Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 185

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Yo me incliné y dejé que Betteredge le enseñara su habitación. Este último me dirigió al partir una última mirada que quería significar, tal como si lo hubiera expresado con idéntico número de palabras: «Acaba usted de hallar la horma de su zapato, Mr. Jennings…; su nombre es Mr. Bruff.»

Se hacía necesario ahora salir al encuentro de las dos damas. Descendí la escalera —un tanto nervioso, lo confieso— en dirección del gabinete de Miss Verinder.

La mujer del jardinero (a quien se le encomendó la misión de acomodar a las señoras) me salió al encuentro en el corredor del primer piso. Esta excelente mujer me trata con excesiva urbanidad, la cual no es más que el fruto evidente del terror que le inspiro. Me clava su mirada, tiembla y me hace reverencias en cuanto le dirijo la palabra. Al preguntarle por Miss Verinder clavó de nuevo en mí su mirada, se puso a temblar y me hubiera sin duda hecho alguna reverencia en seguida si no hubiese sido porque la propia Miss Verinder dio un corte brusco a la misma al abrir súbitamente la puerta de su gabinete.

—¿Es usted, Mr. Jennings? —preguntó.

Antes de que hubiera tenido yo tiempo de responderle, salió del cuarto con paso vivo para venir a hablarme en el corredor. Nos encontramos bajo la luz de una lámpara sostenida por un soporte. En cuanto me vio, Miss Verinder se detuvo, vacilante. Se recobró instantáneamente, enrojeció por un instante y luego, con encantadora franqueza, me tendió su mano.

—No puedo tratarlo como a un desconocido, Mr. Jennings —me dijo—. ¡Oh, si supiera usted lo feliz que me han hecho sus cartas!

Dirigió hacia mi horrible rostro rugoso una brillante mirada de gratitud; cosa tan desusada en mi experiencia con mis semejantes, que me hallé perplejo en cuanto a la respuesta que debía darle. No me hallaba absolutamente preparado para afrontar su bondad y su belleza. La miseria de innumerables años no ha llegado a endurecer, gracias a Dios, mi corazón. Me mostré ante ella tan atolondrado y tímido como un mozalbete que no ha llegado aún a los diecinueve años.

—¿Dónde está él ahora? —me preguntó, dando libre curso a lo que más le interesaba: Mr. Blake—. ¿Qué está haciendo ahora? ¿Ha hablado de mí? ¿Se halla de buen humor? ¿Qué tal lo ha impresionado la casa luego de lo ocurrido durante el último año? ¿Cuándo le dará usted el láudano? ¿Podré hallarme presente cuando lo vierta usted en la botella? ¡Estoy tan excitada y es tanta mi curiosidad!… Tengo que decirle a usted diez mil cosas, pero como se amontonan todas a la vez en mi cabeza, no sé con cuál empezar. ¿Le asombra a usted la curiosidad que siento por esto?

—No —le respondí—. Me atrevo a decir que la justifico enteramente.

Ella se encontraba más allá de cualquier mezquina y falsa exteriorización de azoramiento. Y me respondió como si hubiera yo sido su hermano o su padre.

—Me ha liberado usted de una desdicha indecible; me ha hecho usted revivir. ¿Cómo podría ser yo tan desgraciada como para ocultarle cualquier cosa a usted? Lo amo a él —me dijo simplemente—; lo he amado en todo instante…, aun cuando fui injusta con él en mis pensamientos, aun cuando le dije las más crueles y duras palabras. ¿Servirá eso para justificarme? Confío que sí… Mucho me temo que ésa sea mi única justificación. Cuando mañana él se entere de que estoy en la casa, ¿cree usted…?

Se detuvo otra vez y me miró muy ansiosa.

—Cuando mañana él se entere de ello —le dije—, creo que debiera usted únicamente decirle lo que me acaba de decir a mí.

Su rostro volvió a encenderse; dio un paso más hacia mí. Sus dedos se pusieron a jugar nerviosamente con una flor que yo había cortado en el jardín y puesto en el ojal de la solapa de mi chaqueta.

—Usted lo ha estado viendo a menudo últimamente —me dijo—. ¿Ha podido usted percibir, verdadera y realmente, tal cosa?

—Verdadera y realmente —le respondí—. Y estoy completamente seguro de lo que habrá de acaecer mañana. Ojalá pudiera estarlo en la misma medida respecto de lo que ocurrirá esta noche.

A esta altura de la conversación fuimos interrumpidos por Betteredge, quien apareció con la bandeja del té. En tanto pasaba a mi lado en dirección al gabinete, me dirigió una nueva y expresiva mirada. « ¡Ay!, ¡ay!, golpee ahora que el hierro está en ascua. La horma de su zapato, Mr. Jennings, está arriba…, ¡la horma está arriba!»

Lo seguimos dentro de la habitación. Una dama anciana y pequeña, muy elegantemente vestida, que se hallaba en un rincón, abismada en la tarea de bordar una tela, dejó caer su labor sobre el regazo y profirió un breve y amortiguado grito, al ver por primera vez mi piel gitana y mi cabello blanquinegro.

—Mrs. Merridew —dijo Miss Verinder—, éste es Mr. Jennings.

—Le ruego a Mr. Jennings que me perdone —dijo la vieja dama mirando a Miss Verinder y hablándome a mí—. Los viajes en ferrocarril me ponen siempre nerviosa. Me estoy esforzando por aquietar mi mente con esta labor cotidiana. Ignoro si mi bordado se halla fuera de lugar en tan extraordinaria ocasión. Si Mr. Jennings considera que dificulta sus planes médicos, lo abandonaré, naturalmente, muy gustosa.

Yo me apresuré a aprobar la presencia del bordado exactamente de la misma manera en que había aprobado la ausencia del buharro reventado y del ala de Cupido. Mrs. Merridew hizo un esfuerzo —un encomiable esfuerzo— para dirigir la vista hacia mi cabellera. ¡No!, no podía ser. Mrs. Merridew volvió a mirar a Miss Verinder.

—Si Mr. Jennings me lo permitiera —prosiguió la vieja dama—, me agradaría solicitarle un favor. Mr. Jennings se halla a punto de llevar a cabo un experimento científico. Cuando yo era muchacha asistía habitualmente a los experimentos científicos efectuados en la escuela, los cuales terminaban invariablemente con una explosión. Me agradaría por eso que Mr. Jennings fuera tan amable como para advertirme a tiempo esta vez. Y me agradaría también que la prueba tuviera lugar antes de que me fuese yo a la cama.

Yo intenté asegurarle a Mrs. Merridew que el programa, en esta oportunidad, no incluía explosión alguna.

—No —dijo la anciana—. Le estoy muy agradecida a Mr. Jennings… Sé que me está engañando por mi propio bien. Pero prefiero que me hable claramente. Estoy completamente resignada a escuchar la explosión…, sólo que deseo que, de ser posible, ocurra ésta antes de que yo me vaya a la cama.

En ese mismo instante se abrió la puerta y Mrs. Merridew profirió otro apagado alarido. ¿La explosión? No, simplemente Betteredge.

—Usted dispense, Mr. Jennings —dijo Betteredge, de la manera más esforzadamente íntima que le fue posible utilizar—. Mr. Franklin desea saber dónde se halla usted. Teniendo en cuenta que me ha ordenado usted engañarlo respecto a la presencia de mi joven ama en la casa, le he contestado que no lo sabía. Esto, según tendrá usted a bien reconocer, es una mentira. Hallándome, como me hallo, señor, con un pie sobre la tumba, cuantas menos mentiras me exija usted, más agradecido le estaré en el momento en que mi conciencia me llame a rendir cuentas y haya llegado mi hora.

Demasiado urgía el tiempo para malgastarlo, aunque sólo hubiera sido un breve instante, en reflexiones sobre esa cuestión puramente especulativa que tenía por base a la conciencia de Betteredge. Mr. Blake habría de lanzarse en mi busca, a menos que fuera yo a verlo en su cuarto. Miss Verinder me siguió cuando salí al corredor.

—Parece que todos se han confabulado en contra de usted —me dijo—. ¿Qué quiere decir esto?

—Se trata de la protesta habitual del mundo, Miss Verinder en una escala muy ínfima, contra todo lo que es nuevo.

—¿Qué haremos con Mrs. Merridew?

—Dígale que la explosión ocurrirá mañana a las nueve de la mañana.

—¿Para que se vaya a dormir?

—Sí…, para que se vaya a dormir.

Miss Verinder regresó a su gabinete y yo ascendí por la escalera para ir al cuarto de Mr. Blake.

Ante mi sorpresa lo hallé solo, paseándose inquieto por su cuarto y un tanto irritado por haber sido librado a sí mismo.

—¿Dónde está Mr. Bruff? —le pregunté:

El señaló la puerta cerrada que comunicaba con el cuarto contiguo. Mr. Bruff había estado con él un instante; pretendió renovar sus protestas en contra de nuestro experimento y había fracasado una vez más, sin producir la menor impresión en el ánimo de Mr. Blake. Luego de esto, el abogado buscó refugio en una cartera de cuero negro henchida hasta reventar de documentos profesionales. «Los trabajos serios de la vida —admitió— se hallaban enteramente fuera de lugar en esa oportunidad. Pero los trabajos serios de la vida debían ser, a pesar de ello, continuados. Quizá Mr. Blake sería tan amable como para tolerar los hábitos anticuados de un hombre práctico. El tiempo es oro…, y en lo que concernía a Mr. Jennings, podía tener la completa seguridad de que Mr. Bruff se pondría de inmediato a su disposición en cuanto fuera llamado.»

Con una excusa había regresado el abogado a su habitación, sumergiendo obstinadamente su atención en el interior de su negra cartera.

Yo me acordé del bordado de Mrs. Merridew y de la conciencia de Betteredge. Existe una maravillosa similitud entre las facetas sólidas del carácter de un inglés y las de otro inglés…, como así también una semejanza maravillosa entre las expresiones básicas del rostro de un inglés y las de otro inglés.

—¿Cuándo me dará usted el láudano? —me preguntó Mr. Blake de manera impaciente.

—Tendrá usted que aguardar un poco más —le dije—. Me quedaré aquí para hacerle compañía hasta que llegue la hora.

No eran aún las diez. Las previas indagaciones que había yo efectuado ante Betteredge y Mr. Blake me llevaron a la conclusión de que Mr. Candy le había administrado a aquél la dosis de láudano después de las once de la noche. Resolví, en consecuencia, no administrarle esta segunda dosis antes de esa hora.

Conversamos durante un momento; pero ninguno de los dos dejó de sentirse preocupado por las cercanas ordalías. Nuestra conversación languideció pronto…, y decayó luego totalmente. Mr. Blake volvió a hojear perezosamente los volúmenes que se hallaban sobre la mesa de su alcoba. El guardián; el Tatter; La Pamela, de Richardson; El hombre sensible, de Mackenzie; El Lorenzo de Médicis, de Roscoe, y el Carlos V, de Robertson…; todas ellas obras clásicas, todas (naturalmente) inmensamente superiores a cualquier obra aparecida posteriormente y todas también (según mi actual punto de vista) poseedoras del gran mérito de no encadenar la voluntad del lector ni de excitar el cerebro de nadie. Dejo a Mr. Blake librado a la apaciguadora influencia de esa literatura ejemplar y me dedico, por mi parte, a registrar esta nota en mi Diario.

Mi reloj me anuncia que son cerca de las once. Deberé cerrar estas páginas una vez más.

Dos de la mañana.

El experimento ya se ha realizado, con el resultado que pasaré a describir.

A las once de la noche hice sonar la campanilla en demanda de Betteredge y le comuniqué a Mr. Blake, por fin, que debía prepararse para ir a la cama.

Me asomé a la ventana para contemplar la noche. Era una noche tranquila y lluviosa, similar en tal sentido a la noche del cumpleaños…, el veintiuno de junio del año anterior. Aunque confieso que no creo en los augurios, resultaba confortante, al menos, no hallar ningún influjo nervioso —perturbaciones eléctricas o signos de tormenta— en la atmósfera. Betteredge se aproximó a la ventana y depositó misteriosamente un trozo de papel en mi mano. En él se hallaban escritas las siguientes líneas:

«Mrs. Merridew se ha ido a la cama segura de que la explosión ocurrirá mañana a las nueve de la mañana y de que habré yo de permanecer en este sitio en la casa hasta que ella venga a libertarme. No tiene la más remota idea de que el experimento habrá de efectuarse en mi gabinete…, de lo contrario hubiera permanecido en él toda la noche. Estoy sola y muy excitada. Le ruego me deje ver cómo vierte usted el láudano; necesito ocuparme en algo, aunque no sea más que en el carácter de mera espectadora.» —R.V.

Seguí en pos de Betteredge fuera del cuarto y le dije que llevara el botiquín al gabinete de Miss Verinder.

La orden lo tomó, al parecer, enteramente de sorpresa. ¡Me miró como si sospechara que yo albergaba algún oculto designio médico respecto de Miss Verinder!

—¿Me atreveré a preguntarle —me dijo— qué tiene que ver el botiquín con la persona de mi joven ama?

—Quédese en el gabinete y lo sabrá.

Betteredge pareció dudar de su propia habilidad para controlarme de manera efectiva en esta ocasión en que un botiquín se hallaba incluido en mis actividades.

—¿Objetará usted la intervención, señor —me preguntó—, de Mr. Bruff en esta fase del asunto?

—¡Al contrario! Le pediré en seguida a Mr. Bruff que me acompañe abajo.

Betteredge se alejó para ir en busca del botiquín, sin agregar una sola palabra. Yo regresé al cuarto de Mr. Blake y golpeé en la puerta del cuarto contiguo, Mr. Bruff la abrió y apareció ante mí con sus papeles en la mano…, sumergido en la Ley, impermeable a la influencia de la Medicina.

—Lamento tener que molestarlo —le dije—. Pero voy a preparar el láudano para Mr. Blake; vengo a solicitarle que se halle presente en el momento en que lo haga.

—¿Sí? —me dijo Mr. Bruff, con las nueve décimas partes de su atención concentradas en sus papeles y una sola décima dedicada de mala gana a mi persona—. ¿Tiene algo más que decirme?

—Tengo que molestarlo para pedirle que regrese a este lugar conmigo y vea cómo le administro la dosis a Mr. Blake.

—¿Tiene algo más que decirme?

—Una última cosa. Me veo en la obligación de molestarlo para pedirle que se quede en el cuarto de Mr. Blake y permanezca a la espera de lo que pueda ocurrir.

—¡Oh, muy bien! —dijo Mr. Bruff—. Que sea en mi cuarto o en el de Mr. Blake…, lo mismo da; puedo proseguir con mi trabajo en cualquier parte. A menos que usted objete, Mr. Jennings, la intromisión de esta dosis de sentido común en sus actividades.

Antes de que hubiera tenido yo tiempo de responderle, el propio Mr. Blake le dirigió la palabra al abogado desde su lecho.

—¿Quiere usted, en verdad, decir que no siente el menor interés por lo que está realmente a punto de ocurrir? —le preguntó—. ¡Mr. Bruff, tiene usted la imaginación de una vaca!

—La vaca es un animal muy útil, Mr. Blake —dijo el letrado.

Dicho esto, abandonó el cuarto tras de mí, siempre con sus papeles en la mano.

Encontramos a Miss Verinder pálida y agitada, recorriendo inquieta, de arriba abajo, su gabinete. Junto a una mesa que se hallaba en un rincón permanecía de guardia Betteredge próximo al botiquín. Mr. Bruff se sentó en la primera silla que encontró y, emulando la utilidad de la vaca, se sumergió al punto en sus papeles.

Miss Verinder me arrastró aparte y volvió instantáneamente a dejarse absorber por lo único que le interesaba…, la persona de Mr. Blake.

—¿Cómo se encuentra él ahora? —me preguntó—. ¿Está nervioso?, ¿está irritado? ¿Cree usted que tendrá éxito el experimento? ¿Está usted seguro de que no le hará daño?

—Completamente seguro. Venga a ver cómo vierto la dosis.

—¡Un momento! Son ya más de las once. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar antes de que ocurra algo?

—No es fácil decirlo. Una hora, tal vez.

—Sin duda el cuarto se hallará a oscuras como el año pasado, ¿no es así?

—Seguramente.

—Aguardaré en mi alcoba…, como hice entonces. Mantendré la puerta un tanto entreabierta. Muy poca era la abertura el año pasado. Observaré la puerta del gabinete y en cuanto la vea moverse apagaré mi bujía.

Así fue como procedí la noche de mi cumpleaños. Y así deberá ocurrir ahora, ¿no es así?

—¿Está segura, Miss Verinder, de que es dueña de sí misma?

—¡Por él soy capaz de cualquier cosa! —me respondió con vehemencia.

Una sola mirada dirigida a su rostro bastó para demostrarme que podía confiar en ella. Nuevamente me dirigí a Mr. Bruff.

—Lamento tener que decirle que deberá abandonar por un momento sus papeles —le dije.

—¡Oh, seguramente! —me dijo y se puso de pie sobresaltado, como si lo hubiera interrumpido en un pasaje particularmente interesante, y me siguió hasta el lugar en que se hallaba el botiquín. Una vez junto a él y privado ahora de la honda excitación que le procuraba incidentalmente la práctica de su profesión, dirigió su vista hacia Betteredge y bostezó luego hastiado.

Miss Verinder se acercó a mí con un cántaro de agua fría que acababa de tomar de sobre un trinchero.

—¡Déjeme verter el agua! —cuchicheó a mi oído—. ¡Yo tengo que intervenir en esto!

Yo vertí y conté las cuarenta mínimas y volqué el láudano en un vaso para medicamentos.

—Llénelo hasta sus tres cuartas partes —le dije y alargué el vaso en dirección de Miss Verinder.

Luego le dije a Betteredge que cerrara con llave el botiquín, pues ya no lo necesitaba. Una expresión de indecible alivio cubrió el rostro del viejo criado. ¡Evidentemente había sospechado que yo tenía algún otro designio en contra de su joven ama!

Luego de añadir el agua según lo que yo le había indicado, asió Miss Verinder, por un momento —mientras Betteredge se dedicaba a cerrar el botiquín y Mr. Bruff retornaba a sus papeles—, el vaso medicinal, y depositó un beso tímido sobre su borde.

—Cuando usted se lo dé a tomar —me cuchicheó esta encantadora muchacha—, haga que beba el líquido por este lugar.

Yo extraje de mi bolsillo el fragmento de cristal que habría de hacer las veces del diamante y se lo entregué.

—Usted también tiene que intervenir en esto —le dije—. Deberá usted colocar este cristal en el mismo sitio en que colocó la Piedra Lunar el año pasado.

Ella abrió la marcha en dirección del bufete hindú y colocó el falso diamante en el interior de la misma gaveta en que colocara la noche de su cumpleaños el diamante auténtico. Mr. Bruff asistió al acto bajo protesta, como había asistido a todos los procedimientos efectuados hasta entonces. Pero el cariz hondamente dramático que empezaba a asumir ahora el experimento demostró ser, lo cual me divirtió grandemente, demasiado absorbente para poder ser eludido por la facultad de autocontrol de Betteredge. Su mano tembló cuando asió la bujía y ansiosamente murmuró:

—¿Está usted segura, Miss, de que es ésta la gaveta?

Yo abrí la marcha ahora hacia afuera nuevamente, llevando el láudano y el agua. En la puerta me detuve para dirigirle una última advertencia a Miss Verinder.

—No se demore al apagar la luz —le dije.

—La apagaré de un soplo —me respondió—. Y aguardaré en mi alcoba con una sola bujía encendida.

Luego cerró a nuestras espaldas la puerta de su gabinete. Seguido por Mr. Bruff y Betteredge, retorné al cuarto de Mr. Blake.

Lo hallamos inquieto y revolviéndose de uno a otro lado en el lecho y preguntándose, irritado, si habría o no de tomar el láudano esa noche. En presencia de los dos testigos le administré la dosis, le arreglé las almohadas y le recomendé que reposara allí tendido y aguardara los acontecimientos.

Su lecho, encortinado con una ligera zaraza, se hallaba colocado con la cabecera dispuesta contra el muro del cuarto de manera tal, que a cada lado del mismo quedaban dos amplios espacios libres. Yo corrí completamente las cortinas que había en uno de sus costados, y aposté en esa parte del cuarto, que se tornó invisible para sus ojos, a Mr. Bruff y a Betteredge para que asistieran al resultado. A los pies de la cama corrí las cortinas hasta la mitad, y coloqué mi silla a una corta distancia de las mismas, para permitirle que me viera o no me viera, que me hablara o no me hablara, según lo que aconsejaran las circunstancias. Habiéndoseme informado que siempre dormía con alguna luz en su habitación, coloqué una de las dos luces sobre una mesita que se hallaba junto a la cabecera de la cama y de manera tal que su fulgor no lo hiriera en los ojos. La otra bujía se la entregué a Mr. Bruff; su resplandor, a esa distancia, era amortiguado por la zaraza de las cortinas. La ventana había sido abierta en su parte superior para que pudiera renovarse el aire de la habitación. Caía una suave lluvia; la casa se hallaba silenciosa. Eran las once y veinte, según mi reloj, cuando ya todos los preparativos habían sido completados y cuando tomé asiento en la silla situada a los pies del lecho y hacia un costado del mismo.

Mr. Bruff retomó sus papeles, sintiendo por ellos, al parecer, un interés más hondo que nunca. Pero al dirigirle mi mirada, logré advertir ciertos signos seguros que me convencieron de que la Ley comenzaba a perder, por fin, su dominio sobre él. La expectante situación en que nos hallábamos colocados, empezó a ejercer de manera paulatina su influencia aun sobre su mente tan poco imaginativa. En lo que concierne a Betteredge, la solidez de sus principios y la dignidad de su conducta se habían tornado, en lo que a este asunto se refiere, en mero y hueco palabrerío. Se olvidó de que yo estaba realizando una treta de ilusionista con Mr. Franklin Blake; de que había trastornado la casa de arriba abajo y de que no había leído al Robinsón Crusoe desde niño.

—Por amor de Dios, señor —cuchicheó a mi oído—, díganos cuándo habrá de comenzar a surtir efecto.

—No antes de medianoche —le contesté en un cuchicheo—. Quédese quieto en su silla y no hable.

Betteredge descendió hasta el más bajo grado de familiaridad conmigo, sin intentar luchar para salvarse a sí mismo. ¡Me respondió con un guiño!

Al dirigir mi vista hacia Mr. Blake, lo vi más inquieto que nunca en su lecho; ansiosamente se preguntaba cómo el láudano no había comenzado a corroborar aún sus cualidades. De haberle dicho en su situación actual que cuanto más inquieto se mostrara y más preguntas hiciera, más dilataría el resultado que estábamos nosotros aguardando, hubiera hecho una cosa completamente inútil. Lo más sabio era hacerlo olvidar la idea del opio y llevarlo insensiblemente a pensar en cualquiera otra cosa.

Con esta idea en la mente lo estimulé a que conversara conmigo y me las arreglé para encauzar, por mi parte, la conversación, de manera de hacer que su atención recayera sobre un asunto del que habíamos tratado ya en las primeras horas de la noche: el asunto del diamante. Me esforcé por hacerle recordar aquellos pasajes de la historia de la Piedra Lunar que se relacionaban con el traslado de la misma de Londres a Yorkshire; el riesgo que Mr. Blake había corrido al retirarla del banco de Frizinghall y la inesperada aparición de los hindúes en la casa la tarde del día del cumpleaños. Aparenté en seguida, en relación con estos eventos, no haber comprendido gran parte de lo que Mr. Blake me había dicho hacía tan sólo unas pocas horas. Y así fue como lo fui obligando a hablar del tema con el cual se hacía ahora vialmente necesario impregnar su mente, sin hacerle sospechar siquiera que lo estaba impulsando a hablar con un propósito determinado. Poco a poco fue poniendo tanto interés en la tarea de rectificarme, que se olvidó de revolverse en la cama. Su mente se hallaba muy lejos de la cuestión del opio en el momento culminante en que sus ojos me advirtieron por vez primera que el opio comenzaba a adueñarse de su cerebro.

Consulté mi reloj. Eran las doce menos cinco cuando los síntomas premonitorios de los efectos del láudano comenzaron a hacerse visibles a mis ojos.

A esta altura, ningún ojo profano hubiera sido capaz de descubrir cambio alguno en su persona. Pero, a medida que se iban sucediendo los minutos del nuevo día, el sutil y veloz proceso de la droga comenzó a anunciarse de manera más clara. La sublime intoxicación del opio fulguró en sus ojos y el rocío furtivo de su transpiración comenzó a relucir en su rostro. Cinco minutos después la conversación que aún seguía manteniendo conmigo se tornó, de su parte, en una charla incoherente. Se aferró a la cuestión del diamante, pero dejó inconclusas sus frases. Poco más tarde las frases se convirtieron en meras palabras sueltas. Luego se produjo un intervalo de silencio. Después se sentó en el lecho, y en seguida, preocupado aún por la cuestión del diamante, comenzó a hablar de nuevo…, pero sin dirigirse a mí, sino conversando consigo mismo. Este cambio me aseguró de que acababa de cumplirse la primera etapa del experimento. La estimulante influencia del opio acababa de hacer presa de él.

Eran ahora las doce y veintitrés minutos. En la próxima media hora, a lo sumo, se decidiría la cuestión de si se levantaba o no del lecho y abandonaba su cuarto.

Suspendiendo el aliento y empeñado en observarlo —y ante el indecible triunfo que significaba para mí asistir al cumplimiento de la primera etapa del experimento, que adoptaba el cariz y se producía casi a la misma hora que yo había previsto— me olvidé completamente de mis dos compañeros de vigilia. Dirigiendo mi visita, ahora, hacia ellos, pude ver cómo la Ley, representada allí por los papeles de Mr. Bruff, yacía abandonada sobre el piso. El propio Mr. Bruff se hallaba atisbando ansiosamente a través de una hendidura que se abría entre las cortinas mal cerradas del lecho. Y Betteredge, dejando de lado enteramente las conveniencias sociales, escudriñaba por encima del hombro de Mr. Bruff.

Ambos retrocedieron súbitamente al ver que yo los estaba observando, igual que dos escolares sorprendidos en una falta por su maestro. Con un signo les indiqué que se despojaran de su calzado, tal cual lo estaba haciendo yo en ese momento. De darnos Mr. Blake la oportunidad de seguirlo, era absolutamente necesario hacerlo sin producir el menor ruido.

Diez minutos transcurrieron…, y nada ocurrió. De pronto apartó de su cuerpo la ropa de la cama, y sacó una pierna fuera del lecho. Nosotros aguardamos.

—Ojalá no lo hubiera retirado nunca del banco —se dijo a sí mismo—. Allí se hallaba seguro.

Mi corazón latía violentamente: el pulso batía mis sienes con furia. ¡Sus temores respecto de la seguridad del diamante constituían nuevamente la idea predominante en su cerebro! Sobre este único eje descansaba todo el éxito del experimento. La perspectiva que tan súbitamente se abría ante mis ojos era algo demasiado potente para mis nervios maltrechos. Me vi obligado a apartar mi vista de él, ya que de lo contrario hubiese perdido el control sobre mí mismo.

Se produjo otro intervalo de silencio.

Cuando, recuperada la confianza en mí mismo, volví a mirarlo, se hallaba fuera de la cama y erguido a un costado de la misma. Sus pupilas se habían contraído; las niñas de sus ojos fulguraban a la luz de las bujías en tanto balanceaba lentamente su cabeza. Estaba meditando; dudaba…, volvió a hablar.

—¿Cómo puedo yo saberlo? —dijo—. Los hindúes pueden hallarse ocultos en la casa.

Se detuvo y echó a andar lentamente hacia el otro extremo de la habitación. Se volvió luego…, aguardó…, y regresó a la cama.

—Ni siquiera está guardado bajo llave —prosiguió—. Se halla en la gaveta de su bufete. Y la gaveta no tiene cerradura.

Se sentó sobre el borde de la cama.

—Cualquiera podría robarlo —dijo.

Volvió a levantarse inquieto y repitió sus primeras palabras:

—¡Cómo puedo yo saberlo? Los hindúes pueden hallarse ocultos en la casa.

Aguardó nuevamente. Yo me coloqué detrás de la cortina semicerrada de su lecho. Dirigió su vista en torno de la habitación: una luz vaga refulgía en sus ojos. Fue un momento emocionante. Se produjo cierta pausa. ¿Una pausa en los efectos del opio, una pausa en la actividad de su cerebro? ¿Quién podría haberlo asegurado? Todo dependía ahora de lo que hiciera en seguida.

¡Volvió a dejarse caer sobre el lecho!

Una horrible duda cruzó por mi mente. ¿Era posible que la acción sedante del opio se estuviera haciendo ya presente? Mi experiencia me decía lo contrario. Pero, ¿de qué sirve la experiencia en lo que se refiere al opio? No hay probablemente en el mundo dos hombres en los cuales el efecto de esa droga sea exactamente el mismo. ¿Existía acaso alguna peculiaridad funcional en él que tornaba distinto el efecto de la droga? ¿Fracasaríamos al borde mismo del éxito?

¡No! He aquí que se levantaba bruscamente.

—¿Cómo diablos podré dormir —dijo— con esta preocupación en mi mente?

Dirigió su vista hacia la bujía que ardía sobre la mesa que estaba a la cabecera de su lecho. Luego de una pausa echó mano de la bujía.

Yo apagué la otra luz que brillaba detrás de la cortina cerrada y me retiré, junto con Mr. Bruff y Betteredge, al rincón que se hallaba más alejado de la cama. Con una señal les impuse silencio, como si sus propias vidas hubieran dependido del mismo.

Aguardamos…, sin ver ni oír nada. Aguardamos ocultos a sus ojos detrás de las cortinas.

La bujía que él tenía asida del otro lado se movió de manera repentina. Inmediatamente lo vimos deslizarse veloz y silenciosamente a nuestro lado con la bujía en la mano.

Abrió luego la puerta de la alcoba y pasó a través del vano.

Lo seguimos a lo largo del corredor. Luego, escalera abajo. Lo seguimos después a lo largo del segundo corredor. En ningún momento se dio vuelta, en ningún instante vaciló.

Abrió entonces la puerta del gabinete y entró en él, dejando tras sí la puerta abierta.

La puerta se hallaba sujeta (igual que todas las otras de la casa) con grandes y antiguos goznes. Cuando se la abría, una hendedura surgía entre la misma y la jamba. Yo les hice señas a mis dos compañeros para que espiaran a través de ella y evitar así que se dejaran ver. En cuanto a mí —del otro lado de la puerta también—, me coloqué en el lado opuesto. En la pared, a mi izquierda, se abría un nicho en el cual podía ocultarme en el caso de que él intentara darse la vuelta y mirar hacia el corredor.

Avanzó hasta el centro de la habitación con la bujía aún en la mano; miró en torno suyo, pero en ningún momento dirigió su vista hacia atrás.

Yo vi que la puerta de la alcoba de Miss Verinder se hallaba entreabierta. Esta había apagado la luz. Se controlaba a sí misma noblemente. El vago y blanco perfil de su vestido estival era lo único que alcanzaba yo a distinguir. Nadie que no lo hubiera sabido de antemano habría sospechado la presencia de un ser humano en el cuarto. Se mantenía en la oscuridad: ni una palabra, ni el menor movimiento dejó escapar.

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Objętość:
5250 str.
ISBN:
9782380374124
Właściciel praw:
Bookwire
Format pobierania:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

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