Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 944

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—¿En serio?

—Te he enviado recado esta noche porque creía que podías animarme, pero me has animado más de lo que esperaba.

—Me alegro. ¿Y realmente te animo?

—Estás radiante; te mueves como flotando; tu voz es musical.

—Es agradable volver a estar aquí.

—Ciertamente es agradable; es lo mismo que yo siento. Y ver la salud en tus mejillas y la esperanza en tus ojos también es agradable, Cary. Pero ¿qué es esa esperanza y cuál es la fuente de esa dicha que percibo en ti?

—Primero, soy feliz por mamá. La quiero muchísimo y ella me quiere a mí. Me cuidó con amor durante mucho tiempo; ahora que me he restablecido gracias a sus cuidados, soy yo la que se ocupa de ella todo el día. Le digo que ahora me toca a mí atenderla, y eso es lo que hago. Soy su camarera, además de su hija. Me gusta… te reirías si supieras cómo me complace hacerle vestidos y coser para ella. Está tan elegante ahora, Robert. No le permito ser anticuada. Y además, su charla es amena, llena de sabiduría, juiciosa, bien informada, y de recursos inagotables que han amasado calladamente sus dotes de observación. Cada día que pasa me gusta más, más alto es mi concepto de ella, más la quiero.

—Eso es entonces lo primero, Cary. Esa forma de hablar de «mamá» basta para que uno sienta celos de la vieja señora.

—No es vieja, Robert.

—De la joven señora, entonces.

—No pretende ser joven.

—Bueno, pues de la matrona. Pero has dicho que el cariño de «mamá» era lo primero que te hacía feliz. ¿Qué es lo otro?

—Que me alegro de que estés mejor.

—¿Qué más?

—Me alegro de que seamos amigos.

—¿Tú y yo?

—Sí. Hubo un tiempo en que pensé que no lo seríamos.

—Cary, tengo intención de contarte un día una cosa de mí que me avergüenza y que, por lo tanto, no te agradará.

—¡Ah! ¡No lo hagas! No soporto la idea de pensar mal de ti.

—Y yo no soporto la idea de que pienses mejor de mí mismo de lo que merezco.

—Bueno, pero lo cierto es que ya estoy al tanto de esa «cosa». En realidad, creo que lo sé todo.

—No, no lo sabes.

—Creo que sí.

—¿A quién concierne, aparte de mí?

Caroline enrojeció; vaciló; calló.

—¡Habla, Cary! ¿A quién concierne?

Ella intentó pronunciar un nombre y no pudo.

—Dímelo; estamos solos. Sé sincera.

—Pero ¿y si me equivoco?

—Te lo perdonaré. Susúrralo, Cary.

Robert acercó la oreja a los labios de Caroline, que, aun así, no quiso o no pudo contestar. Viendo que él aguardaba y que estaba dispuesto a arrancarle una respuesta, dijo por fin:

—Hace una semana, la señorita Keeldar pasó un día en la rectoría. Cuando llegó la noche, helaba, y la convencimos para que se quedara.

—¿Y os dedicasteis a rizaros el pelo?

—¿Cómo lo sabes?

—Y entonces os pusisteis a charlar y ella te contó…

—No fue entonces, así que no eres tan listo como crees. Además, no me contó nada.

—¿Dormisteis juntas?

—Compartimos la habitación y la cama. No dormimos gran cosa. Nos pasamos la noche hablando.

—¡Pondría la mano en el fuego! Y entonces salió todo a relucir. Tant pis. Habría preferido que lo supieras por mí.

—Te equivocas. Shirley no me contó lo que sospechas; no es del tipo de personas que airean tales cosas, pero yo deduje algo por varias cosas que me dijo, comprendí otras por los rumores y adiviné el resto por instinto.

—Pero si no te contó que quería casarme con ella por su dinero, y que me rechazó, indignada y con desprecio (no es necesario que te sobresaltes ni que te ruborices; tampoco es necesario que te pinches esos dedos temblorosos con la aguja: es la verdad, tanto si te gusta como si no); si no fue ése el asunto del que trataron vuestras augustas confidencias, ¿qué rumbo tomaron? Has dicho que hablasteis toda la noche: ¿de qué?

—De cosas sobre las que nunca antes habíamos hablado en profundidad, pese a haber sido íntimas amigas. Pero no esperarás que te las cuente a ti.

—Sí, sí, Cary, cuéntamelas. Has dicho que somos amigos y los amigos han de confiar siempre el uno en el otro.

—Pero ¿te comprometes a no contar a nadie lo que te diga?

—Totalmente.

—¿Ni siquiera a Louis?

—¿Ni siquiera a Louis? ¿Qué le importan a él los secretos de unas señoritas?

—Robert, Shirley es una persona curiosa y magnánima.

—Supongo. Imagino que tiene sus virtudes y sus defectos.

—Es cautelosa cuando se trata de expresar sus sentimientos, pero cuando éstos fluyen como un río y pasan caudalosos y rápidos ante tus ojos, casi sin su consentimiento, te quedas mirando, te asombras, la admiras y… creo… que la amas.

—¿Viste tú ese espectáculo?

—Sí, en medio de la noche, cuando toda la casa estaba en silencio e iluminada por las estrellas, y el frío reflejo de la nieve brillaba tenuemente en el dormitorio; entonces vi el corazón de Shirley.

—¿Su corazón? ¿Crees que te lo mostró?

—Su corazón.

—¿Y cómo era?

—Como un altar, pues era sagrado; como la nieve, pues era puro; como una llama, pues era cálido; como la muerte, pues era fuerte.

—¿Ama? Dímelo.

—¿Tú qué crees?

—Que no ha amado todavía a nadie que la haya amado.

—¿Quiénes son esos que la han amado?

Robert enumeró una lista de caballeros que se cerraba con sir Philip Nunnely.

—No ha amado a ninguno de ellos.

—Sin embargo, algunos son dignos del afecto de una mujer.

—Del de algunas mujeres, pero no del de Shirley.

—¿Es mejor ella que otras de su sexo?

—Es peculiar y más peligrosa si se casa uno con ella… irreflexivamente.

—Me lo imagino.

—Habló de ti…

—¡Oh! ¡Así que lo hizo! Antes lo has negado.

—No habló como tú imaginas, pero yo le pregunté y la obligué a que me dijera qué pensaba o, más bien, qué sentía por ti. Quería saberlo; hacía tiempo que quería saberlo.

—También yo, pero oigamos el resto. Sin duda piensa que soy un ser vil y despreciable, ¿no?

—La opinión que tiene de ti es casi la más elevada que puede tener una mujer de un hombre. Ya sabes que Shirley puede ser muy elocuente cuando quiere; todavía me parece sentir la pasión de las ardientes palabras con que se expresó.

—Pero ¿qué siente?

—Hasta que tú la escandalizaste (me dijo que la habías escandalizado, pero no quiso contarme cómo), sentía lo mismo que una hermana por un hermano al que quiere y del que está orgullosa.

—No volveré a escandalizarla, Cary, pues su indignación rebotó sobre mí, haciendo que me tambaleara. Pero esa comparación entre hermana y hermano es una tontería: ella es demasiado rica y orgullosa para abrigar sentimientos fraternales por mí.

—No la conoces, Robert, y ahora creo (antes pensaba de otra forma) que no llegarás a conocerla: tú y ella no estáis hechos para entenderos.

—Puede que sea así. Siento aprecio por ella; la admiro. No obstante, mis impresiones acerca de ella son duras, quizá despiadadas. Creo, por ejemplo, que es incapaz de amar…

—¡Shirley incapaz de amar!

—Que no se casará jamás. La imagino celosa de su orgullo, reacia a renunciar a su poder, a compartir su propiedad.

—Shirley ha herido tu amor propio.

—Cierto, aunque no sentía cariño, ni una chispa de pasión, por ella.

—Entonces, Robert, fue una maldad por tu parte querer casarte con ella.

—Y una vileza, mi pequeña pastora, mi hermosa sacerdotisa. Jamás he deseado besar a la señorita Keeldar en toda mi vida, a pesar de que tiene unos labios bonitos, de color escarlata y redondeados como cerezas maduras; o, si lo deseé, fue un mero impulso visual.

—Ahora dudo de si dices la verdad: las uvas y las cerezas son amargas… «cuando cuelgan demasiado alto».

—Tiene una bonita figura, un bonito rostro, hermosos cabellos: sé ver todos sus encantos, pero no soy sensible a ellos o, si lo soy, es de un modo que ella desdeñaría. Supongo que me tentó el dorado exterior del cebo. Caroline, ¡qué noble persona es tu Robert, grande, bueno, desinteresado, y tan puro!

—Pero no perfecto; cometiste un gran error en una ocasión, pero no volveremos a oír hablar de eso.

—¿Y no pensaremos más en ello, Cary? ¿No lo despreciaremos en el fondo de nuestro corazón amable, pero justo, compasivo, pero recto?

—¡Jamás! Recordaremos que, con la vara que lo midamos, seremos medidos, y no tendremos desprecio que mostrar, sino sólo afecto.

—Que no será suficiente, te lo advierto. Un día se te exigirá algo mucho más fuerte, más dulce y cálido que el afecto. ¿Podrás dármelo?

Caroline estaba conmovida, realmente conmovida.

—Cálmate, Lina —dijo Moore con tono apaciguador—. No tengo intención, porque no tengo derecho, de alterarte ahora, ni en los meses venideros. No pongas esa cara, como si fueras a dejarme. No haremos ninguna otra alusión perturbadora; volveremos a los cotilleos. No tiembles; mírame a la cara, ve el pobre fantasma, pálido y gris, en que me he convertido, más lastimoso que imponente.

Ella lo miró tímidamente.

—Todavía tienes algo que impone, a pesar de tu palidez —dijo cuando sus miradas se cruzaron.

—Volviendo a Shirley —prosiguió Moore—, ¿crees que se casará algún día?

—Ama.

—Platónicamente, teóricamente, ¡todo disparates!

—Ama, como yo digo, con todo su corazón.

—¿Te lo dijo ella?

—No puedo afirmar que lo dijera con esas palabras; no confesó que amara a un hombre en concreto.

—Eso pensaba.

—Pero el sentimiento se abrió paso a su pesar, y yo lo vi. Habló de un hombre en un tono que no dejaba lugar a dudas; su sola voz fue testimonio más que suficiente. Tras haberle sonsacado su opinión sobre tu carácter, pedí una segunda opinión sobre… otra persona acerca de la cual tenía yo mis conjeturas, aunque eran las más confusas y enmarañadas del mundo. Me empeñé en que hablara: la zarandeé, la regañé, le pellizqué los dedos cuando intentó eludirme con sarcasmos y burlas de esa extraña e irritante manera suya, y por fin salió: la voz, digo, fue suficiente; la elevó apenas por encima de un susurro, pero con una intensa vehemencia. No fue una confesión, no hubo confidencias; ella no se rebaja a tales cosas, pero estoy segura de que la felicidad de cierto hombre es tan preciosa para ella como su propia vida.

—¿Quién es él?

—La acusé directamente; no lo negó; no lo reconoció, pero me miró y vi sus ojos al reflejo de la nieve. Me bastó: la vencí sin piedad.

—¿Qué derecho tenías a vencer? ¿Quieres decir con eso que su corazón está libre?

—Esté yo como esté, Shirley es una cautiva. ¡La leona ha encontrado su domador! Puede que sea dueña de todo cuanto la rodea, pero no lo es de sí misma.

—¿De modo que te regocijaste al reconocer a una compañera de cautividad en una mujer tan hermosa y señorial?

—Sí. Robert, dices bien, en una mujer tan hermosa y señorial.

—Lo confiesas, entonces, ¿eres una compañera de cautividad?

—No confieso nada, pero digo que la altanera Shirley no es más libre de lo que fue Agar.

—¿Y puedes decirme quién es el Abraham, el heroico patriarca que ha logrado tal conquista?

—Hablas aún con cinismo y desprecio, y con amargura, pero yo te haré cambiar de actitud.

—Ya lo veremos. ¿Puede casarse Shirley con ese Cupido?

—¡Cupido! Es tan Cupido como tú eres un Cíclope.

—¿Puede casarse con él?

—Ya lo verás.

—Quiero saber su nombre, Cary.

—Adivínalo.

—¿Es alguien de la vecindad?

—Sí, de la parroquia de Briarfield.

—Entonces es alguien indigno de ella. No conozco una sola alma en la parroquia de Briarfield que sea su igual.

—Adivina.

—Imposible. Supongo que está engañada y al final cometerá un disparate.

Caroline sonrió.

—¿Apruebas la elección? —preguntó Moore.

—Totalmente.

—Entonces estoy desconcertado, pues la cabeza que ostenta esa abundante cascada de rizos castaños es una excelente máquina de pensar, de alta precisión, que se vanagloria de un juicio correcto y equilibrado, heredado de «mamá», supongo.

—Y yo apruebo la elección totalmente, y a mamá le encantó.

—¡A «mamá» le encantó! A la señora Pryor. ¿No es entonces un amor romántico?

—Es romántico, pero también es razonable.

—Dímelo, Cary. Dímelo, por piedad. Estoy demasiado débil para que me atormentes de esta manera.

—Has de sufrir un poco; no te hará ningún daño, no estás tan débil como pretendes.

—Dos veces se me ha pasado ya por la cabeza esta noche la idea de caer al suelo a tus pies.

—Más vale que no lo hagas; me negaría a ayudarte a levantarte.

—Y de adorarte. Mi madre era católica; te pareces a la más encantadora de las imágenes de la Virgen que tenía. Creo que abrazaré su fe para arrodillarme y adorarte a ti.

—Robert, Robert, estate quieto, no seas ridículo. Me iré con Hortense si haces extravagancias.

—Me has robado el sentido; ahora mismo no me viene nada a la cabeza más que les litanies de la sainte Viérge. «Rose celeste, reine des Anges!».

—«Tour d’ivoire, maison d’or»; ¿no es ésa la jerga? Bueno, siéntate y acierta la adivinanza.

—Pero ¡«mamá», encantada! Ahí está lo asombroso.

—Te diré lo que dijo mamá cuando se lo conté: «Puedes estar segura, querida mía, de que esa elección hará feliz a la señorita Keeldar».

—Haré un intento y nada más. Es el viejo Helstone. Va a ser tu tía.

—Se lo contaré a mi tío; ¡se lo contaré a Shirley! —exclamó Caroline, entre risas gozosas—. Prueba otra vez, Robert. Tus errores son muy divertidos.

—Es el párroco, Hall.

—Desde luego que no; él es mío, con tu permiso.

—¡Tuyo! ¡Sí! Todas las mujeres de Briarfield parecen haber convertido a ese sacerdote en un ídolo. Me gustaría saber por qué; es calvo, corto de vista y con los cabellos grises.

—Vendrá Fanny a buscarme antes de que hayas resuelto el acertijo, si no te das prisa.

—No más adivinanzas, estoy cansado. Además, no me importa. Por mí como si se casa con le grand Ture.

—¿Quieres que te lo susurre?

—Eso sí, y rápido. Ahí viene Hortense; acércate un poco más, Lina mía. Me importa más el susurro que las palabras.

Caroline susurró un nombre. Robert dio un respingo, sus ojos centellearon, él soltó una breve carcajada. Entró la señorita Moore, y detrás de ella Sarah para informar de que había llegado Fanny. No había más tiempo para conversaciones.

Robert encontró un momento para intercambiar unas cuantas frases más entre cuchicheos; aguardaba al pie de la escalera cuando Caroline bajó para ponerse el chal.

—¿Debo llamar noble criatura a Shirley ahora? —preguntó él.

—Si quieres decir la verdad, por supuesto.

—¿Debo perdonarla?

—¿Perdonarla? ¡Qué malo eres, Robert! ¿Quién obró mal, tú o ella?

—¿Debo amarla por fin, Cary?

Caroline alzó el rostro con vehemencia e hizo un movimiento hacia él entre cariñoso y malhumorado.

—Una palabra tuya, e intentaré obedecerte.

—Por supuesto que no debes amarla; la sola idea es perversa.

—Pero es hermosa, peculiarmente hermosa: la suya es una belleza que se hace notar poco a poco; la primera vez que la ves, sólo te parece bonita; no descubres que es hermosa hasta que no pasa un año.

—No eres tú quien dice esas cosas. Vamos, Robert, sé bueno.

—¡Oh! Cary, no tengo amor que dar. Aunque me cortejara la diosa de la belleza, no podría responder a sus requerimientos: no hay en este pecho un corazón que pueda llamar mío.

—Mejor que mejor; estás a salvo sin él. Buenas noches.

—¿Por qué has de irte siempre, Lina, en el momento justo en que más quiero que te quedes?

—Porque deseas más conservar cuando más seguro es que pierdas.

—Escucha, una palabra más. Vigila tu propio corazón, ¿me oyes?

—No hay peligro.

—No estoy seguro de eso; ese párroco platónico, por ejemplo…

—¿Quién? ¿Malone?

—Cyril Hall; a él le debo más de un arrebato de celos.

—En cuanto a ti, has estado coqueteando con la señorita Mann. El otro día me enseñó una planta que le habías regalado. Fanny, estoy lista.

CAPÍTULO XXXVI

ESCRITO EN LA SALA DE ESTUDIOS

Las dudas de Louis Moore con respecto a la inmediata evacuación de Fieldhead que pensaba llevar a cabo el señor Sympson estaban bien fundadas, como se vio. Al día siguiente de la gran pelea acerca de sir Philip Nunnely se produjo una especie de reconciliación entre tío y sobrina: Shirley, que era demasiado buena para faltar a la hospitalidad o parecerlo (excepto en el caso único del señor Donne), rogó a toda la familia que se quedara unos días más. Tan insistentes fueron sus ruegos que se hizo evidente que existía algún motivo por el que deseaba que se quedaran. Los Sympson le tomaron la palabra; en realidad, el tío no se resignaba a dejarla sin vigilancia y en libertad para casarse con Robert Moore tan pronto como el estado de dicho caballero le permitiera (el señor Sympson rezó piadosamente para que esto no sucediera jamás) renovar sus supuestas pretensiones a la mano de Shirley. Se quedaron todos.

En un primer momento, ofuscado por la ira contra la casa de los Moore, el señor Sympson se había conducido de tal modo con el señor Louis que éste —paciente con el duro trabajo o el sufrimiento, pero intolerante con la insolencia grosera— había dimitido de su cargo en el acto, y sólo aceptó volver a ocuparlo hasta que la familia abandonara Yorkshire. Sólo eso consiguieron las súplicas de la señora Sympson; el afecto que sentía Louis por su pupilo fue un motivo adicional para que accediera, y seguramente tenía un tercer motivo, más fuerte que cualquiera de los otros dos; seguramente le habría resultado realmente penoso abandonar Fieldhead en aquel preciso momento.

Todo fue bien durante un tiempo; la señorita Keeldar recobró la salud y el buen ánimo; Moore había hallado el modo de disipar todas sus aprensiones nerviosas y, verdaderamente, desde el momento mismo en que Shirley se confió a él, todos los miedos parecieron alzar el vuelo, su corazón volvió a ser tan alegre y su actitud tan despreocupada como las de una niña que, sin pensar ni en su propia vida ni en la muerte, delega toda la responsabilidad en sus padres. Louis Moore y William Farren —por cuyo medio inquirió el primero acerca del estado de Phoebe— convinieron en afirmar que la perra no estaba rabiosa, que sólo los malos tratos la habían inducido a huir, pues estaba demostrado que su amo tenía la costumbre de castigarla con violencia. Su afirmación podía ser o no ser cierta; el mozo de cuadra y el guardabosques decían lo contrario, y afirmaban que, si aquél no era un caso claro de hidrofobia, era porque no existía tal enfermedad. Louis Moore no dio crédito a tales pruebas y a Shirley le informó únicamente de lo que podía ser alentador. Ella le creyó y, verdadero o falso, lo cierto es que en su caso el mordisco fue totalmente inocuo.

Pasó noviembre; llegó diciembre. Por fin los Sympson se marchaban: consideraban un deber estar en casa por Navidad; hacían el equipaje; partirían al cabo de pocos días. Una noche de invierno, durante la última semana de su estancia, Louis Moore volvió a coger su cuaderno de hojas blancas y conversó con él como sigue:

Está más encantadora que nunca. Desde que se despejó aquella pequeña nube, el deterioro y la palidez se han desvanecido. Fue maravilloso ver la prontitud con que la mágica energía de la juventud le devolvió la vivacidad y la lozanía.

Después del desayuno de esta mañana, después de verla y escucharla, después de —por así decirlo— sentirla con cada átomo sensible de mi cuerpo, he pasado de su resplandeciente presencia al frío del salón. Al coger un pequeño libro encuadernado en oro, he descubierto que contenía una selección poética. He leído un par de poemas; no sé si el hechizo estaba en mí o en los versos, pero mi corazón se ha conmovido, mi pulso se ha acelerado; estaba enardecido, pese al ambiente helado. Yo también soy joven todavía; aunque ella dijo que nunca me ha considerado joven, apenas he cumplido los treinta. Hay momentos en que la vida —sin otro motivo más que el de mi juventud— me sonríe con dulzura.

Era la hora de ir a la sala de estudios y allí fui. La habitación es bastante agradable por las mañanas; el sol se filtra entonces a través de la baja celosía; los libros están ordenados; no hay papeles esparcidos; el fuego es limpio y claro; no han caído todavía cenizas ni se han acumulado. Encontré a Henry allí, y con él a la señorita Keeldar: estaban juntos.

He dicho que estaba más encantadora que nunca: es cierto. En sus mejillas se abren sendas rosas de un tono que no es intenso, sino delicado; sus ojos, siempre oscuros, nítidos y expresivos, expresan ahora un lenguaje que no puedo traducir. Es la manifestación, vista, que no oída, mediante la que debían de comunicarse los ángeles entre sí cuando había «silencio en el cielo». Sus cabellos han sido siempre negros como la noche y finos como la seda, su cuello ha sido siempre blanco, flexible, nacarado, pero ahora tienen un nuevo encanto: sus bucles son suaves como las sombras y los hombros sobre los que caen tienen la gracia de una diosa. Antes sólo veía su belleza, ahora la siento.

Henry le decía la lección aprendida antes de decírmela a mí; ella sostenía el libro con una mano, la otra mano la sostenía él. Ese muchacho disfruta de más privilegios de los que le corresponden; se atreve a acariciar y es acariciado. ¡Cuánta indulgencia y cuánta compasión le demuestra ella! Son excesivas; de continuar así, en unos cuantos años, cuando el alma de Henry estuviera ya formada, se la entregaría a ella en ofrenda como yo le he entregado la mía.

He visto que sus párpados se agitaban cuando he entrado yo, pero no ha levantado la vista; ahora apenas me mira. También parece más callada; a mí casi nunca me habla y, cuando estoy presente, habla poco con los demás. En mis horas bajas, atribuyo este cambio a la indiferencia… a la aversión… a quién sabe qué. En los momentos de euforia, le doy otro significado, me digo que si fuera su igual, encontraría recato en esa timidez, y amor en ese recato. Tal como están las cosas, ¿puedo atreverme a buscarlo? ¿Qué haría con él, si lo encontrara?

Esta mañana me he atrevido por fin a buscar la manera de pasar a solas una hora con ella; no sólo deseaba esa entrevista, estaba dispuesto a obtenerla. Me he atrevido a buscar el abrigo de la soledad. Con gran decisión he pedido a Henry que viniera a la puerta y le he dicho sin vacilar; «Vaya a donde quiera, muchacho, pero no vuelva hasta que yo le llame».

Noté que a Henry no le gustaba que lo echara; el muchacho es joven, pero también es un pensador. Sus ojos reflexivos me miran a veces con un extraño brillo; intuye lo que me une a Shirley; adivina que hay un placer mayor en la reserva con la que ella me trata a mí que en todas las expresiones de afecto que le dispensa a él. El joven león lisiado me rugiría alguna que otra vez por haber domado a su leona y ser ahora su guardián, si no fuera porque el hábito de la disciplina y el instinto del afecto lo mantienen a raya. Adelante, Henry, debes aprender a aceptar tu parte de amargura en la vida, como el resto de la estirpe de Adán, la que ha existido antes y la que vendrá después de ti; tu destino no puede ser una excepción a la suerte de toda la humanidad; agradece que tu amor se desengañe en época tan temprana, antes de que pueda reclamar su afinidad con la pasión. El enojo de una hora, una punzada de envidia, bastan para expresar lo que sientes; el clima de tus emociones no conoce aún los celos ardientes como el sol en lo alto, la rabia destructora como una tormenta tropical… todavía.

Ocupé mi lugar habitual en el escritorio, como acostumbraba a hacer. Tengo la suerte de ser capaz de disimular mi agitación interna con una calma aparente. Nadie que observe mi rostro imperturbable podrá adivinar el torbellino que se revuelve a veces en mi corazón, se traga mis pensamientos y hace zozobrar la prudencia. Es agradable tener el don de seguir el curso de la vida con tranquilidad y firmeza sin alarmar a nadie con un movimiento excéntrico. No tenía intención en aquel momento de pronunciar una sola palabra de amor, ni de revelar ni una sola chispa del fuego en el que me consumía. Jamás he sido presuntuoso, nunca lo seré. Antes que parecer siquiera egoísta e interesado, me levantaría decididamente, haría de tripas corazón y me alejaría de ella para siempre, para buscar en el confín del mundo una vida nueva, fría y estéril como la roca que diariamente baña la marea salada. Mi propósito esta mañana era observarla a ella detenidamente, leer una línea en la página de su corazón. Antes de marcharme, estaba resuelto a saber qué era lo que dejaba atrás.

Tenía varias plumas que arreglar; a la mayoría de los hombres les habrían temblado las manos teniendo el corazón tan agitado; las mías han trabajado sin que les fallara el pulso, y mi voz, cuando me he decidido a ejercitarla, no ha vacilado.

—Dentro de una semana estará usted sola en Fieldhead, señorita Keeldar.

—Sí, creo que mi tío tiene ahora la seria intención de marcharse.

—Se va descontento.

—Está disgustado conmigo.

—Se va tal como vino, su estancia aquí no le ha servido de nada; eso le mortifica.

—Confío en que el fracaso de sus planes le quite las ganas de trazar otros nuevos.

—A su modo, el señor Sympson era sincero al desear lo mejor para usted. Todo lo que ha hecho, o pretendía hacer, creía que era por su bien.

—Dice mucho en su favor que quiera defender a un hombre que se ha permitido tratarle a usted con tanta insolencia.

—Jamás me he escandalizado cuando lo que dice una persona está de acuerdo con su carácter, ni le he guardado resentimiento por ello, y desde luego el ataque vulgar y virulento de que fui objeto después de que usted lo hubiera derrotado estaba en perfecta consonancia con su carácter.

—¿Dejará de ser el preceptor de Henry?

—Me separaré de Henry por un tiempo (si él y yo vivimos, volveremos a encontrarnos, porque existe un afecto mutuo), y seré expulsado del seno de la familia Sympson para siempre. Por fortuna este cambio no me deja desamparado, pero precipita la ejecución prematura de proyectos concebidos hace ya tiempo.

—No hay cambio que lo pille a usted desprevenido. Estaba segura de que estaría preparado para cualquier alteración repentina con su calma característica. Siempre he pensado que vive usted en el mundo como un arquero solitario en un bosque, atento y vigilante, pero el carcaj que cuelga de su hombro contiene más de una flecha y su arco está provisto de una segunda cuerda. Tal es también la costumbre de su hermano. Podrían partir ambos como cazadores errantes hacia las tierras más salvajes y remotas del Oeste, y saldrían adelante. Los árboles les servirían para hacerse una cabaña, el seno desnudo del bosque talado les proporcionaría campos de labranza, los búfalos probarían los disparos de sus rifles, y, agachando cuernos y joroba, les rendirían homenaje.

—¿Y una tribu india de pies negros o de cabezas achatadas nos proporcionaría sendas esposas, tal vez?

—No —vaciló—, creo que no. Lo salvaje es sórdido; creo, es decir, espero que ninguno de los dos compartiera su hogar con alguien a quien no pudiera entregar el corazón.

—¿Cómo se le ha ocurrido hablar del salvaje Oeste, señorita Keeldar? ¿Ha estado conmigo en espíritu sin que yo la viera? ¿Se ha introducido en mis ensoñaciones y ha contemplado mi cerebro elaborando un proyecto de futuro?

Ella había roto en pedazos un trozo de papel para encender velas, pajuela lo llaman; arrojó al fuego un fragmento tras otro y contempló cómo se consumían pensativamente. No dijo nada.

—¿Cómo se ha enterado de lo que parece saber sobre mis intenciones?

—No sé nada; acabo de descubrirlo; yo hablaba al azar.

—Su azar parece adivinación. Nunca volveré a ser preceptor; jamás volveré a tener un pupilo después de Henry y de usted; nunca más volveré a sentarme diariamente a la mesa de otro hombre, ni seré el apéndice de una familia. Soy un hombre de treinta años; jamás he sido libre desde que era un niño de diez. Es tanta mi sed de libertad, siento una pasión tan profunda por conocerla y hacerla mía, un deseo de día y un anhelo de noche tan grandes por obtenerla y poseerla, que incluso cruzaría el Atlántico para conseguirla; la seguiré hasta el corazón de los bosques vírgenes. No aceptaré a una salvaje como esclava; no podría ser una esposa. No conozco a ninguna mujer blanca a la que ame que quiera acompañarme, pero estoy convencido de que me aguarda la libertad, sentada bajo un pino. Cuando la llame, vendrá a mi casa de troncos y colmará mi abrazo.

Shirley no pudo oírme hablar así sin sentirse conmovida, y ciertamente se conmovió. Era bueno; era lo que yo pretendía. No pudo responderme, ni mirarme; yo habría lamentado que hubiera podido hacerlo. Tenía las mejillas encendidas como si una flor de color carmesí, a través de cuyos pétalos brillara el sol, hubiera arrojado su luz sobre ella. En los párpados blancos y las cejas negras de sus ojos bajos temblaba cuanto de delicado hay en un sentido del pudor entre doloroso y placentero.

Pronto pudo dominar su emoción y reprimir sus sentimientos. Vi que había notado la insurrección y despertaba para aplastarla; se sentó. Pude leer la expresión de su cara; decía: «Veo la línea que es mi límite; no hay nada que pueda hacer que lo traspase. Siento, sé hasta dónde puedo revelar mis sentimientos, y cuándo debo cerrar el libro. He avanzado cierta distancia, toda la que me permite la naturaleza auténtica y soberana de mi sexo. Aquí me planto. Mi corazón puede romperse si es rechazado; que se rompa, jamás me deshonrará, jamás deshonrará a mis hermanas. ¡Sufrir antes que rebajarse! ¡Muerte antes que traición!».

Yo, por mi parte, me decía: «Si ella fuera pobre, estaría a sus pies. Si fuera menor su rango, la estrecharía entre mis brazos. Su dinero y su posición son dos grifos que la guardan, uno a cada lado. El amor mira y suspira, pero no se atreve. La pasión revolotea sobre ella, pero se mantiene a raya. La verdad y la devoción se espantan. No hay nada que perder en ganarla, no hay que hacer sacrificio alguno; el beneficio es neto y, por lo tanto, indescriptiblemente difícil».

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ISBN:
9782378079987
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