Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 595

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-Si sabéis manejar la espada, ¡apresuraos!

Los dos «se apresuraron», jadeantes y sudorosos. A poco gritó Tom:

-¿Por qué no te caes?

-¡No me da la gana! ¿Por qué no te caes tú? Tú eres el que va peor.

-Pero eso no tiene nada que ver. Yo no puedo caer. Así no está en el libro. El libro dice: «Entonces, con una estocada traicionera mató al pobre Guy de Guisborne.» Tienes que volverte y dejar que te pegue en la espalda.

No era posible discutir tales autoridades, y Joe se volvió, recibió el golpe y cayó por tierra. -Ahora-dijo, levantándose-, tienes que dejarme que te mate a ti. Si no, no vale.

-Pues no puede ser: no está en el libro. -Bueno, pues es una cochina trampa, eso es.

-Pues mira -dijo Tom-, tú puedes ser el lego Tuk, o Much, el hijo del molinero, y romperme una pata con una estaca; o yo seré el sheriff de Nottingham y tú serás un rato Robin Hood, y me matas.

La propuesta era aceptable, y así esas aventuras fueron representadas. Después Tom volvió a ser Robin Hood de nuevo, y por obra de la traidora monja que le destapó la herida se desangró hasta la última gota. Y al fin Joe, representando a toda una tribu de bandoleros llorosos, se lo llevó arrastrando, y puso el arco en sus manos exangües, y Tom dijo: «Donde esta flecha caiga, que entierren al pobre Robin Hood bajo el verde bosque.» Después soltó la flecha y cayó de espaldas, y hubiera muerto, pero cayó sobre unas ortigas, y se irguió de un salto, con harta agilidad para un difunto.

Los chicos se vistieron, ocultaron sus avíos bélicos y se echaron a andar, lamentándose de que ya no hubiera bandoleros y preguntándose qué es lo que nos había dado la moderna civilización para compensarnos. Convenían los dos en que más hubieran querido ser un año bandidos en la selva de Sherwood que presidentes de los Estados Unidos por toda la vida.

CAPÍTULO IX

Aquella noche, a las nueve y media, como de costumbre, Tom y Sid fueron enviados a la cama. Dijeron sus oraciones, y Sid se durmió en seguida. Tom permaneció despierto, en intranquila espera. Cuando ya creía que era el amanecer, oyó al reloj dar las diez. Era para desesperarse. Los nervios le incitaban a dar vueltas y removerse, pero temía despertar a Sid. Por eso permanecía inmóvil, mirando a la oscuridad. Todo yacía en una fúnebre quietud. Poco a poco fueron destacándose del silencio ruidos apenas perceptibles. El tictac del reloj empezó a hacerse audible; las añosas vigas, crujir misteriosamente; en las escaleras también se oían vagos chasquidos. Sin duda los espíritus andaban de ronda. Un ronquido discreto y acompasado salia del cuarto de tía Polly. Y entonces el monótono cri-cri de un grillo, que nadie podría decir de dónde venía, empezó a oírse. Después se oyó, en la quietud de la noche, el aullido lejano y lastimoso de un can; y otro aullido lúgubre, aún más lejano, le contestó. Tom sentía angustias de muerte. Al fin pensó que el tiempo había cesado de correr y que había empezado la eternidad; comenzó, a su pesar, a adormilarse; el reloj dio las once, pero no lo oyó. Y entonces, vagamente, llegó hasta él, mezclado con sus sueños, aún informes, un tristísimo maullido. Una ventana que se abrió en la vecindad, le turbó. Un grito de ¡Maldito gato! ¡Vete!, y el estallido de una botella vacía contra la pared trasera del cobertizo de la leña acabó de despabilarle, y en un solo minuto estabavestido, salía por laventana y gateaba en cuatro pies por el tejado, que estaba al mismo nivel. Maulló dos o tres veces, con gran comedimiento; después saltó al tejado de la leñera, y desde allí, al suelo. Huckleberry le esperaba, con el gato muerto. Los chicos se pusieron en marcha y se perdieron en la oscuridad. Al cabo de media hora estaban vadeando por entre la alta hierba del cementerio.

Era un cementerio en el viejo estilo del Oeste. Estaba en una colina a milla y media de la población.

Tenía como cerco una desvencijada valla de tablas, que en unos sitios estaba demzmbada hacia adentro y en otros hacia fuera, y en ninguno derecha. Hierbas y matorrales silvestres crecían por todo el recinto.

Todas las sepulturas antiguas estaban hundidas en tierra; tablones redondeados por un extremo y roídos por la intemperie se alzaban hincados sobre las tumbas, torcidos y como buscando apoyo, sin encontrarlo.

«Consagrado a la memoria de Fulano de Tal», había sido pintado en cada uno de ellos, mucho tiempo atrás; pero ya no se podía leer aunque hubiera habido luz para ello. Una brisa tenue susurraba entre los árboles, y Tom temía que pudieran ser las ánimas de los muertos, que se quejaban de que no se los dejase tranquilos. Los dos chicos hablaban poco, y eso entre dientes, porque la hora y el lugar y el solemne silencio en que todo estaba envuelto oprimía sus espíritus. Encontraron el montoncillo recién hecho que buscaban, y se escondieron bajo el cobijo de tres grandes olmos que crecían, casi juntos, a poco trecho de la sepultura.

Después esperaron callados un tiempo que les pareció interminable. El graznido lejano de una lechuza era el único ruido que rompía aquel silencio de muerte. Las reflexiones de Tom iban haciéndose fúnebres y angustiosas. Había que hablar de algo. Por eso dijo, en voz baja: -Huck, ¿crees tú que a los muertos no les gustará que estemos aquí? Huckleberry murmuró:

-¡Quién lo supiera! Está esto de mucho respeto, ¿verdad? -Ya lo creo que sí.

Hubo una larga pausa, mientras los muchachos controvertían el tema interiormente. Después, quedamente, prosiguió Tom:

-Dime, Huck ¿crees que Hoss Williams nos oye hablar? -Claro que sí. Al menos, nos oye su espíritu.

Tom, al poco rato:

-Ojalá hubiera dicho el señor Williams. Pero no fue con mala intención. Todo el mundo le llamaba Hoss.

-Hay que tener mucho ojo, en como se habla de esta gente difunta, Tom.

Esto era un jarro de agua fría y la conversación se extinguió otra vez. De pronto Tom asió del brazo a su compañero.

-¡Chist!...

-¿Qué pasa, Tom? -Y los dos se agarraron el uno al otro, con los corazones sobresaltados. -¡Chitón!... ¡Otra vez! ¿No lo oyes?

Yo...

-¡Allí! ¿Lo oyes ahora?

-¡Dios mío, Tom, que vienen! Vienen, vienen de seguro. ¿Qué hacemos? -No sé. ¿Crees que nos verán?

-Tom, ellos ven a oscuras, lo mismo que los gatos. ¡Ojalá no hubiera venido!

-No tengas miedo. No creo que se metan con nosotros. Ningún mal estamos haciendo. Si nos estamos muy quietos, puede ser que no se fijen. Ya lo haré, Tom; pero ¡tengo un temblor! -¡Escucha!

Los chicos estiraron los cuellos, con las cabezas juntas, casi sin respirar. Un apagado rumor de voces llegaba desde el otro extremo del cementerio. -¡Mira! ¡Mira allí! -murmuró Tom-. ¿Qué es eso? -Es un fuego fatuo. ¡Ay, Tom, qué miedo tengo!

Unas figuras indecisas se acercaban entre las sombras balanceando una antigua linterna de hojalata, que tachonaba el suelo con fugitivas manchas de luz. Huck murmuró, con un estremecimiento: -Son los diablos, son ellos. ¡Tom, es nuestro fin! ¿Sabes rezar?

-Lo intentaré, pero no tengas miedo. No van a hacernos daño. «Acógeme, Señor, en tu seno...»

-¡Chist!

-¿Qué pasa, Huck?

-¡Son humanos! Por lo menos, uno. Uno tiene la voz de Muff Potter.

-No...; ¿es de veras?

-Le conozco muy bien. No te muevas ni hagas nada. Es tan bruto que no nos ha de notar. Estará bebido, como siempre, el condenado.

-Bueno, me estaré quieto. Ahora no saben dónde ir. Ya vuelven hacia acá. Ahora están calientes. Fríos otra vez. Calientes. Calientes, que se queman. Esta vez van derechos. Oye, Huck, yo conozco otra de las voces...: es la de Joe el Indio.

-Es verdad..., ¡ese mestizo asesino! Preferiría mejor que fuese el diablo. ¿Qué andarán buscando?

Los cuchicheos cesaron de pronto, porque los tres hombres habían llegado a la sepultura y se pararon a pocos pasos del escondite de los muchachos.

-Aquí es -dijo la tercera voz; y su dueño levantó la linterna y dejó ver la faz del joven doctor Robinson.

Potter y Joe el indio llevaban unas parihuelas y en ellas una cuerda y un par de palas. Echaron la carga a tierra y empezaron a abrir la sepultura. El doctor puso la linterna a la cabecera y vino a sentarse recostado en uno de los olmos. Estaba tan cerca que los muchachos hubieran podido tocarlo.

-¡De prisa, de prisa! -dijo en voz baja-. La luna va a salir de un momento a otro.

Los otros dos respondieron con un gruñido, sin dejar de cavar. Durante un rato no hubo otro ruido que el chirriante de las palas al arrojar a un lado montones de barro y pedruscos. Era labor pesada. Al cabo, una pala tropezó en el féretro con un golpe sordo; y dos minutos después los dos hombres lo extrajeron de la tierra. Forzaron la tapa con las palas, sacaron el cuerpo y lo echaron de golpe en el suelo. La luna apareció saliendo de entre unas nubes, a iluminó la faz lívida del cadáver. Prepararon las parihuelas y pusieron el cuerpo encima, cubierto con una manta, asegurándolo con la cuerda. Potter sacó una larga navaja de muelles, cortó un pedazo de cuerda que quedaba colgado, y después dijo:

-Ya está hecha esta condenada tarea, galeno; y ahora mismo alarga usté otros cinco dólares, o ahí se queda eso.

-Así se habla -dijo Joe el Indio.

-¡Cómo!, ¿qué quiere decir esto? -exclamó el doctor-. Me habéis exigido la paga adelantada, y ya os he pagado.

-Sí, y más que eso aún -dijo Joe, acercándose al doctor, que ya se había incorporado-. Hace cinco años me echó usted de la cocina de su padre una noche que fui a pedir algo de comer, y dijo que no iba yo allí a cosa buena; y cuando yo juré que me lo había de pagar aunque me costase cien años, su padre me hizo meter en la cárcel por vagabundo. ¿Se figura que se me ha olvidado? Para algo tengo la sangre india. ¡Y ahora le tengo a usted cogido y tiene que pagar la cuenta!

Para entonces estaba ya amenazando al doctor, metiéndole el puño por la cara. El doctor le soltó de repente tal puñetazo que dejó al rufián tendido en el suelo. Potter dejó caer la navaja y exclamó:

-¡Vamos a ver! ¿Por qué pega usted a mi socio? -y un instante después se había lanzado sobre el doctor y los dos luchaban fieramente, pisoteando la hierba y hundiendo los talones en el suelo blando. Joe el Indio se irguió de un salto, con los ojos relampagueantes de ira, cogió la navaja de Potter, y deslizándose agachado como un felino fue dando vueltas en torno de los combatientes, buscando una oportunidad. De pronto el doctor se desembarazó de su adversario, agarró el pesado tablón clavado a la cabecera de la tumba de Williams, y de un golpe dejó a Potter tendido en tierra; y en el mismo instante el mestizo aprovechó la ocasión y hundió la navaja hasta las cachas en el pecho del joven. Dio éste un traspiés y se desplomó sobre Potter, cubriéndolo de sangre, y en aquel momento las nubes dejaron en sombra el horrendo espectáculo y los dos muchachos, aterrados, huyeron veloces en la oscuridad.

Poco después, cuando la luna alumbró de nuevo, Joe el Indio estaba en pie junto a los dos hombres caídos, contemplándolos. El doctor balbuceó unas palabras inarticuladas, dio una larga boqueada y se quedó inmóvil. El mestizo murmuró:

-Aquella cuenta ya está ajustada.

Después registró al muerto y le robó cuanto llevaba en los bolsillos, y en seguida colocó la navaja homicida en la mano derecha de Potter, que la tenía abierta, y se sentó sobre el féretro destrozado. Pasaron dos, tres, cuatro minutos y entonces Potter comenzó a removerse, gruñendo. Cerró la mano sobre la navaja, la levantó, la miró un instante y la dejó caer estremeciéndose. Después se sentó, empujando al cadáver lejos de sí y fijó en él los ojos, y luego miró alrededor aturdido. Sus ojos se encontraron con los de Joe.

-¡Cristo! ¿Cómo es esto, Joe? -dijo.

-Es un mal negocio -contestó Joe sin inmutarse-. ¿Para qué lo has hecho?

-¿Yo? ¡No he hecho tal cosa!

-¿Cómo? ¿Ahora sales con ésas?

Potter tembló y se puso pálido.

Yo creía que se me había pasado la borrachera. No debía haber bebido esta noche. Pero la tengo todavía en la cabeza..., peor que antes de venir aquí. No sé por dónde me ando; no me acuerdo casi de nada. Dime, Joe... palabra honrada, ¿lo hé hecho yo? Nunca tuve tal intención; te lo juro por la salvación de mi alma, Joe: no fue tal mi intención. Dime cómo ha sido. ¡Da espanto!... ¡Y él, tan joven, y que prometía tanto!

-Pues los dos andabais a golpes, y él te arreó uno con el tablón, y caíste despatarrado; y entonces vas y te levantas, dando tumbos y traspiés, y coges el cuchillo y se lo clavas, en el momento justo en que él te daba otro tablonazo más fuerte; y ahí te has estado, mismamente como muerto, desde entonces.

-¡Ay! ¡No sabía lo que me hacía! ¡Que me muera aquí mismo si me di cuenta! Fue todo cosa del whisky y del acaloramiento, me figuro. Nunca usé un arma en mi vida. He reñido, pero siempre sin armas. Todos pueden decirlo. Joe..., ¡Cállate, no digas nada! Dime que no has de decir nada. Siempre fui parcial por ti, Joe, y estuve de tu parte, ¿no te acuerdas? ¿No dirás nada? Y el mísero cayó de rodillas ante el desalmado asesino, suplicante, con las manos cruzadas.

-No; siempre te has portado derechamente conmigo, y no he de ir contra ti. Ya está dicho; no se me puede pedir más.

Joe, eres un ángel. Te he de bendecir por esto mientras viva -dijo Potter, rompiendo a llorar.

-Vamos, basta ya de gimoteos. No hay tiempo para andar en lloros. Tú te largas por ese camino y yo me voy por ese otro. Andando, pues, y no dejes señal detrás de ti por donde vayas.

Potter arrancó con un trote que pronto se convirtió en carrera. El mestizo le siguió con la vista, y murmuró entre dientes:

-Si está tan atolondrado con el golpe y tan atiborrado de la bebida como parece, no ha de acordarse de la navaja hasta que esté ya tan lejos de aquí que tenga miedo de volver a buscarla solo y en un sitio como éste...; ¡gallina!

Unos minutos después el cuerpo del hombre asesinado, el cadáver envuelto en la manta, el féretro sin tapa y la sepultura abierta sólo tenían por testigo la luna. La quietud y el silencio reinaban de nuevo.

CAPÍTULO X

Los dos muchachos corrían y corrían hacia el pueblo, mudos de espanto. De cuando en cuando volvían medrosamente la cabeza, como temiendo que los persiguieran. Cada tronco que aparecía ante ellos en su camino se les figuraba un hombre y un enemigo, y los dejaba sin aliento; y al pasar, veloces junto a algunas casitas aisladas cercanas al pueblo, el ladrar de los perros alarmados les ponía alas en los pies.

-¡Si lográramos llegar a la tenería antes de que no podamos ya más! -murmuró Tom, a retazos entrecortados, falto de aliento-. Ya no podré aguantar mucho.

El fatigoso jadear de Huck fue la única respuesta, y los muchachos fijaron los ojos en la meta de sus esperanzas, renovando sus esfuerzos para alcanzarla. Ya iban teniéndola cerca, y al fin, los dos a un tiempo, se precipitaron por la puerta y cayeron al suelo, gozosos y extenuados, entre las sombras protectoras del interior. Poco a poco se fue calmando su agitación, y Tom pudo decir, muy quedo: -Huckleberry, ¿en qué crees tú que parará esto?

-Si el doctor Robinson muere, me figuro que esto acabará en la horca. -¿De veras?

-Lo sé de cierto, Tom.

Tom meditó un rato, y prosiguió: -¿Y quién va a decirlo? ¿Nosotros?

-¿Qué estás diciendo, Tom? Suponte que algo ocurre y que no ahorcasen a Joe el Indio: pues nos mataría, tarde o temprano; tan seguro como que estamos aquí. -Eso mismo estaba yo pensando, Huck.

-Si alguien ha de contarlo, deja que sea Muff Potter, porque es lo bastante tonto para ello. Y, además, siempre está borracho.

Tom no contestó, siguió meditando. Al cabo, murmuró: -Huck: Muff Potter no lo sabe. ¿Cómo va a decirlo? -¿Por qué no va a saberlo?

-Porque recibió el golpazo cuando Joe el Indio lo hizo. ¿Crees tú que podía ver algo? ¿Se te figura que tiene idea de nada?

-Tienes razón. No había yo caído.

-Y, además, fíjate: puede ser que el trompazo haya acabado con él.

-No; eso no, Tom. Estaba lleno de bebida; bien lo vi yo, y además lo está siempre. Pues mira: cuando papá está lleno, puede ir uno y sacudirle en la cabeza con la torre de una iglesia, y se queda tan fresco. Él mismo lo dice. Pues lo mismo le pasa a Muff Potter, por supuesto. Pero si se tratase de uno que no estuviese bebido, puede ser que aquel estacazo lo hubiera dejado en el sitio. ¡Quién sabe!

Después de otro reflexivo silencio, dijo Tom:

-Huck, ¿estás seguro de que no has de hablar?

-No tenemos más remedio. Bien lo sabes. A ese maldito indio le importaría lo mismo ahogarnos que a un par de gatos, si llegásemos a soltar la lengua y a él no lo ahorcasen. Mira, Tom, tenemos que jurarlo. Eso es lo que hay que hacer: jurar que no hemos de decir palabra.

-Lo mismo digo, Huck. Eso es lo mejor. Dame la mano y jura que...

-¡No, hombre, no! Eso no vale para una cosa como ésta. Eso está bien para cosas de poco más o menos; sobre todo, para con chicas, porque, de todos modos, se vuelven contra uno y charlan en cuanto se ven en apuros; pero esto tiene que ser por escrito. Y con sangre.

Nada podía ser más del gusto de Tom. Era misterioso, y sombrío, y trágico; la hora, las circunstancias y el lugar donde se hallaban, eran los más apropiados. Cogió una tablilla de pino que estaba en el suelo, en un sitio donde alumbraba la luna, sacó un tejo del bolsillo y garrapateó con gran trabajo las siguientes líneas, apretando la lengua entre los dientes a inflando los carrillos en cada lento trazo hacia abajo, y dejando escapar presión en los ascendentes:

Huck Fin y Tom Sawyer juran que no han de decir nada de esto y que si dicen algo caigan allí mismo muertos y fenezcan.

No menos pasmado quedó Huckleberry de la facilidad con que Tom escribía que de la fluidez y grandiosidad de su estilo. Sacó en seguida un alfiler de la solapa y se disponía a pincharse un dedo, pero Tom le detuvo.

-¡Quieto! -le dijo-. No hagas eso. Los alfileres son de cobre y pueden tener cardenillo. -¿Qué es eso?

-Veneno. Eso es lo que es. No tienes más que tragar un poco... y ya verás.

Tom quitó el hilo de una de sus agujas, y cada uno de ellos se picó la yema del pulgar y se la estrujó hasta sacar sendas gotas de sangre.

Con el tiempo, y después de muchos estrujamientos, Tom consiguió firmar con sus iniciales, usando la propia yema del dedo como pluma. Después enseñó a Huck la manera de hacer una H y una F, y el juramento quedó completo. Enterraron la tablilla junto al muro, con ciertas lúgubres ceremonias y conjuros, y el candado que se habían echado en las lenguas se consideró bien cerrado y la llave tirada a lo lejos.

Una sombra se escurrió furtiva a través de una brecha en el otro extremo del ruinoso edificio, pero los muchachos no se percataron de ello.

-Tom -cuchicheó Huckleberry-, ¿con esto ya no hay peligro de que hablemos nunca jamás?

-Por supuesto que no. Ocurra lo que ocurra, tenemos que callar. Nos caeríamos muertos...; ¿no lo sabes?

-Me figuro que sí.

Continuaron cuchicheando un rato. De pronto un perro lanzó un largo y lúgubre aullido al lado de la misma casa, a dos varas de ellos. Los chicos se abrazaron impetuosamente muertos de espanto.

-¿Por cuál de nosotros dos será? -balbuceó Huckleberry.

-No lo sé...; mira por la resquebraja ¡De prisa!

-No; mira tú, Tom.

-No puedo..., no puedo, Huck.

-Anda, Tom... ¡Ya vuelve otra vez!

-¡Ah! ¡Gracias a Dios! Conozco el ladrido; ése es Bull Harbison2

-¡Cuánto me alegro! Te digo que estaba medio acabado del susto. Hubiera apostado a que era un perro sin amo.

El perro repitió el aullido. A los chicos se les encogió de nuevo el corazón.

-¡Dios nos socorra! Ése no es Bull Harbison -murmuró Huckleberry-. ¡Mira, Tom, mira!

Tom, tiritando de miedo, cedió y asomó el ojo a la rendija. Apenas se percibía su voz cuando dijo:

-¡Ay, Huck! Es un perro sin amo. -Dime, Tom, ¿por cuál de los dos será?

-Debe de ser por los dos, puesto que estamos juntos.

-¡Ay, Tom! Me figuro que muertos somos. Y bien me sé a dónde iré cuando me muera. ¡He sido tan malo!

-¡Yo me lo he buscado! Esto viene de hacer rabona, Huck, y de hacer todo lo que le dicen a uno que no haga. Yo podía haber sido bueno, como Sid, si hubiera querido...; pero no quise; no, señor. Pero si salgo de ésta, seguro que me voy a atracar de escuelas dominicales. Y Tom empezó a sorber un poco por la nariz.

-¡Tú malo!... Y Huckleberry comenzó también a hablar gangoso-. ¡Vamos, Tom, que tú eres una alhaja al lado de lo que yo soy! ¡Dios, Dios, Dios, si yo tuviese la mitad de tu suerte! Tom recobró el habla y dijo:

-¡Mira, Huck, mira! ¡Está vuelto de espaldas a nosotros! Huck miró, con el corazón saltándole de gozo. -¡Verdad es! ¿Estaba así antes?

-Sí, así estaba. Pero yo, ¡tonto de mí!, no pensé en ello. ¡Qué alegría, Huck! Y ahora, ¿por quién será?

El aullido cesó. Tom aguzó el oído. -¡Chist!... ¿Qué es eso? -murmuró.

-Parece..., parece gruñir de cerdos. No, es alguno que ronca, Tom.

-¿Será eso? ¿hacia dónde, Huck?

-Yo creo que es allí en la otra punta. Parece como ronquido. Mi padre solía dormir allí algunas veces con los cerdos; pero él ronca, ¡madre mía!, que levanta las cosas del suelo. Además, me parece que no ha de volver ya nunca, por este pueblo.

El prurito de aventuras se despertó en ellos de nuevo.

-Huck, ¿te atreves a ir si yo voy delante?

-No me gusta mucho: Supónte que fuera Joe el Indio.

Tom se amilanó. Pero la tentación volvió sobre ellos con más fuerza, y los chicos decidieron hacer la prueba; pero en la inteligencia de que saldrían disparados si el ronquido cesaba. Fueron, pues, hacia allá en puntillas, cautelosamente, uno tras otro. Cuando estaban ya a cinco pasos del roncador, Tom pisó un palitroque, que se rompió con un fuerte chasquido. El hombre lanzó un gruñido, se movió un poco, y su cara quedó iluminada por la luna. Era Muff Potter. A los chicos se les había paralizado el corazón, y los cuerpos también, cuando el hombre se movió; pero se disipó ahora su temor. Salieron, otra vez en puntillas, por entre los rotos tablones que formaban el muro, y se pararon a poca distancia para cambiar unas palabras de despedida. El prolongado y lúgubre aullido se alzó otra vez en la quietud de la noche. Volvieron los ojo y vieron al perro vagabundo parado a pocos pasos de donde yacía Potter y vuelto hacia él, con el hocico apuntando al cielo.

-¡Es por él! -dijeron a un tiempo los dos.

-Oye Tom, dicen que un perro sin amo estuvo aullando alrededor de la casa de Johnny Miller, a media noche, hace dos semanas, y un chotacabras vino y se posó en la barandilla y cantó la misma noche, y nadie se ha muerto allí todavía.

-Bien; ya lo sé. Y, aunque no se hayan muerto, ¿no se cayó Gracia Miller en el fogón de la cocina y se quemó toda el mismo sábado siguiente?

-Sí, pero no se ha muerto. Y además dicen que está mejor.

-Bueno; pues aguarda y ya verás. Esa se muere: tan seguro como que Muff Potter ha de morir. Eso es lo que dicen los negros, y ellos saben todo lo de esa clase de cosas, Huck.

Después se separaron pensativos.

Cuando Tom trepó a la ventana de su alcoba la noche tocaba a su término. Se desnudó con extremada precaución y se quedó dormido, congratulándose de que nadie supiera su escapatoria. No sabía que Sid, el cual roncaba tranquilamente, estaba despierto y lo había estado desde hacía más de una hora.

Cuando Tom despertó Sid se había vestido y ya no estaba allí. En la luz, en la atmósfera misma, notó Tom vagas indicaciones de que era tarde. Se quedó sorprendido. ¿Por qué no le habían llamado, martirizándole hasta que le hacían levantarse, como de costumbre? Esta idea le llenó de fatídicos presentimientos. En cinco minutos se vistió y bajó las escaleras, sintiéndose dolorido y mareado. La familia estaba todavía a la mesa, pero ya habían terminado el desayuno. No hubo ni una palabra de reproche; pero sí miradas que se esquivaban, un silencio y un aire tan solemne, que el culpable sintió helársele la sangre.

Se sentó y trató de parecer alegre, pero era machacar en hierro frío; no despertó una sonrisa, no halló en nadie respuesta y se sumergió en el silencio, dejando que el corazón se le bajase a los talones.

Después del desayuno su tía lo llevó aparte, y Tom casi se alegró, con la esperanza de que le aguardaba una azotaina; pero se equivocó. Su tía se echó a llorar, preguntándole cómo podía ser así y cómo no le daba lástima atormentarla de aquella manera; y, por fin, le dijo que siguiera adelante por la senda de la perdición y acabase matando a disgustos a una pobre vieja, porque ella ya no había de intentar corregirle. Esto era peor que mil vapuleos, y Tom tenía el corazón aún más dolorido que el cuerpo. Lloró, pidió que le perdonase, hizo promesas de enmienda, y se terminó la escena sintiendo que no había recibido más que un perdón a medias y que no había logrado inspirar más que una mediocre confianza.

Se apartó de su tía demasiado afligido para sentir ni siquiera deseos de venganza contra Sid, y por tanto la rápida retirada de éste por la puerta trasera fue innecesaria. Con abatido paso se dirigió a la escuela, meditabundo y triste, y soportó la acostumbrada paliza, juntamente con Joe Harper, por haber hecho rabona el día antes con el aire del que tiene el ánimo ocupado con grandes pesadumbres y no está para hacer caso de niñerías. Después ocupó su asiento, apoyó los codos en la mesa y la quijada en las manos y se quedó mirando la pared frontera con la mirada petrificada, propia de un sufrimiento que ha llegado al límite y ya no puede ir más lejos. Bajo el codo sentía una cosa dura. Después de un gran rato cambió de postura lenta y tristemente, y cogió el objeto, dando un suspiro. Estaba envuelto en un papel. Lo desenvolvió. Siguió otro largo, trémulo, descomunal suspiro, y se sintió aniquilado. ¡Era el boliche de latón! Esta última pluma acabó de romper el espinazo del dromedario.

CAPÍTULO XI

Cerca de mediodía todo el pueblo fue repentinamente electrificado por la horrenda noticia. Sin necesidad del telégrafo -aún no soñado en aquel tiempo-, el cuento voló de persona a persona, de grupo a grupo, de casa a casa, con poco menos que telegráfica velocidad. Por supuesto, el maestro de la escuela dio fiesta para la tarde: a todo el pueblo le habría parecido muy extraño si hubiera obrado de otro modo. Una navaja ensangrentada había sido hallada junto a la víctima, y alguien la había reconocido como perteneciente a Muff Potter: así corría la historia. Se decía también que un vecino que se retiraba tarde había sorprendido a Potter lavándose en un arroyo a eso de la una o las dos de la madrugada, y que Potter se había esquivado en seguida: detalles sospechosos, especialmente el del lavado, por no ser costumbre de Muff Potter. Se decía además que toda la población había sido registrada en busca del «asesino» (el público no se hace esperar en cuanto a desentenderse de pruebas y llegar al veredicto), pero no habían podido encontrarlo. Había salido gente a caballo por todos los caminos, y el sheriff tenía la seguridad de que lo cogerian antes de la noche.

Toda la población marchaba hacia el cementerio. Las congojas de Tom se disiparon, y se unió a la procesión, no porque no hubiera preferido mil veces ir a cualquiera otro sitio, sino porque una temerosa inexplicable fascinación, le arrastraba hacia allí. Llegado al siniestro lugar, fue introduciendo su cuerpecillo por entre la compacta multitud, y vio el macabro espectáculo. Le parecía que había pasado una eternidad desde que había estado allí antes. Sintió un pellizco en un brazo. Al volverse se encontraron sus ojos con los de Huckleberry. En seguida miraron los dos a otra parte, temiendo que alguien hubiera notado algo en aquel cruce de miradas. Pero todo el mundo estaba de conversación y no tenía ojos más que para el cuadro trágico que tenían delante.

«¡Pobrecillo! ¡Pobre muchacho! Esto ha de servir de lección para los violadores de sepulturas. Muff Potter irá a la horca por esto, si lo atrapan.» -Tales eran los comentarios. Y el pastor dijo: «Ha sido un castigo; aquí se ve la mano de Dios.»

Tom se estremeció de la cabeza a los pies, pues acababa de posar su mirada en la impenetrable faz de Joe el Indio. En aquel momento la muchedumbre empezó a agitarse y a forcejear, y se oyeron gritos de «¡Es él!, ¡Es él!, ¡Viene él solo!»

-¿Quién?, ¿quién? -preguntaron veinte voces.

-¡Muff Potter!

-¡Eh, que se ha parado! ¡Cuidado, que da la vuelta! ¡No le dejéis escapar!

Algunos, que estaban en las ramas de los árboles, sobre la cabeza de Tom, dijeron que no trataba de escapar, sino que parecía perplejo y vacilante.

-¡Vaya un desparpajo! -dijo un espectador`. Se conoce que ha sentido capricho por venir y echar tranquilamente un vistazo a su obra...; no esperaba hallarse en compañía.

La muchedumbre abrió paso, y el sheriff ostentosamente, llegó conduciendo a Potter, cogido del brazo.

Tenía el citado la cara descompuesta y mostraba en los ojos el miedo que le embargaba. Cuando le pusieron ante el cuerpo del asesinado tembló como con perlesías y, cubriéndose la cara con las manos, rompió a llorar.

-No he sido yo, vecinos -dijo sollozando-; mi palabra de honor que no he hecho tal cosa. -¿Quién te ha acusado a ti? -gritó una voz.

El tiro dio en el blanco. Potter levantó la cara y miró en torno con una patética desesperanza en su mirada. Vio a Joe el Indio, y exclamó: -Joe, Joe! ¡Tú me prometiste que nunca...!

-¿Es esta navaja de usted? -dijo el sheriff, poniéndosela de pronto delante de los ojos.

Potter se hubiera caído a no sostenerle los demás, ayudándole a sentarse en el suelo. Entonces dijo:

Ya me decía yo que si no volvía aquí y recogía la... -Se estremeció, agitó las manos inertes, con un ademán de vencimiento, y dijo-: Díselo, Joe, díselo todo... ya no sirve callarlo.

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5250 str.
ISBN:
9782378079987
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