Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 159

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—Y bien, Betteredge —dijo—, ¿qué tal se siente la atmósfera de misterio y sospecha que nos envuelve a todos en este momento? ¿Recuerda usted aquella mañana en que llegué aquí por vez primera con la Piedra Lunar? ¡Ojalá Dios me hubiera impulsado a arrojarla sobre las arenas movedizas!

Luego de este estallido se abstuvo de volver a hablar hasta que no hubo recobrado la calma. En silencio nos pusimos a caminar juntos, durante uno o dos minutos, hasta que él me preguntó qué había sido del Sargento Cuff. Era imposible alejar del tema a Mr. Franklin con la excusa de que el Sargento se hallaba en mi cuarto ordenando sus ideas. Lo puse, pues al tanto de todo lo ocurrido y en particular de lo que la doncella del ama y la primera doméstica de la casa habían dicho en torno a Rosanna Spearman.

La mente lúcida de Mr. Franklin advirtió el nuevo rumbo que seguían las sospechas del Sargento, en un abrir y cerrar de ojos.

—¿No me dijiste esta mañana —preguntó— que uno de los vendedores ambulantes declaró haber visto a Rosanna, ayer, en el camino de peatones que lleva a Frizinghall, en el momento en que todos nosotros la suponíamos enferma en su habitación?

—Sí, señor.

—Si la doncella de mi tía y la otra mujer han dicho la verdad, puedes estar seguro de que el vendedor ambulante se encontró con ella en el camino. La enfermedad de la muchacha no fue, entonces, más que una pantalla utilizada para engañarnos. Algún hecho comprometedor impulsó a la muchacha a ir a la ciudad secretamente. El traje que ostenta la mancha de pintura es de ella; y el fuego que se oyó crujir en su cuarto hacia las cuatro de la mañana fue encendido para destruirlo. Rosanna Spearman es quien ha robado el diamante. Entraré en seguida para informar a mi tía respecto al nuevo cariz tomado por las cosas.

—Todavía no, señor, por favor —dijo una voz melancólica detrás de nosotros.

Ambos nos volvimos y nos encontramos cara a cara con el Sargento Cuff.

—¿Por qué no todavía? —preguntó Mr. Franklin.

—Porque si usted, señor, informa a Su Señoría, Su Señoría le referirá el caso a Miss Verinder.

—Suponiendo que lo haga, ¿qué ocurrirá entonces? —Mr. Franklin dijo estas palabras con un calor y una vehemencia tan repentinos que era como si el Sargento le hubiese inferido una ofensa mortal.

—¿Le parece a usted, señor, razonable —dijo el Sargento Cuff calmosamente— hacerme una pregunta de esa índole… en este momento?

Hubo un breve intervalo de silencio. Mr. Franklin avanzó hasta colocarse casi junto al Sargento. Ambos se miraron fijamente a la cara. Mr. Franklin fue quien habló primero, bajando la voz tan rápidamente como la había elevado.

—Supongo que sabe usted, Mr. Cuff —dijo—, que el asunto que tenemos entre manos es delicado.

—No es ésta la primera vez, entre cientos de casos, que tengo entre manos un asunto delicado —replicó el otro, inconmovible como nunca.

—Según tengo entendido me ha prohibido usted comunicarle a mi tía lo ocurrido, ¿no es así?

—Lo que tiene usted que entender, señor, se lo ruego, es que habré de abandonar este asunto si le dice usted a Lady Verinder o a cualquier otra persona lo ocurrido, hasta tanto no le dé yo permiso.

Esto sirvió para poner término a la disputa; Mr. Franklin no tenía que elegir, sino someterse. Se puso colérico y se alejó del lugar.

Yo había permanecido allí prestando oídos a lo que decían, todo tembloroso, sin saber de quién sospechar ni qué pensar en el primer momento. En medio de mi confusión, sin embargo, dos cosas se me hacían evidentes. La primera consistía en suponer que mi joven ama se hallaba involucrada de manera inexplicable en el fondo de las abruptas palabras de cada uno de ellos. Y la segunda se refería a la creencia de que ambos se comprendían perfectamente, sin haber cambiado previamente palabra alguna.

—Mr. Betteredge —dijo el Sargento—, ha cometido usted una gran tontería durante mi ausencia. Se ha dedicado usted a una pequeña labor detectivesca por su propia cuenta. En adelante me hará usted, sin duda, el favor de realizar sus indagaciones de acuerdo con las mías.

Tomándome del brazo me llevó hacia el camino por el cual había él venido. Mucho me temo que el reproche haya sido merecido… pero con todo no me hallaba dispuesto a auxiliarlo en la tarea de tenderle celadas a Rosanna Spearman. Que fuera o no ladrona, que actuara dentro o fuera de la ley, poco me importaba, lo cierto es que me apiadé de ella.

—¿Qué es lo que quiere usted de mí? —le pregunté desprendiéndome con una sacudida de su brazo y deteniéndome en seco.

—Sólo unos pocos informes respecto a las tierras de los alrededores —dijo el Sargento.

Yo no pude negarme a acrecentar los conocimientos geográficos del Sargento Cuff.

—¿Existe algún sendero, en esa dirección, que lleve de la playa a la casa? —preguntó el Sargento. Su dedo apuntaba, mientras hablaba, hacia el bosque de abetos que conducía a las Arenas Temblonas.

—Sí —le dije—; hay un sendero.

—Muéstremelo.

Juntos y envueltos por las luces grises de ese atardecer de verano, el Sargento Cuff y yo echamos a andar en dirección a las Arenas Temblonas.

CAPÍTULO XV

El Sargento permaneció sumido en sus propios pensamientos hasta el instante en que arribamos a la plantación de abetos que conducía a las arenas movedizas. Allí se recobró como un hombre que ha estado ordenando sus ideas para hablarme nuevamente.

—Mr. Betteredge —dijo—, en vista de haberme hecho usted el honor de compartir mi bote, y teniendo en cuenta el hecho de que puede usted brindarme algún apoyo antes de que este crepúsculo se haya extinguido, no veo que tengamos nada que ganar ninguno de los dos engañándonos recíprocamente, por lo cual me dispongo inmediatamente a ofrecerle un ejemplo de mi buena voluntad. Usted está resuelto a no darme información alguna que pueda perjudicar a Rosanna Spearman, porque ella ha sido siempre para usted una buena muchacha y siente una gran piedad hacia ella. Esos sentimientos humanitarios hablan mucho en favor de su persona, pero ocurre que en el presente caso los sentimientos humanitarios no tienen por qué jugar ningún papel. Rosanna Spearman se halla fuera de todo peligro… no, no corre el menor peligro si relaciono sus actos, en el asunto de la desaparición del diamante, con una prueba tan evidente como esa nariz que tiene usted en el rostro.

—¿Quiere usted decir que mi ama no habrá de acusarla?

—Quiero significarle que su ama no podrá acusarla —dijo el Sargento—. Rosanna Spearman no es más que un instrumento en manos de otra persona y ella habrá de convertirse en la víctima inofensiva que salve a esa otra persona.

Hablaba seriamente…, no podía negarse. Pero con todo, algo en mí se agitaba en su contra.

—¿No puede usted darme el nombre de esa otra persona? —le dije.

—¿Puede dármelo usted, Mr. Betteredge?

El Sargento Cuff permaneció inmóvil y silencioso y me dirigió una mirada inquisidora y melancólica.

—Experimento siempre un gran placer cuando puedo mostrarme tolerante hacia las flaquezas humanas —dijo—. Y me siento particularmente tolerante en el presente caso, Mr. Betteredge, hacia usted. Por su parte usted, impulsado por el mismo y excelente motivo, siente particular tolerancia hacia Rosanna Spearman, ¿no es así? ¿Sabe usted, por casualidad, si la muchacha ha renovado últimamente su ropa blanca?

Cuál fue el motivo que lo impulsó a dejar caer como al acaso esa pregunta tan extraordinaria, era algo que escapaba totalmente a mi entendimiento. Sabiendo, como sabía, que ningún daño habría de ocasionarle a Rosanna al decir la verdad, le respondí que la muchacha había llegado a la casa un tanto desprovista de ropa blanca, y que mi ama, en premio a su buena conducta (insistí aquí respecto a su buen comportamiento), le había regalado, no hacía una quincena, un nuevo juego de ropa blanca.

—Es éste un mundo miserable —dijo el Sargento—. La vida del hombre, Mr. Betteredge, es una especie de blanco…, en dirección al cual hace fuego de continuo la desgracia que da siempre en el centro. De no haber sido por ese juego nuevo de ropa blanca, habríamos sin duda descubierto entre las ropas de Rosanna algún peinador o enaguas nuevos que nos hubiera servido para condenarla. Sin duda no se halla usted tan confundido como para no poder seguirme, ¿no es así? Usted ha interrogado a los criados por sí mismo y se halla al tanto de los descubrimientos realizados por dos de ellos junto a la puerta de Rosanna. Sin duda sabrá usted en qué andaba la muchacha, ayer, luego que la llevaron hacia arriba enferma. ¿No tiene usted ninguna idea? ¡Oh Dios mío!, y sin embargo es tan evidente como esa franja de luz que aparece allí hacia el límite del bosque. A las once de la mañana del día jueves, el Inspector Seegrave, que no es más que un bloque de debilidades humanas, le indica a toda la servidumbre de la casa la mancha descubierta en la puerta. Rosanna tiene sus buenas razones para sospechar de sus ropas; aprovecha la primera oportunidad que se le presenta para dirigirse a su cuarto, da con la mancha de pintura en su peinador, en su enagua o en lo que quiera que sea, finge hallarse enferma y se escurre subrepticiamente a la ciudad con el fin de proveerse del material necesario para confeccionarse una nueva enagua o peinador; se dedica a ello durante la noche del jueves, enciende una lumbre (no para destruir la prenda: dos compañeras suyas se hallan junto a la puerta curioseando y ella conoce recursos mejores que el de provocar un humo sospechoso y el de proveerse de una yesca de la que habrá que desembarazarse…), enciende una lumbre, digo, para secar y planchar la nueva prenda luego de retorcerla entre sus manos, oculta la ropa manchada (probablemente sobre sí misma) y se halla en estos momentos entregada a la tarea de liberarse de ella, en algún sitio conveniente, sobre esa franja de arena solitaria que se extiende ante nuestra vista. Le he seguido la pista, esta tarde, hasta la aldea pesquera y hasta una casa de campo, en particular, que habremos tal vez de visitar antes de emprender el regreso. Permaneció dentro de dicha casa cierto espacio de tiempo y salió luego, según mi opinión, ocultando algo debajo de su capa. Una capa, sobre las espaldas de una mujer, es un emblema de caridad…, sirve para cubrir innumerables pecados. La vi luego seguir hacia el Norte a lo largo de la costa, luego de abandonar la casa de campo. ¿Consideran aquí a esa franja de arena como un bello ejemplo de paisaje marino, Mr. Betteredge?

Yo le respondí: «Sí», tan brevemente como pude.

—Los gustos difieren —dijo el Sargento Cuff—. Mirándolo desde mi punto de vista, puedo decir que jamás he contemplado un paisaje menos digno de admiración. Si ocurriera que estuviese usted siguiendo a alguna persona a lo largo de la costa del mar, y esa persona decidiera mirar en torno suyo, no encontraría usted en ninguna parte un sitio donde ocultarse. Yo tuve que escoger entre apresar a Rosanna por hallarse bajo sospecha o dejarla ir por el momento para que siguiera desarrollando el pequeño juego que tenía entre manos. Por razones que no quiero exponer ahora a fin de no fatigarlo, decidí hacer cualquier sacrificio antes de despertar prematuramente la atención, esta misma noche, de cierta persona cuyo nombre seguiremos ignorando. Regresé a la casa para pedirle a usted que me condujera hacia el extremo norte de la costa por otro camino. La arena —en lo que respecta a las pisadas de las gentes— es uno de los mejores detectives que conozco. Si no damos con Rosanna Spearman luego de este rodeo, la arena nos dirá dónde ha estado, siempre que la luz se prolongue un tiempo prudencial. He aquí la arena. Me atrevo a sugerirle que me excuse…, si le propongo retener la lengua y dejar que vaya yo primero.

Si existe en verdad en medicina algo que reciba el nombre de fiebre detectivesca, ésa era la enfermedad que había hecho presa de este humilde criado. El Sargento Cuff avanzó entre los montículos de arena, descendiendo hacia la costa. Yo lo seguí con el corazón en la boca y aguardé a cierta distancia a la espera de lo que podría ocurrir.

Así las cosas, descubrí que me hallaba casi en el mismo sitio donde Rosanna y yo habíamos estado conversando cuando vimos aparecer súbitamente ante nosotros a Mr. Franklin de regreso de Londres. Mientras mis ojos seguían posados en el Sargento, mi mente vagaba, a despecho de mí mismo, hacia la escena que se desarrolló entre nosotros en aquella ocasión. Confieso que casi sentí de nuevo cómo la pobrecita deslizaba su mano en la mía, dándole un pequeño apretón de agradecimiento, por haberle hablado con tanta benevolencia. Confieso que casi volví a oír su voz, cuando me dijo que le parecía como si las Arenas Temblonas tiraran de ella, contra su propia voluntad, cada vez que salía de la casa…, y que casi me pareció ver brillar su rostro como cuando vio dirigirse a Mr. Franklin hacia nosotros, con paso vivo, a través de los montículos.

Mi espíritu decayó y más a medida que meditaba en esas cosas…, y la vista de la pequeña y solitaria bahía, cuando alcé los ojos para despertarme del todo, sirvió tan sólo para aumentar mi desazón.

Las últimas luces del crepúsculo se diluían, y a todo lo largo del paisaje se extendía una calma terriblemente silenciosa. El jadeo del mar, junto al banco de arena, fuera de la bahía, era un rumor ahogado. El mar interior se perdió en la sombra, sin que el más leve soplo de viento agitase su superficie. Asquerosos montones de limo de una tonalidad blancuzco-amarillenta sobrenadaban en las aguas muertas. Fango y espuma brillaban débilmente en ciertos lugares, allí donde la luz lograba darles alcance aún, entre los dos grandes cabos rocosos que avanzaban mar adentro: uno hacia el Norte, el otro hacia el Sur. Era ésa la hora del cambio de la marea y, mientras me hallaba aún aguardando allí, pude observar cómo la vasta y morena superficie de las arenas movedizas empezaba a ahuecarse y temblequear…, única cosa dotada de movimiento en ese sitio tan horrendo.

Advertí que el Sargento se estremecía al percibir ese temblor de la arena. Después de haber mirado hacia allí un breve instante, se volvió y emprendió el regreso hacia donde yo me encontraba.

—Un lugar traicionero, Mr. Betteredge —dijo—; no hay el menor vestigio de Rosanna Spearman, mire uno hacia donde mire, en todo a lo largo de la costa.

Me llevó unos pasos costa abajo y pude comprobar por mí mismo que las huellas de sus pasos y las de los míos eran las únicas marcadas en la arena.

—¿Hacia qué punto cardinal se encuentra la aldea de pescadores, tomando como base el sitio en que ahora nos encontramos? —me preguntó el Sargento Cuff.

—Cobb's Hole —le respondí, pues éste era el nombre de la misma— se halla situado tan al sur de este lugar, como pueda estarlo sitio alguno en el mundo.

—Esta tarde vi que la muchacha avanzaba por el camino a lo largo de la costa procedente de Cobb's Hole, en dirección al Norte —dijo el Sargento—. En consecuencia debe de haber venido caminando hacia aquí. ¿Se halla Cobb's Hole sobre el otro extremo de esa lengua de tierra? ¿Podríamos llegar a la aldea, ahora que el agua ha descendido, andando por la costa?

Yo le respondí que «sí» a ambas preguntas.

—Usted perdone, pero tendremos que apurarnos —dijo el Sargento—. Necesito dar con el sitio en el cual Rosanna abandonó la costa, antes de que se haga oscuro.

Habíamos andado un par de yardas, más o menos, en dirección a Cobb's Hole, cuando repentinamente el Sargento Cuff cayó de hinojos sobre la costa, con el aspecto de quien se siente poseído por el frenético y súbito deseo de decir sus oraciones.

—¡Después de todo, hay algo ahora que decir en favor de su paisaje marino! —observó el Sargento—. ¡He aquí las huellas de una mujer, Mr. Betteredge! Atribuyámoselas a Rosanna, hasta que no aparezca la prueba irrefutable que demuestre lo contrario. Si usted me hace el bien de observarlas, comprobará que son muy confusas…, confusa intencionalmente, diría. ¡Ah, la pobrecita se halla tan al tanto de las virtudes detectivescas de la arena como yo mismo! ¿Pero no le parece que un gran apremio le ha impedido borrarlas del todo? Esa es mi opinión. He aquí una huella que viene de Cobb's Hole y he aquí otra que regresa hacia allá. ¿No apunta por otra parte, el extremo de calzado directamente hacia el borde del agua? Lamento herirlo en sus sentimientos, pero mucho me temo que Rosanna es una persona astuta. Todo parece indicar que se propuso llegar al lugar desde el cual acabamos de venir, sin dejar la menor huella de su paso en la arena. ¿Diremos que luego de marchar a través del agua desde el lugar en que nos encontramos ahora avanzó hasta alcanzar aquella capa rocosa que se encuentra a nuestras espaldas y que regresó por el mismo camino, dirigiéndose luego hacia la playa otra vez, donde pueden verse aún las huellas de sus tacones? Sí, eso es lo que diremos. Creo que venía con algo oculto debajo de la capa al abandonar la casa de campo. ¡No! ¡No para destruirlo! …, porque, en ese caso, ¿qué necesidad tenía de tomar tantas precauciones para impedir que yo pudiera descubrir el sitio en que terminó su paseo? Creo que lo más probable es que haya ido allí a ocultar algo. ¡Si fuéramos a esa casa podríamos, tal vez, dar con la cosa!

Al oír tal proposición mi fiebre detectivesca se enfrió súbitamente.

—Usted ya no me necesita —le dije—. ¿Para qué puedo servirle?

—Cuanto más lo conozco, Mr. Betteredge —dijo el Sargento—, más virtudes descubro en su persona. La modestia…, ¡oh Dios mío, cuán rara es la modestia en este mundo!, ¡y en qué medida posee usted esa cosa tan rara! Si voy solo a esa casa, ante la primera pregunta enmudecerán todas las lenguas. Si voy con usted, les seré presentado por un vecino justicieramente respetable, lo cual dará lugar indefectiblemente a un diluvio de palabras. Esa es mi opinión; ¿cuál es la suya?

Incapaz de dar con la frase inteligente y rápida con que me hubiese gustado responderle, traté de ganar tiempo inquiriendo cuál era la casa de campo que deseaba visitar.

A través de la descripción que de la misma hizo el Sargento reconocí la vivienda de un pescador llamado Yolland, quien tenía una esposa y dos hijos ya grandes, un muchacho y una muchacha. Si vuelve el lector sus ojos hacia las páginas anteriores hallará que, cuando le presenté por primera vez a Rosanna Spearman, afirmé que en determinadas ocasiones alternaba sus paseos a las Arenas Temblonas con visitas efectuadas a unos amigos que tenía en Cobb's Hole. Esos amigos eran los Yolland, gentes dignas, respetables y muy estimadas por todo el vecindario. La amistad con Rosanna se había iniciado por intermedio de la hija que sufría de un defecto en un pie y la cual era conocida en los alrededores por el sobrenombre de la coja Lucy. Creo que las dos muchachas contrahechas se sentían unidas por una especie de recíproca simpatía. Comoquiera que fuere, los Yolland y Rosanna parecían congeniar, en las pocas ocasiones en que tenían ocasión de verse, de la manera más grata y amistosa. El hecho de que el Sargento Cuff la hubiera seguido hasta la casa de campo de ellos, colocaba la cuestión de la ayuda que debía yo prestarle en la investigación bajo la luz de una circunstancia enteramente nueva. Rosanna no había ido más que adonde tenía costumbre de ir y, al demostrar que visitó al pescador y su familia, se evidenciaba en forma clara que había estado entregada a una labor inocente, hasta ese instante, por lo menos. Le haría a la muchacha un servicio en lugar de un daño si me dejaba convencer por la lógica del Sargento Cuff. Me dejé, pues, convencer por ella.

Nos dirigimos hacia Cobb's Hole y seguimos viendo siempre huellas marcadas en la arena mientras hubo luz que las alumbrara.

Al llegar a la casa de campo, nos enteramos de que tanto el pescador como su hijo se hallaban afuera, en el bote; la coja Lucy, fatigada y débil como siempre, reposaba en su lecho, arriba. La buena de Mrs. Yolland nos recibió, ella sola, en la cocina. En cuanto se enteró de que el Sargento Cuff era un famoso personaje de Londres, destapó una botella de ginebra holandesa, colocó dos pipas vacías sobre la mesa y se quedó mirándolo con la vista clavada en su rostro, como si nunca alcanzase a mirarlo lo suficiente.

Yo me senté en silencio en un rincón esperando ver cómo se las arreglaba el Sargento para derivar la conversación hacia la persona de Rosanna Spearman. Su habitual manera indirecta de entrar en materia resultó en esa ocasión más vaga que nunca. Cómo se las arregló para ello es algo que no pude en aquel tiempo ni puedo aún explicármelo. Lo cierto es que comenzó por referirse a la familia real, a los primitivos metodistas y al precio del pescado; de allí pasó, con su tono melancólico y solapado, a la pérdida de la Piedra Lunar, a la malevolencia de nuestra primera doncella y al mal trato que le daban las criadas en general a Rosanna Spearman. Luego de haber alcanzado de esta manera su objetivo, declaró que al hacer esa investigación en torno al diamante perdido, lo guiaban dos propósitos: el de dar con él y el de liberar a Rosanna de las injustas sospechas que hicieron recaer sobre ella sus enemigos de la casa. Habían transcurrido apenas quince minutos desde el instante en que penetráramos en la cocina, cuando ya la buena de Mrs. Yolland se hallaba persuadida de que estaba hablando con el más íntimo amigo de Rosanna e insistía para que el Sargento Cuff alegrara su estómago y reanimara su espíritu con algún trago de ginebra holandesa.

Firmemente persuadido de que el Sargento perdía el tiempo con Mrs. Yolland, yo asistía gozoso desde mi asiento a su conversación, tal como en mis tiempos me regodeaba ante una obra de teatro. El gran Cuff demostró ser capaz de una paciencia maravillosa; con sus modos melancólicos probó suerte ya en su sentido, ya en otro, e hizo fuego, por así decirlo, ininterrumpidamente, al azar, esperando dar por casualidad en el blanco. Todo hablaba en favor de Rosanna, nada en su contra; ésa era la conclusión a que arribó, apuntara hacia donde apuntara. Mrs. Yolland habló casi ella sola durante todo el tiempo y demostró confiar plenamente en él. El último esfuerzo del Sargento se produjo en el momento en que dirigimos nuestra vista hacia nuestros relojes y ya de pie nos disponíamos a abandonar la casa.

—Ha llegado el momento de desearle a usted muy buenas noches, señora —dijo el Sargento—. Sólo diré en el instante de partir que Rosanna Spearman tiene en mí, en este humilde servidor suyo, señora, su más sincero defensor. Pero, ¡oh, Dios mío!, jamás prosperará ella en el lugar en que se encuentra: yo le aconsejaría… que lo abandonara.

—¡Santo cielo! ¡Ya lo creo que se irá! exclamó Mrs. Yolland. ( Nota bene: yo he vertido las palabras de Mrs. Yolland de su dialecto de Yorkshire al inglés. Cuando les diga que el Sargento Cuff, pese a su cultura, se vio en aprietos a cada instante para entenderla sin mi ayuda, sacarán las debidas conclusiones respecto a la situación mental en que se hallarían ustedes, de haber yo transcripto sus palabras en su lengua nativa.)

¡Rosanna Spearman a punto de abandonarnos! Yo agucé mis oídos al oír tal cosa. Me parecía extraño, para decir lo menos que me sugería el asunto, que no nos hubiese puesto sobre aviso, antes que a nadie, al ama o a mí. Empecé a sentir dudas y a preguntarme si no habría dado en el blanco el último disparo lanzado al azar por el Sargento Cuff. Comencé a preguntarme, también, si mi participación en las diligencias emprendidas por él era tan inofensiva como yo había pensado. Sin duda encuadraba dentro de las actividades del Sargento el hecho de engañar a una mujer honesta tendiendo en su torno una red de mentiras; pero era por otra parte mi deber, como buen protestante, el tener en cuenta que el Demonio es el padre de todas las mentiras…, y que el mal y Satán no andan nunca lejos el uno del otro. Percibiendo en la atmósfera el daño que estaba a punto de ser consumado, traté de llevar afuera al Sargento Cuff. Pero éste volvió a sentarse de inmediato y pidió un último trago de ginebra holandesa para darse aliento. Mrs. Yolland tomó asiento en el lado opuesto y le sirvió de la botella. Yo me dirigí hacia la puerta, muy molesto, y les dije que era ya tiempo de que nos retiráramos…, y sin embargo no pude irme.

—¿Así es que piensa irse Rosanna? —dijo el Sargento—. ¿Qué hará cuando se vaya? ¡Qué desdicha, qué desdicha! ¡La pobre criatura no tiene otros amigos en el mundo que ustedes y yo!

—¡Ah, pero se irá, sin embargo! —dijo Mrs. Yolland—. Como ya le dije, vino aquí esta tarde y, luego de charlar un rato con mi hija Lucy y conmigo, nos pidió que la dejáramos subir sola hasta el cuarto de Lucy. Es el único lugar de la casa donde hay tinta y lapiceros. «Tengo que escribirle una carta a un amigo —me dijo—, y no puedo hacerlo en casa porque las otras criadas son muy curiosas y me espiarían.» A quién le escribió la carta, no podría decirlo; debe haber sido sumamente larga a juzgar por el tiempo que permaneció arriba. Yo le ofrecí una estampilla cuando bajó. Pero vino sin la carta y rechazó la estampilla. Como usted sabe la pobre es un tanto reservada respecto a sí misma y a las cosas que hace. Pero puedo asegurarle a usted que tiene un amigo en alguna parte y que es seguro que irá hacia ese amigo.

—¿Pronto? —preguntó el Sargento.

—Tan pronto como le sea posible —dijo Mrs. Yolland.

A esta altura de la conversación abandoné yo la puerta para avanzar otra vez hacia el interior del cuarto. Como jefe de la servidumbre no podía permitir que en mi presencia se hablara tan libremente respecto al hecho de si alguna criada habría o no de abandonar la casa.

—Me parece que está usted equivocada en lo que se refiere a Rosanna Spearman —dije—. De haber resuelto ella abandonar su puesto actual, me lo hubiera comunicado, en primer término a mí.

—¿Equivocada? —exclamó Mrs. Yolland—. Vaya, si hace una hora apenas me compró varias cosas que necesitaba para el viaje, a mí misma, Mr. Betteredge, y en este mismo cuarto. Y, ya que hablamos de esto, me acuerdo ahora —dijo la tediosa mujer palpando súbitamente algo en su bolsillo— de algo que tenía que decirles respecto a Rosanna y su dinero. ¿La verá alguno de ustedes cuando regresen a la casa?

—Me encargaré de ese mensaje, con el mayor placer —respondió el Sargento Cuff, antes de que pudiera yo intercalar palabra alguna.

Mrs. Yolland sacó de su bolsillo unas cuantas monedas de un chelín y de seis peniques y se puso a contarlas sobre la palma de su mano de la manera más minuciosa y exasperante. Luego se las ofreció al Sargento, después de haber dejado traslucir todo el tiempo las pocas ganas que sentía de desprenderse de ellas.

—¿Me hace el favor de devolverle esto a Rosanna, haciéndole llegar al mismo tiempo mis cariñosos saludos? —dijo Mrs. Yolland—. Esta tarde insistió en pagarme por una o dos cosas que se llevó de aquí porque le agradaron…, y aunque reconozco que el dinero es siempre bienvenido en esta casa, sin embargo no quiero privar a la pobre muchacha de sus pequeños ahorros. Y, para decirle la verdad, no creo que a mi marido le agradara enterarse, cuando regrese mañana por la mañana de su trabajo, que he recibido este dinero de manos de Rosanna Spearman. Le ruego le diga que tengo mucho gusto en regalarle…, lo que me acaba de comprar. Y no deje el dinero sobre la mesa —dijo Mrs. Yolland depositándolo en ella súbitamente ante los ojos del Sargento y como si le quemaran los dedos—, ¡no lo deje, por Dios! Porque los tiempos son difíciles y la carne es débil y podría sentir la tentación de guardármelo otra vez en el bolsillo.

—¡Vamos! —dije—. No puedo esperar más tiempo: es necesario que regrese a la casa.

—En seguida estaré con usted —dijo el Sargento Cuff.

Por segunda vez me dirigí hacia la puerta y por segunda vez, también, por más esfuerzos que hice no logré atravesar el umbral.

—Eso de devolver el dinero —oí decir al Sargento— es un asunto delicado. Sin duda le ha cobrado usted muy poco por las cosas, ¿no es así?

—¡Barato! —dijo Mrs. Yolland—. Venga y juzgue por sí mismo.

Echando mano de una bujía, condujo al Sargento hacia un rincón de la cocina. Nada en el mundo hubiera sido capaz de impedirme que los siguiera. Amontonado allí veíase un conjunto de restos de cosas (la mayor parte de metal viejo) obtenidas en diferentes épocas por el pescador en los naufragios y para las cuales no había hallado aquél aún mercado conveniente. Mrs. Yolland se zambulló en esos despojos y surgió de allí con un viejo estuche de estaño barnizado, con tapadera y un aro en ésta que permitía colgarlo…, un estuche igual a esos utilizados a bordo para preservar de la humedad a los mapas y cartas marítimas.

—¡Vaya! —dijo la mujer— Rosanna me compró esta tarde el compañero de éste. Me servirá para guardar mis cuellos y puños, que no se arrugarán aquí como en mi caja. Un chelín y nueve peniques, Mr. Cuff. ¡Por el aire que respiro, ni medio penique más le he cobrado!

Y calculó el peso del estuche en su mano. Me pareció oírle una o dos notas de «La última rosa del verano», mientras tenía su vista fija en él. ¡No cabía ya la menor duda! ¡Acababa de hacer, en perjuicio de Rosanna Spearman, un descubrimiento distinto de todos aquellos de los que yo la creía a salvo, y ello a través, enteramente, de mi propia persona! Dejo por cuenta de ustedes el imaginar lo que sentí y cuán sinceramente me arrepentí de haber servido de intermediario para poner en relación a Mrs. Yolland con el Sargento Cuff.

—Con eso basta —dije—. Tenemos que irnos de una vez.

Sin prestar la menor atención a mis palabras, Mrs. Yolland efectuó una nueva zambullida en los despojos y salió de allí esta vez con una cadena para amarrar perros.

—Tómele el peso, señor —dijo el Sargento—. Teníamos tres iguales y Rosanna se ha llevado dos. «¿Para qué necesitas estas dos cadenas?», le pregunté. «Si las uno, podré amarrar mi caja perfectamente», repuso. «La soga es más barata», le dije yo. «Pero la cadena es más segura», me contestó. «¿Quién ha visto jamás una caja amarrada con una cadena?», le dije. «¡Oh Mrs. Yolland, no me ponga obstáculos! —respondió—. ¡Déjeme llevar esas cadenas!» Una extraña muchacha, Mr. Cuff —vale como el oro y es más buena que una hermana para mi Lucy—, pero siempre me resultó un tanto extraña. ¡Vaya! Accedí a sus deseos. Tres chelines y seis peniques. ¡Le doy mi palabra de mujer honesta de que no le cobré más que tres chelines y seis peniques, Mr. Cuff!

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9782380374124
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