Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 814

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Actea siguió interrogándola:

—Sin embargo, ¿en casa de Pomponia te resultaba agradable?

—Sí —contestó Ligia, bajando la cabeza.

Actea reflexionó un instante, y luego dijo:

—Tú no eres esclava como lo fui yo. Vinicio podría casarse contigo, te dejaron como rehén y eres la hija del rey de los ligios. Aulo y Pomponia te quieren como si fueras su hija, y estoy segura que están dispuestos a adoptarte como hija. Vinicio podría casarse contigo.

Pero ella contestó en voz baja, y aún con mayor tristeza:

—Prefiero huir al país de los ligios.

—Ligia, ¿quieres que vaya ahora a casa de Vinicio, le despierte, si duerme, y le informe de lo que acabo de decirte ahora mismo? Sí, querida mía, iré y le diré que eres la hija de un rey y al mismo tiempo la niña querida del famoso Aulo; que si te ama te devuelva a ellos y luego te tome por esposa.

Pero la doncella repitió con tan apagado acento, que apenas logró oírla Actea:

—Prefiero irme al país de los ligios…

Y dos lágrimas se deslizaron por debajo de sus pestañas.

Pero la conversación fue interrumpida por un rumor de pasos que se acercaban, y antes de que Actea tuviera tiempo de ver quién se aproximaba, se presentó Popea acompañada de un pequeño séquito de esclavas. Dos de éstas sostenían sobre su cabeza unos haces de plumas de avestruz sujetos por unos alambres de oro, con los que la abanicaban suavemente y la protegían del sol aún ardiente del otoño. Delante de ella, una etíope, negra como el ébano, con el seno turgente como si estuviera repleto de leche, llevaba en brazos a una criatura, envuelta en púrpura con franjas de oro. Actea y Ligia se levantaron, creyendo que Popea pasaría adelante sin reparar en ellas; pero ésta se detuvo y dijo:

—Actea, los cascabeles que llevaba la muñeca que enviaste estaban mal cosidos; la criatura arrancó uno y se lo llevó a la boca; afortunadamente, Lilith lo vio a tiempo.

—Perdón, divina —contestó Actea, cruzando los brazos sobre el pecho e inclinando la cabeza.

Popea se puso a mirar a Ligia.

—¿Quién es esta esclava? —preguntó al cabo de un momento.

—No es esclava, divina Augusta, sino hija adoptiva de Pomponia Grecina, e hija del rey de los ligios, que la dejó a Roma como rehén.

—¿Ha venido a visitarte?

—No, Augusta; desde anteayer vive en el palacio.

—¿Asistió a la fiesta de anoche?

—Sí, Augusta.

—¿Por orden de quién?

—Del César…

Popea examinó a Ligia con mayor atención. Ésta se hallaba en pie ante ella con la cabeza inclinada, tan pronto levantando con curiosidad sus brillantes ojos como bajando de nuevo los párpados. De pronto, apareció una arruga entre las cejas de Popea. Celosa de su belleza y de su poder, vivía en perpetua alarma, con el temor de que una rival afortunada la perdiera a ella, como ella había perdido a Octavia. Por eso, cualquier rostro hermoso que viera en el palacio despertaba sus recelos. Con ojo experto apreció de una sola mirada todas las formas de la ligia, apreció todos los detalles de su rostro, y se asustó:

«Es una verdadera ninfa —se dijo—, nacida de la misma Venus».

Y de pronto pensó lo que hasta entonces nunca había pensado ante la presencia de una beldad: que era de bastante más edad. Vibró su amor propio herido, se adueñó de ella la inquietud. Mil temores comenzaron a dar vueltas en su cabeza. Quizá Nerón no la había visto todavía o, habiéndola mirado a través de su esmeralda, no la había apreciado. Pero ¿qué sucedería si él la viera de día, a pleno sol, tan maravillosa?… Además, no era esclava, sino hija de un rey, de un rey bárbaro, es verdad; pero hija de rey, al fin y al cabo.

«¡Dioses inmortales! —exclamó para sí—. ¡Es tan bella como yo, y además joven!».

Frunció aún más el ceño, y sus ojos brillaron con frío fulgor bajo las pestañas doradas.

Mas volviéndose a Ligia le preguntó con aparente tranquilidad:

—¿Has hablado con el César?

—No, Augusta.

—¿Por qué prefieres estar aquí a vivir en casa de Aulo?

—No lo prefiero, señora. Petronio indujo al César a que me sacara de casa de Pomponia; pero estoy aquí en contra de mi voluntad, ¡oh señora!

—¿Quisieras volver a casa de Pomponia?

Popea le dirigió esta pregunta con voz suave y bondadosa, así que en Ligia volvió de nuevo a alentar la esperanza.

—Señora —le dijo, tendiendo hacia ella sus manos—, el César ha prometido entregarme como esclava a Vinicio; pero intercede por mí y haz que me devuelvan a casa de Pomponia.

—¿Así que Petronio ha instigado al César para que te sacara de casa de Aulo y te entregara a Vinicio?

—Sí, señora. Y hoy Vinicio enviará a buscarme. Pero tú, que eres buena, apiádate de mí.

Y diciendo esto, se inclinó, y cogiendo el borde del vestido de Popea, esperó la respuesta con el corazón palpitante. Popea la contempló durante un instante con el rostro iluminado por una malvada sonrisa, y luego dijo:

—Te prometo que hoy mismo te convertirás en la esclava de Vinicio.

Y se alejó como una visión hermosa pero maligna. A los oídos de Ligia y Actea llegaron únicamente los gemidos de la criatura, que sin saber por qué comenzó a llorar. Los ojos de Ligia se llenaron de lágrimas, y luego, cogiendo a Actea de la mano, dijo:

—Volvamos. Sólo se puede esperar ayuda de Aquel que la puede prestar.

Y volvieron al atrium, que ya no abandonaron hasta la tarde. Cuando oscureció y los esclavos trajeron lamparillas cuádruples que despedían viva claridad, ambas estaban muy pálidas. Su conversación se interrumpía a cada momento. Ambas se hallaban pendientes por ver si alguien se acercaba. Ligia no cesaba de repetir que aunque sentía mucho separarse de Actea, como Urso debía estar ya esperándola en la oscuridad, prefería que todo sucediera aquella noche. Sin embargo, la emoción volvió su respiración más rápida y ruidosa. Actea recogió febrilmente las joyas que pudo, y atándolas en una punta del peplo de Ligia, le rogó que aceptara aquel don y medio de huida. Luego sobrevino un sordo silencio preñado de ilusiones auditivas. A ambas les pareció oír un susurro tras la cortina, un lejano llanto de niño y el ladrido de los perros. De pronto, se apartó la cortina del vestíbulo sin ruido y apareció en el atrium, como un fantasma, un hombre alto, moreno, con la cara picada de viruelas. Al instante Ligia reconoció a Atacino, un liberto de Vinicio que había ido varias veces a casa de Aulo.

Actea dio un grito, y Atacino, haciendo una profunda reverencia, dijo:

—Divina Ligia, te saludo en nombre de Marco Vinicio, que te espera con una fiesta en su casa toda engalanada con verde. Los labios de la doncella se tornaron completamente blancos.

—Voy —dijo.

Y se despidió de Actea, echándole los brazos al cuello.

X

En efecto, la casa de Vinicio estaba engalanada con el verdor del mirto y de la hiedra, y con ellos habían hecho adornos en las paredes y sobre las puertas. Guirnaldas de pámpanos rodeaban las columnas. En el atrium la abertura estaba cubierta con un toldo de tela de púrpura, y había luz como en pleno día. Se veían lámparas de ocho y doce luces en forma de vasos, de árboles, de animales, de pájaros o de estatuas sosteniendo lámparas llenas de aceite de oliva. Las lámparas se hallaban esculpidas en alabastro, en mármol o en dorado bronce corintio, aunque no eran tan maravillosas como el célebre candelabro del templo de Apolo, que utilizaba Nerón; pero eran muy hermosas y obras de célebres maestros. Algunas de las luces estaban veladas por cristales de Alejandría o telas transparentes de más allá del Indo, de color rojo, azul, amarillo y violeta, de forma que el atrium se hallaba lleno de luces multicolores. Por todas partes se esparcía el olor a nardos, al que se había aficionado Vinicio durante su estancia en Oriente. En el interior de la casa, muy iluminado también, andaban presurosos esclavos y esclavas.

En el triclinium la mesa estaba preparada para cuatro personas, ya que a la fiesta, además de Vinicio y Ligia, iban a asistir también Petronio y Crisotemis.

Vinicio se guiaba en todo de las indicaciones de Petronio, que le había aconsejado que no fuera a buscar a Ligia, sino que enviara a Atacino provisto del permiso del César, y que la recibiera él mismo en su casa, amistosamente e incluso con muestras de veneración.

—Ayer estabas borracho —le dijo—. Te vi. Te portaste con ella como un picapedrero de los montes de Alba. No seas inoportuno y recuerda que el buen vino se bebe despacio. Ten presente que si dulce es desear, más dulce aún es ser deseado.

Crisotemis tenía sobre ello una opinión personal completamente distinta; pero Petronio, llamándola su vestal y su paloma, comenzó a explicarle la diferencia que existía entre un diestro auriga de circo y el joven que por primera vez guía una cuadriga. Luego, volviéndose hacia Vinicio, agregó:

—Granjéate su confianza; anímala, muéstrate generoso con ella. No quisiera presenciar una fiesta triste. Y júrale hasta por el Hades que la devolverás a Pomponia; luego dependerá de ti solamente el que al día siguiente prefiera volver o quedarse a tu lado —luego, mostrando a Crisotemis, añadió—: Desde hace cinco años vengo practicando este sistema con esta paloma torcaz y no puedo quejarme de su esquivez…

Crisotemis replicó, al tiempo que le daba un golpecito con el abanico de plumas de pavo:

—¿Acaso te opuse resistencia?, ¡oh sátiro!

—Por consideración a mi antecesor…

—¿Acaso no te postraste a mis pies?

—Sí, para ponerte anillos en los dedos.

Crisotemis miró involuntariamente sus pies, en cuyos dedos lanzaban destellos las joyas, y ambos lanzaron una carcajada. Pero Vinicio no prestaba la menor atención a su escarceo. Su corazón latía ansiosamente bajo la estampada túnica de sacerdote sirio que se había puesto para recibir a Ligia.

—Ya habrán salido del palacio —dijo, como hablando consigo mismo.

—Seguramente —contestó Petronio—. Mientras tanto, te hablaré de las predicciones de Apolonio de Tiana, o te contaré la historia de Rufino, que no recuerdo por qué no terminé de contarte.

Pero a Vinicio le importaba la historia de Apolonio de Tiana tan poco como la historia de Rufino. Sólo pensaba en Ligia, y aunque se daba cuenta de que era mejor recibirla en su casa que ir por ella al palacio, en el papel de esbirro, lamentaba a veces no haber ido, aunque sólo fuera por ver antes a Ligia y sentarse a su lado, en la penumbra de la litera doble.

Entretanto, entraron varios esclavos portadores de trípodes adornados con cabezas de morueco, fuentes de bronce con carbones, sobre los que espolvoreaban pequeñas briznas de mirra y nardos.

—Ahora estarán dando la vuelta a las Carenas.

—No va a poder resistirlo, va a salir corriendo a su encuentro, y es capaz de no dar con ellos —exclamó Crisotemis. Vinicio se sonrió involuntariamente y contestó:

—Sí, resistiré.

Pero al mismo tiempo comenzaron a temblarle las aletas de la nariz y su respiración se hizo anhelante.

Viéndolo, Petronio se encogió de hombros, y dijo:

—No tiene de filósofo ni un sestercio; nunca podré hacer un hombre de este hijo de Marte.

Pero Vinicio ni siquiera le oyó.

—Ya están en las Carenas…

Y, en efecto, en aquel momento ya estaban torciendo hacia las Carenas. Los esclavos llamados lampadarii abrían la marcha; otros llamados pedisequi iban a ambos lados de la litera, y detrás de todos iba Atacino cerrando la marcha.

Pero avanzaban lentamente, ya que las antorchas en una ciudad sin iluminar alumbraban mal el camino. Las calles cercanas al palacio estaban casi desiertas; sólo se veía en ellas algún transeúnte que otro, linterna en mano; pero más adelante se advertía una extraordinaria animación. De las calles inmediatas desembocaban grupos de tres y cuatro personas, todos sin antorchas y envueltos en oscuros mantos. Algunos iban agregándose a la comitiva, mezclándose con los esclavos; otros, en grupos mayores, llegaban en dirección opuesta; algunos se tambaleaban como si estuvieran borrachos. Había momentos en que el avance se hacía tan penoso que los lampadarii comenzaron a gritar:

—¡Paso al noble tribuno Marco Vinicio!

Ligia veía a través de las cortinillas entreabiertas aquellos grupos sombríos, y se puso a temblar de emoción. Tan pronto se sentía dominada por el temor como por la esperanza.

—Es él. Es Urso con los cristianos. Ahora va a suceder —murmuró con labios trémulos—. ¡Oh Cristo, ayúdame! ¡Oh Cristo, sálvame!

Pero Atacino, que al principio no se había dado cuenta de la extraordinaria animación de la calle, comenzó a intranquilizarse. Había en ello algo raro. Los lampadarii se vieron obligados a repetir cada vez con más frecuencia:

—Paso a la litera del noble tribuno…

Gente desconocida empujaba de tal forma la litera que Atacino ordenó a los esclavos que se abrieran paso con bastones.

De pronto se oyó un grito en la parte de delante de la comitiva, y en aquel momento se apagaron todas las luces. Alrededor de la litera se produjo un remolino y comenzó el tumulto y la lucha.

Atacino comprendió que se trataba de un ataque en toda regla.

Y al convencerse de ello, se estremeció de terror. Nadie ignoraba que el César daba frecuentes asaltos en compañía de augustanos para divertirse en el Suburra y en otros barrios de la ciudad; también era sabido que traía de aquellas aventuras nocturnas algunos chichones y cardenales, y que aquel que opusiera resistencia iba derecho a la muerte, aun cuando fuera un senador. La casa de los guardias que tenían la misión de velar por el orden de la ciudad no estaba lejos; pero en tales casos se volvían los guardias sordos y ciegos. Mientras tanto, la batalla en torno a la litera se hallaba en su punto culminante. Los hombres comenzaban a batirse, derribarse y pisotearse. Por la mente de Atacino atravesó como un rayo la idea de que ante todo debía salvar a Ligia y a sí mismo y dejar a los demás entregados a su suerte. Sacándola de la litera, la cogió en brazos y trató de fugarse en la oscuridad.

Mas Ligia comenzó a gritar:

—¡Urso! ¡Urso!

Como iba vestida de blanco, era fácil distinguirla. Atacino trató con la mano que le quedaba libre de cubrirla a toda costa con su manto, cuando unas tenazas terribles le sujetaron por el cuello y al mismo tiempo cayó sobre su cabeza una mole aplastante, desplomándose al instante como un buey derribado por el hacha ante el altar de Júpiter.

La mayor parte de los esclavos yacían por tierra o huían, dispersándose en la gran oscuridad y arrimándose a las paredes. Allí sólo quedó la litera hecha añicos durante el combate. Urso se llevó a Ligia al Suburra; sus compañeros le siguieron, separándose poco a poco por el camino.

Los esclavos se reunieron para deliberar delante de la casa de Vinicio. No se atrevían a entrar. Después de una corta discusión, acordaron volver al lugar del suceso, donde encontraron algunos cadáveres, y entre ellos a Atacino. Éste se agitaba aún, y después de una violenta convulsión quedó rígido e inmóvil.

Cargaron con él y se detuvieron de nuevo ante el portal de la casa. Era preciso dar cuenta a su amo de lo ocurrido.

—Que se lo anuncie Gulo —murmuraron algunos—. Tiene el rostro ensangrentado como nosotros y el amo le quiere. Gulo corre menos peligro que cualquier otro.

Gulo, antiguo esclavo germano, que había criado a Vinicio, y que éste había heredado de su madre, la hermana de Petronio, dijo:

—Yo se lo diré; pero acompañadme todos. Que su cólera no caiga solamente sobre mi cabeza.

Mientras tanto, Vinicio no podía dominar su impaciencia. Petronio y Crisotemis se reían de él, pero él se paseaba con paso rápido por el atrium, repitiendo:

—¡Ya debían estar aquí!… ¡Ya debían estar aquí! …, Y quiso salir, pero Petronio y Crisotemis se lo impidieron. De repente resonaron pasos en la entrada y los esclavos se precipitaron en el atrium, se tiraron al suelo y levantaron los brazos, repitiendo con voz lastimera:

—¡Aaah! ¡Aah!…

Vinicio, de un salto, se plantó ante ellos.

—¿Dónde está Ligia? —gritó con voz terriblemente alterada.

—¡Aah!…

Gulo se adelantó entonces con el rostro ensangrentado, y dijo precipitadamente, con acento lastimero:

—Mira nuestra sangre, señor. ¡Hemos luchado! Mira nuestra sangre, mira nuestra sangre…

Pero no pudo terminar, porque Vinicio, agarrando un candelabro de bronce, de un golpe le deshizo el cráneo, y luego, cogiéndose la cabeza con ambas manos, se mesó los cabellos, repitiendo con voz ronca:

—Me miserum! Me miserum!…

Su rostro se puso amoratado, se le hundieron los ojos y le salió espuma de la boca.

—El látigo —rugió al fin con voz inhumana.

—¡Piedad, señor! ¡Aah!… —gimieron los esclavos.

Petronio se puso en pie, y con expresión de repugnancia en el rostro dijo:

—Vámonos, Crisotemis; si te agrada contemplar la carne, mandaré que abran la tienda de un carnicero de las Carenas. Y salió del atrium.

En toda aquella casa adornada con verde hiedra y preparada para la fiesta sólo se oyeron gemidos y el silbido del látigo hasta el amanecer.

XI

Vinicio no se acostó en toda la noche. Cuando Petronio se hubo marchado, pasado algún tiempo, viendo que los gemidos de los esclavos azotados no calmaban su dolor ni disipaban su cólera, reunió entonces un puñado de otros servidores y, poniéndose al frente de ellos, salió, avanzada la noche, en busca de Ligia. Recorrió el barrio del Esquilin, el Suburra, el Vicus Sceleratus y todas las calles inmediatas. Después de dar la vuelta al Capitolio a través del puente de Fabricio, se dirigió a la isla y recorrió parte de la ciudad transtiberina. Mas era aquello una búsqueda sin objeto, ya que él mismo no tenía esperanzas de encontrar a Ligia, y principalmente lo hacía para llenar con algo aquella terrible noche. Regresó a su casa al amanecer, a la hora en que por la ciudad empezaban a aparecer los carros y los mulos de los verduleros, y cuando los panaderos abrían sus tiendas. Al volver a su casa, ordenó que se llevaran el cadáver de Gulo, que nadie se había atrevido a tocar, y luego a los esclavos a los que les había sido arrebatada Ligia les envió a las prisiones rurales, castigo que algunas veces era más terrible que la muerte. Y por último, echándose sobre un sofá acolchonado del atrium, se puso a discurrir la manera de hallar y recuperar a Ligia.

Renunciar a ella, perderla, no verla más, le parecía materialmente imposible, y el mero hecho de pensarlo le volvía loco.

La naturaleza independiente del joven soldado encontraba resistencia por primera vez en su vida, y no concebía que fuera posible que alguien se opusiera a sus deseos. Vinicio hubiera preferido que el mundo y la ciudad se desplomaran antes de no conseguir lo que quería. Le habían arrebatado de la boca el encanto del placer, así que le parecía que había sucedido algo inaudito que reclamaba la venganza de los dioses y de los hombres.

Pero, ante todo, no podía resignarse con su suerte, ya que era Ligia lo que más deseaba en el mundo. La vida le parecía imposible sin ella. No se explicaba cómo podría seguir viviendo en los días sucesivos. Había momentos en que se adueñaba de él una rabia rayana en la locura. Quería tenerla para pegarla, arrastrarla de los cabellos al cubiculum y allí maltratarla. Mas luego se apoderaba de él una terrible nostalgia de oír de nuevo su voz, de ver su figura y sus ojos, y se sentía dispuesto a echarse a sus pies. La llamaba, se mordía los dedos y se sujetaba la cabeza con las manos. Trataba de obligarse a toda costa a pensar serenamente el modo de recuperarla, pero no pudo.

A su cabeza acudían miles de medios y formas, pero a cual más locos. Por último, cruzó por su mente como un rayo la idea de que Aulo se la había arrebatado y de que éste sabría dónde se ocultaba la doncella.

Se levantó para ir corriendo a casa de Aulo. Si no se la entregaban, si no se intimidaban ante sus amenazas, recurriría al César acusando al anciano jefe de desobediencia y obtendría contra él una sentencia de muerte; sin embargo, antes conseguiría de ellos la confesión de dónde se ocultaba Ligia. Pero aunque se la entregaran voluntariamente; también se vengaría. Aquel único ultraje bastaba para desligarle de todo agradecimiento. Su alma vengativa y encarnizada se puso a gozar con el sufrimiento que experimentaría Pomponia Grecina cuando el centurión le entregara a Aulo la sentencia de muerte. Estaba casi seguro de que la obtendría. Para ello le ayudaría Petronio. Además, el César no les negaba nada a los amigos augustanos, a menos que le moviera a ello la aversión personal o la avidez.

De pronto sintió que el corazón se le paraba en el pecho bajo la influencia de una suposición terrible:

«¿Y si el propio César fuera el raptor de Ligia?».

Todos sabían que Nerón, para entretener sus ocios, a veces emprendía aventuras nocturnas. El mismo Petronio tomaba algunas veces parte en aquellos juegos. Su objeto principal era apoderarse de mujeres y mantearlas en el manto de un soldado hasta que se desmayaban. A veces, el mismo Nerón llamaba a tales expediciones «caza de perlas», porque a veces ocurría que en algún barrio apartado populoso de gente miserable pescaban alguna perla de juventud y de gracia. Entonces el sagatio, que así se llamaba el manteamiento en una capa de soldado, se transformaba en un rapto, y la perla era enviada al Palatino o a alguna de las innumerables quintas que el César poseía, si éste no cedía el hallazgo a alguno de sus íntimos.

Eso podía haberle sucedido a Ligia. El César la habría mirado durante el banquete, y Vinicio no dudaba por un momento que le habría parecido la más hermosa de las mujeres que hasta entonces había visto. No era posible que hubiera sucedido de otra forma. Verdad es que Nerón la había tenido en el Palatino y hubiera podido quedarse con ella abiertamente; pero como decía Petronio, con razón, carecía del valor necesario para perpetrar un crimen y prefería hacer las cosas en secreto. También podía haberlo hecho por el temor que le inspiraba Popea. Vinicio se dio cuenta también de que Aulo no se hubiera atrevido a raptar violentamente a una muchacha que le había sido regalada por el César.

¿Quién, pues, se hubiera atrevido a hacerlo? ¿Acaso aquel gigante ligio de ojos azules, que se había atrevido a entrar en el triclinium y la había sacado de la fiesta en brazos? Pero ¿dónde podría ocultarse? ¿Adónde la habría conducido? ¡No! Un esclavo no se hubiera atrevido a tanto. Tal cosa sólo el César podría haberla hecho.

Ante semejante pensamiento, se le oscureció la vista y su frente se llenó de gotas de sudor.

En ese caso, Ligia estaba perdida para siempre; podría arrancarla de manos de cualquier otro, pero no de las del César. Ahora sí que podía repetir con más razón que antes: Vae misero mihi!

Se imaginaba a Ligia en brazos de Nerón, y comprendió por primera vez en su vida que hay pensamientos que el hombre no puede soportar. Ahora se daba cuenta de lo que la amaba. Y del mismo modo que por la imaginación del moribundo desfila como un relámpago la vida pasada, así se sucedieron los recuerdos que tenía de Ligia. La veía y oía cada una de sus palabras; la contemplaba junto a la fuente, en casa de Aulo, y en el festín; la sentía de nuevo junto a él, aspiraba el perfume de sus cabellos, sentía el calor de su cuerpo y el placer que experimentó durante la fiesta cuando estrujó sus inocentes labios. Le parecía cien veces más hermosa, más deseable, más dulce, y más que nunca la consideraba como la única elegida entre todos los mortales y las divinidades. Y al pensar que todo aquello que se le había grabado de tal forma en el corazón y que se había convertido en su sangre y su vida podía poseerlo Nerón, se apoderaba de él un dolor físico tan terrible, que experimentaba el deseo de romperse la cabeza contra las paredes del atrium. Temía volverse loco, y si no le hubiera sostenido el pensamiento de la venganza, habría perdido seguramente la razón. Pero de igual manera que antes le parecía imposible vivir si no recuperaba a Ligia, ahora le parecía imposible morir sin vengarla. Sólo aquel pensamiento le proporcionaba cierto alivio. «Seré tu Casio Queroneo», se decía pensando en Nerón. Y cogiendo un puñado de tierra de una de las macetas que había en el impluvium, hizo un terrible voto de venganza a Erebo, a Hécate y a sus propios lares. Entonces se tranquilizó un poco. Su vida tenía ya un objeto y podría llenar con algo sus días y sus noches. Después, desechando la idea de ir a casa de Aulo, se hizo conducir al Palatino.

Por el camino iba pensando que si no le recibía el César o le registraban para ver si llevaba armas, sería ésa la señal de que Ligia había sido raptada por Nerón. Sin embargo, no llevó armas consigo. Había perdido la noción de todo; pero como suele suceder con las personas obsesionadas por una sola idea, conservaba la presencia de espíritu en lo que concernía a su venganza. No quería que ésta se le malograra.

Ante todo, deseaba ver a Actea, pues pensaba que por ella se enteraría de la verdad.

Por momentos relampagueaba en su cerebro la esperanza de que quizá viera a Ligia, y a esta sola idea se ponía a temblar. Mas al momento desechó esa suposición. Si se la hubieran querido devolver lo hubieran hecho ayer. Actea era la única persona que podía explicarlo, y tenía que verla antes que a nadie.

Adquirida ya esta convicción, ordenó a los esclavos que apresurasen el paso, y durante el camino fue pensando desordenadamente, ya en Ligia, ya en la venganza.

Había oído decir que los sacerdotes egipcios de la diosa Phtah tenían el poder de enviar enfermedades a quien quisieran, y decidió averiguar por ellos la forma de hacerlo. En Oriente había oído decir que los judíos conocían una clase de encantamientos, por virtud de los cuales se cubrían de úlceras los cuerpos de sus enemigos. Entre sus esclavos tenía cierto número de judíos, y se prometió que a su regreso los haría torturar hasta que revelaran su secreto. Sin embargo, pensaba con mayor gusto en la espada romana corta, que hacía brotar un torrente de sangre, como el que había brotado de Cayo Calígula y había dejado manchas imborrables en las columnas del pórtico. Se hallaba dispuesto a matar a Roma entera, y si los dioses de la venganza le hubieran prometido que todo el mundo moriría excepto él y Ligia, hubiera aceptado tal proposición.

Ante el arco del palacio recobró toda su presencia de ánimo, y a la vista del guardia pretoriano pensó que si le oponía la menor dificultad en la entrada, era ello señal de que Ligia se hallaba en el palacio por la voluntad del César. Pero el primer centurión le sonrió amistosamente y, dando algunos pasos hacia él, dijo:

—Salud, noble tribuno; si vienes a presentar tus homenajes al César, vienes en un mal momento, y no sé si podrás verle.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Vinicio.

—La divina pequeña Augusta cayó ayer inesperadamente enferma, el César y la Augusta Popea están con ella junto con los médicos, que han sido llamados de toda la ciudad.

Era éste un suceso importante. Cuando al César le nació esta hija se volvió loco de alegría y la había recibido con extra humanum gaudium. Anteriormente, el Senado había encomendado a los dioses solemnemente el vientre de Popea. Se hicieron ofrendas votivas y se celebraron fiestas espléndidas en Ancio, donde tuvo lugar el alumbramiento; además, fue erigido un templo a las dos Fortunas. Nerón, que nunca fue moderado en cosa alguna, amó sin medida a aquella criatura. Popea también la quería con mayor motivo, ya que consolidaba su situación y hacía irresistible su influencia.

De la salud y la vida de la pequeña Augusta podía depender el destino de todo el Imperio, mas Vinicio se hallaba tan preocupado consigo mismo, con sus asuntos y su amor, que sin prestar casi atención a las noticias que le dio el centurión contestó:

—Deseo únicamente ver a Actea.

Y entró. Pero Actea se hallaba también ocupada junto al lecho de la niña y tuvo que aguardar mucho tiempo. Actea volvió cerca del mediodía, pálido y cansado el rostro, y a la vista de Vinicio palideció más aún.

—¡Actea! —exclamó Vinicio, tomándola de la mano y llevándola hasta el centro del atrium—. ¿Dónde está Ligia?

—Quería preguntarte eso mismo a ti —contestó dirigiéndole una mirada de reproche.

Pero él, aun cuando se había prometido interrogarla con calma, volvió a oprimirse la cabeza con ambas manos y dijo con el rostro contraído por el dolor y la cólera:

—Ha desaparecido. ¡Me la raptaron en el camino! Al cabo de un momento se dominó y, acercando su rostro al de Actea, le habló con los dientes apretados:

—¡Actea! Si aprecias tu vida y no quieres ser causante de desgracias, que no puedes ni siquiera imaginar, dime la verdad. ¿La raptó el César?

—El César no salió ayer del palacio.

—Por la sombra de tu madre, por todos los dioses, dime: ¿no está en el palacio?

—Por la sombra de mi madre, ni está en el palacio ni el César la ha raptado. La pequeña Augusta enfermó ayer y Nerón no se ha alejado de su cuna.

Vinicio respiró. Lo que le había parecido más terrible ya no era de temer.

—Así pues —dijo, sentándose en un banco y apretando los puños—, la ha raptado Aulo. En ese caso, ¡pobre de él!

—Aulo Plaucio estuvo aquí esta mañana. No pudo encontrarme, ya que estaba ocupada con la niña; pero preguntó por Ligia a Epafrodito y a otros sirvientes del César, y luego les dijo que volvería para verme.

—Quiso alejar de sí las sospechas. Si no hubiera sabido lo que le había sucedido a Ligia habría ido a buscarla a mi casa.

—Dejó escritas unas cuantas palabras en una tablilla. Por ella verás que al haber sido sacada de su casa, a petición tuya y de Petronio, por el César, esperaba que te hubiera sido enviada, y esta mañana estuvo en tu casa, donde le dijeron lo que había sucedido.

Y habiendo dicho esto, se dirigió al cubiculum, de donde volvió con la tablilla que le había dejado Aulo.