Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 193

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Pero tras conocer que hay un Dios, y a la vez que todo depende de El, y que no es falaz, y, en consecuencia, que todo lo que concibo con claridad y distinción no puede por menos de ser verdadero, entonces, aunque ya no piense en las razones por las que juzgué que esto era verdadero, con tal de que recuerde haberlo comprendido clara y distintamente, no se me puede presentar en contra ninguna razón que me haga ponerlo en duda, y así tengo de ello una ciencia verdadera y cierta. Y esta misma ciencia se extiende también a todas las demás cosas que recuerdo haber demostrado antes, como, por ejemplo, a las verdades de la geometría y otras semejantes; pues ¿qué podrá objetárseme para obligarme a ponerlas en duda? ¿Se me dirá que mi naturaleza es tal que estoy muy sujeto a equivocarme? Pero ya sé que no puedo engañarme en los juicios cuyas razones conozco con claridad. ¿Se me dirá que, en otro tiempo, he considerado verdaderas muchas cosas que luego he reconocido ser falsas? Pero no había conocido clara y distintamente ninguna de ellas, e ignorando aún esta regla que me asegura la verdad, había sido impelido a creerlas por razones que he reconocido después ser menos fuertes de lo que me había imaginado. ¿Qué otra cosa podrá oponérseme? ¿Acaso que estoy durmiendo (como yo mismo me había objetado anteriormente), o sea, que los pensamientos que ahora tengo no son más verdaderos que las ensoñaciones que imagino estando dormido? Pero aun cuando yo soñase, todo lo que se presenta a mi espíritu con evidencia es absolutamente verdadero.

Y así veo muy claramente que la certeza y verdad de toda ciencia dependen sólo del conocimiento del verdadero Dios; de manera que, antes de conocerlo, yo no podía saber con perfección cosa alguna. Y ahora que lo conozco, tengo el medio de adquirir una ciencia perfecta acerca de infinidad de cosas: y no sólo acerca de Dios mismo, sino también de la naturaleza corpórea, en cuanto que ésta es objeto de la pura matemática, que no se ocupa de la existencia del cuerpo.

MEDITACIÓN SEXTA

De la existencia de las cosas materiales, y de la distinción real entre el alma y el cuerpo

Sólo me queda por examinar si hay cosas materiales. Y ya sé que puede haberlas, al menos, en cuanto se las considera como objetos de la pura matemática, puesto que de tal suerte las concibo clara y distintamente. Pues no es dudoso que Dios pueda producir todas las cosas que soy capaz de concebir con distinción; y nunca he juzgado que le fuera imposible hacer una cosa, a no ser que ésta repugnase por completo a una concepción distinta. Además la facultad de imaginar que hay en mí, y que yo uso, según veo por experiencia, cuando me ocupo en la consideración de las cosas materiales, es capaz de convencerme de su existencia; pues cuando considero atentamente lo que sea la imaginación, hallo que no es sino cierta aplicación de la facultad cognoscitiva al cuerpo que le está íntimamente presente, y que, por tanto, existe.

Y para manifestar esto con mayor claridad, advertiré primero la diferencia que hay entre la imaginación y la pura intelección o concepción. Por ejemplo: cuando imagino un triángulo, no lo entiendo sólo como figura compuesta de tres líneas, sino que, además, considero esas tres líneas como presentes en mí, en virtud de la fuerza interior de mi espíritu: y a esto, propiamente, llamo *imaginar+. Si quiero pensar en un quiliógono, entiendo que es una figura de mil lados tan fácilmente como entiendo que un triángulo es una figura que consta de tres; pero no puedo imaginar los mil lados de un quiliógono como hago con los tres del triángulo, ni, por decirlo así, contemplarlos como presentes con los ojos de mi espíritu. Y si bien, siguiendo el hábito que tengo de usar siempre de mi imaginación, cuando pienso en las cosas corpóreas, es cierto que al concebir un quiliógono me represento confusamente cierta figura, es sin embargo evidente que dicha figura no es un quiliógono, puesto que en nada difiere de la que me representaría si pensase en un miríágono, o en cualquier otra figura de muchos lados, y de nada sirve para descubrir las propiedades por las que el quiliógono difiere de los demás polígonos. Mas si se trata de un pentágono, es bien cierto que puedo entender su figura, como la de un quiliógono, sin recurrir a la imaginación; pero también puedo imaginarla aplicando la fuerza de mi espíritu a sus cinco lados, y a un tiempo al espacio o área que encierran. Así conozco claramente que necesito, para imaginar, una peculiar tensión del ánimo, de la que no hago uso para entender o concebir; y esa peculiar tensión del ánimo muestra claramente la diferencia entre la imaginación y la pura intelección o concepción.

Advierto, además, que esta fuerza imaginativa que hay en mí, en cuanto que difiere de mi fuerza intelectiva, no es en modo alguno necesaria a mi naturaleza o esencia; pues, aunque yo careciese de ella, seguiría siendo sin duda el mismo que soy: de lo que parece que puede concluirse que depende de alguna cosa distinta de mí. Y concibo fácilmente que si existe algún cuerpo al que mi espíritu esté tan estrechamente unido que pueda, digámoslo así, mirarlo en su interior siempre que quiera, es posible que por medio de él imagine las cosas corpóreas. De suerte que esta manera de pensar difiere de la pura intelección en que el espíritu, cuando entiende o concibe, se vuelve en cierto modo sobre sí mismo, y considera alguna de las ideas que en sí tiene, mientras que, cuando imagina, se vuelve hacia el cuerpo y considera en éste algo que es conforme, o a una idea que el espíritu ha concebido por sí mismo, o a una idea que ha percibido por los sentidos. Digo que concibo fácilmente que la imaginación pueda formarse de este modo, si es cierto que hay cuerpos; y como no puedo encontrar otro camino para explicar cómo se forma, conjeturo que probablemente hay cuerpos; pero ello es sólo probable, y, por más que examino todo con mucho cuidado, no veo cómo puedo sacar, de esa idea distinta de la naturaleza corpórea que tengo en mi imaginación, argumento alguno que necesariamente concluya la existencia de un cuerpo.

Ahora bien: me he habituado a imaginar otras muchas cosas, además de esa naturaleza corpórea que es el objeto de la pura matemática, como son los colores, los sonidos, los sabores, el dolor y otras semejantes, si bien de un modo menos distinto. Y como percibo mucho mejor esas cosas por los sentidos, los cuales, junto con la memoria, parecen haberlas traído a mi imaginación, creo que, para examinarlas con mayor comodidad, bien estará que examine al propio tiempo qué sea sentir, y que vea si me es posible extraer alguna prueba cierta de la existencia de las cosas corpóreas, a partir de las ideas que recibo en mi espíritu mediante esa manera de pensar que llamo sentir.

Primeramente recordaré las cosas que, recibidas por los sentidos, tuve antes por verdaderas, y los fundamentos en que se apoyaba mi creencia; luego examinaré las razones que me han obligado, más tarde, a ponerlas en duda. Y, por último, consideraré lo que debo creer ahora.

Así pues, sentí primero que tenía una cabeza, manos, pies, y todos los demás miembros de que está compuesto este cuerpo que yo consideraba como una parte de mí mismo, y hasta –acaso- como el todo. Además, sentí que este cuerpo estaba colocado entre otros muchos, de los que podía recibir diversas ventajas e inconvenientes; y advertía las ventajas por cierto sentimiento de placer, y las desventajas por un sentimiento de dolor. Además de placer y dolor, sentía en mí también hambre, sed y otros apetitos similares, así como también ciertas inclinaciones corporales hacia la alegría, la tristeza, la cólera y otras pasiones. Y fuera de mí, además de la extensión, las figuras y los movimientos de los cuerpos, notaba en ellos dureza, calor, y demás cualidades perceptibles por el tacto. Asimismo, sentía la luz, los colores, olores, sabores y sonidos, cuya variedad me servía para distinguir el cielo, la tierra, el mar, y, en general, todos los demás cuerpos entre sí.

Y no me faltaba razón, por cierto, cuando, al considerar las ideas de todas esas cualidades que se ofrecían a mi pensamiento, y que eran las únicas que yo sentía propia e inmediatamente, creía sentir cosas completamente distintas de ese pensamiento mío, a saber: unos cuerpos de donde procedían tales ideas. Pues yo experimentaba que éstas se presentaban sin pedirme permiso, de tal manera que yo no podía sentir objeto alguno, por mucho que quisiera, si éste no se hallaba presente al órgano de uno de mis sentidos; y, si se hallaba presente, tampoco estaba en mí poder no sentirlo.

Y puesto que las ideas que yo recibía por medio de los sentidos eran mucho más vívidas, expresas, y hasta más distintas -a su manera- que las que yo mismo podía fingir meditando, o las que encontraba impresas en mi memoria, parecía entonces que aquéllas no podían provenir de mi espíritu: así que era necesario que algunas otras cosas las causaran en mí. Y no teniendo de dichas cosas otro conocimiento que el que me suministraban esas mismas ideas, por fuerza tenía que dar en pensar que las primeras se asemejaban a las segundas.

Y como recordaba, asimismo, que había usado de los sentidos antes que de la razón, y reconocía que las ideas que yo formaba por mí mismo no sólo eran menos expresas que las recibidas por medio de los sentidos, sino que las más de las veces estaban incluso compuestas de partes procedentes de estas últimas, me persuadía con facilidad de que no tenía en el entendimiento idea alguna que antes no hubiera tenido en el sentido

Tampoco me faltaba razón para creer que este cuerpo (al que por cierto derecho especial llamaba *mío+) me pertenecía más propia y estrictamente que otro cuerpo cualquiera. Pues, en efecto, yo no podía separarme nunca de él como de los demás cuerpos; en él y por él sentía todos mis apetitos y afecciones; y era en su partes -y no en las de otros cuerpos de él separados- donde advertía yo los sentimientos de placer y de dolor.

Mas cuando examinaba por qué a cierta sensación de dolor sigue en el espíritu la tristeza, y la alegría a la sensación de placer, o bien por qué cierta excitación del estómago, que llamo hambre, nos produce ganas de comer, y la sequedad de garganta nos da ganas de beber, no podía dar razones de ello, a no ser que la naturaleza así me lo enseñaba; pues no hay, ciertamente, afinidad ni relación algunas (al menos, a lo que entiendo) entre la excitación del estómago y el deseo de comer, como tampoco entre la sensación de la cosa que origina dolor y el pensamiento de tristeza que dicha sensación produce. Y, del mismo modo, me parecía haber aprendido de la naturaleza todas las demás cosas que juzgaba tocante a los objetos de mis sentidos, pues advertía que los juicios que acerca de esos objetos solía hacer se formaban en mí antes de tener yo tiempo de considerar y sopesar las razones que pudieran obligarme a hacerlos.

Más tarde, diversas experiencias han ido demoliendo el crédito que había otorgado a mis sentidos. Pues muchas veces he observado que una torre, que de lejos me había parecido redonda, de cerca aparecía cuadrada, y que estatuas enormes, levantadas en lo más alto de esas torres, me parecían pequeñas, vistas desde abajo. Y así, en otras muchas ocasiones, he encontrado erróneos los juicios fundados sobre los sentidos externos. Y no sólo sobre los externos, sino aun sobre los internos; pues ¿hay cosa más íntima o interna que el dolor? Y, sin embargo, me dijeron hace tiempo algunas personas a quienes habían cortado brazos o piernas, que les parecía sentir a veces dolor en la parte cortada; ello me hizo pensar que no podía tampoco estar seguro de que algún miembro me doliese, aunque sintiese dolor en él.

A estas razones para dudar añadí más tarde otras dos muy generales. La primera: que todo lo que he creído sentir estando despierto, puedo también creer que lo siento estando dormido; y como no creo que las cosas que me parece sentir, cuando duermo, procedan de objetos que estén fuera de mí, no veía por qué habría de dar más crédito a las que me parece sentir cuando estoy despierto. Y la segunda: que no conociendo aún -o más bien fingiendo no conocer- al autor de mi ser, nada me parecía oponerse a que yo estuviera por naturaleza constituido de tal modo que me engañase hasta en las cosas que me parecían más verdaderas.

Y en cuanto a las razones que me habían antes persuadido de la verdad de las cosas sensibles, no me costó gran trabajo refutarlas. Pues como la naturaleza parecía conducirme a muchas cosas de que la razón me apartaba, juzgué que no debía confiar mucho en las enseñanzas de esa naturaleza. Y aunque las ideas que recibo por los sentidos no dependieran de mi voluntad, no pensé que de ello debiera concluirse que procedían de cosas diferentes de mí mismo, puesto que acaso pueda hallarse en mí cierta facultad (bien que desconocida para mí hasta hoy) que sea su causa y las produzca.

Ahora, empero, como ya empiezo a conocerme mejor, y a descubrir con más claridad al autor de mi origen, ciertamente sigo sin pensar que deba admitir, temerariamente, todas las cosas que los sentidos parecen enseñarnos, pero tampoco creo que tenga que dudar de todas ellas en general.

En primer lugar, puesto que ya sé que todas las cosas que concibo clara y distintamente pueden ser producidas por Dios tal y como las concibo, me basta con poder concebir clara y distintamente una cosa sin otra, para estar seguro de que la una es diferente de la otra, ya que, al menos en virtud de la omnipotencia de Dios, pueden darse separadamente, y entonces ya no importa cuál sea la potencia que produzca esa separación, para que me sea forzoso estimarlas como diferentes. Por lo tanto, como sé de cierto que existo, y, sin embargo, no advierto que convenga necesariamente a mi naturaleza o esencia otra cosa que ser cosa pensante, concluyo rectamente que mi esencia consiste sólo en ser una cosa que piensa, o una substancia cuya esencia o naturaleza toda consiste sólo en pensar. Y aunque acaso (o mejor, con toda seguridad, como diré en seguida) tengo un cuerpo al que estoy estrechamente unido, con todo, puesto que, por una parte, tengo una idea clara y distinta de mí mismo, en cuanto que yo soy sólo una cosa que piensa -y no extensa-, y, por otra parte, tengo una idea distinta del cuerpo, en cuanto que él es sólo una cosa extensa -y no pensante-, es cierto entonces que ese yo (es decir, mi alma, por la cual soy lo que soy), es enteramente distinto de mi cuerpo, y que puede existir sin él.

Además, encuentro en mí ciertas facultades de pensar especiales, y distintas de mí, como las de imaginar y sentir, sin las cuales puedo muy bien concebirme por completo, clara y distintamente, pero, en cambio, ellas no pueden concebirse sin mí, es decir, sin una substancia inteligente en la que están ínsitas. Pues la noción que tenemos de dichas facultades, o sea (para hablar en términos de la escuela), su concepto formal, incluye de algún modo la intelección: por donde concibo que las tales son distintas de mí; así como las figuras, los movimientos, y demás modos o accidentes de los cuerpos, son distintos de los cuerpos mismos que los soportan.

También reconozco haber en mí otras facultades, como cambiar de sitio, de postura, y otras semejantes, que como las precedentes, tampoco pueden concebirse sin alguna substancia en la que estén ínsitas, ni, por consiguiente, pueden existir sin ella; pero es evidente que tales facultades, si en verdad existen, deben estar ínsitas en una substancia corpórea, o sea, extensa, y no en una substancia inteligente, puesto que en su concepto claro y distinto está contenida de algún modo la extensión, pero no la intelección. Hay, además, en mí cierta facultad pasiva de sentir, esto es, de recibir y reconocer las ideas de las cosas sensibles; pero esa facultad me sería inútil y ningún uso podría hacer de ella, si no hubiese, en mí o en algún otro, una facultad activa, capaz de formar y producir dichas ideas. Ahora bien: esta facultad activa no puede estar en mí en tanto que yo no soy más que una cosa que piensa, pues no presupone mi pensamiento, y además aquellas ideas se me representan a menudo sin que yo contribuya en modo alguno a ello, y hasta a despecho de mi voluntad; por lo tanto, debe estar necesariamente en una substancia distinta de mí mismo, en la cual esté contenida formal o eminentemente (como he observado más arriba) toda la realidad que está objetivamente en las ideas que dicha facultad produce. Y esa substancia será, o bien un cuerpo (es decir, una naturaleza corpórea, en la que está contenido formal y efectivamente todo lo que está en las ideas objetivamente o por representación), o bien Dios mismo, o alguna otra criatura más noble que el cuerpo, en donde esté contenido eminentemente eso mismo.

Pues bien: no siendo Dios falaz, es del todo manifiesto que no me envía esas ideas inmediatamente por sí mismo, ni tampoco por la mediación de alguna criatura, en la cual la realidad de dichas ideas no esté contenida formalmente, sino sólo eminentemente. Pues, no habiéndome dado ninguna facultad para conocer que eso es así (sino, por el contrario, una fortísima inclinación a creer que las ideas me son enviadas por las cosas corpóreas), mal se entendería cómo puede no ser falaz, si en efecto esas ideas fuesen producidas por otras causas diversas de las cosas corpóreas. Y, por lo tanto, debe reconocerse que existen cosas corpóreas.

Sin embargo, acaso no sean tal y como las percibimos por medio de los sentidos, pues este modo de percibir es a menudo oscuro y confuso; empero, hay que reconocer, al menos, que todas las cosas que entiendo con claridad y distinción, es decir -hablando en general-, todas las cosas que son objeto de la geometría especulativa, están realmente en los cuerpos. Y por lo que atañe a las demás cosas que, o bien son sólo particulares (por ejemplo, que el sol tenga tal tamaño y tal figura), o bien son concebidas con menor claridad y distinción (como la luz, el sonido, el dolor, y otras semejantes), es verdad que, aun siendo muy dudosas e inciertas, con todo eso, creo poder concluir que poseo los medios para conocerlas con certeza, supuesto que Dios no es falaz, y que, por consiguiente, no ha podido ocurrir que exista alguna falsedad en mis opiniones sin que me haya sido otorgada a la vez alguna facultad para corregirla.

Y, en primer lugar, no es dudoso que algo de verdad hay en todo lo que la naturaleza me enseña, pues por *naturaleza+, considerada en general, no entiendo ahora otra cosa que Dios mismo, o el orden dispuesto por Dios en las cosas creadas, y por mi naturaleza, en particular, no entiendo otra cosa que la ordenada trabazón que en mí guardan todas las cosas que Dios me ha otorgado.

Pues bien: lo que esa naturaleza me enseña más expresamente es que tengo un cuerpo, que se halla indispuesto cuando siento dolor, y que necesita comer o beber cuando siento hambre o sed, etcétera. Y, por tanto, no debo dudar de que hay en ello algo de verdad.

Me enseña también la naturaleza, mediante esas sensaciones de dolor, hambre, sed, etcétera, que yo no sólo estoy en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que estoy tan íntimamente unido y como mezclado con él, que es como si formásemos una sola cosa. Pues si ello no fuera así, no sentiría yo dolor cuando mi cuerpo está herido, pues no soy sino una cosa que piensa, y percibiría esa herida con el solo entendimiento, como un piloto percibe, por medio de la vista, que algo se rompe en su nave; y cuando mi cuerpo necesita beber o comer, lo entendería yo sin más, no avisándome de ello sensaciones confusas de hambre y sed. Pues, en efecto, tales sentimientos de hambre, sed, dolor, etcétera, no son sino ciertos modos confusos de pensar, nacidos de esa unión y especie de mezcla del espíritu con el cuerpo, y dependientes de ella.

Además de esto, la naturaleza me enseña que existen otros cuerpos en torno al mío, de los que debo perseguir algunos, y evitar otros. Y, ciertamente, en virtud de sentir yo diferentes especies de colores, olores, sabores, sonidos, calor, dureza, etcétera, concluyo con razón que, en los cuerpos de donde proceden tales diversas percepciones de los sentidos, existen las correspondientes diversidades, aunque acaso no haya semejanza entre éstas y aquéllas. Asimismo, por serme agradables algunas de esas percepciones, y otras desagradables, infiero con certeza que mi cuerpo (o, por mejor decir, yo mismo, en cuanto que estoy compuesto de cuerpo y alma) puede recibir ventajas e inconvenientes varios de los demás cuerpos que lo circundan.

Empero, hay otras muchas cosas que parece haberme enseñado la naturaleza, y que no he recibido en realidad de ella, sino que se han introducido en mi espíritu por obra de cierto hábito que me lleva a juzgar desconsideradamente, y así puede muy bien suceder que contengan alguna falsedad. Como ocurre, por ejemplo, con la opinión de que está vacío todo espacio en el que nada hay que se mueva e impresione mis sentidos; o la de que en un cuerpo caliente hay algo semejante a la idea de calor que yo tengo; o que hay en un cuerpo blanco o negro la misma blancura o negrura que yo percibo: o que en un cuerpo amargo o dulce hay el mismo gusto o sabor, y así sucesivamente; o que los astros, las torres y, en general, todos los cuerpos lejanos, tienen la misma figura y el mismo tamaño que aparentan de lejos, etcétera.

Así pues, a fin de que en todo esto no haya nada que no esté concebido con distinción, debo definir con todo cuidado lo que propiamente entiendo cuando digo que la naturaleza me enseña algo. Pues tomo aquí naturaleza en un sentido más estricto que cuando digo que es la reunión de todas las cosas que Dios me ha dado, ya que esa reunión abarca muchas cosas que pertenecen sólo al espíritu (así por ejemplo, la noción verdadera de que lo ya hecho no puede no haber sido hecho, y muchas otras semejantes, que conozco por la luz natural sin ayuda del cuerpo), y otras que sólo pertenecen al cuerpo, y que tampoco caen aquí bajo el nombre de naturaleza (como la cualidad que tiene el cuerpo de ser pesado, y otras tales, a las que tampoco me refiero ahora). Hablo aquí sólo de las cosas que Dios me ha dado, en cuanto que estoy compuesto de espíritu y cuerpo. Pues bien: esa naturaleza me enseña a evitar lo que me causa sensación de dolor, y a procurar lo que me comunica alguna sensación de placer; pero no veo que, además de ello, me enseñe que de tales diferentes percepciones de los sentidos debamos nunca inferir algo tocante a las cosas que están fuera de nosotros, sin que el entendimiento las examine cuidadosamente antes. Pues, en mi parecer, pertenece al solo espíritu, y no al compuesto de espíritu y cuerpo, conocer la verdad acerca de esas cosas.

Y así, aunque una estrella no impresione mi vista más que la luz de una vela, no hay en mí inclinación natural alguna a creer que la estrella no es mayor que esa llama, aunque así lo haya juzgado desde mis primeros años, sin ningún fundamento racional. Y aunque al aproximarme al fuego siento calor, e incluso dolor si me aproximo algo más, no hay con todo razón alguna que pueda persuadirme de que hay en el fuego algo semejante a ese calor, ni tampoco a ese dolor; sólo tengo razones para creer que en él hay algo, sea lo que sea, que excita en mí tales sensaciones de calor o dolor.

Igualmente, aunque haya espacios en los que no encuentro nada que excite y mueva mis sentidos, no debo concluir de ello que esos espacios no contengan cuerpo alguno, sino que veo que, en ésta como en muchas otras cosas semejantes, me he acostumbrado a pervertir y confundir el orden de la naturaleza. Porque esas sensaciones que no me han sido dadas sino para significar a mi espíritu qué cosas convienen o dañan al compuesto de que forma parte, y que en esa medida son lo bastante claras y distintas, las uso, sin embargo, como si fuesen reglas muy ciertas para conocer inmediatamente la esencia y naturaleza de los cuerpos que están fuera de mí, siendo así que acerca de esto nada pueden enseñarme que no sea muy oscuro y confuso.

Pero ya he examinado antes suficientemente cómo puede ocurrir que, pese a la suprema bondad de Dios, haya falsedad en mis juicios. Queda aquí, empero, una dificultad tocante a las cosas que la naturaleza me enseña que debo perseguir o evitar, así como a los sentimientos interiores que ha puesto en mí, pues me parece haber advertido a veces algún error en ello, de manera que mi naturaleza resulta engañarme directamente. Así, por ejemplo: cuando el agradable sabor de algún manjar emponzoñado me incita a tomar el veneno oculto, y, por consiguiente, me engaña. Cierto es, con todo, que en tal caso mi naturaleza pudiera ser disculpada, pues me lleva sólo a desear el manjar de agradable sabor, y no el veneno, que le es desconocido; de suerte que nada puedo inferir de esto, sino que mi naturaleza no conoce universalmente todas las cosas: y no hay en ello motivo de extrañeza, pues, siendo finita la naturaleza del hombre, su conocimiento no puede dejar de ser limitado.

Pero también nos engañamos a menudo en cosas a que nos compele directamente la naturaleza, como sucede con los enfermos que desean beber o comer lo que puede serles dañoso. Se dirá, acaso, que la causa de que los tales se engañen es la corrupción de su naturaleza, mas ello no quita la dificultad, pues no es menos realmente criatura de Dios un hombre enfermo que uno del todo sano, y, por lo tanto, no menos repugna a la bondad de Dios que sea engañosa la naturaleza del enfermo, de lo que le repugna que lo sea la del sano. Y así como un reloj, compuesto de ruedas y pesas, observa igualmente las leyes de la naturaleza cuando está mal hecho y no señala bien la hora, y cuando satisface por entero el designio del artífice, así también, si considero el cuerpo humano como una máquina fabricada y compuesta de huesos, nervios, músculos, venas, sangre y piel, y ello de modo tal que, aun cuando no hubiera en él espíritu alguno, se movería igual que ahora lo hace cuando su movimiento no procede de la voluntad, ni por ende del espíritu, y sí sólo de la disposición de sus órganos, entonces, así considerado, conozco muy bien que tan natural le sería a ese cuerpo -si, por ejemplo, sufre de hidropesía- padecer la sequedad de garganta que suele transmitir al espíritu la sensación de sed, y disponer sus nervios y demás partes del modo requerido para beber, y, de esa suerte, aumentar su padecimiento y dañarse a sí mismo, como le es natural, no sufriendo indisposición alguna, que una sequedad de garganta semejante le impulse a beber por pura conveniencia. Y aunque, pensando en el uso a que el reloj está destinado, pueda yo decir que se aparta de su naturaleza cuando no señala bien la hora, y asimismo, considerando la máquina del cuerpo humano por respecto de sus movimientos habituales, tenga yo motivo de creer que se aparta de su naturaleza cuando su garganta está seca y el beber perjudica su conservación, con todo ello, reconozco que esta acepción de naturaleza es muy diferente de la anterior. Pues aquí no es sino una mera denominación que depende por completo de mi pensamiento, el cual compara un hombre enfermo y un reloj mal hecho con la idea que tengo de un hombre sano y un reloj bien hecho, cuya denominación es extrínseca por respecto de la cosa a la que se aplica, y no mienta nada que se halle en dicha cosa; mientras que, muy al contrario, la otra acepción de naturaleza se refiere a algo que se encuentra realmente en las cosas, y que, por tanto, no deja de tener algo de verdad.

Y es cierto que, aunque por respecto del cuerpo hidrópico digamos que su naturaleza está corrompida sólo en virtud de una denominación extrínseca (cuando decimos eso porque tiene la garganta seca y, sin embargo, no necesita beber), con todo, atendiendo al compuesto entero, o sea, al espíritu unido al cuerpo, no se trata de una mera denominación, sino de un verdadero error de la naturaleza, pues tiene sed cuando le es muy nocivo beber; y, por lo tanto, falta por examinar cómo la bondad de Dios no impide que la naturaleza, así entendida, sea falaz.

Advierto, al principio de dicho examen, que hay gran diferencia entre el espíritu y el cuerpo; pues el cuerpo es siempre divisible por naturaleza, y el espíritu es enteramente indivisible. En efecto: cuando considero mi espíritu, o sea, a mí mismo en cuanto que soy sólo una cosa pensante, no puedo distinguir en mí partes, sino que me entiendo como una cosa sola y enteriza. Y aunque el espíritu todo parece estar unido al cuerpo todo, sin embargo, cuando se separa de mi cuerpo un pie, un brazo, o alguna otra parte, sé que no por ello se le quita algo a mi espíritu. Y no pueden llamarse partes del espíritu las facultades de querer, sentir, concebir, etc., pues un solo y mismo espíritu es quien quiere, siente, concibe, etc. Mas ocurre lo contrario en las cosas corpóreas o extensas, pues no hay ninguna que mi espíritu no pueda dividir fácilmente en varias partes, y, por consiguiente, no hay ninguna que pueda entenderse como indivisible. Lo cual bastaría para enseñarme que el espíritu es por completo diferente del cuerpo, sí no lo supiera ya de antes.

Advierto también que el espíritu no recibe inmediatamente la impresión de todas las partes del cuerpo, sino sólo del cerebro, o acaso mejor, de una de sus partes más pequeñas, a saber, de aquella en que se ejercita esa facultad que llaman sentido común, la cual, siempre que está dispuesta de un mismo modo, hace sentir al espíritu una misma cosa, aunque las demás partes del cuerpo, entretanto, puedan estar dispuestas de maneras distintas, como lo prueban innumerables experiencias, que no es preciso referir aquí.

Advierto, además, que la naturaleza del cuerpo es tal, que, si alguna de sus partes puede ser movida por otra parte un poco alejada, podrá serlo también por las partes que hay entre las dos, aun cuando aquella parte más alejada no actúe. Así, por ejemplo, dada una cuerda tensa A B C D, si se tira, desplazándola, de la última parte D la primera, A, se moverá del mismo modo que lo haría si se tirase de una de las partes intermedias, B o C, y la última, D, permaneciese inmóvil. De manera semejante, cuando siento dolor en un pie, la física me enseña que esa sensación se comunica mediante los nervios esparcidos por el pie, que son como cuerdas tirantes que van de allí al cerebro, de modo que cuando se tira de ellos en el pie, tiran ellos a su vez de la parte del cerebro de donde salen y a la que vuelven, excitando en ella cierto movimiento, establecido por la naturaleza para que el espíritu sienta el dolor como si éste estuviera en el pie. Pero como dichos nervios tienen que pasar por la pierna, el muslo, los riñones, la espalda y el cuello, hasta llegar al cerebro, puede suceder que, no moviéndose sus partes extremas -que están en el pie-, sino sólo alguna de las intermedias, ello provoque en el cerebro los mismos movimientos que excitaría en él una herida del pie; y, por lo tanto, el espíritu sentirá necesariamente en el pie el mismo dolor que si hubiera recibido una herida. Y lo mismo cabe decir de las demás percepciones de nuestros sentidos.

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