Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 15

Czcionka:

Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando entré en casa de mi padre. Les pedí a los criados que no despertaran a la familia y fui a la biblioteca para esperar a que se hiciera la hora en que solían levantarse. Habían transcurrido cinco años —habían pasado como un sueño, salvo por una marca indeleble— y ahora me encontraba en el mismo lugar en el que había abrazado a mi padre por última vez antes de mi partida hacia Ingolstadt. ¡Querido y venerado padre! Aún me quedaba él. Observé un retrato de mi madre, que colgaba sobre la chimenea. Era una pintura histórica, un retrato realizado por encargo de mi padre, y representaba a Caroline Beaufort, desesperada de dolor, arrodillada junto al ataúd de su querido padre. Su atuendo era rústico, y sus mejillas aparecían pálidas; pero había un aire de dignidad y belleza que difícilmente admitía un sentimiento de compasión. Debajo de este cuadro había un retrato en miniatura de William, y se me saltaron las lágrimas cuando me detuve en él. Cuando así estaba absorto, entró Ernest… me había oído llegar, y había bajado apresuradamente a recibirme. Mostró una inmensa alegría al verme.

—Bienvenido, mi queridísimo Victor —dijo—. Ah, ojalá hubieras venido hace tres meses: entonces nos habrías encontrado a todos alegres y contentos. Pero ahora somos tan desgraciados que me temo que solo te darán la bienvenida las lágrimas, en vez de las sonrisas. Nuestro padre está tan triste… parece que ha renacido en su espíritu la pena que sintió por la muerte de mamá, y la pobre Elizabeth no encuentra consuelo en nada.

Ernest comenzó a llorar mientras decía aquellas palabras.

—No, no… —le dije—, no me recibas así; intenta tranquilizarte, que no puedo sentirme absolutamente destrozado en el momento en que entro en la casa de mi padre después de una ausencia tan larga. Pero, dime, ¿cómo sobrelleva mi padre estas desgracias? ¿Y cómo está mi pobre Elizabeth?

—Necesita mucho consuelo —contestó Ernest—. Se culpa de haber causado la muerte de mi hermano, y eso la hace muy, muy desgraciada; pero desde que se ha descubierto al asesino…

—¿Se ha descubierto al asesino? —exclamé—. ¡Dios bendito! ¿Cómo puede ser? ¿Quién se atrevió a perseguirlo? Es imposible; ¡sería tanto como intentar atrapar los vientos o contener un torrente de la montaña con una rama!

—No sé qué quieres decir… —replicó Ernest—. Pero a todos nos entristeció cuando la descubrieron. Nadie podía creerlo al principio; y ni siquiera ahora Elizabeth está totalmente convencida, a pesar de todas las pruebas. En efecto, ¿quién podría imaginar que Justine Moritz, que había sido tan amable y tan cariñosa con toda la familia, podría llegar a ser tan malvada?

—¡Justine Moritz…! —grité—. ¡Pobre, pobre muchacha! ¡Así que la han acusado a ella…! Pero… es una equivocación; todo el mundo tiene que darse cuenta de eso. Nadie puede creerlo, ¿verdad, Ernest?

—Nadie lo creía al principio —dijo mi hermano—, pero se descubrieron varias circunstancias que nos obligaron a convencernos; y su propio comportamiento ha sido tan confuso y añade tal relevancia a las pruebas mostradas que, me temo, no deja lugar a dudas; la juzgarán hoy, así que podrás saberlo todo.

Me contó que la mañana en que se descubrió el asesinato del pobre William, Justine se puso enferma y se quedó en cama; y, varios días después, una de las criadas, cuando por casualidad revisaba el vestido que había llevado la noche del asesinato, descubrió en su bolsillo el retrato de mi madre, que hasta entonces se consideraba el móvil del crimen. La criada inmediatamente se lo mostró a uno de los otros criados, quien, sin decir ni una palabra a ninguno de la familia, fue al magistrado, que ordenó apresar a Justine. Cuando fue acusada de los hechos, su extrema confusión confirmó en gran medida la sospecha.

Era una historia extraña, pero no me convenció; y contesté con vehemencia:

—¡Estáis todos equivocados! ¡Yo conozco al asesino! Justine… pobre, pobre Justine, es inocente.

En ese instante entró mi padre. Vi la tristeza profundamente grabada en sus facciones, pero intentó darme la bienvenida cordialmente y, después de intercambiar tristes saludos, habría hablado de cualquier otra cosa que no fuera nuestra tragedia, si no hubiera exclamado Ernest:

—¡Dios bendito, papá! Victor dice que sabe quién asesinó al pobre William…

—Nosotros también, desgraciadamente —contestó mi padre—; y, desde luego, habría preferido no saberlo en vez de descubrir tanta depravación e ingratitud en una persona a la que tenía en gran estima.

—Querido padre —exclamé—, estáis equivocados. ¡Justine es inocente…!

—Si lo es —replicó mi padre—, que Dios impida que la condenen como culpable. Hoy la juzgarán, y espero, espero sinceramente, que la absuelvan.

Aquellas palabras me tranquilizaron. Estaba firmemente convencido en mi interior de que Justine, es más, de que ningún ser humano era culpable de aquel crimen. Así pues, no temía que pudiera aportarse ninguna prueba circunstancial con la suficiente fuerza como para inculparla; y con esta seguridad, me tranquilicé, esperando el juicio con inquietud pero sin augurar un mal resultado.

CAPÍTULO 12

Elizabeth pronto se reunió con nosotros. El tiempo había operado grandes cambios en su aspecto desde la última vez que la había visto. Cinco años antes era una muchacha bonita y alegre, a quien todos querían y mimaban. Ahora era una mujer tanto en la estatura como en la expresión de su rostro, que me pareció absolutamente adorable. Su frente, despejada y amplia daba cuenta de una sobrada inteligencia unida a una gran franqueza. Sus ojos eran avellanados y denotaban una extraordinaria dulzura, ahora mezclada con la tristeza por las recientes penas. Sus cabellos tenían un oscuro color castaño rojizo; su tez era blanca, y su figura, ligera y graciosa. Me saludó con todo el cariño.

—Tu llegada, mi queridísimo primo —dijo—, me llena de esperanza. Quizá descubras algún medio de demostrar la inocencia de mi pobre Justine. Ay, Dios mío… Si la culpan de asesinato, ¿quién podría estar seguro? Confío en su inocencia con tanta certeza como en la mía propia. Esta desgracia es el doble de cruel para nosotros. No solo hemos perdido a nuestro querido niño, sino que, además, un destino aún más cruel nos va a arrebatar a esta muchacha, a quien sinceramente aprecio. ¡Oh, Dios! Si la condenan, no volveré a saber qué es la alegría jamás. Pero no la condenarán, estoy segura de que no la condenarán; y volveré a ser feliz de nuevo, a pesar de la triste muerte de mi pequeño William.

—Es inocente, mi querida Elizabeth —dije—, y se demostrará; no temas nada, y tranquiliza tu espíritu con el convencimiento de que va a ser absuelta.

—¡Qué bueno eres! —contestó Elizabeth—. Todos los demás creen que es culpable, y eso me hace muy desgraciada; porque yo sé que eso es imposible, y ver a todos los demás tan decididamente predispuestos contra ella me hacía sentir perdida y desesperada.

Comenzó a llorar.

—Mi dulce sobrina —dijo mi padre—, seca tus lágrimas; si es inocente, como crees, confía en la justicia de nuestros jueces y en mi firme decisión de impedir que haya la más mínima sombra de parcialidad.

Pasamos unas horas muy tristes hasta las once, cuando estaba previsto que comenzara el juicio. Puesto que el resto de la familia estaba obligada a asistir en calidad de testigos, los acompañé al tribunal. Durante toda aquella maldita farsa de juicio, sufrí una verdadera tortura. Se iba a decidir si el resultado de mi curiosidad y mis experimentos ilegales eran la causa de la muerte de dos de mis seres queridos: el primero, un niño alegre, inocente y lleno de alegría; la otra, asesinada de un modo aún más terrible, con todos los agravantes de una infamia que podría hacer que aquel asesinato quedara registrado para siempre en los anales del horror. Justine también era una buena muchacha y poseía cualidades que le auguraban una vida feliz; ahora todo iba a quedar destruido y olvidado en una ignominiosa tumba… ¡y yo tenía la culpa! Mil veces me habría confesado culpable del crimen que se le achacaba a Justine; pero yo estaba ausente cuando se cometió, y una declaración semejante se habría considerado como la locura de un necio y ni siquiera podría exculpar a la que iba a ser castigada por mí.

Justine parecía tranquila. Iba vestida de luto; y sus facciones, siempre atractivas, se habían tornado exquisitamente hermosas por la gravedad de sus sentimientos. Incluso parecía confiar en su inocencia y no temblaba, aunque había muchas personas mirándola e insultándola. Toda la piedad que su belleza podría haber suscitado en los demás fue arrasada por el recuerdo de la enormidad que, se suponía, había cometido. Estaba tranquila, aunque su tranquilidad era evidentemente forzada; y como su confusión se había aducido anteriormente como una prueba de su culpabilidad, se esforzaba en mantener una apariencia de serenidad. Cuando entró en la sala del tribunal, miró a su alrededor e inmediatamente descubrió dónde estábamos sentados. Las lágrimas parecieron enturbiar su mirada, pero se recobró, y una mirada de triste cariño pareció atestiguar su irrefutable inocencia.

El juicio comenzó; y después de que el abogado hubiera sentado los cargos contra ella, se llamó a varios testigos. Algunos hechos casuales se confabularon contra ella, lo cual habría asombrado a cualquiera que no tuviera una prueba de su inocencia como la que tenía yo. Ella había estado fuera toda la noche en la cual se cometió el asesinato, y por la mañana temprano había sido vista por una mujer del mercado, no lejos del lugar donde posteriormente se encontró el cuerpo del muchacho asesinado. La mujer le preguntó qué hacía allí… pero ella la miró de un modo muy raro y solo le devolvió una respuesta confusa e ininteligible. Regresó a casa alrededor de las ocho, y cuando alguien le preguntó dónde había pasado la noche, contestó que había estado buscando al niño y preguntó vehementemente si alguien sabía algo del pequeño. Cuando trajeron el cuerpo a la casa, sufrió un violento ataque de histeria y tuvo que guardar cama durante varios días. Entonces se mostró públicamente el retrato que la criada había encontrado en su bolsillo, y un murmullo de indignación y horror recorrió la sala del tribunal cuando Elizabeth, con voz temblorosa, admitió que era el mismo que había puesto en el cuello del niño una hora antes de que se le echara en falta.

Se llamó entonces a Justine para que se defendiera. A medida que se había desarrollado el juicio, su rostro se había ido alterando. La sorpresa, el horror y el dolor se hacían ahora muy evidentes. A veces luchaba contra sus lágrimas; pero cuando se le pidió que hablara, hizo acopio de todas sus fuerzas y habló en un tono audible aunque con voz temblorosa.

—Dios sabe que soy absolutamente inocente —dijo—. Pero no espero que me absuelvan por lo que vaya a decir aquí: baso mi inocencia en la simple explicación de los hechos que se aducen contra mí; y espero que la reputación de la que siempre he gozado incline a mis jueces a una interpretación favorable allí donde alguna circunstancia aparezca como dudosa o sospechosa.

Entonces explicó que, con permiso de Elizabeth, había pasado aquella tarde, cuando se perpetró el crimen, en casa de una tía que vive en Chêne, una aldea que se encuentra aproximadamente a una legua de Ginebra. Cuando volvía, alrededor de las nueve, se encontró con un hombre que le preguntó si había visto al niño que se había perdido. Aquello la asustó y pasó varias horas buscándolo; entonces cerraron las puertas de Ginebra y se vio obligada a permanecer varias horas de la noche en una granja; pero, incapaz de descansar o dormir, se levantó muy pronto para volver a buscar a mi hermano. Si había llegado cerca del lugar en el que yacía el cuerpo, fue sin saberlo. Y no era sorprendente que se hubiera mostrado confusa cuando aquella mujer del mercado le hizo algunas preguntas, puesto que estaba desesperada por la pérdida del pobre William. Respecto al retrato en miniatura, no podía dar ninguna explicación.

—Ya sé cuán grave y fatalmente pesa esta circunstancia concreta contra mí —añadió la infeliz—, pero no puedo explicarlo; he confesado mi absoluta ignorancia al respecto, y solo me resta hacer suposiciones respecto a las razones por las cuales se colocó ese objeto en mi bolsillo. Pero también aquí tengo que detenerme. Creo que no tengo ningún enemigo en el mundo… y con seguridad, ninguno que pudiera haber sido tan malvado como para destruirme tan gratuitamente. ¿Lo puso el asesino ahí? No tengo conciencia de haberle dado ninguna oportunidad para que lo hiciera; y si ciertamente le ofrecí sin querer esa oportunidad, ¿por qué habría robado la joya el asesino si pensaba desprenderse de ella tan pronto?

»Pongo mi causa en manos de la justicia de los jueces, aunque comprendo que no hay lugar para la esperanza. Y ruego que se permita que se pregunte a algunos testigos respecto a mi carácter; y si sus testimonios no prevalecen sobre mi supuesta culpabilidad, tendré que ser condenada, aunque yo preferiría fundar mis esperanzas de salvación en mi inocencia.

Fueron citados varios testigos que la habían conocido desde hacía muchos años, y todos hablaron bien de ella; pero el temor y la aversión por el crimen del cual la creían culpable los tornó temerosos y poco vehementes. Elizabeth vio que incluso este último recurso, su disposición y su conducta excelentes e irreprochables, también iba a fallarle a la acusada, y entonces, aunque terriblemente nerviosa, pidió permiso para hablar.

—Soy —dijo— la prima del infeliz niño que fue asesinado… o más bien, su hermana, porque fui educada por sus padres y viví con ellos desde mucho antes incluso de que él naciera; así que tal vez se considere improcedente que declare aquí; pero cuando veo a una criatura como ella estar en peligro solo por la cobardía de sus supuestos amigos, deseo que se me permita hablar para poder decir lo que sé de su carácter. La conozco bien. He vivido en la misma casa, con ella, al principio durante cinco años, y más adelante, casi otros dos. Durante todo ese tiempo me ha parecido la criatura más amable y buena. Cuidó a mi tía en su última enfermedad con el mayor cariño y atención, y después se ocupó de su propia madre durante una larga y penosa enfermedad de un modo que causó la admiración de todos los que la conocían. Después de aquello, volvió a vivir en casa de mi tío, donde era apreciada y querida por toda la familia. Sentía un afecto muy especial por el niño que ha sido asesinado y siempre actuó para con él como una madre cariñosísima. Por mi parte, no dudo en afirmar que, a pesar de todas las pruebas que se presenten contra ella, yo creo y confío en su absoluta inocencia. No tenía ningún motivo para hacer algo así; y respecto a esa tontería que parece ser la prueba principal, si ella hubiera mostrado algún deseo de tenerla, yo se la habría dado de buen grado, tanto la aprecio y la valoro.

¡Maravillosa Elizabeth! Se oyó un murmullo de aprobación; pero se debió a su generosa intervención y no porque hubiera un sentimiento favorable hacia la pobre Justine, sobre la cual se volvió a desatar la indignación del público con renovada violencia, acusándola de la más perversa ingratitud. Ella lloraba mientras Elizabeth hablaba, pero no dijo nada. Mi nerviosismo y mi angustia fueron indescriptibles durante todo el juicio. Yo creía que era inocente… lo sabía. ¿Acaso el monstruo que había matado a mi hermano (no me cabía la menor duda), en su infernal juego, había entregado a aquella muchacha inocente a la muerte y a la ignominia? No podía soportar el horror de la situación; y cuando vi que la opinión pública y el rostro de los jueces ya habían condenado a mi infeliz víctima, abandoné la sala angustiado. Los sufrimientos de la acusada no eran comparables con los míos; ella se apoyaba en la inocencia, pero a mí las garras del remordimiento me desgarraban el pecho. Pasé una noche absolutamente miserable. Por la mañana volví al tribunal; tenía los labios y la garganta ardiendo. No me atrevía a lanzar la maldita pregunta, pero me conocían, y el oficial imaginó la razón de mi visita: se habían emitido los votos, todos eran negros, y Justine fue condenada.

CAPÍTULO 13

Ni siquiera puedo intentar describir lo que sentí entonces. Ya había experimentado sensaciones de horror anteriormente; y he tratado de expresarlo con las palabras adecuadas, pero en este caso las palabras no pueden proporcionar en absoluto una idea ajustada de la insoportable y nauseabunda desesperación que tuve que soportar. La persona a la que yo me había dirigido también añadió que Justine ya había confesado su culpabilidad.

—Esa confesión —apuntó— era casi innecesaria en un caso tan evidente, pero me alegro de que lo haya hecho; y, es más, a ninguno de nuestros jueces le gusta condenar a un criminal basándose en pruebas circunstanciales, aunque sean tan decisivas como en este caso.

Cuando regresé a casa, Elizabeth me pidió con ansiedad que le dijera cuál era el resultado.

—Prima mía —contesté—, se ha decidido lo que imaginas: todos los jueces prefieren que diez inocentes sean castigados antes que permitir que un culpable pueda escapar; de todos modos, ha confesado.

Aquello fue un nefasto golpe para la pobre Elizabeth, que había confiado firmemente en su inocencia.

—¡Dios mío…! —dijo—. ¿Cómo podré volver a creer jamás en la bondad humana? Justine, a quien amaba y apreciaba como a una hermana, ¿cómo pudo ofrecernos esas sonrisas solo para traicionarnos después? Sus dulces ojos parecían incapaces de enfadarse o estar de mal humor y, sin embargo, ha cometido un asesinato.

Poco después supimos que la pobre víctima había expresado su deseo de ver a mi prima. Mi padre no quería que fuera, pero dijo que decidiera según su propio juicio y sus sentimientos.

—Sí —dijo Elizabeth—; iré, aunque sea culpable; y tú, Victor, me acompañarás… no puedo ir sola.

La simple idea de aquella visita me torturaba, pero no podía negarme.

Entramos en aquella sombría celda y descubrimos a Justine sentada en un montón de paja, en una esquina; tenía las manos encadenadas y estaba con la cabeza apoyada en las rodillas; se levantó al vernos; y cuando nos dejaron a solas con ella, se arrojó a los pies de Elizabeth, llorando amargamente.

Mi prima también lloraba.

—¡Oh, Justine…! —dijo—. ¿Por qué me arrebataste el último consuelo que me quedaba? Yo confiaba en tu inocencia; y aunque estaba muy triste, no era tan desgraciada como ahora.

—¿También usted cree que soy tan malvada? —lloró Justine—. ¿También se une usted a mis enemigos para aplastarme? —Su voz se fue apagando entre sollozos.

—Levántate, mi pobre niña —dijo Elizabeth—, ¿por qué te arrodillas si eres inocente? Yo no soy uno de tus enemigos; creía en tu inocencia, a pesar de todas las pruebas, hasta que supe que tú misma te habías declarado culpable. Ahora dices que todo eso es falso; y puedes estar segura, mi querida Justine, que nada, en ningún momento, puede quebrar mi confianza en ti, salvo tu propia confesión.

—Confesé —dijo Justine—, pero confesé una mentira. Confesé porque así podría obtener la absolución, pero ahora esas mentiras y esas falsedades pesan en mi corazón más que todos mis pecados juntos. ¡Que el Dios del Cielo me perdone! Desde que fui condenada, mi confesor me ha estado apremiando; me ha amenazado y me ha gritado hasta que casi he comenzado a pensar que yo era la malvada criminal que él dice que soy. Me ha amenazado con la excomunión y con las llamas del infierno si persistía en mi obstinación. Mi querida señorita, no tenía a nadie que me ayudara… Todos me miraban como un maldito monstruo destinado a la ignominia y la perdición. ¿Qué podía hacer? En un momento de debilidad, firmé una mentira, y ahora solo yo me siento verdaderamente miserable. —Se detuvo, llorando, y luego prosiguió—: Pensé horrorizada, mi querida señorita, que usted creería que su Justine, a quien su bendita tía había honrado tanto con su aprecio y a quien usted tanto amaba, era un monstruo capaz de un crimen que nadie, salvo el mismísimo demonio, podría haber perpetrado. ¡Querido William, mi querido y bendito niño, pronto te veré en el Cielo y en la Gloria…! Eso me consuela, ahora que voy a sufrir la ignominia y la muerte.

—¡Oh, Justine…! —gritó Elizabeth llorando—. ¡Perdóname por haber desconfiado de ti un solo momento! ¿Por qué confesaste? No te lamentes, mi querida niña, yo proclamaré tu inocencia en todas partes y conseguiré que me crean. Aunque tú tengas que morir… tú, mi amiga, mi compañera de juegos, más que una hermana… morir… No, no podré sobrevivir a una desgracia tan horrible…

—Querida y dulce señorita, no llore… —contestó Justine—. Debería usted animarme con pensamientos sobre una vida mejor, y elevar mi espíritu sobre las pequeñas preocupaciones de este mundo de injusticia y violencia. No, mi buena Elizabeth, no me hunda usted en la desesperación.

Elizabeth abrazó a la desgraciada.

—Intentaré consolarte —dijo—, pero me temo que esta es una tragedia tan profunda y tan desgarradora que el consuelo apenas sirve de nada, porque no hay esperanza. Que el Cielo te bendiga, mi queridísima Justine, con una resignación y una fe que eleve tu espíritu por encima de este mundo. ¡Oh, cómo desprecio todas sus farsas y sus necedades! Cuando una criatura es asesinada, inmediatamente a otra se le arrebata la vida, con una lenta tortura, y luego los verdugos, con las manos aún teñidas de sangre inocente, creen que han llevado a cabo una gran acción. Lo llaman castigo justo… ¡qué espantosas palabras! Cuando se pronuncian esas palabras, ya sé que se van a infligir los peores castigos y los más horribles que el tirano más siniestro haya inventado jamás para saciar su inconcebible venganza. Ya sé que esto no te va a consolar, mi Justine, a menos que en realidad estés feliz de abandonar un agujero tan asqueroso como este. ¡Dios mío! Querría estar descansando en paz, con mi tía y mi dulce William… lejos de esta luz que me resulta odiosa y de los rostros de hombres que aborrezco.

Justine sonrió lánguidamente.

—Esto, querida señorita —dijo—, es desesperación y no resignación. No debo aprender la lección que usted me está enseñando… Hablemos de otra cosa, de algo que me procure alegría y no aumente mi amargura.

Durante esta conversación, yo me había apartado a una esquina de la celda, donde pude disimular la horrorosa angustia que me atenazaba. ¡Desesperación! ¿Quién se atrevía a hablar de eso? La pobre víctima, que al día siguiente iba a traspasar la terrorífica frontera entre la vida y la muerte, no sentía… ¡una agonía tan profunda y amarga como la mía! Los dientes me rechinaban y los apreté con fuerza, dejando escapar un gemido que nació en lo más profundo de mi alma. Justine se sobresaltó. Cuando vio quién era, se aproximó a mí.

—Querido señor —dijo—, es usted muy amable al visitarme; espero que usted no crea que soy culpable.

No pude responder.

—No, Justine —dijo Elizabeth—; él está más convencido de tu inocencia que yo; por eso, ni siquiera cuando supo que habías confesado lo creyó.

—Se lo agradezco de verdad —dijo Justine—. En estos últimos momentos siento la gratitud más sincera por aquellos que todavía piensan en mí con bondad. ¡Qué dulce es el cariño de los demás para una mujer tan desgraciada como yo! Casi me alivia de la mitad de mis penas; y siento como si pudiera morir en paz, ahora que usted, querida señorita, y su primo, han reconocido mi inocencia.

Así intentaba consolarse a sí misma y a los demás aquella pobre desgraciada. Es más, incluso pudo alcanzar la resignación que anhelaba; pero yo, el verdadero asesino, sentía que estaba viva en mi pecho la carcoma eterna que no permite ni la esperanza ni el consuelo. Elizabeth también lloraba y era desgraciada; pero la suya era también la tristeza de la inocencia, la cual, como una nube que pasa sobre la pálida luna, durante un instante la oculta, pero no puede matar su brillo. La angustia y la desesperación había penetrado hasta lo más profundo de mi corazón… Albergaba un infierno en mi interior que nada podía apagar.

Permanecimos varias horas con Justine, y solo con gran dificultad Elizabeth reunió valor para apartarse de ella.

—¡Ojalá muriera yo contigo! —gritó llorando—. ¡No soporto vivir en este mundo de dolor!

Justine adoptó un aire de alegría, aunque apenas podía contener sus amargas lágrimas.

—Adiós, querida señorita, mi queridísima Elizabeth; que el Cielo en su infinita bondad la bendiga y la proteja. Que sea esta la última desgracia que tenga usted que sufrir; viva y sea feliz para hacer felices a los demás.

Cuando regresábamos, Elizabeth me dijo:

—No sabes, mi querido Víctor, cuánto me ha tranquilizado saber que puedo estar segura de la inocencia de esa desafortunada muchacha. Jamás podría volver a vivir en paz si mi confianza en ella se hubiera visto defraudada. En esos momentos en que lo creí, sentí una angustia que no hubiera podido soportar durante mucho tiempo. Ahora mi corazón se siente aliviado. La inocente sufre, pero aquella a quien yo consideraba amable y buena no es una malvada, y eso me consuela.

¡Mi dulce prima! Tales eran tus pensamientos, puros y dulces como tus queridos ojos y tu voz. Pero yo… yo era un monstruo, y nadie jamás podría concebir la amargura que sufrí entonces.

CAPÍTULO 14

Cuando la mente ha estado intensamente ocupada en una rápida sucesión de acontecimientos, nada es más doloroso que la mortal calma de apatía y certidumbre que surge a continuación y que impide que el alma sienta ni esperanza ni temor. Justine murió. Descansó. Y yo estaba vivo. La sangre corría libremente por mis venas, pero un peso de desesperación y remordimiento me aplastaba el corazón y nada podía aliviar ese dolor. El sueño huía de mis ojos. Vagaba como un alma en pena, porque había cometido actos malvados y horribles que ni siquiera se pueden describir, y (estaba convencido) aún cometería más, muchos más. Sin embargo, mi corazón rebosaba de cariño y bondad. Mi vida había comenzado con buenas intenciones y había deseado que llegara el momento en que pudiera ponerlas en práctica y convertirme en una persona útil para mis semejantes. Ahora todo se había derrumbado. En vez de tener la conciencia tranquila, que me permitiera revisar mis actos con autocomplacencia y, a partir de ese punto, albergar promesas de nuevas esperanzas, estaba abrumado por los remordimientos y la culpa, y me entregaba a un infierno de torturas infinitas que ni siquiera pueden describirse.

Este estado de ánimo minó mi salud, que se había restablecido por completo desde el primer ataque que había sufrido. No soportaba la presencia de nadie; cualquier gesto de alegría o satisfacción era una tortura para mí. La soledad era mi único consuelo… una soledad profunda, negra, como la muerte. Mi padre observó con dolor el perceptible cambio que había tenido lugar en mi conducta y mis costumbres, e intentó razonar conmigo sobre la locura que suponía entregarse a un dolor desmesurado.

—¿Crees que yo no sufro, Victor? —dijo—. Nadie puede querer a un muchacho más de lo que yo quería a tu hermano —y las lágrimas anegaron sus ojos cuando dijo aquello—; pero… ¿no es nuestro deber para con los que siguen vivos intentar refrenarnos y no aumentar su tristeza mostrando un dolor exagerado? Y también es un deber para contigo mismo; porque la pena excesiva impide mejorar y sentirse alegre, e incluso impide realizar las tareas cotidianas sin las cuales ningún hombre puede vivir en sociedad.

Aquel consejo, aunque era bueno, era de todo punto inaplicable en mi caso; yo debería haber sido el primero en ocultar mi dolor y consolar a mis seres queridos… si los remordimientos no hubieran mezclado su amargura con el resto de mis emociones. En aquel momento solo podía responder a mi padre con una mirada de desesperación e intentar apartarme de su vista. Por aquel entonces nos fuimos a vivir a nuestra casa de Belrive. Este cambio me resultó especialmente agradable. El cierre de las puertas de la ciudad, habitualmente a las diez en punto, y la imposibilidad de permanecer en el lago después de esa hora convertían nuestra permanencia dentro de los muros de Ginebra en una obligación muy desagradable para mí. Ahora era libre. A menudo, después de que el resto de la familia se hubiera retirado a dormir, yo cogía el bote y pasaba la noche sobre las aguas: algunas veces, con las velas desplegadas, me dejaba arrastrar por el viento; y en otras ocasiones, después de remar hasta el centro del lago, dejaba que el bote siguiera su propio curso y me entregaba a mis dolorosas reflexiones. Muchas veces estuve tentado… cuando todo era paz a mi alrededor y yo era lo único que vagaba desasosegado y sin descanso en una escena tan maravillosa y celestial, si exceptúo a algún murciélago solitario o las ranas, cuyo croar áspero y rítmico se oía solo cuando me aproximaba a las orillas… Muchas veces, digo, estuve tentado de arrojarme al lago callado y en calma, para que las aguas me engulleran a mí y a mis calamidades para siempre. Pero me detenía cuando pensaba en la heroica y abnegada Elizabeth, a quien tanto quería, y cuya existencia estaba íntimamente ligada a la mía. Y también pensaba en mi padre y en el hermano que me quedaba; ¿acaso mi miserable deserción no los dejaría abandonados y desprotegidos, a merced de la maldad del monstruo que había arrojado entre ellos? En esos momentos me entregaba al llanto amargamente, y deseaba que la paz volviera a mi mente solo porque así podría intentar consolarlos y procurarles felicidad… pero no pudo ser: los remordimientos frustraban cualquier esperanza. Yo había sido el responsable de un mal irremediable y vivía con el constante temor de que el monstruo que yo había creado pudiera perpetrar algún nuevo crimen. Tenía el oscuro presentimiento de que aquello no había acabado y de que aún cometería algún crimen señalado, el cual, por su enormidad, casi borraría el recuerdo de sus maldades pasadas. En tanto quedara vivo alguien a quien yo pudiera amar, siempre tendría razones para tener miedo. La repugnancia que sentía hacia aquel maldito demonio apenas se puede concebir. Cuando pensaba en él, me rechinaban los dientes, mis ojos se inyectaban en sangre, y deseaba ardientemente destruir aquella vida que tan inconscientemente había creado. Cuando pensaba en sus crímenes y en su perversidad, el odio y la venganza se desataban en mi pecho y superaban todos los límites de lo racional. Habría ido en peregrinación al pico más alto de los Andes si hubiera sabido que podría arrojarlo al vacío desde allí; no deseaba otra cosa sino volver a verlo: así podría descargar todo mi inmenso odio sobre su cabeza y vengar las muertes de William y Justine.

Gatunki i tagi
Ograniczenie wiekowe:
0+
Objętość:
5250 str.
ISBN:
9782380374124
Właściciel praw:
Bookwire
Format pobierania:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

Z tą książką czytają