Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 381

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—He tenido noticias de usted de vez en cuando —dijo Isabel, que con su capacidad única para tales proezas del interior, se había dado ya cuenta de lo que significaba para ella volver a verlo.

—Espero que no haya oído nada malo. Mi vida ha sido prácticamente una hoja en blanco.

—Como los buenos reinados de la historia —sugirió Osmond.

Dichas esas palabras pareció pensar que sus deberes como anfitrión habían llegado a su fin, y que los había desempeñado a conciencia. Nada podría haber resultado más adecuado, más amablemente medido, que su cortesía hacia el amigo de su esposa. Era una cortesía puntillosa, explícita, cualquier cosa excepto natural, una deficiencia que lord Warburton, tan natural en todos sus actos, sin duda habría percibido.

—Le dejo con la señora Osmond —añadió—. Tienen ustedes recuerdos de los que no formo parte.

—¡Me temo que sea mucho lo que se pierde! —dijo lord Warburton mientras Osmond se alejaba, en un tono que revelaba quizá una excesiva apreciación de su generosidad. Después, el visitante posó en Isabel una mirada más profunda y consciente, que gradualmente se fue tornando más seria—. Estoy muy contento de verla.

—Es un placer. Es usted muy amable.

—¿Sabe que ha cambiado usted… un poco?

—Sí, he cambiado, pero mucho —dijo Isabel tras un ligero titubeo.

—No para peor, desde luego. Pero, por otra parte, ¿cómo puedo decir que sea para mejor?

—Creo que yo no tendría escrúpulo alguno en decírselo a usted —respondió ella con arrojo.

—Ah, bueno, para mí… ha pasado mucho tiempo. Sería una pena que no se me notase en algo. —Se sentaron, e Isabel le preguntó por sus hermanas y otros asuntos superficiales. Lord Warburton respondía a las preguntas de su anfitriona como si le interesasen, y al cabo de unos minutos ella vio, o creyó ver, que su presión no sería tan feroz como años atrás. El aliento del Tiempo había tocado su corazón, sin enfriarlo, de manera que le había procurado una sensación de reposo. Isabel sintió renacer la estima que habitualmente le despertaba el Tiempo. La actitud de su amigo era la de un hombre satisfecho, que deseaba que la gente, o al menos ella, le viera así—. Debo decirle algo sin más demora —prosiguió—. Ralph Touchett ha venido conmigo.

—¿Ha venido con usted? —preguntó Isabel muy sorprendida.

—Está en el hotel. Se encontraba demasiado cansado para salir y se ha acostado.

—Iré a verlo —dijo ella de inmediato.

—Eso es lo que yo esperaba que hiciera. Tenía la sensación de que no se habían visto mucho desde su boda, que de hecho su relación era un poco… un poco más formal. De ahí mis dudas, fruto de mi torpeza británica.

—Le tengo a Ralph el mismo cariño de siempre —respondió Isabel—. Pero ¿por qué ha venido a Roma?

La declaración fue tierna, la pregunta un poco ansiosa.

—Porque está realmente mal, señora Osmond.

—Entonces Roma no es el mejor sitio para estar. Me dijo que había decidido abandonar su costumbre de pasar los inviernos fuera y que se quedaría en Inglaterra, dentro de casa, en lo que él llamaba un clima artificial.

—Pobre hombre, no le sienta muy bien lo artificial. Fui a visitarle hace tres semanas a Gardencourt y lo encontré muy enfermo. Ha ido empeorando año tras año, y ya no le quedan fuerzas. ¡Ya ni siquiera fuma! Desde luego que había creado un clima artificial… en la casa hacía tanto calor como en Calcuta. De todos modos, de repente se le metió en la cabeza irse a Sicilia. No me pareció buena idea, tampoco a los médicos ni a ninguno de sus amigos. Su madre, como imagino que ya sabrá, está en Estados Unidos, así que no había nadie para impedírselo. Se había aferrado a la idea de que su salvación estaría en pasar el invierno en Catania. Dijo que podría llevarse sirvientes y muebles para instalarse cómodamente, pero lo cierto es que al final no ha traído nada consigo. Yo quería que al menos viajara por mar, para ahorrarle fatigas, pero me dijo que no soporta el mar y que además deseaba hacer una parada en Roma. Después de oír eso, y a pesar de que todo este asunto me parece una insensatez, decidí acompañarlo. Me comporto igual que… ¿cómo lo llaman ustedes en Estados Unidos…?, que una especie de moderador. Últimamente el pobre Ralph está ya muy moderado. Salimos de Inglaterra hace quince días y desde entonces se encuentra muy mal. No consigue entrar en calor y, cuanto más bajamos al sur, más frío tiene. Le acompaña un criado bastante eficiente, pero me temo que ya es humanamente imposible hacer nada por él. Yo quería que viajara con alguien de fiar, quiero decir, con un médico joven e inteligente; pero no quiso ni oír hablar de eso. Si me permite que se lo diga, creo que la señora Touchett ha elegido el momento más inoportuno para irse a Estados Unidos.

Isabel había escuchado ansiosamente; su rostro reflejaba dolor y asombro.

—Mi tía viaja siempre en las mismas fechas, y no hay nada que le pueda hacer cambiar de planes. En cuanto llega el día, se marcha. Creo que se habría ido aunque Ralph hubiese estado agonizando.

—Algunas veces pienso que está agonizando —dijo lord Warburton.

Isabel se levantó como impulsada por un resorte.

—Ahora mismo voy a verlo.

Lord Warburton la retuvo, un poco desconcertado por el rápido efecto de sus palabras.

—No digo que esté agonizando esta noche. Al contrario, hoy en el tren parecía encontrarse especialmente bien. La idea de nuestra llegada a Roma… le gusta mucho Roma, ya sabe… le ha dado fuerzas. Hace una hora, al darle las buenas noches, me dijo que estaba muy cansado, pero muy feliz. Vaya a verlo por la mañana, solo le pido eso. Él no sabe que he venido aquí. No lo he decidido hasta después de dejarlo, cuando he recordado que me había dicho que usted organizaba una velada, y que era justo hoy jueves. Se me ha ocurrido venir a decirle que Ralph está aquí y que quizá sea mejor no esperar a que él la avise. Creo que me dijo que no le había escrito a usted. —No era necesario que Isabel prometiera actuar de acuerdo con la información brindada por lord Warburton. Su aspecto, allí sentada, era el de un pajarillo al que se le impide echar a volar—. Aparte de que yo quería verla en persona —añadió galante.

—No entiendo el plan de Ralph; me parece una auténtica locura —dijo Isabel—. Me gustaba pensar que se encontraba rodeado por los gruesos muros de Gardencourt.

—Allí estaba completamente solo; los gruesos muros eran su única compañía.

—Usted iba a visitarlo; ha sido muy amable.

—Por Dios bendito, no tenía otra cosa que hacer —dijo lord Warburton.

—Al contrario, nos consta que está usted haciendo grandes cosas. Todo el mundo habla de usted como de un gran estadista y veo constantemente su nombre en el Times, que, por cierto, no parece tenerle mucha estima. Por lo visto, sigue siendo usted tan radical como siempre.

—Ya no me siento así; parece que el mundo se está poniendo de mi parte. Touchett y yo hemos mantenido una especie de debate parlamentario durante todo el viaje desde Londres. Yo le digo que es el último de los tories y él me llama el rey de los godos, pues dice que tengo, hasta en los últimos detalles de mi apariencia, todos los rasgos del bárbaro. Ya ve que todavía hay vida en él.

Isabel tenía muchas preguntas que hacer acerca de Ralph, pero se abstuvo de formularlas. Al día siguiente saldría de dudas por sí misma. Comprendió que lord Warburton se cansaría del asunto en breve; probablemente tenía en mente otros posibles temas de conversación. Cada vez estaba más convencida de que su amigo se había recuperado y, lo que es más importante, lo podía decir sin amargura. Desde hacía mucho tiempo lord Warburton había sido para ella una representación tal de la urgencia, de la insistencia, de algo a lo que había que resistirse y con lo que había que razonar, que su reaparición en un primer momento pareció amenazarla con nuevos problemas. Pero ahora se sentía más tranquila, veía que solo quería mantener una buena relación con ella, darle a entender que la había perdonado y que no tenía el mal gusto de lanzar acusaciones veladas. Esto no era, desde luego, una forma de venganza. No temía que lord Warburton deseara castigarla exhibiendo su frustración. Fue justa con él al creer que simplemente se le había ocurrido que a ella le interesaría saber que se había resignado. Era la resignación de una personalidad sana y varonil en la que las heridas sentimentales no podían infectarse jamás. La política británica le había curado; Isabel había sabido que sería así. Tuvo un pensamiento lleno de envidia acerca de la suerte de los hombres, quienes siempre son libres de sumergirse en las aguas curativas de la acción. Lord Warburton hablaba desde luego del pasado, pero lo hacía sin segundas intenciones; había llegado incluso a referirse a su anterior encuentro en Roma como un momento muy feliz. Y le dijo que le había interesado mucho recibir noticias de su boda y que era para él un gran placer conocer al señor Osmond, ya que no podía decirse que en aquella anterior ocasión se hubiesen conocido de verdad. No le había escrito en aquel momento fundamental de su vida, pero no se disculpó. Lo único que dio a entender es que eran viejos amigos, amigos íntimos. Y en calidad de amigo íntimo, tras una breve pausa durante la que había mirado sonriente a su alrededor como una persona que se entretiene en una reunión provinciana con una especie de inocente juego de adivinanzas, de repente le dijo:

—Bueno, supongo que ahora es usted muy feliz y todas esas cosas, ¿no?

Isabel respondió con una pronta carcajada. El tono de su observación le pareció de comedia.

—¿Cree usted que si no lo fuera se lo diría?

—Pues no lo sé. No veo por qué no.

—Yo sí. Sin embargo, afortunadamente, soy muy feliz.

—Tiene usted una casa maravillosa.

—Sí, es muy agradable. Pero el mérito no es mío, sino de mi esposo.

—¿Quiere decir que él la ha arreglado?

—Sí, no valía nada cuando llegamos.

—Debe de ser un hombre de gran talento.

—Es un genio de los tapizados —dijo Isabel.

—Hoy en día ese tipo de cosas causan furor. Pero usted debe de tener su propio gusto.

—Disfruto de las cosas cuando ya están hechas, pero no aporto ideas. Nunca soy capaz de proponer nada.

—¿Quiere decir que acepta lo que los demás le proponen?

—Y de muy buen grado, por lo general.

—Es bueno saberlo. Aprovecharé para proponerle alguna cosa.

—Será un placer. No obstante, debo decirle que tengo algo de iniciativa en algunos asuntos menores. Por ejemplo, me gustaría presentarle a algunas de estas personas.

—No se moleste, por favor. Prefiero quedarme aquí sentado. A no ser que se trate de esa señorita del vestido azul. Tiene un rostro encantador.

—¿Se refiere a la que está hablando con el joven de tez sonrosada? Es la hija de mi marido.

—Su marido es un hombre afortunado. ¡Qué señorita tan linda!

—Voy a presentársela.

—Dentro de un momento… será un placer. Me gusta contemplarla desde aquí. —Sin embargo, dejó de mirarla muy pronto. Sus ojos se dirigían todo el tiempo a la señora Osmond—. ¿Sabe que me equivocaba antes al decirle a usted que ha cambiado? —prosiguió—. Después de todo, me parece que sigue siendo la misma.

—Pues a mí me parece que estar casada es un gran cambio —respondió Isabel con leve jovialidad.

—A usted la ha afectado menos que a la mayoría de la gente. Como ve, yo no me he decidido.

—Me sorprende bastante.

—Debería usted entenderlo, señora Osmond. Pero sí que quiero casarme —añadió con sencillez.

—Debería resultarle fácil —dijo Isabel mientras se levantaba, comprendiendo después, con una punzada tal vez demasiado visible, de que no era la persona más adecuada para decir aquello.

Quizá porque había advertido aquella punzada, lord Warburton se abstuvo generosamente de recordarle que ella no había contribuido a facilitar las cosas.

Mientras tanto, Edward Rosier se había sentado en un otomán junto a la mesa del té de Pansy. Al principio intentó hablar con ella de cosas triviales, y ella le preguntó quién era el caballero recién llegado que conversaba con su madrastra.

—Es un lord inglés —contestó Rosier—. No sé nada más.

—Me pregunto si le apetecerá té. A los ingleses les gusta mucho.

—Eso da igual; tengo algo importante que decirle.

—No hable tan alto… le van a oír —dijo Pansy.

—No oirán nada si continúa usted con esa expresión como si lo único que le importase en el mundo es que el agua de la tetera hierva.

—Acabo de llenarla; los criados no saben estar por la labor.

Pansy suspiró, agobiada por el peso de la responsabilidad.

—¿Sabe lo que acaba de decirme su padre? Que no era verdad lo que me dijo usted hace una semana.

—No todo lo que digo es verdad. Las muchachas somos así. Pero con usted sí que hablo en serio.

—Me ha dicho que usted me había olvidado.

—Ah, no, no lo he olvidado —dijo Pansy, mostrando sus bonitos dientes en una sonrisa fija.

—Entonces, ¿todo sigue igual?

—No, no todo sigue igual. Papá ha sido terriblemente severo.

—¿Qué le ha hecho?

—Me preguntó qué me había hecho usted a mí, y se lo conté todo. Entonces me prohibió casarme con usted.

—No tiene por qué hacerle caso.

—Oh, sí, debo hacerlo. No puedo desobedecer a papá.

—¿No puede desobedecerle por alguien que la ama como yo, y a quien usted dice amar?

Pansy levantó la tapa de la tetera y contempló el recipiente un momento; luego dejó caer siete palabras en sus aromáticas profundidades:

—Mi amor por usted es el mismo.

—¿Y de qué me servirá eso?

—Ah —dijo Pansy levantando su mirada dulce y distraída—, eso no lo sé.

—Me decepciona usted —gimió el pobre Rosier.

Ella calló un instante, y le pasó una taza de té a un criado.

—Por favor, no siga hablando.

—¿Es toda la satisfacción que puedo esperar?

—Papá me dijo que no debo hablar con usted.

—¿Y usted me sacrifica así? ¡Esto es demasiado!

—Me gustaría que esperara un poco —dijo la joven con voz temblorosa.

—Por supuesto que esperaré si me ofrece alguna esperanza, pero me cuesta la vida.

—No renunciaré a usted, ¡de ninguna manera! —añadió Pansy.

—Su padre intentará casarla con otra persona.

—Jamás haré algo semejante.

—Entonces, ¿a qué tenemos que esperar?

Pansy volvió a vacilar.

—Hablaré con la señora Osmond y ella nos ayudará.

Así era como se refería generalmente a su madrastra.

—No nos ayudará mucho. Tiene miedo.

—¿Miedo de qué?

—De su padre, imagino.

Pansy negó con la cabecita.

—Ella no tiene miedo de nadie. Debemos tener paciencia.

—¡Ah, qué horrible palabra! —se lamentó Rosier.

Estaba profundamente desconcertado. Olvidando las costumbres de la buena sociedad, dejó caer la cabeza entre sus manos y, sujetándola con gracia melancólica, miró fijamente la alfombra. Tras unos instantes se dio cuenta de que había cierto revuelo a su alrededor y, al levantar la vista, vio a Pansy haciendo una reverencia —aquella pequeña reverencia aprendida en el convento— al lord inglés que la señora Osmond le estaba presentando.

39

Probablemente no sorprenda al lector reflexivo que Ralph Touchett hubiera visto menos a su prima desde que esta se había casado que con anterioridad a dicho acontecimiento, sobre el que él tenía una opinión que no podía esperarse que reafirmara la intimidad entre ambos. Como sabemos, Ralph dijo lo que pensaba y luego guardó silencio, pues Isabel no lo invitó a retomar una conversación que supuso un antes y un después en su relación. Esa conversación había marcado una diferencia: la diferencia que más temía, y no la que deseaba. No había enfriado la obstinación de la joven por seguir adelante con su compromiso, pero casi había estado a punto de romper su amistad. Entre ellos no volvieron a hacer jamás referencia a la opinión que Ralph tenía de Gilbert Osmond y, al rodear ese tema de un sacrosanto silencio, consiguieron mantener la apariencia de que existía una sinceridad recíproca entre ambos. Pero había una diferencia, como Ralph se decía a menudo, por supuesto que la había. Ella no le había perdonado y nunca lo haría: eso era lo único que Ralph había sacado de todo aquello. Isabel pensaba que lo había perdonado y estaba convencida de que no le había molestado que le dijera esas cosas y, como era tan generosa como orgullosa, esas convicciones representaban para ella una firme certeza. Pero, estuviese justificado o no por el hecho del que se trataba, él prácticamente la había ofendido, y además se trataba de una ofensa del tipo que las mujeres nunca olvidan. En su condición de esposa de Osmond, Isabel nunca podría volver a ser su amiga. Si con esa persona disfrutaba de la felicidad que esperaba, solo podría sentir desprecio por el hombre que de antemano había intentado minar tan grata bendición; y si, por el contrario, la advertencia de él demostrara estar justificada, el juramento hecho por Isabel de que Ralph nunca lo sabría le supondría tal peso sobre su estado de ánimo que terminaría por odiarle. Así de sombría había sido la previsión que había hecho Ralph del futuro durante el primer año de matrimonio de su prima y, si sus reflexiones llegasen a parecer morbosas, hemos de recordar que no gozaba de muy buena salud. Se consoló de la mejor forma que pudo comportándose (como consideró él mismo) con exquisitez cuando asistió a la ceremonia en la que Isabel se unió al señor Osmond, que tuvo lugar en Florencia en el mes de junio. Supo por su madre que en un principio Isabel había pensado celebrar sus esponsales en su tierra natal, pero como su prioridad era la sencillez por encima de todo finalmente había decidido, pese a las múltiples afirmaciones de Osmond de que estaba dispuesto a viajar a donde fuese, que la mejor forma de conseguir su deseo sería que los casara el clérigo más cercano lo antes posible. Así pues, la ceremonia tuvo lugar en la pequeña capilla americana en un día muy caluroso, con la única asistencia de la señora Touchett y su hijo, Pansy Osmond y la condesa Gemini. Tal austeridad en el evento que acabo de mencionar se debió en parte a la ausencia de dos personas que se podría haber supuesto que asistirían y que le habrían otorgado cierto relumbre. Madame Merle había sido invitada pero, ante la imposibilidad de abandonar Roma en esos momentos, mandó una gentil carta excusándose. Henrietta Stackpole no había sido invitada, ya que el viaje desde Estados Unidos que el señor Goodwood había anunciado a Isabel se había visto finalmente frustrado por exigencias de su profesión; pero había enviado una carta, menos gentil que la de madame Merle, dando a entender que, de haber podido cruzar el Atlántico, habría estado presente en la boda no solo como testigo, sino también como crítico. Su vuelta a Europa tuvo lugar algo más tarde, y Henrietta consiguió mantener una entrevista con Isabel en París durante el otoño, en la que se permitió hacer gala, quizá con demasiada libertad, de ese ingenio crítico suyo. El pobre Osmond, que fue el principal objeto del mismo, protestó con tanta acritud que Henrietta se vio obligada a declarar a Isabel que esta había dado un paso que había interpuesto una barrera entre ambas. «No se trata ni mucho menos de que te hayas casado, sino de que te hayas casado con él», consideró que era su obligación afirmar, con lo que, como se puede ver, estaba mucho más de acuerdo con Ralph Touchett de lo que ella misma creía, aunque sin tantas dudas ni reparos como este. No obstante, Henrietta no parecía haber hecho su segunda visita a Europa en balde, pues justo en el momento en que Osmond dijo solemnemente a Isabel que no tenía más remedio que oponerse a la presencia de esa mujer periodista, e Isabel le contestó que, en su opinión, estaba siendo demasiado duro con ella, apareció en escena el bueno del señor Bantling y propuso que hiciesen un viaje a España. Las crónicas que Henrietta había enviado desde allí eran las más satisfactorias que había publicado hasta la fecha, y había una en particular, escrita en la Alhambra y titulada «Moros a la luz de la luna», que era considerada por todos su obra maestra. Isabel quedó en secreto decepcionada por el hecho de que su marido no fuese capaz de tomarse a la pobre chica en broma. Hasta llegó a preguntarse si su sentido de la diversión, o de lo divertido —que al fin y al cabo constituían su sentido del humor, ¿no?—, no sería por casualidad un tanto defectuoso. Por supuesto, ella misma veía el asunto desde la perspectiva de una persona en cuya felicidad presente no podía hacer mella la conciencia ofendida de Henrietta. Osmond pensaba que la alianza de ambas era una especie de monstruosidad, ya que no veía por ningún lado qué podían tener en común. Para él, la compañera de viajes turísticos del señor Bantling era sencillamente la mujer más vulgar del mundo, así como la más disoluta. Isabel apeló contra esa última parte del veredicto con tanto ardor que él se sorprendió una vez más de lo raros que eran algunos de los gustos de su esposa. Isabel solo lo pudo explicar afirmando que le gustaba conocer gente lo más distinta a ella que fuera posible. «En ese caso, ¿por qué no te haces amiga de la lavandera?», le preguntó Osmond, a lo que Isabel respondió que mucho se temía que la lavandera no tuviese el menor interés en ella. En cambio, Henrietta sí se interesaba mucho.

Ralph no la había visto durante la mayor parte de los dos años que habían seguido a su matrimonio. El invierno que Isabel comenzó a residir en Roma, él lo volvió a pasar en San Remo, donde se le unió su madre en primavera, para después regresar los dos a Inglaterra a inspeccionar lo que estaban haciendo en el banco… una operación que la señora Touchett no consiguió convencer a su hijo de que realizase. Ralph había arrendado la casa en la que vivía en San Remo, una pequeña villa que volvió a ocupar al invierno siguiente, pero a finales del mes de abril de ese segundo año se trasladó a Roma. Era la primera vez desde su matrimonio que se veía cara a cara con Isabel, algo que por entonces deseaba con todas sus fuerzas. Ella le había escrito de vez en cuando, pero sus cartas no le decían nada de lo que quería saber. Ralph había preguntado a su madre cómo le iba la vida a Isabel, y aquella se había limitado a contestarle que suponía que le iría estupendamente. La imaginación de la señora Touchett no era de las que comulgan con lo que no se ve, y ahora no presumía de intimidad con su sobrina, con la que apenas se trataba. La joven parecía vivir de forma bastante digna, pero la señora Touchett seguía siendo de la opinión de que había hecho un matrimonio desastroso. No encontraba ninguna satisfacción en pensar en la actual situación de Isabel, y estaba convencida de que se trataba de un asunto lamentable. De vez en cuando se encontraba con la condesa Gemini en Florencia, pero siempre intentaba que el contacto fuera lo menor posible, ya que la condesa le recordaba a Osmond, el cual a su vez le hacía pensar en Isabel. Esos días se hablaba menos de la condesa, pero para la señora Touchett eso tampoco auguraba nada bueno, puesto que solo venía a confirmar que se había hablado mucho de ella con anterioridad. Tenía una referencia más directa de Isabel en la persona de madame Merle, pero las relaciones de esta con la señora Touchett habían sufrido un cambio sustancial. La tía de Isabel le había dicho sin rodeos que había jugado un papel muy ingenioso en la boda de aquella, y madame Merle, que nunca discutía con nadie, que parecía pensar que no había nadie que lo mereciera, y que llevaba varios años obrando, como quien dice, el milagro de vivir… con la señora Touchett sin mostrar síntoma alguno de irritación, en esa ocasión adoptó un tono de voz muy elevado y afirmó que se trataba de una acusación contra la que no pensaba rebajarse para defenderse. No obstante, añadió (sin rebajarse) que su comportamiento había sido muy sencillo, que solo había creído lo que había visto con sus propios ojos, y lo que había visto era que Isabel no tenía muchas ganas de casarse y que Osmond (cuyas continuas visitas no significaban nada, sino tan solo que se moría de aburrimiento en lo alto de su colina e iba simplemente para entretenerse) tampoco tenía muchas ganas de complacer a nadie. Isabel se había guardado sus sentimientos para sí, y el viaje a Grecia y Egipto no había sido más que una cortina de humo a ojos de su compañera. Madame Merle aceptó el hecho y no estaba dispuesta a considerarlo escandaloso, pero de ahí a decir que ella hubiera formado parte del mismo, con doblez o sin ella, era una imputación contra la que manifestaba su más enérgica protesta. Sin duda fue como consecuencia de esa actitud de la señora Touchett, y de la herida que infligió a unas costumbres consagradas por tantas deliciosas temporadas, por lo que después de eso madame Merle decidió permanecer durante bastantes meses en Inglaterra, donde su reputación seguía siendo inmaculada. La señora Touchett la había ofendido, y hay cosas que no se pueden perdonar. Pero madame Merle sufría en silencio, y siempre había algo exquisito en su dignidad.

Como digo, Ralph Touchett quería comprobar las cosas por sí mismo, pero mientras acometía tal empresa volvía a percatarse de lo necio que había sido al poner a su prima sobre aviso. Había jugado mal sus cartas y había perdido la partida. Ni vería ni se enteraría de nada, pues Isabel nunca se quitaría la máscara ante él. Lo que tendría que haber hecho era manifestar que estaba entusiasmado con la unión, y así luego, cuando se viniera todo abajo, como decía el propio Ralph, Isabel podría darse el gusto de decirle que había sido un mentecato. Él habría estado encantado de pasar por un mentecato con tal de enterarse de la verdadera situación de su prima. En esos momentos, sin embargo, ni ella se burlaba de él por sus falacias ni simulaba que su propia confianza hubiese estado justificada; si tenía puesta una máscara, esta le cubría el rostro por completo. Había algo inmutable y mecánico en la serenidad que llevaba pintada sobre ella; para Ralph no era una expresión, sino más bien una representación, incluso un anuncio. Isabel había perdido el hijo que esperaba; era una gran pena, pero de la que ella apenas hablaba, pues sin duda había mucho más que decir sobre el tema de lo que nunca podría decir a Ralph. Además, ya pertenecía al pasado; había ocurrido seis meses antes y ella ya se había despojado de toda señal de luto. Isabel parecía llevar una vida privilegiada, y Ralph había oído decir de ella que ocupaba una «posición fascinante». Observó que Isabel producía la impresión de ser alguien envidiable, y que para mucha gente era un privilegio el hecho de conocerla. Su casa no estaba abierta a todo el mundo, y celebraba una velada una vez por semana a la que no todo el mundo estaba invitado. Vivía con cierta magnificencia, pero tenías que ser miembro de su círculo para advertirlo, pues no había nada ostentoso, criticable, ni tan siquiera admirable, en la vida cotidiana del señor y la señora Osmond. Ralph reconocía en todo eso la mano de él, pues sabía que Isabel no tenía habilidad para producir impresiones estudiadas. Le sorprendió comprobar que su prima mostraba una gran afición al movimiento, la alegría, el trasnochar, a dar largos paseos, a fatigarse; parecía ansiar divertirse, interesarse, incluso aburrirse, hacer nuevas amistades, conocer a personas de las que se hablaba, explorar los alrededores de Roma, entablar relación con algunas de las reliquias más rancias de su vieja sociedad. En todo ello había mucha menos discriminación que en aquel deseo de desarrollo global de sí misma contra el que Ralph solía ejercitar su ingenio en el pasado. Había una especie de violencia en algunos de los impulsos de Isabel, incluso de tosquedad en algunos de sus experimentos, que le resultaban sorprendentes. Hasta le parecía que hablaba, se movía y respiraba más deprisa que antes de casarse. Sin duda Isabel había caído en ciertas exageraciones… ella, que antes se preocupaba tanto por la verdad pura, y mientras que en el pasado le gustaban mucho las discusiones amistosas y el juego intelectual (nunca estaba tan encantadora como cuando, en el cordial ardor de la disputa, recibía un demoledor golpe argumental en plena cara y lo apartaba de ella como si fuese una pluma), ahora parecía pensar que no había nada con lo que mereciese la pena estar de acuerdo o diferir. Antaño sentía curiosidad, ahora indiferencia; y sin embargo, pese a esa misma indiferencia, Isabel estaba más activa que nunca. Todavía esbelta, y aún más hermosa que antes, su aspecto no presentaba grandes señales de madurez, y había un esmero y un esplendor en su arreglo personal que daba un toque de insolencia a su belleza. Pero algo obsesionaba a la pobre y bondadosa Isabel. Su ágil paso arrastraba una masa de ropajes tras de sí, y su inteligente cabeza sostenía una serie de majestuosos ornamentos. La joven libre y perspicaz se había convertido en otra persona bien distinta, y a quien veía Ralph era a la distinguida dama que se suponía que representaba algo. Ralph se preguntó qué era lo que representaba Isabel, y solo pudo responderse que representaba a Gilbert Osmond. «¡Por Dios, vaya función!», exclamó entonces apesadumbrado, mientras se sumía profundamente en el misterio insondable de las cosas.

Como digo, Ralph reconocía la mano de Osmond a cada momento. Veía que este lo controlaba todo, que ajustaba, regulaba y animaba el estilo de vida de ambos. Osmond estaba en su elemento; por fin tenía material con que trabajar. Siempre pretendía crear un efecto, y sus efectos estaban minuciosamente calculados. No los producía de forma vulgar, pero el motivo era tan vulgar como grande era el arte. Rodear su interior de una especie de odiosa santidad, atormentar a la sociedad haciéndola sentirse excluida, hacer que los demás creyeran que su casa era diferente a cualquier otra, mostrar al mundo con descaro su cínica originalidad; esa era la ingeniosa intención del personaje al que Isabel había atribuido una moral superior. «Trabaja con un material superior —se dijo Ralph—, pues ahora dispone de mayores y más ricos recursos que antes». Ralph se consideraba inteligente, pero nunca lo había sido tanto como cuando se dio cuenta in petto de que, pese a esa apariencia de preocuparse solo por los valores intrínsecos, en realidad Osmond vivía exclusivamente para el mundo. Lejos de ser su amo como fingía, era su humilde servidor, y su éxito dependía del grado de atención que aquel le prestara. Vivía pendiente del mundo de la mañana a la noche, el mundo era tan estúpido que no se daba cuenta de su ardid. Todo lo que hacía Osmond era una pose, tan sutilmente meditada que, a menos que uno estuviese alerta, la confundía con un impulso. Ralph nunca había conocido a nadie cuya vida estuviese tan calculada. Sus gustos, estudios, logros, colecciones, todo tenía un propósito. Su vida en la colina de Florencia había sido durante años una actitud estudiada. Su soledad, su hastío, el amor por su hija, sus buenos y malos modales, eran rasgos de una imagen mental que siempre tenía presente como modelo de impertinencia y mistificación. Su ambición no era complacer al mundo, sino complacerse a sí mismo provocando la curiosidad de aquel, para luego negarse a satisfacerla. Siempre se había sentido importante embaucando a los demás. Lo más grande que había hecho en la vida por complacerse a sí mismo era casarse con la señorita Archer, aunque en ese caso el crédulo mundo estaba encarnado en cierto modo en la propia Isabel, que había sido embaucada por completo. Por supuesto, Ralph consideró que lo justo era ser coherente, por lo que, una vez abrazado ese credo por el que tanto había sufrido, no podía abandonarlo. He hecho este pequeño esbozo de los artículos de dicho credo por la importancia que pudieron tener en su momento. Pero estaba claro que Ralph tenía mucha habilidad para hacer que los hechos encajasen con su teoría… incluido el de que, durante el mes que pasó en Roma, el marido de la mujer a la que tanto quería no pareció considerarlo en lo más mínimo un enemigo.

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9782378079987
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