ignoraba cuando entré en el castillo que se hallaba en él la señorita de La Vallière; pero cuando me volvía, después de concluir mi encargo, la casualidad nos ha puesto en presencia uno del otro: He tenido el honor de ofrecerle mis respetos.

—¿Y cómo se llama la casualidad que os haya reunido a la señorita de La Vallière?

—La señorita de Montalais.

—¿Quién es esa señorita de Montalais?

—Una joven que no conocía, y a quien nunca había visto, la camarista de Madame.

—Señor vizconde, no continuaré mi interrogatorio, del cual me hago cargo por haber durado demasiado. Os tenía recomendado que huyeseis lo posible a la señorita de La Vallière y que no la vieseis sin mi permiso. ¡Bien sé que me habéis dicho la verdad y que habéis dado ni un solo paso para acercaros a ella! La casualidad sola me ha engañado, y yo no tengo de qué reconveniros. Me contentaré, por tanto, con lo que ya os he dicho acerca de esa señorita. Dios es testigo, rige que nada tengo que decir de ella; pero no entra en mis designios que frecuentéis su casa. Os ruego otra vez, mi querido Raúl, que lo tengáis entendido.

A estas: palabras, se hubiera dicho, que se turbaban los ojos límpidos y puros de Raúl.

—Ahora, amigo mío —prosiguió el conde con su dulce sonrisa y su voz habitual—, hablemos de otra cosa. ¿Volvéis quizá a vuestra obligación?

—No, señor, nada tengo que hacer sino permanecer hoy a vuestro lado. Felizmente, no me ha impuesto el príncipe más deber que éste, que tan de acuerdo está con mi deseo.

—¿Está bien el rey?

—Perfectamente.

—¿Y el príncipe?

—Como siempre, señor.

El conde se olvidaba de Mazarino, siguiendo su antigua costumbre.

—Bien, Raúl, ya que hoy me pertenecéis, también, por mi, parte os dedicaré todo el día. Abrazadme… otra vez, otra vez estáis en vuestra casa, vizconde… ¡Ah! ¡Aquí está nuestro vicio Grimaud! Venid, Grimaud, el señor vizconde desea abrazaros también.

El anciano no se lo hizo repetir; y corrió con los brazos abiertos. Raúl le ahorró la mitad del camino.

—¿Queréis, Raúl, que vayamos ahora al jardín? Os enseñaré el nuevo alojamiento que he mandado preparar para vos cuando vengáis con licencia; y mientras miramos los plantíos de este invierno y dos caballos de regalo que he cambiado, me daréis noticias de nuestros amigos de París.

El conde cerró su manuscrito; tomó el brazo del joven y pasó con él al jardín.

Grimaud miró tristemente salir a Raúl, cuya cabeza casi tocaba al marco de la puerta, y acariciando su blanca barba dejó caer esta profunda palabra: «¡Crecido!».

Capítulo V

Cropoli, Cropole y un notable pintor desconocido

En tanto que el conde de la Fère visita con Raúl los nuevos edificios que había mandado construir, y los caballos que había cambiado, el lector me permitirá que volvamos de nuevo a la ciudad de Blois y que asistamos a la no común actividad que la agitaba.

En las hosterías, principalmente, era donde más se hacían sentir las consecuencias de la noticia llevada por Raúl.

En efecto, el rey y la Corte en Blois, es decir, cien caballeros, y otros tantos criados, ¿dónde se metería toda esa gente? ¿Dónde se alojarían todos los caballeros de los contornos, que quizá llegarían en dos o tres horas, tan pronto como la noticia se fuese ensanchando, a la manera de esas circunferencias concéntricas qué causa la caída de una piedra lanzada en las aguas de un lago tranquilo?

Blois, tan apacible como lo hemos visto por la mañana, como el lago más tranquilo del mundo, se llena de repente de tumulto y de temor a la noticia de la regia llegada.

Los criados de Palacio, bajo la inspección de los oficiales, iban a la ciudad en busca de provisiones, y diez correos a caballo galopaban hacia las reservas de Chambord a fin de traer la caza, a las pesquerías del Beuvron por el pescado, y a los huertos de Cheverny por las Priores y por las frutas.

Sacábanse del guardamuebles las valiosas tapicerías y las arañas con sus grandes cadenas doradas; un ejército de pobres barría los patios y lavaba los pavimentos de piedra, al paso que sus mujeres destruían los prados del Loira recogiendo sus capas de verdura y sus flores.

La ciudad toda; para no permanecer extraña a este gran lío, hacía su toilette con gran azacaneo de escobas, cepillos y agua.

Los arroyos de la ciudad alta, hinchados con estos incesantes lavatorios, se convertían en ríos en la parte baja de la ciudad, y preciso es decir que hasta el fangoso empedrado se adiamantaba a los rayos benéficos del sol.

Por último, se preparaban músicas, las gavetas se vaciaban, los mercaderes acaparaban cintas y lazos de espadas, y las tenderas hacían provisión de pan, carne y especias. Hasta un buen número de vecinos, cuyas casas se hallaban provistas como para sostener un sitio no teniendo ya de qué ocuparse, se ponían sus trajes de fiesta y se dirigían a la puerta de la ciudad para ser dos primeros en anunciar o ver el séquito. Sabían muy bien que el monarca no llegaría hasta la noche; y tal vez, hasta el día siguiente, pero ¿qué es esperar, sino una especie de locura? Y la locura, ¿qué es sino exceso de esperanza?

En la ciudad baja y a unos cien pasos del castillo de Los Estados, en cierta calle bastante hermosa que se llamaba entonces calle Vieja, y que, en efecto, debía ser muy vieja, alzábase un respetable edificio de poca elevación y de caballete puntiagudo, provisto de tres ventanas que daban a la calle en el primer piso, de dos en el segundo, y de una pequeña claraboya en el tercero.

Había una tradición, según la cual, esta casa fue habitada, en tiempo de Enrique III, por un consejero de los Estados, que la reina Catalina había ido, según unos a visitar, según otros, a estrangular. Después de muerto el consejero por estrangulación o naturalmente, pues esto no hace al caso, la casa fue vendida, luego abandonada, y por último, aislada de las otras casas de la calle. Sólo a mediados del reinado de Luis XIII, cierto italiano llamado Crópoli, escapado de las cocinas del mariscal de Ancre, había ido a establecerse en esta casa. En ella fundó una pequeña hostería, donde se servían unos macarrones de tal modo refinados, que la gente iba a comer a ella de muchas leguas a la redonda.

Lo ilustre de esta casa procedía de que la reina María de Médicis, prisionera en el castillo de los Estados, había mandado a buscarlos una vez.

Y eso aconteció, precisamente, el mismo día en que escapó por la famosa ventana. El plato de macarrones había quedado sobre la mesa, desflorado solamente por la boca real.

Este doble favor, de una estrangulación y de un plato de macarrones, había sugerido al pobre Crópoli la idea de nombrar a su hostería con un título pomposo.

Mas su cualidad de italiano no era una recomendación en aquellos tiempos; su poca fortuna, cuidadosamente guardada, no quería ponerse demasiado en evidencia.

Cuando se vio próximo a morir, lo cual aconteció en 1643, después de la muerte del Rey Luis XIII, llamó a su hijo, joven marmitón de las más bellas esperanzas, y con las lágrimas en los ojos le rogó que guardase bien el secreto de los macarrones, que afrancesase su nombre, que se casase con una francesa, y, en fin, que cuando el horizonte político se desembarazase de las nubes que le cubrían, se hiciese fraguar por el herrero vecino una magnífica muestra, en la cual un famoso pintor, que él indicó, dibujaría dos retratos de reina, con esta leyenda: LOS MÉDICIS.

El bueno de Crópoli, después de tales recomendaciones, sólo tuvo fuerza para indicar a su joven sucesor una chimenea, en cuya campana había escondido mil luises de diez francos, y expiró.

Crópoli hijo, que era hombre de energía, soportó esta pérdida con resignación y el lucro sin insolencia. Primero comenzó por acostumbrar al público a hacer pronunciar tan imperceptiblemente la i final de su nombre, que, ayudándole la general complacencia, no se llamó sino Cropole, nombre puramente francés.

Enseguida, casóse con una francesita de quien se había enamorado, y a cuyos padres arrancó una dote razonable, mostrándoles lo que había en la chimenea.

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