Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 546

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Y yo poblaré la noche. Basta que te despierte, aun cuando esté lejos. ¿Y en qué soy menos razonable que cuando te ofrezco el diamante puro o el objeto de oro, que no valen por su uso, sino por la fiesta prometida o por el recuerdo de la fiesta? Lo mismo que el señor del dominio (el cual no le sirve de nada en el instante) se pasea por su camino en hondonada, en la campiña, y es, sin embargo, él, y no otro, y es grande de corazón a causa de los rebaños y de los establos y de los colonos todavía dormidos y de los almendros que dan sus flores, y de las abundantes cosechas por venir, y todas estas cosas le permanecen invisibles en el instante; pero se siente responsable. Y eso por el solo efecto del nudo divino que anuda las cosas y liga el dominio en un dios que se ríe de los muros y los mares. Así, pues, te deseo en tu noche, visitado por el dios de las fuentes aunque te estás muriendo de sed en el desierto o extrayendo la sangre de tu vida al sacar la arena de un pozo avaro. Y si te digo que simplemente son como el corazón cantante de los manzanos y de los naranjos y de los almendros que viven de ellas (y los ves morir cuando cesan), entonces te quiero enriquecido como aquel de mis soldados que veo calmo y seguro de él en el amanecer del desierto, donde voy acarreando esas semillas para la siembra, y eso simplemente porque a lo lejos, no sirviéndole de nada en el instante, y como muerta pues está ausente y quizá dormida, hay una amada cuya voz, si le fuera permitido escucharla, sería cantante para su corazón.

No quiero matar tus débiles dioses que morirían sin ruido como esas palomas de las que no encuentras los despojos. Pues nada sabrás de su muerte. Siempre, serán el brocal y el agua y el ruido del agua, y el balde de estaño, y el mosaico, y tú, que nombras para conocer, no conocerás lo que has perdido, pues nada has perdido de la suma de los materiales excepto tu vida.

La prueba consiste en que puedo aportarte esa palabra en mi poema, como un regalo. Puedo aliarla a otros dioses lentamente construidos. Pues tu poblado también se hace uno cuando duerme con su provisión de rastrojo y sus granos y sus instrumentos, y su pequeño cargamento de aspiraciones, de rivalidades, de cóleras, de piedades y tal vieja que va a morir como un fruto realizado, que abandona el árbol del que vivía, y tal niño que va a nacerle, y el crimen que fue cometido en él y turba su sustancia como una enfermedad, y su incendio del año último del cual te recuerdas por haberlo curado, y la casa del consejo de los notables que están tan orgullosos de conducir su poblado a través del tiempo como un navío, aunque sólo sea barca de pescadores sin un gran destino bajo las estrellas. Y he aquí que puedo decirte: «… la fuente de tu ciudad» y así despertarte el corazón y poco a poco enseñarte esa marcha hacia Dios, que sólo puede satisfacerte, pues de signo en signo lo alcanzarás; Él, que se liga a través de la trama; Él, el sentido del libro del cual digo las palabras; Él, la Sabiduría; Él, el que es, Él, del cual todo recibo en retorno, pues de etapa en etapa te anuda los materiales a fin de extraer su significado; Él, el Dios que es Dios también de los poblados y de las fuentes.

Mi pueblo amado, has perdido tu miel, que es, no de las cosas, sino del sentido de las cosas, y si experimentas todavía la prisa de vivir, ya no encuentras el camino. He conocido a aquél que era jardinero, y al morir dejaba un jardín inculto. Me decía: «¿Quién podará mis árboles…, quién sembrará mis flores…?». Pedía unos días para construir su jardín, pues poseía las semillas de las flores, bien seleccionadas, en su reserva de semillas, y los instrumentos para abrir la tierra, en el almacén, y el cuchillo para remozar los árboles prendido a su cintura; pero sólo eran objetos dispersos que no tenían sentido de un culto. Y tú lo mismo, con tus provisiones. Con tu rastrojo, con tus semillas, y tus envidias y tus piedades y tus disputas, y tus viejas próximas a morir, y tu brocal del pozo, y tu mosaico, y tu agua cantarina que no has sabido fundir todavía, por el milagro del nudo divino que anuda las cosas y sacia el espíritu y el corazón, en un poblado y su fuente.

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Al no escucharlos, los oía. Los unos sabios, los otros ignorantes. Y aquéllas que hacían el mal por el mal. Pues no hallaban otra alegría que el calor de su rostro y algún sentimiento oscuro semejante al movimiento de la pantera que lanza su pata azul para maravillar.

Veía ahí algo semejante al fuego del volcán, el cual es potencia sin empleo ni regla. Pero, el mismo fuego, construye un sol. Y el sol, la flor. Como, de consecuencia en consecuencia, tu sonrisa de la mañana o tu movimiento hacia la amada, es el significado de todo. Pues te basta un polo para reunirte, y desde entonces comienzas a ser.

Pero aquéllas solamente son quemazón…

Y bien lo ves en el árbol, que es sueño aparente y medida y lentitud, y perfume extendido alrededor como un reino, y que puede servir de alimento para la pólvora, o el incendio, dilapidando para siempre su poder. Así, de ti y de tus cóleras contenidas, y de tus celos, y de tus astucias y de ese calor de los sentidos que te torna tan difícil la noche cerrada, quiero hacer un árbol pacífico. No por amputación, pues lo mismo que la simiente salva en el árbol un sol que iría a fundir el hielo y a podrirse con él, la simiente espiritual te construirá en tu propia semilla, no rehusando nada de ti, no amputándote, no castrándote, sino fundando tus mil caracteres en su unidad.

Por esto no te diré: «Ven a mi casa para hacerte recortar, reducir o modelar», sino «Ven a mi casa para parirte a ti mismo». Tú me sometes tus materiales en desorden y te los torno transformados en uno. No soy yo quien marcha en ti. Eres tú quien marcha. Nada soy, sino tu común medida. Así pues, aquélla funda y medita el mal. A causa de que te inclina al mal la crueldad de las noches cálidas, cuando te vuelves y revuelves sin realizarte, toda quebrada y abandonada y deshecha. Mal centinela de la ciudad desmantelada. Y la veo bien, no sabiendo qué hacer con sus materiales dispersos. Y ella llama al cantor, y él canta. «¡No! -dice- ¡qué se marche!». Y llama a otro, después a otro. Y los desgasta. Después se alza con fatiga y despierta a la amiga: «¡Irreparable es mi tedio! Los cantos no pueden distraerme…».

Después, lo mismo con el amor, y aquél, y aquél, y aquél…, los apila uno tras otro. Pues busca su unidad, ¿y cómo podría hallarla? No se trata de un objeto perdido entre los objetos. Pero llegaré en el silencio. Seré costura invisible. Nada cambiaré de los materiales, ni siquiera su lugar; mas les daré un significado, amante invisible que hace llegar a ser.

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Instrumento de música sin músico que te maravillas de los sonidos que produces. He visto al niño regocijarse al rasguear las cuerdas y reírse del poder de sus manos. Mas los sonidos nada me importan, quiero verte transportado a mí. Pero nada tienes que transportar, pues no eres, habiendo descuidado realizarte. Y vas tañendo al azar tus cuerdas a la espera de un son más extraño que otro. Pues te atormenta la esperanza de encontrar la obra en tu camino (como si se tratara de un fruto por hallar fuera de ti) y de traer, en cautividad, tu poema.

Pero yo te quiero semilla bien fundada que drena alrededor para su poema. Te quiero un alma construida y ya pronta para el amor; y no buscando, en el viento de la tarde, algún rostro que te capture; pues nada hay en ti que pueda capturar.

Así celebras el amor.

Así celebras la justicia. No las cosas justas. Y, cómodamente, te volverás injusto en las ocasiones particulares, para servirla.

Celebrarás la piedad; pero cómodamente te harás cruel en las ocasiones particulares, para servirla.

Celebrarás la libertad y pondrán en prisión los que no cantan como tú.

Así pues, conozco hombres justos, no la justicia. Hombres libres, no la libertad. Hombres animados por el amor, y no el amor. Lo mismo que no conozco ni la belleza ni la dicha, sino hombres dichosos y cosas bellas.

Pero primero ha sido preciso obrar, y construir y aprender, y crear. Inmediatamente llegan las recompensas.

Mas ellos, habitantes de lechos ostentosos, estiman simple alcanzar la esencia sin construir antes la diversidad. Así el fumador de hachís que se procura por algunas monedas embriagueces de creador.

Semejan a las prostitutas abiertas al viento. ¿Quién les servirá jamás el amor?

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Despreciando la opulencia ventruda, no la tolero sino como condición de algo más alto que ella, como ocurre en la grosería maloliente de los poceros, que es condición del lustre de la ciudad. Habiendo aprendido que no hay nada contrario y que la perfección es la muerte. Tolero de esta suerte a los malos escultores como condición de los buenos escultores, al mal gusto como condición del buen gusto, la sujeción interior como condición de la libertad, y la opulencia ventruda como condición de una elevación que de ningún modo es de ella ni para ella, sino sólo de aquéllos y para aquéllos a quienes alimenta. Porque si, pagando para esculpir las esculturas, ella asume el papel de depósito necesario de donde el buen poeta sacará el grano de que ha de vivir, el cual grano ha sido saqueado del trabajo del labrador pues no recibe en cambio más que un poema del que se burla, o una escultura que por lo general ni siquiera le es mostrada, y que así, por falta de saqueadores no podrán sobrevivir los escultores, poco me importa que el depósito tenga un nombre de hombre. Él es nada más que vehículo, vía y pasaje.

Y si tú le reprochas al depósito de granos ser en su lugar depósito del poema y de la escultura y del palacio, y frustrar de esta manera el oído o la mirada del pueblo, te responderé ante todo que por el contrario la vanidad del opulento de vientre lo inclinará a hacer ostentación de sus maravillas, como lo es evidentemente en el caso del palacio, puesto que una civilización no descansa sobre el uso de los objetos creados, sino sobre el calor de la creación, como ocurre, ya te lo he dicho, con esos imperios que resplandecen con el arte de la danza, aunque ni el opulento de vientre en sus vitrinas ni el pueblo en sus museos encierren la danza danzada porque de esto no hay provisión.

Y si tú le reprochas al opulento de vientre ser diez veces contra una de gusto vulgar y favorecer a los poetas del claro de luna o a los escultores del parecido, te responderé que poco me importa, porque si deseo la flor del árbol, debo aceptar el árbol entero, y asimismo el esfuerzo de diez mil malos escultores para la aparición de uno solo que cuenta. Exijo, pues, diez mil almacenes de mal gusto contra uno solo que sepa discernir.

Mas, por cierto, si no hay nada contrario, y si el mar es condición del navío, hay no obstante navíos que son devorados por el mar. Y puede haber opulentos de vientre que sean otra cosa que vehículo, vía y acarreo, por tanto condición, y devoran al pueblo por el solo placer de su digestión. No hace falta que el mar devore al navío, que la fuerza devore la libertad, que el mal escultor devore al buen escultor, y que el opulento de vientre devore el imperio.

Me pedirás aquí que te descubra con mi lógica un sistema que me salve del peligro. No lo hay. No preguntas cómo gobernar las piedras para que se junten en catedral. La catedral no es de su especie. Es del arquitecto que ha entregado su semilla, la que atrae hacia sí las piedras. Es preciso que yo sea y con mi poema funde la pendiente hacia Dios, entonces ha de atraer hacia sí el fervor del pueblo, y las semillas del almacén, y los pasos del opulento de vientre, para su gloria.

No creas que me interesa el salvamento del almacén a causa de que lleva un nombre. No evito por sí mismo el mal olor del pocero. El pocero no es más que vía, vehículo y acarreo. No creas que me interesa la aversión de los materiales contra cualquier cosa que se distinga de ellos. Mi pueblo no es más que vía, vehículo y acarreo. Desdeñoso de la música así como de la lisonja de los primeros, del odio como de los aplausos de los segundos, y sólo sirviendo a Dios a través de ello, desde la ladera de la montaña donde heme aquí más solitario que el jabalí de las cavernas, y más inmóvil que el árbol simplemente, al correr del tiempo, cambia la rocalla en puñados de flores con semillas que entrega al viento -y de esta suerte vuela hecho luz el humus ciego-, situándome fuera de los falsos litigios en mi irreparable destierro, no estando ni con los unos contra los otros, ni con los segundos contra los primeros, dominando los clanes, los partidos, las facciones, luchando por el árbol solo contra los elementos del árbol, y por los elementos del árbol en nombre del árbol, ¿quién protestará contra mí?

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Se me planteó el litigio de que yo no podía conducir mi pueblo a la luz de las verdades, sino a través de actos, no mediante palabras. Porque la vida importa construirla como un templo a fin de que muestre un rostro. ¿Y qué harías con días todos iguales como piedras bien alineadas? Pero dices, cuando te miras ya viejo: «He deseado la fiesta de mis padres, he enseñado a mis hijos, después les he dado esposas, después a algunos, que Dios volvió a llevarse una vez edificados -pues obra de tal manera por su gloria-, los enterré piadosamente».

Porque sucede contigo lo que con el grano maravilloso que la tierra eleva al rango de cántico y ofrece al sol. Luego ese trigo tú lo elevas al rango de luz en la mirada de la amada que te sonríe, después ella te forma las palabras de la plegaria recitada en la noche. Y soy aquél que marcha lentamente, esparciendo el trigo bajo las estrellas, y no puedo medir mi papel si permanezco demasiado miope. De la semilla saldrá la espiga, la espiga se transformará en carne del hombre, y del hombre saldrá el templo para la gloria de Dios. Y podré decir de ese trigo que tiene el poder de juntar las piedras.

Para que la tierra se haga basílica basta una semilla alada a merced de los vientos.

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Trazaré mi surco, sin comprender en el primer momento. Simplemente iré… Yo soy del imperio y él de mí, sin saber diferenciarme. No teniendo nada que esperar de cuanto yo no haya primeramente fundado, padre de mis hijos que lo son de mí. Ni generoso, ni avaro, ni sacrificándome ni solicitando sacrificios, pues si muero junto a las murallas no me sacrifico por la ciudad, sino por mí, que soy de la ciudad. Y ciertamente, de aquello de que vivo, muero. Pero tú buscas como un objeto en venta las grandes alegrías que te fueron dadas en el primer momento como recompensa. Así la ciudad en el corazón de las arenas volvíase para ti flor púrpura, rica de carne, y tú la palpabas sin cansarte de regocijarte con ella. Deambulo a lo ancho de sus graderías encontrando placer en los grandes derribos de legumbres de color, en las pirámides de mandarinas instaladas a modo de capiteles en la provincia de su olor, y por encima de todo en las especias que tienen poder de diamante pues una sola pizca de esa pimienta dulce, traída para ti de comarcas lejanas en procesión de veleros bajo su corneta, instala en ti nuevamente la sal del mar y el alquitrán de los puertos y el olor de las correas de cuero que, en la aridez interminable, cuando estabas en marcha hacia el milagro del mar, embalsamaron tus caravanas. Digo, por tanto, que lo patético del mercado de especias lo creaste tú con los callos, los arañazos, las tumefacciones y los adobos de tu propia carne.

Pero ¿qué vendrás a buscar aquí? ¿No se trata ya, como se queman reservas de aceite, de hacer cantar victorias todavía?

¡Ah, haber gustado una vez el agua del pozo de El Ksour! Me basta por cierto el ceremonial de una fiesta para que una fuente sea para mí cántico…

Iré de esta manera. Comenzaré sin fervor, pero haciendo del granero la escala de los granos, no sé distinguir el entrojamiento del consumo del trigo entrojado. Quise sentarme y gustar de la paz. Mas he aquí que no hay paz. He aquí que reconozco que se equivocaron los que querían instalarme sobre mis victorias pasadas, imaginando que se puede encerrar y guardar una victoria, siendo que ocurre como con el viento, que si lo guardas, ya no es.

¡Loco aquel que encerraba el agua en su urna, porque amaba el canto de las fuentes!

¡Ah Señor! Me hago camino y vehículo. Voy y vengo. Hago mi tarea de asno o de caballo, con mi obstinada paciencia. No conozco sino la tierra que remuevo y, en mi mandil anudado, el chorrear sobre mis dedos de los granos de las simientes. A Ti el inventar la primavera y desarrollar las cosechas conforme a tu gloria.

Así, pues, marcho contra la corriente. Me inflijo esos tristes pasos de ronda que son del centinela propenso a dormir, cuando apenas sueña con la sopa, para que el dios de los centinelas se diga una vez por año: «¡Cuán bella es esta morada…, cuán fiel…, cuán austera en su vigilancia!». Te recompensaré por tus mil pasos de ronda. Vendré a visitarte. Y serán mis brazos los que llevarán las armas. Pero como prestados y mezclados a los tuyos. Y sentirás que tú cubres el imperio. Y serán mis ojos los que harán el recuento, desde lo alto de las murallas, del esplendor de la ciudad. Y tú y yo y ciudad no formaremos más que una sola cosa. Entonces el amor será para ti como una quemadura. Y si el fulgor del incendio promete ser bastante hermoso como para apagar la madera de tu vida que leño a leño has apilado, te permitiré morir.

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El grano podría completarse y decirse: «¡Cuán bello soy y potente y vigoroso! Soy cedro. Mejor aún, soy cedro en su esencia».

Pero yo, yo digo que él no es nada todavía. Es vehículo, vía y pasaje. Es operador. ¡Que me haga su operación! Que conduzca lentamente la tierra hacia el árbol. Que instale el cedro para gloria de Dios. Entonces lo juzgaré por su ramaje.

Pero lo mismo se consideran ellos. «Yo soy tal o cual». Se creen provisión de maravillas. Hay en ellos una puerta sobre tesoros muy bien compuestos. Basta descubrirla a tientas. Y te abastecen el azar de sus eructos en poemas. Pero tú les oyes eructar sin conmoverte.

Así el hechicero de la tribu negra. Junta al azar y con visos de entendido, un material íntegro de hierbas, de ingredientes y de órganos raros. Te lo remueve todo en su gran sopera, en noche sin luna. Pronuncia palabras y palabras y palabras. Espera que de su cocina emane un poder invisible que derribará tu armada, la que está en marcha hacia su guarida. Pero nada se manifiesta. Y él recomienza. Y cambia las palabras. Y cambia las hierbas. Y, ciertamente, no se engañaba en la ambición de su deseo. Porque yo he visto la pasta de madera mezclada con negruzco licor derrocar los imperios: Se trataba de mi carta que, decidía la guerra. He conocido la sopera de la que salía la victoria: En ella se amasaba la pólvora. He oído el débil temblor del aire, brotado de un simple pecho, abrasar a mi pueblo, poco a poco, a la manera de un incendio. Alguno predicaba la revuelta. He conocido también piedras convenientemente dispuestas que abrían una nave de silencio.

Pero nunca he visto salir nada de los materiales de azar si no encontraban en algún espíritu de hombre su medida común. Y si el poema puede conmoverme, ningún conjunto de caracteres salido del desorden de un juego de niños me ha arrancado nunca lágrimas. Porque nada es la simiente no expresada que pretende hacer admirar el árbol en cuya ascensión no se ha empleado.

Ciertamente, tú aspiras a Dios. Pero de lo que puedes llegar a ser no deduzcas de ningún modo lo que eres. Tus eructos no entusiasman a nadie. Cuando arde el mediodía, la semilla, aún siendo de cedro, no me vierte sombra.

Los tiempos crueles despiertan al arcángel adormecido. ¡Qué rasgue sus pañales e irrumpa ante nuestras miradas! ¡Que absorba y vuelva a anudar las lenguas mínimas y sutiles! ¡Que nos arranque un verdadero grito! Grito hacia la ausencia. Grito de odio contra la jauría. Grito por el pan. ¡Qué llene de significado al labriego, a la cosecha, o al viento que se mete profundamente en el trigo como una mano, o al amor, o a cualquier cosa que se temple primero en la tardanza!

Mas tú te marchas, pillastre, al barrio reservado de la ciudad para buscar que el amor resuene sobre ti por medio de juegos complicados, cuando la función del amor es que resuene sobre ti, en tu hombro, la mano de la simple esposa.

Ciertamente, es magia y es función del ceremonial conducirte hacia capturas que no corresponden a la esencia de las trampas, como esa quemadura en el corazón que los habitantes del Norte logran una vez al año con la mezcla de resina, madera barnizada y cera caliente. Pero llamo falsa magia y pereza e incoherencia a la trituración en tu sopera de ingredientes de azar, en la espera de un milagro que no habrías preparado. Pues, olvidando realizarte, pretendes marchar a tu propio encuentro. Y desde entonces ya no hay esperanza. Se vuelven a cerrar sobre ti las puertas de bronce.

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Estaba yo melancólico cuando me atormentaba por los hombres. Cada uno vuelto hacia sí y no sabiendo ya qué aspirar. Pues ¿qué bien podrías desear, si a la vez quieres someterlos y que te aumenten? El árbol, por cierto, busca los jugos del suelo para nutrirse y transformarlos en sí mismo. La bestia el pasto o alguna otra bestia que transfigurará en sí misma. Y tú también te nutres. Pero fuera de tu alimento, ¿qué desearás que puedas usar por ti mismo? Por el hecho de que el incienso halague el orgullo, alquilas hombres para aclamarte. Y te aclaman. Y he aquí que pronto las aclamaciones te parecen vacías. Porque como las alfombras de lana alta hacen más dulce la morada, las compras para la ciudad. Congestionas la casa. Y he aquí que son estériles. Envidias el dominio real de tu vecino. Lo despojas. Te instalas. Y nada te entregará que te interese. Existe un puesto por el que intrigas. Y andas en manejos para conseguirlo. Y lo obtienes. Y es semejante a una casa vacía. Porque no basta para ser dichoso que una casa sea lujosa o cómoda u ornamental y que puedas instalarse en ella, creyéndola tuya. En primer lugar, porque nada es tuyo, pues morirás, e importa no que te pertenezca, -pues es ella que se ve embellecida o disminuida-, sino que seas tú de ella, pues entonces te conduce a alguna parte, a la casa que habitará tu dinastía. No te regocijas de los objetos, sino de las rutas que te abren. Pues sería demasiado cómodo que tal vagabundo egoísta y mohíno pudiera ofrecerse una vida opulenta y de fasto con sólo cultivar la ilusión de ser príncipe, marchando de largo en ancho, delante del palacio del rey: «He aquí mi palacio», diría. Y en efecto, al verdadero señor del palacio tampoco le sirve el palacio en ese instante. Ocupa sólo una sala a la vez. Le acontece cerrar los ojos o leer o conversar, y así, de esa misma sala, no ver nada. Lo mismo que puede ocurrir que paseando por el jardín dé la espalda a la arquitectura. Y sin embargo, es el dueño del castillo, y orgulloso y quizá ennoblecido en su corazón y conteniendo en sí incluso el silencio de la sala olvidada del Consejo, y hasta las buhardillas y hasta los sótanos. Así, pues, podría ser el juego del mendigo, puesto que nada, fuera de la idea, lo distingue del señor, imaginarse al dueño y pavonearse lentamente de largo en ancho, como revestido de un alma con cola. Y sin embargo, poco eficaz será el juego, y los sentimientos inventados participarán de la podredumbre del sueño. Apenas lo influirá el débil mimetismo que te estremece los hombros si te cuento una carnicería o que te hace regocijarte con una alegría vaga si te canto tal canción.

Lo que es de tu cuerpo, te lo atribuyes y lo cambias en ti. Pero falsamente pretenderás lo mismo en cuanto al espíritu y al corazón. Pues poco ricas en verdad son tus alegrías extraídas de tus digestiones. Y aún más: no digerirás ni el palacio, ni el jarro de plata, ni la amistad de tu amigo. El palacio continuará siendo palacio, y el jarro continuará jarro. Y los amigos proseguirán su vida.

Soy el operador que, de un mendigo en apariencia semejante a un rey, puesto que contempla el palacio, o mejor que el palacio, el mar, o mejor que el mar, la vía láctea, pero nada sabe extraer de por sí de esa torpe mirada sobre la extensión, extrae un rey verdadero a pesar de que nada, en apariencia, haya cambiado. Y, en efecto, nada tendrá que cambiar en las apariencias pues son uno mismo señor y mendigo. Los mismos son aquél que ama y aquél que llora su amor perdido, si se sientan en el umbral de su morada, en la paz de la tarde. Mas uno de los dos, y acaso el que mejor parece, el más rico, y el más ornado por el espíritu y el corazón, irá esa noche a arrojarse al mar. Pues, para separar de ti, que eres uno, el otro, no necesito procurarte nada visible y material, ni necesito modificarte en lo que sea. Basta que te enseñe el lenguaje que te permitirá leer en lo que te rodea y en ti mismo, tal rostro nuevo y ardiente para el corazón, como el que hay, si sucede que te hallas mohíno, en algunas piezas groseras de madera, dispuestas al azar sobre una tabla; pero que, si te he educado en la ciencia del juego de ajedrez, te verterán la radiación de su problema.

Por esto los considero en el silencio de mi amor sin reprocharles su tedio, que no les pertenece, sino que pertenece a su lenguaje, sabiendo que sólo él los distingue del rey victorioso que respira el viento del desierto, y del mendigo que se abreva en el mismo río alado; pero que sería injusto si reprochara al mendigo, sin haberlo sacado de sí, no experimentar los sentimientos de un rey victorioso en su victoria.

Doy las llaves de la extensión.

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Y al uno y al otro, los veía entre las provisiones del mundo y la miel hecha. Mas semejantes a aquél que marcha por la ciudad muerta, muerta para él, pero milagrosa detrás de sus muros; o aun a aquél que oye recitar el poema en un lenguaje que no le fue enseñado, o se codea con la mujer por la que otro aceptaría morir de buena gana, pero que él olvida amar…

Os enseñaré el uso del amor. ¡Qué importan los objetos del culto! He visto en la emboscada alrededor del pozo al que hubiera podido sobrevivir, dejarse llenar los ojos de noche por causa de un zorro de las arenas que, luego de haber vivido largo tiempo de su ternura, se había escapado en la hora del instinto. ¡Ah, mis soldados! Su reposo semeja otro reposo y su miseria a otra miseria; bastaría para exaltaros que esta noche fuera la de un retorno, ese collado la tierra de una esperanza, ese vecino el amigo esperado, o ese carnero sobre las brasas la comida de un aniversario, esas palabras, las palabras de un canto. Bastaría con una arquitectura, una música, una victoria que os dieran el sentido de vosotros mismos; bastaría que os enseñara a hacer brotar de vuestros guijarros una flota, como a los niños; bastaría un juego, y el viento del placer pasaría sobre vosotros como sobre un árbol. Pero heos aquí dispersos y dispares y no buscando nada distinto a vosotros mismos, y descubriendo de este modo el vacío; pues sois un nudo de relaciones y no otra cosa, y si no existen relaciones, hallaréis en vosotros solamente una encrucijada muerta. Y nada hay que esperar si sólo hay en ti amor por ti mismo. Pues te lo he afirmado del templo. La piedra no sirve ni a sí misma ni a las otras piedras. Sino al ímpetu de las piedras que todas forman un conjunto y que sirve a todas en retorno. Y quizá podrás vivir del ímpetu hacia el rey, a causa de que seréis soldados de un rey, tú y tus camaradas.

«Señor -decía yo-, ¡dame la fuerza del amor! Ese bastón nudoso para la ascensión de la montaña. Hazme pastor para conducirlos».

Te hablaré pues del sentido del tesoro. El cual en primer lugar es invisible, no siendo jamás de la esencia de los materiales. Has conocido al visitante de la noche. Aquél que simplemente se sienta en el albergue, deja su bastón y sonríe. Se lo rodea: «¿De dónde vienes?». Conoces el poder de sonreír.

No vayas, buscando las islas musicales como si fueran un regalo hecho, ofrecido por el mar. Alrededor del cual el mar borda su encaje blanco. Pues no las encontrarás, aunque te ponga sobre las arenas de su corona, si primero no te he sometido al ceremonial del mar. Si te despertaras en ellas sin esfuerzo, nada lograrías de los pechos de sus muchachas, excepto el poder de olvidar el amor. Irás de olvido en olvido, de muerte en muerte… y me dirás, de la isla musical: «¿Qué había allá por lo que valiera vivir?», cuando la misma, bien mostrada, hace que una tripulación entera acepte, por amor a ella, el riesgo de muerte.

Salvarte no es enriquecerte ni darte nada que sea para ti. Sino, más bien, someterte como a una esposa, al deber de un juego.

¡Ah!, siento mi soledad cuando el desierto no tiene comida para ofrecerme. ¿Qué haré con la arena si no hay un oasis inaccesible que la perfume? ¿Qué haré con los límites del horizonte si no existe una frontera de costumbre bárbara? ¿Qué haré con el viento si no está cargado de conciliábulos lejanos? ¿Qué haré con los materiales que no sirven para un rostro? Mas nos sentaremos sobre la arena. Te hablaré sobre tu desierto y te mostraré tal rostro y no otro. Y cambiarás, porque dependes del mundo. ¿Permaneces el mismo si, sentado en una habitación de tu casa, te anuncio que ésta se quema? ¿Si escuchas los pasos de la amada? Y esto mismo, aunque no marche ella hacia ti. No me digas que predico la ilusión. No te pido creer, sino leer. ¿Qué es la parte sin el todo? ¿Qué es la piedra sin el templo? ¿Qué es el oasis sin el desierto? Y si habitas el centro de la isla y quieres reconocerte en ella, necesario es que yo esté allí para enseñarte el mar. Y si habitas esta arena, es preciso que yo esté aquí para contarte ese esponsal lejano, esa aventura, de esa cautiva liberada, esa marcha de los enemigos. Y es falso decirme que ese matrimonio bajo tiendas lejanas no expande sobre tu desierto su luz de ceremonia, pues, ¿dónde se detiene su poder?

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