Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 591

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—Los que desprecian su vida —objetó el conde de Essex— no suelen tener en mucho las de los otros. Pero vamos al castillo. Ricardo piensa castigar a muchos de los que han tomado parte en la conspiración, aunque ya están perdonados algunos de los jefes principales.

El manuscrito de que hemos sacado los sucesos de esta historia refiere muy por menor los procedimientos judiciales a que dio lugar el plan tramado contra los derechos legítimos de Ricardo Plantagenet. Nos limitaremos por ahora a poner en noticia de nuestros lectores que Bracy huyó a Francia y se alistó al servicio del rey Felipe; que Alberto Malvoisin, preceptor de Templestown, y su hermano el Barón murieron en el cadalso; que Waldemar de Fitzurse, a pesar de haber sido resorte principal de la conspiración, fue tratado con más blandura, y salió desterrado del reino; y que el príncipe Juan, cuya ambición había dado lugar a tantos crímenes y trastornos, no recibió la menor reconvención de su bondadoso hermano. No hubo un inglés que se apiadara de los dos hermanos Malvoisin: todos confesaban que habían merecido la muerte por sus innumerables perfidias, tiranías y crueldades.

Poco después de terminado el combate judicial, Cedric el Sajón fue llamado a presencia de Ricardo, el cual, con el objeto de apaciguar los condados más turbulentos, había establecido su corte en la ciudad de York. Cedric hizo mil aspavientos al recibir este mensaje; más no se atrevió a desobedecer al Monarca. En efecto; el regreso de este príncipe había desbaratado enteramente las esperanzas y proyectos de restablecer la dinastía sajona en el trono de Inglaterra.

Por otra parte, Cedric conocía a pesar suyo que la unión del partido sajón por medio del casamiento de lady Rowena con Athelstane no podía tener efecto en virtud de la repugnancia de las partes interesadas. El buen viejo, lleno siempre de entusiasmo en favor de la causa que defendía, no había previsto esta ocurrencia, y aun después de desengañado, le costaba mucho trabajo comprender que dos sajones de sangre real renunciasen a una alianza tan necesaria al bien general de su nación. Mas era preciso ceder a la realidad; lady Rowena se había manifestado opuesta al proyectado consorcio, y Athelstane, desde la aventura del entierro, no había cesado de declarar en los términos más positivos que renunciaba para siempre a sus antiguas pretensiones.

Quedaban, sin embargo, que vencer dos grandes obstáculos en el ánimo de Cedric para realizar los deseos de los dos amantes; a saber: su tenacidad característica y el odio con que miraba a la dinastía normanda. El primero fue cediendo poco a poco a las instancias de Rowena y al orgullo que le inspiraba la fama de su hijo. Cedric tenía además a mucha honra la alianza de su familia con la de aquella ilustre dama, a pesar de todo el empeño que había manifestado en unirla con el único descendiente de Eduardo el Confesor, También se enfrió considerablemente su aversión a los conquistadores de Inglaterra. Consideraba que era imposible despojarlos del trono en que habían sabido cimentarse, y contribuyó a suavizarle la bondad que le manifestaba Ricardo, el cual se divertía con sus francas y naturales ocurrencias. Lo cierto es que a los siete días de su permanencia en la corte del Monarca, el noble sajón dio su consentimiento al enlace de Rowena y Wilfrido.

Obtenida la venia de su padre, las bodas de nuestro héroe se celebraron en la augusta y magnífica catedral de York. Las honró aquel príncipe con su asistencia, y la afabilidad con que entonces y en otras muchas ocasiones trató a los abatidos y desgraciados compatriotas de Cedric le granjeó mayores auxilios para la defensa de sus legítimos derechos que los que hubiera podido esperar de las vicisitudes de la guerra civil. La iglesia se hermoseó para aquella solemnidad con toda la pompa y esplendor del culto católico.

Gurth, vistosamente engalanado, acompañó a su amo en calidad de escudero, y tuvo en gran precio este galardón de sus fieles servicios. El magnánimo Wamba concurrió también a la ceremonia luciendo un ruidoso atavío de campanillas de plata. Habían sido compañeros de Ivanhoe en sus infortunios, y desde entonces fueron, como debían esperarlo, partícipes de su prosperidad.

Las bodas de Wilfrido y Rowena dieron lugar a un numeroso concurso de familias normandas y sajonas de todas clases y jerarquías. Unas y otras miraron aquel enlace como prenda de la íntima unión de los dos pueblos, los cuales desde aquella época han ido mezclándose y confundiéndose en términos que ya no los separa ninguna distinción. Cedric vivió bastante para alcanzar los últimos anuncios de la completa unión de ambos pueblos, porque ya en su tiempo empezaban a ligarse sajones y normandos con los vínculos del matrimonio: los unos perdían sus modales altivos, y los otros su natural grosería y aspereza; pero hasta el reinado de Eduardo III no se habló en la corte de Londres la lengua mixta llamada inglesa, y entonces fue también cuando sajones y normandos llegaron a formar una sola familia.

Dos días después de su casamiento Rowena supo por su camarera Elgitha que una doncella extranjera y bien parecida deseaba hablarle a solas. La esposa de Wilfrido recibió con sorpresa este mensaje, vaciló acerca de la respuesta que había de dar y, cediendo por fin a la curiosidad, mandó que le diesen entrada.

Presentóse a su vista una persona de noble y majestuoso talante cubierta con un gran velo blanco que, lejos de ocultarla, realzaba la gracia de su talle. Su aspecto indicaba respetuoso comedimiento, con algunos visos de temor, o más bien de deseos de conciliarse indulgencia y buena voluntad. Rowena estaba siempre naturalmente dispuesta a compadecer y aliviar los males ajenos. Se levantó e iba a dar asiento a la hermosa extranjera, pero reparó en Elgitha, a quien hizo seña de retirarse. Cuando ésta la hubo obedecido, no sin alguna repugnancia, la desconocida hincó una rodilla en tierra, se puso las dos manos en la frente, la inclinó hasta el suelo, y a pesar de la resistencia de lady Ivanhoe, le besó la guarnición del vestido.

—¿Qué significa esto'? —preguntó la dama con la mayor sorpresa—. ¿Qué significa tan extraordinaria demostración de homenaje?

—Lady Rowena —dijo Rebeca levantándose y volviendo a tomar su modesta y grave actitud—, vengo a pagaros la deuda que he contraído con vuestro esposo. Perdonadme si os ha ofendido la expresión de veneración y agradecimiento usada en mi pueblo. Yo soy la desgraciada judía por quien el caballero de Ivanhoe arrostró tan inminentes peligros en el campo de batalla de Templestowe.

—Doncella —siguió Rowena—, Wilfrido de Ivanhoe no hizo más ni aun tanto como debía por quien con tanta caridad le asistió en sus heridas e infortunios. Decidme si todavía podemos mi esposo y yo hacer algo en vuestro obsequio.

—Nada —respondió la judía—. Sólo os pido que le deis en mi nombre el último adiós.

—¿Os vais de Inglaterra? —dijo Rowena, aun no bien repuesta de la sorpresa que le causaba aquella visita.

—Saldré de Inglaterra antes que esta luna termine su giro. Mi padre tiene un hermano que goza favor de Mohammed Boabdil, rey de Granada. Allí podemos gozar de paz y protección en cambio del tributo que aquel monarca exige de nuestro pueblo.

—¿No estáis bastante protegidos en Inglaterra? —interrogó Rowena—. Mi esposo merece mucho favor de Ricardo, el cual es además tan generoso como justo.

—No lo dudo —repuso Rebeca—; pero los ingleses son hombres turbulentos y arrojados, discordes entre sí y con sus vecinos, dispuestos siempre a esgrimir las armas unos contra otros. Los hijos de mi pueblo no pueden vivir en tan inquieto asilo. Durante su peregrinación, Israel no puede fijar sus tiendas en una mansión de sangre y de disturbios, rodeada de enemigos y dividida en facciones encarnizadas.

—¿Qué tienes que temer? —prosiguió lady Rowena—. La que consoló a Ivanhoe en su desventura, la que curó sus heridas —añadió con entusiasmo—, puede vivir tranquila en Inglaterra, donde sajones y normandos se esmerarán en protegerla y honrarla.

—Dulces son tus palabras —contestó Rebeca— y más dulces tus sentimientos; pero no puede ser. Sobrado profundo es el golfo que nos separa. La educación y la fe no nos permiten atravesarlo a unos ni a otros. ¡Adiós! Pero antes de irme quiero pedirte una gracia. Alza el velo nupcial que te cubre, y déjame contemplar esa hermosura de que tanto dice la fama.

—La fama pondera como acostumbra —respondió Rowena—; pero consiento lo que me pides, con tal que me concedas el mismo favor.

Descubrióse la dama, y sea por modestia y timidez, sea por vanidad, enrojeció de tal manera, que el pecho y el rostro se le cubrieron de un carmín subidísimo.

También enrojeció la judía al despojarse de su velo; mas sólo duró su rubor un instante, pasando ligeramente por su fisonomía, como los tintes encendidos de la nube que muda de color cuando el sol se hunde en el horizonte.

—Noble dama —dijo Rebeca—, las facciones que os habéis dignado mostrarme vivirán largo tiempo en mi memoria. En ellas reinan la gentileza y la bondad; y si no está exenta su amable expresión del orgullo que traen consigo las vanidades mundanas, ¿qué extraño es que lo que es de tierra conserva su color original? Nunca olvidaré lo que ahora he visto. Y gracias a Dios que mi generoso libertador ha conseguido ya...

Detúvose al decir estas palabras, vertió algunas lágrimas, lanzó un profundo suspiro y viendo que lady Rowena se inquietaba creyéndola indispuesta, prosiguió.

—¡No os asustéis! Estoy buena; pero me estremezco al recordar los sucesos del castillo de Frente de buey y del preceptorio de los templarios. Sólo me queda que molestaron con otra pequeña súplica. Aceptad este cofrecito, y no os sorprendáis al ver lo que contiene.

Entonces presentó un cofre de ébano guarnecido de plata a lady Rowena, la cual lo abrió, y vio en él un collar de diamantes y otras piedras preciosas que parecían de gran valor.

—¡Es imposible! —objetó lady Rowena devolviendo el cofre a la judía—. ¡Me es imposible aceptar un don de esta especie!

—No me neguéis esta prueba de benevolencia —dijo Rebeca—. Vosotros los nazarenos tenéis el poder, las dignidades, la autoridad y el influjo; nosotros los hebreos tenemos la riqueza, que es el origen de nuestra fuerza y de nuestros males. Aunque el valor de esas frioleras fuera mil veces más subido, no podría tanto en Inglaterra como el más fugaz de tus deseos. Lo que te doy es de poco precio para ti: para mí, de mucho menos. No pienses tan bajamente de mi nación como la mayor parte de tus compatriotas. ¿Crees que estimo más esos brillantes, fragmentos de piedra, que mi libertad? ¿Crees que ni padre los tiene en más que mi honor y mi vida? ¡Acéptalos! Inútiles son para mí, puesto que nunca adornaré con joyas mi persona.

—¡Muy desgraciada debes de ser! —exclamó Rowena a quien hicieron extraña impresión las últimas palabras de la judía—. ¡Quédate con nosotros! Los consejos de los hombres sabios y piadosos te apartarán de los errores de tu creencia, y yo seré tu hermana.

—No. señora, —repuso la judía con tono de voz y expresión de melancolía y abatimiento—. ¡Es imposible! Yo no puedo abandonar mi fe como si fuera un ropaje que no se usa en la tierra en que vivo. Seré desgraciada, pero no tanto. Aquel a quien he consagrado mi vida será quien me consuele ¡Hágase su voluntad! `

—¿Tenéis conventos en vuestra religión? ¿Piensas retirarte a alguno de ellos?

—No, señora, —dijo Rebeca—; pero desde los tiempos de Abraham hasta los presentes ha habido en la nación hebrea mujeres desengañadas y piadosas que han dedicado sus pensamientos a las verdades eternas y al ejercicio de la caridad ocupándose en curar al enfermo, en dar de comer al hambriento y en socorrer al desvalido: tal será mi destino de ahora en adelante. Decidlo así a vuestro esposo, si alguna vez se digna preguntar por aquella desgraciada a quien salvó la vida.

El temblor involuntario que se apoderó de Rebeca al pronunciar estas palabras, y el tono suave y afectuoso de su voz expresaban más de lo que ella quería. Dióse prisa a retirarse diciendo:

—¡Adiós, noble dama! ¡El que dio la vida a judíos y a cristianos derrame sobre vos la plenitud de sus bendiciones!

Rebeca desapareció del aposento, dejando tan sorprendida a Rowena como si hubiera pasado ante sus ojos una visión sobrenatural. La hermosa sajona refirió esta extraña conferencia a su esposo, a quien dio mucho que pensar.

Rowena e Ivanhoe vivieron largos y felices años, porque los ligaban vínculos que se estrecharon en su infancia, y porque nunca olvidaron los obstáculos que se habían opuesto a su unión. No sería prudente, sin embargo, averiguar si el recuerdo de la hermosura y de la magnanimidad de Rebeca se presentaba a la imaginación de Ivanhoe con más frecuencia de la que convenía a la tranquilidad de la bella nieta de Alfredo.

Ivanhoe se distinguió en el servicio de Ricardo y mereció nuevas prendas de su favor. Mayor hubiera sido su elevación, a no haberla interrumpido la muerte prematura del heroico Corazón de León ocurrida en el asedio del Castillo de Chaluz, cerca de Ligomes. Con la vida de su magnánimo, pero temerario y novelesco protector, perecieron todos los proyectos que su generosa ambición había formado. Pueden aplicársele con alguna alteración, estos versos, compuestos por un poeta inglés a Carlos XII, rey de Suecia:

Destino fue del héroe que cantamos coger laureles en remotas tierras.

Tuvo humilde castillo y pecho audaz, y un vate obscuro celebró sus prendas.

Su nombre fue terror del enemigo y dio asunto moral a esta novela.

FIN

Las Aventuras de Tom Sawyer

Por

Mark Twain

CAPÍTULO I

¡Tom!

Silencio.

-¡Tom!

Silencio.

-¡Dónde andará metido ese chico!... ¡Tom!

La anciana se bajó los anteojos y miró, por encima, alrededor del cuarto; después se los subió a la frente y miró por debajo. Rara vez o nunca miraba a través de los cristales a cosa de tan poca importancia como un chiquillo: eran aquéllos los lentes de ceremonia, su mayor orgullo, construidos por ornato antes que para servicio, y no hubiera visto mejor mirando a través de un par de mantas. Se quedó un instante perpleja y dijo, no con cólera, pero lo bastante alto para que la oyeran los muebles:

-Bueno; pues te aseguro que si te echo mano te voy a...

No terminó la frase, porque antes se agachó dando estocadas con la escoba por debajo de la cama; así es que necesitaba todo su aliento para puntuar los escobazos con resoplidos. Lo único que consiguió desenterrar fue el gato.

-¡No se ha visto cosa igual que ese muchacho!

Fue hasta la puerta y se detuvo allí, recorriendo con la mirada las plantas de tomate y las hierbas silvestres que constituían el jardín. Ni sombra de Tom. Alzó, pues, la voz a un ángulo de puntería calculado para larga distancia y gritó: -¡Tú! ¡Toooom!

Oyó tras de ella un ligero ruido y se volvió a punto para atrapar a un muchacho por el borde de la chaqueta y detener su vuelo.

-¡Ya estás! ¡Que no se me haya ocurrido pensar en esa despensa!... ¿Qué estabas haciendo ahí?

-Nada.

-¿Nada? Mírate esas manos, mírate esa boca... ¿Qué es eso pegajoso? -No lo sé, tía.

-Bueno; pues yo sí lo sé. Es dulce, eso es. Mil veces te he dicho que como no dejes en paz ese dulce te voy a despellejar vivo. Dame esa vara.

La vara se cernió en el aire. Aquello tomaba mal cariz. -¡Dios mío! ¡Mire lo que tiene detrás, tía!

La anciana giró en redondo, recogiéndose las faldas para esquivar el peligro; y en el mismo instante escapó el chico, se encaramó por la alta valla de tablas y desapareció tras ella. Su tía Polly se quedó un momento sorprendida y después se echó a reír bondadosamente.

-¡Diablo de chico! ¡Cuándo acabaré de aprender sus mañas! ¡Cuántas jugarretas como ésta no me habrá hecho, y aún le hago caso! Pero las viejas bobas somos más bobas que nadie. Perro viejo no aprende gracias nuevas, como suele decirse. Pero, ¡Señor!, si no me la juega del mismo modo dos días seguidos, ¿cómo va una a saber por dónde irá a salir? Parece que adivina hasta dónde puede atormentarme antes de que llegue a montar en cólera, y sabe, el muy pillo, que si logra desconcertarme o hacerme reír ya todo se ha acabado y no soy capaz de pegarle. No; la verdad es que no cumplo mi deber para con este chico: ésa es la pura verdad. Tiene el diablo en el cuerpo; pero, ¡qué le voy a hacer! Es el hijo de mi pobre hermana difunta, y no tengo entrañas para zurrarle. Cada vez que le dejo sin castigo me remuerde la conciencia, y cada vez que le pego se me parte el corazón. ¡Todo sea por Dios! Pocos son los días del hombre nacido de mujer y llenos de tribulación, como dice la Escritura, y así lo creo. Esta tarde se escapará del colegio y no tendré más remedio que hacerle trabajar mañana como castigo. Cosa dura es obligarle a trabajar los sábados, cuando todos los chicos tienen asueto; pero aborrece el trabajo más que ninguna otra cosa, y, o soy un poco rígida con él, o me convertiré en la perdición de ese niño.

Tom hizo rabona, en efecto, y lo pasó en grande. Volvió a casa con el tiempo justo para ayudar a Jim, el negrito, a aserrar la leña para el día siguiente y hacer astillas antes de la cena; pero, al menos, llegó a tiempo para contar sus aventuras a Jim mientras éste hacía tres cuartas partes de la tarea. Sid, el hermano menor de Tom o mejor dicho, hermanastro, ya había dado fin a la suya de recoger astillas, pues era un muchacho tranquilo, poco dado a aventuras ni calaveradas. Mientras Tom cenaba y escamoteaba terrones de azúcar cuando la ocasión se le ofrecía, su tía le hacía preguntas llenas de malicia y trastienda, con el intento de hacerle picar el anzuelo y sonsacarle reveladoras confesiones. Como otras muchas personas, igualmente sencillas y candorosas, se envanecía de poseer un talento especial para la diplomacia tortuosa y sutil, y se complacía en mirar sus más obvios y transparentes artificios como maravillas de artera astucia.

Así, le dijo:

-Hacía bastante calor en la escuela, Tom; ¿no es cierto?

-Sí, señora.

-Muchísimo calor, ¿verdad?

-Sí, señora.

-¿Y no te entraron ganas de irte a nadar?

Tom sintió una vaga escama, un barrunto de alarmante sospecha. Examinó la cara de su tía Polly, pero nada sacó en limpio. Así es que contestó:

-No, tía; vamos..., no muchas.

La anciana alargó la mano y le palpó la camisa.

-Pero ahora no tienes demasiado calor, con todo.

Y se quedó tan satisfecha por haber descubierto que la camisa estaba seca sin dejar traslucir que era aquello lo que tenía en las mientes. Pero bien sabía ya Tom de dónde soplaba el viento. Así es que se apresuró a parar el próximo golpe.

-Algunos chicos nos estuvimos echando agua por la cabeza. Aún la tengo húmeda. ¿Ve usted?

La tía Polly se quedó mohína, pensando que no había advertido aquel detalle acusador, y además le había fallado un tiro. Pero tuvo una nueva inspiración.

-Dime, Tom: para mojarte la cabeza ¿no tuviste que descoserte el cuello de la camisa por donde yo te lo cosí? ¡Desabróchate la chaqueta!

Toda sombra de alarma desapareció de la faz de Tom. Abrió la chaqueta. El cuello estaba cosido, y bien cosido.

-¡Diablo de chico! Estaba segura de que habrías hecho rabona y de que te habrías ido a nadar. Me parece, Tom, que eres como gato escaldado, como suele decirse, y mejor de lo que pareces. Al menos, por esta vez.

Le dolía un poco que su sagacidad le hubiera fallado, y se complacía de que Tom hubiera tropezado y caído en la obediencia por una vez.

Pero Sid dijo:

-Pues mire usted: yo diría que el cuello estaba cosido con hilo blanco y ahora es negro.

-¡Cierto que lo cosí con hilo blanco! ¡Tom!

Pero Tom no esperó el final. Al escapar gritó desde la puerta:

-Siddy, buena zurra te va a costar.

Ya en lugar seguro, sacó dos largas agujas que llevaba clavadas debajo de la solapa. En una había enrollado hilo negro, y en la otra, blanco.

«Si no es por Sid no lo descubre. Unas veces lo cose con blanco y otras con negro. ¡Por qué no se decidirá de una vez por uno a otro! Así no hay quien lleve la cuenta. Pero Sid me las ha de pagar, ¡reconcho!»

No era el niño modelo del lugar. Al niño modelo lo conocía de sobra, y lo detestaba con toda su alma.

Aún no habían pasado dos minutos cuando ya había olvidado sus cuitas y pesadumbres. No porque fueran ni una pizca menos graves y amargas de lo que son para los hombres las de la edad madura, sino porque un nuevo y absorbente interés las redujo a la nada y las apartó por entonces de su pensamiento, del mismo modo como las desgracias de los mayores se olvidan en el anhelo y la excitación de nuevas empresas. Este nuevo interés era cierta inapreciable novedad en el arte de silbar, en la que acababa de adiestrarle un negro, y que ansiaba practicar a solas y tranquilo. Consistía en ciertas variaciones a estilo de trino de pájaro, una especie de líquido gorjeo que resultaba de hacer vibrar la lengua contra el paladar y que se intercalaba en la silbante melodía. Probablemente el lector recuerda cómo se hace, si es que ha sido muchacho alguna vez. La aplicación y la perseverancia pronto le hicieron dar en el quid y echó a andar calle adelante con la boca rebosando armonías y el alma llena de regocijo. Sentía lo mismo que experimenta el astrónomo al descubrir una nueva estrella. No hay duda que en cuanto a lo intenso, hondo y acendrado del placer, la ventaja estaba del lado del muchacho, no del astrónomo.

Los crepúsculos caniculares eran largos. Aún no era de noche. De pronto Tom suspendió el silbido: un forastero estaba ante él; un muchacho que apenas le llevaba un dedo de ventaja en la estatura. Un recién llegado, de cualquier edad o sexo, era una curiosidad emocionante en el pobre lugarejo de San Petersburgo.

El chico, además, estaba bien trajeado, y eso en un día no festivo. Esto era simplemente asombroso. El sombrero era coquetón; la chaqueta, de paño azul, nueva, bien cortada y elegante; y a igual altura estaban los pantalones. Tenía puestos los zapatos, aunque no era más que viernes. Hasta llevaba corbata: una cinta de colores vivos. En toda su persona había un aire de ciudad que le dolía a Tom como una injuria. Cuanto más contemplaba aquella esplendorosa maravilla, más alzaba en el aire la nariz con un gesto de desdén por aquellas galas y más rota y desastrada le iba pareciendo su propia vestimenta. Ninguno de los dos hablaba.

Si uno se movía, se movía el otro, pero sólo de costado, haciendo rueda. Seguían cara a cara y mirándose a los ojos sin pestañear. Al fin, Tom dijo:

-Yo te puedo.

-Pues anda y haz la prueba.

-Pues sí que te puedo.

-¡A que no!

-¡A que sí!

-¡A que no!

Siguió una pausa embarazosa. Después prosiguió Tom:

-Y tú, ¿cómo te llamas?

-¿Y a ti que te importa?

-Pues si me da la gana vas a ver si me importa. -¿Pues por qué no te atreves?

-Como hables mucho lo vas a ver. -¡Mucho..., mucho..., mucho!

-Tú te crees muy gracioso; pero con una mano atada atrás te podría dar una tunda si quisiera.

-¿A que no me la das?...

-¡Vaya un sombrero! -Pues atrévete a tocármelo.

-Lo que eres tú es un mentiroso. -Más lo eres tú.

-Como me digas esas cosas agarro una piedra y te la estrello en la cabeza. -¡A que no!

-Lo que tú tienes es miedo. -Más tienes tú.

Otra pausa, y más miradas, y más vueltas alrededor. Después empezaron a empujarse hombro con hombro.

-Vete de aquí -dijo Tom. -Vete tú -contestó el otro. -No quiero.

-Pues yo tampoco.

Y así siguieron, cada uno apoyado en una pierna como en un puntal, y los dos empujando con toda su alma y lanzándose furibundas miradas. Pero ninguno sacaba ventaja. Después de forcejear hasta que ambos se pusieron encendidos y arrebatados los dos cedieron en el empuje, con desconfiada cautela, y Tom dijo:

-Tú eres un miedoso y un cobarde. Voy a decírselo a mi hermano grande, que te puede deshacer con el dedo meñique.

-¡Pues sí que me importa tu hermano! Tengo yo uno mayor que el tuyo y que si lo coge lo tira por encima de esa cerca. (Ambos hermanos eran imaginarios.) -Eso es mentira.

-¡Porque tú lo digas!

Tom hizo una raya en el polvo con el dedo gordo del pie y dijo:

-Atrévete a pasar de aquí y soy capaz de pegarte hasta que no te puedas tener. El que se atreva se la gana.

El recién venido traspasó en seguida la raya y dijo: Ya está: a ver si haces lo que dices.

-No me vengas con ésas; ándate con ojo. -Bueno, pues ¡a que no lo haces!

-¡A que sí! Por dos centavos lo haría.

El recién venido sacó dos centavos del bolsillo y se los alargó burlonamente. Tom los tiró contra el suelo.

En el mismo instante rodaron los dos chicos, revolcándose en la tierra, agarrados como dos gatos, y durante un minuto forcejearon asiéndose del pelo y de las ropas, se golpearon y arañaron las narices, y se cubrieron de polvo y de gloria. Cuando la confusión tomó forma, a través de la polvareda de la batalla apareció Tom sentado a horcajadas sobre el forastero y moliéndolo a puñetazos.

-¡Date por vencido!

El forastero no hacía sino luchar para libertarse. Estaba llorando, sobre todo de rabia.

-¡Date por vencido! -y siguió el machacamiento.

Al fin el forastero balbuceó un «me doy», y Tom le dejó levantarse y dijo:

-Eso, para que aprendas. Otra vez ten ojo con quién te metes.

El vencido se marchó sacudiéndose el polvo de la ropa, entre hipos y sollozos, y de cuando en cuando se volvía moviendo la cabeza y amenazando a Tom con lo que le iba a hacer «la primera vez que lo sorprendiera». A lo cual Tom respondió con mofa, y se echó a andar con orgulloso continente. Pero tan pronto como volvió la espalda, su contrario cogió una piedra y se la arrojó, dándole en mitad de la espalda, y en seguida volvió grupas y corrió como un antíope. Tom persiguió al traidor hasta su casa, y supo así dónde vivía. Tomó posiciones por algún tiempo junto a la puerta del jardín y desafió a su enemigo a salir a campo abierto; pero el enemigo se contentó con sacarle la lengua y hacerle muecas detrás de la vidriera. Al fin apareció la madre del forastero, y llamó a Tom malo, tunante v ordinario, ordenándole que se largase de allí. Tom se fue, pero no sin prometer antes que aquel chico se las había de pagar.

Llegó muy tarde a casa aquella noche, y al encaramarse cautelosamente a la ventana cayó en una emboscada preparada por su tía, la cual, al ver el estado en que traía las ropas, se afirmó en la resolución de convertir el asueto del sábado en cautividad y trabajos forzados.

CAPÍTULO II

Llegó la mañana del sábado y el mundo estival apareció luminoso y fresco y rebosante de vida. En cada corazón resonaba un canto; y si el corazón era joven, la música subía hasta los labios. Todas las caras parecían alegres, y los cuerpos, anhelosos de movimiento. Las acacias estaban en flor y su fragancia saturaba el aire.

El monte de Cardiff, al otro lado del pueblo, y alzándose por encima de él, estaba todo cubierto de verde vegetación y lo bastante alejado para parecer una deliciosa tierra prometida que invitaba al reposo y al ensueño.

Tom apareció en la calle con un cubo de lechada y una brocha atada en la punta de una pértiga. Echó una mirada a la cerca, y la Naturaleza perdió toda alegría y una aplanadora tristeza descendió sobre su espíritu.

¡Treinta varas de valla de nueve pies de altura! Le pareció que la vida era vana y sin objeto y la existencia una pesadumbre. Lanzando un suspiro, mojó la brocha y la pasó a lo largo del tablón más alto; repitió la operación; la volvió a repetir, comparó la insignificante franja enjalbegada con el vasto continente de cerca sin encalar, y se sentó sobre el boj, descorazonado Jim, salió a la puerta haciendo cabriolas, con un balde de cinc y cantando Las muchachas de Búffalo. Acarrear agua desde la fuente del pueblo había sido siempre a los ojos de Tom una cosa aborrecible; pero entonces no le pareció así. Se acordó de que no faltaba allí compañía. Allí había siempre muchachos de ambos sexos, blancos, mulatos y negros, esperando vez; y entretanto, holgazaneaban, hacían cambios, reñían, se pegaban y bromeaban. Y se acordó de que, aunque la fuente sólo distaba ciento cincuenta varas, Jim jamás estaba de vuelta con un balde de agua en menos de una hora; y aun entonces era porque alguno había tenido que ir en su busca. Tom le dijo:

-Oye, Jim: yo iré a traer el agua si tú encalas un pedazo.

Jim sacudió la cabeza y contestó:

-No puedo, amo Tom. El ama vieja me ha dicho que tengo que traer el agua y no entretenerme con nadie.

Ha dicho que se figuraba que el amo Tom me pediría que encalase, y que lo que tenía que hacer yo era andar listo y no ocuparme más que de lo mío..., que ella se ocuparía del encalado.

-No te importe lo que haya dicho, Jim. Siempre dice lo mismo. Déjame el balde, y no tardo ni un minuto.

Ya verás cómo no se entera.

-No me atrevo, amo Tom... El ama me va a cortar el pescuezo. ¡De veras que sí!

-¿Ella?... Nunca pega a nadie. Da capirotazos con el dedal, y eso ¿a quién le importa? Amenaza mucho, pero aunque hable no hace daño, a menos que se ponga a llorar. Jim, te daré una canica. Te daré una de las blancas.

Jim empezó a vacilar.

-Una blanca, Jim; y es de primera.

-¡Anda! ¡De ésas se ven pocas! Pero tengo un miedo muy grande del ama vieja.

Pero Jim era de débil carne mortal. La tentación era demasiado fuerte. Puso el cubo en el suelo y cogió la canica. Un instante después iba volando calle abajo con el cubo en la mano y un gran escozor en las posaderas. Tom enjalbegaba con furia, y la tía Polly se retiraba del campo de batalla con una zapatilla en la mano y el brillo de la victoria en los ojos.

Pero la energía de Tom duró poco. Empezó a pensar en todas las diversiones que había planeado para aquel día, y sus penas se exacerbaron. Muy pronto los chicos que tenían asueto pasarían retozando, camino de tentadoras excursiones, y se reirían de él porque tenía que trabajar... ; y esta idea le encendía la sangre como un fuego. Sacó todas sus mundanales riquezas y les pasó revista: pedazos de juguetes, tabas y desperdicios heterogéneos; lo bastante quizá para lograr un cambio de tareas, pero no lo suficiente para poderlo trocar por media hora de libertad completa. Se volvió, pues, a guardar en el bolsillo sus escasos recursos, y abandonó la idea de intentar el soborno de los muchachos. En aquel tenebroso y desesperado momento sintió una inspiración. Nada menos que una soberbia magnífica inspiración. Cogió la brocha y se puso tranquilamente a trabajar. Ben Rogers apareció a la vista en aquel instante: de entre todos los chicos, era de aquél precisamente de quien más había temido las burlas. Ben venía dando saltos y cabriolas, señal evidente de que tenía el corazón libre de pesadumbres y grandes esperanzas de divertirse. Estaba comiéndose una manzana, y de cuando en cuando lanzaba un prolongado y melodioso alarido, seguido de un bronco y profundo «tilín, tilín, tilón; tilín, tilón», porque, venía imitando a un vapor del Misisipí.Al acercarse acortó la marcha, enfiló hacia el medio de la calle, se inclinó hacia estribor y tomó la vuelta de la esquina pesadamente y con gran aparato y solemnidad, porque estaba representando al Gran Misuri y se consideraba a sí mismo con nueve pies de calado. Era buque, capitán y campana de las máquinas, todo en una pieza; y así es que tenía que imaginarse de pie en su propio puente, dando órdenes y ejecutándolas.

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9782378079987
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