Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 379

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—Y contigo, ¿crees que encajaré?

—Encajará conmigo estupendamente. Pero lo que quiero decir es que papá y usted harán muy buena pareja. Los dos son tan tranquilos y tan serios… Usted no es tan tranquila como papá, ni tampoco como madame Merle, pero es más tranquila que muchas otras personas. Por ejemplo, a mi padre no le conviene una mujer como mi tía, que siempre está en movimiento y agitada, especialmente hoy; ya lo verá cuando entre. En el convento nos enseñaron que no es correcto juzgar a nuestros mayores, pero imagino que no será malo si los juzgamos favorablemente. Será usted una maravillosa compañera para mi padre.

—Espero que para ti también —dijo Isabel.

—Hablo primero de él a propósito. Ya le he dicho lo que pienso de usted, me gustó desde el primer momento. La admiro tanto que creo que será la mejor de las fortunas poder tenerla siempre delante de mí. Será mi modelo, intentaré imitarla, aunque me temo que no será una imitación muy conseguida. Me alegro mucho por papá, necesitaba algo más aparte de mí. Sin usted no sé cómo habría sido posible. Va a ser mi madrastra, pero no debemos usar esa palabra. Siempre se ha dicho que son crueles, pero estoy segura de que nunca me pellizcará ni me empujará siquiera. No estoy nada asustada.

—Mi querida Pansy, mi pequeña —dijo Isabel con dulzura—, seré siempre buena contigo.

Una visión vaga e incoherente de la pequeña acudiendo algún día en busca de su protección se abrió paso en su mente, haciendo que la recorriese un escalofrío.

—Muy bien, no tengo nada que temer —respondió la niña con un tono de aplicada presteza.

Qué enseñanzas había recibido, parecía sugerir aquella escena, o ¡qué castigos le habían enseñado a temer por no haberlas ejecutado a la perfección!

La descripción que había hecho de su tía no era incorrecta, pues la condesa Gemini parecía menos dispuesta que nunca a plegar las alas. Entró en la habitación alborotando el aire y besó a Isabel primero en la frente y luego en ambas mejillas, como si cumpliera con algún rito antiguo. Condujo a su visita a un sofá y, observándola con distintos giros de la cabeza, comenzó a hablar sin parar, como si estuviera sentada con un pincel en la mano ante un caballete, aplicando una serie de delicados toques a una composición de figuras previamente esbozadas.

—Si esperas que te felicite, te ruego que me disculpes. Supongo que te da igual si lo hago o no; creo que no deben importarte, con lo inteligente que eres, muchas de las cosas corrientes. Pero yo me guardo de decir pequeños embustes; nunca digo uno a no ser que obtenga algo verdaderamente bueno a cambio. No veo qué podría ganar contigo, sobre todo porque no ibas a creerme. No hago declaraciones de fe del mismo modo que no hago flores de papel ni pantallas de lámpara con volantes; no sé cómo se hacen. Seguro que mis pantallas se prenderían y mis rosas y mis embustes acabarían siendo más grandes que la vida. Me alegra mucho que te cases con Osmond por mi propio interés, pero no puedo fingir que me alegre por el tuyo. Eres muy inteligente, así es como todo el mundo habla de ti; eres una heredera y eres guapa y original, en absoluto banal. Es bueno tenerte en la familia. Nuestra familia es muy buena, eso te habrá dicho Osmond; y mi madre era muy distinguida, la llamaban la Corinne americana. Pero hemos caído en una terrible decadencia, en mi opinión, y puede que tú nos levantes. Confío en ti plenamente, hay tantas cosas de las que quiero hablarte. Nunca felicito a una muchacha por casarse; pienso que debería hacerse algo para que el matrimonio no fuera una trampa tan horrible. Imagino que Pansy no debería escuchar estas cosas, pero para eso es para lo que ha acudido a mí, para aprender a comportarse en sociedad. No hay nada malo en que sepa los horrores que tal vez la esperen. Cuando supe por primera vez que mi hermano tenía unos planes que te incluían, pensé en escribirte para recomendarte encarecidamente que no le escucharas. Luego pensé que sería desleal por mi parte, y detesto ese tipo de cosas. Además, como ya he dicho, en lo que a mí respecta estaba encantada y, al fin y al cabo, soy muy egoísta. Por cierto, no me respetarás, ni siquiera un poco, y nunca seremos amigas íntimas. A mí me gustaría, pero a ti no. Algún día, a pesar de todo, seremos mejores amigas de lo que pudieras pensar en un principio. Mi esposo vendrá a visitarte aunque, como probablemente ya sabes, no tiene muy buena relación con Osmond. Le encanta visitar a mujeres hermosas, pero tú no me preocupas. En primer lugar, no me importa lo que haga y, en segundo, a ti no te importará lo más mínimo. No significará nada para ti en ningún momento y, por estúpido que sea, se dará cuenta de que no tiene nada que hacer contigo. Algún día, si puedes soportarlo, te contaré todo acerca de ese hombre. ¿Crees que mi sobrina debería salir de la habitación? Pansy, ve a practicar un poco en mi tocador.

—Por favor, deje que se quede —dijo Isabel—. Prefiero no oír nada que a Pansy no se le permita oír.

36

Una tarde del otoño de 1876, hacia el anochecer, un hombre joven de agradable presencia llamó a la puerta de un pequeño apartamento en la tercera planta de una vieja casa romana. Cuando le abrieron la puerta, el joven preguntó por madame Merle y la criada, mujer pulcra y no muy agraciada, con rasgos franceses y modales de doncella, le condujo a un salón diminuto y le rogó tuviera a bien decirle su nombre.

—Señor Edward Rosier —dijo el joven, y se sentó a esperar la llegada de su anfitriona.

Quizá el lector no haya olvidado que el señor Rosier era uno de los elementos decorativos del círculo estadounidense de París, aunque también debe recordarse que en ocasiones desaparecía por completo de ese horizonte. Había pasado parte de varios inviernos en Pau y, como era un caballero de costumbres inveteradas, podría haber continuado durante años cumpliendo con su visita anual a ese lugar encantador. Sin embargo, cierto incidente ocurrido en el verano de 1876 no solo cambió sus ideas, sino también sus costumbres de siempre. Pasó un mes en la Alta Engadina y en Saint-Moritz conoció a una joven encantadora. De inmediato, comenzó a prestarle especial atención, ya que vio en ella al ángel del hogar perfecto que llevaba mucho tiempo buscando. El señor Rosier no se precipitaba jamás y era de lo más discreto, por lo que de momento se abstuvo de declarar su pasión. Sin embargo, cuando se despidieron —la joven partía hacia Italia y su admirador debía viajar a Génova, donde había prometido reunirse con unos amigos—, Rosier sintió que románticamente sería un desgraciado si no la volvía a ver. La manera más sencilla de hacerlo era viajar en otoño a Roma, donde la señorita Osmond residía con su familia. Así pues, el señor Rosier emprendió su peregrinaje a la capital italiana, adonde llegó el primero de noviembre. Era una empresa agradable, pero para el joven tenía un elemento de heroísmo. Al no estar habituado, corría el riesgo de exponerse al malsano aire romano, que en noviembre, sobre todo, estaba al acecho. La fortuna, sin embargo, favorece a los valientes, y nuestro aventurero, que ingería tres granos de quinina al día, al cabo de un mes no tenía motivos para deplorar su temeridad. Hasta cierto punto, había hecho buen uso de su tiempo tratando en vano de descubrir algún defecto en la composición de Pansy Osmond. La joven tenía un acabado perfecto; le habían dado hasta el último toque; era una pieza consumada. Pensaba a menudo en ella en amorosa meditación como habría pensado en la figura de una pastorcilla de porcelana de Dresde. Ciertamente, en el esplendor juvenil de la señorita Osmond había algo de rococó que Rosier, cuyos gustos se inclinaban hacia ese estilo, no podía sino apreciar. Su estima por las obras de períodos comparativamente frívolos se hizo evidente en la atención que dedicó al salón de madame Merle, que, si bien estaba amueblado con elementos de todos los estilos, era especialmente rico en objetos de los dos últimos siglos. De inmediato se colocó una lente en un ojo y, tras mirar a su alrededor, murmuró lleno de admiración: «¡Por Júpiter, qué cosas tan magníficas tiene!». La estancia era pequeña y estaba a rebosar de muebles; producía la impresión de que la seda desvaída y las pequeñas estatuillas se tambalearían ante el más mínimo movimiento. Rosier se puso en pie y recorrió el salón con paso cauteloso, inclinándose sobre las mesas abarrotadas de bagatelas y los almohadones bordados con escudos principescos. Cuando madame Merle entró, se lo encontró de pie ante la chimenea, con la nariz muy cerca del gran lazo de encaje que remataba el paño de damasco que cubría la repisa y que había levantado con delicadeza, como si lo estuviese oliendo.

—Es veneciano antiguo —dijo ella—, bastante bueno.

—Es demasiado bueno para tenerlo aquí; debería usted llevarlo puesto.

—Según me cuentan, usted tiene uno mejor en París y le da el mismo uso.

—Sí, pero yo no podría lucir el mío —dijo el visitante con una sonrisa.

—¡No veo por qué no! Yo tengo encajes mejores que ese para ponerme.

Rosier recorrió de nuevo el salón detenidamente con la mirada.

—Tiene usted algunas cosas muy buenas.

—Sí, pero las odio.

—¿Quiere deshacerse de ellas? —preguntó el joven con prontitud.

—No, es bueno tener algo que odiar: ¡sirve para desahogarse!

—Yo adoro mis cosas —dijo el señor Rosier mientras se sentaba y se sonrojaba por toda aquella sinceridad—. Pero no he venido a hablar con usted de mis cosas, ni tampoco de las suyas. —Guardó silencio un instante y luego continuó con más suavidad—: Me interesa más la señorita Osmond que todos los bibelots de Europa.

—¿Y ha venido para decirme eso? —preguntó madame Merle con los ojos abiertos como platos.

—He venido para pedirle consejo.

La dama lo observó con una expresión amistosa, al tiempo que se acariciaba la barbilla con una amplia y blanca mano.

—Ya sabe que un hombre enamorado nunca pide consejo.

—¿Por qué no iba a hacerlo si se encuentra en una situación complicada? Es lo que suele pasar con un hombre enamorado. He estado enamorado antes y lo sé. Pero nunca tan enamorado como ahora, jamás lo había estado tanto, de verdad. Me gustaría saber en particular qué piensa usted de mis posibilidades. Me temo que para el señor Osmond yo no sea… en fin, una auténtica pieza de coleccionista.

—¿Y desea que yo interceda? —preguntó madame Merle con los elegantes brazos cruzados y levantando la comisura izquierda de la bonita boca.

—Le estaría enormemente agradecido si pudiese decir algo en mi favor. No tiene sentido que yo moleste a la señorita Osmond a menos que cuente con buenas razones para creer que su padre va a dar su consentimiento.

—Es usted muy considerado, y eso habla en su favor. Pero asume un poco a la ligera que yo le considero un buen partido.

—Usted siempre me ha tratado bien, por eso he venido —dijo el joven.

—Siempre trato bien a aquellas personas que tienen buenas piezas de estilo Luis XIV. Son muy difíciles de conseguir hoy día, y su valor es incalculable —dijo madame Merle, subrayando la broma con un gesto de la comisura izquierda de la boca.

A pesar de ello, Rosier dio la impresión de estar francamente asustado y nervioso.

—¡Ah, y yo que pensaba que le gustaba por mí mismo!

—Usted me gusta mucho, pero, por favor, no analicemos eso ahora. Discúlpeme si le parezco condescendiente, pero lo considero un perfecto caballerito. Sin embargo, debo decirle que yo no tengo la potestad de casar a Pansy Osmond.

—Nunca he pensado tal cosa, pero me pareció que era usted amiga íntima de la familia y pensé que podría tener alguna influencia.

Madame Merle reflexionó un instante.

—¿A quién considera usted su familia?

—Pues a su padre y a… ¿cómo se dice…?, su belle-mère.

—Ciertamente, el señor Osmond es su padre, pero su esposa apenas puede ser considerada un miembro de la familia. La señora Osmond no tiene ningún predicamento en la boda de Pansy.

—Lo lamento —dijo Rosier con un amistoso suspiro de buena fe—. Creo que la señora Osmond estaría de mi parte.

—Es muy probable, si su marido se opone.

—¿Es que le lleva la contraria a su marido? —preguntó Rosier enarcando las cejas.

—En todo. Piensan de manera completamente distinta.

—Bueno, siento que así sea, pero no es asunto mío —dijo él—. La señora Osmond quiere mucho a Pansy.

—Sí, la quiere mucho.

—Y Pansy le tiene gran afecto. Me ha dicho que la quiere como si fuera su propia madre.

—Ya veo que, después de todo, ha mantenido usted alguna conversación muy íntima con la pobre niña —dijo madame Merle—. ¿Le ha declarado sus sentimientos?

—¡Nunca! —exclamó Rosier, alzando una mano pulcramente enguantada—. No lo haré hasta conocer con seguridad los sentimientos de su familia.

—¿Siempre espera a saber eso? Tiene usted unos principios excelentes, observa las conveniencias.

—Creo que se está burlando de mí —murmuró el joven, echándose hacia atrás en la silla y acariciándose el pequeño bigote—. No me esperaba eso de usted, madame Merle.

Ella negó con la cabeza sin alterarse, como una persona que ve las cosas muy claras.

—Es usted injusto conmigo. Creo que su conducta es de un gusto excelente y la mejor que podría adoptar. Sí, eso es lo que pienso.

—Yo no quiero molestar a Pansy… así sin más. La amo demasiado para hacer algo así —dijo Ned Rosier.

—Después de todo, me alegra que me lo haya contado —prosiguió madame Merle—. Déjelo en mis manos, creo que podré ayudarle.

—¡Sabía que era usted la persona a la que debía acudir! —exclamó el joven con una euforia repentina.

—Ha sido usted muy inteligente —respondió madame Merle de forma más seca—. Cuando digo que podré ayudarle, me refiero a que lo haré en cuanto confirme que su causa vale la pena. Examinemos si es así.

—Soy una persona muy formal, ya lo sabe —dijo Rosier con sinceridad—. No diré que no tenga defectos, pero sí que carezco de vicios.

—Todo eso es negativo, y siempre depende, también, de lo que la gente considere vicios. ¿Cuál es el lado positivo? ¿Cuál es el virtuoso? ¿Qué tiene usted además de sus encajes españoles y las tazas de té de Dresde?

—Tengo una pequeña y desahogada fortuna: unos cuarenta mil francos al año. Con mi talento para la administración, podríamos vivir espléndidamente con esos ingresos.

—Espléndidamente no, pero sí con suficiencia. Y eso dependerá de dónde vivan.

—Bueno, en París. Mi intención es vivir en París.

La comisura izquierda de la boca de madame Merle se elevó.

—No encontrarían la fama social; tendrían que usar las tazas de té y acabarían por romperse.

—Nosotros no buscamos ser famosos. Bastaría con que todo lo que tuviera la señorita Osmond fuera hermoso. Cuando se es tan hermoso como ella se puede usar… bueno, hasta una faience barata. No debería vestir más que muselinas… sin adorno de flores —dijo Rosier reflexivamente.

—¿Ni siquiera le permitiría los adornos? Pues le quedaría muy agradecida por esa teoría.

—Es la correcta, se lo aseguro. Y estoy convencido de que ella la aceptaría. La señorita Osmond entiende todas estas cosas. Por eso la quiero.

—Es una joven muy buena y muy ordenada, además de extremadamente agraciada. Pero, por lo que sé, su padre no puede darle nada.

Rosier ni se inmutó.

—Y yo no tengo el más mínimo interés en que lo haga. De todos modos, debo señalar que el señor Osmond vive como un rico.

—El dinero es de su esposa, que aportó una gran fortuna.

—Entonces, como la señora Osmond quiere mucho a su hijastra, quizá aporte algo.

—¡Para ser un joven enfermo de amor no se le escapa nada! —exclamó madame Merle con una carcajada.

—Yo estimo mucho una dote. Puedo vivir sin ella, pero la estimo.

—Es probable que la señora Osmond prefiera guardar el dinero para sus propios hijos —continuó madame Merle.

—¿Para sus propios hijos? ¡Si no los tiene!

—Pero aún podría tenerlos. Tuvo un pobre niño que murió hace dos años, seis meses después de nacer. Así que pueden venir otros.

—Espero que los tenga, si han de hacerla feliz. Es una mujer espléndida.

Madame Merle tardó un poco en reaccionar.

—¡Ah! De ella hay mucho que decir, por muy espléndida que le parezca. Pero no hemos llegado exactamente a la conclusión de que sea usted un buen partido. La ausencia de vicios no supone una fuente de ingresos.

—Disculpe, pero yo creo que sí —dijo Rosier con mucha lucidez.

—Formarán ustedes una pareja enternecedora, viviendo de su inocencia.

—Creo que me subestima.

—¿Es que no es usted tan inocente como parece? Hablando en serio —dijo madame Merle—, desde luego que cuarenta mil francos al año y un buen carácter son una combinación digna de tener en cuenta. No diré que sea irresistible, pero podría haber ofertas peores. No obstante, tal vez el señor Osmond piense que puede conseguir algo mejor.

—Puede que él sí, pero ¿y su hija? ¿Qué puede hacer ella que sea mejor que casarse con el hombre al que ama? Porque me ama, ¿sabe usted? —añadió Rosier con vehemencia.

—Sí, lo sé.

—¡Vaya! —exclamó el joven—, sabía que era usted la persona a la que debía acudir.

—Pero no sé cómo puede saber usted que ella lo ama, si no se lo ha preguntado —respondió madame Merle.

—En casos así no hay necesidad de preguntar ni de responder. Como dice usted, somos una pareja inocente. ¿Cómo lo ha sabido usted?

—¿Yo que no soy inocente? Pues siendo muy astuta. Déjelo de mi cuenta. Yo me encargaré de hacer averiguaciones en su lugar.

Rosier se levantó y alisó el sombrero.

—Lo dice con bastante frialdad. No se limite a averiguar cómo está la situación: trate de que sea la debida.

—Lo haré lo mejor que pueda. Intentaré sacar el máximo partido a sus méritos.

—Se lo agradezco mucho. Mientras tanto, yo hablaré con la señora Osmond.

—Gardez-vous-en bien! —exclamó madame Merle, poniéndose en pie—. No la mezcle en esto, o lo echará todo a perder.

Rosier examinó el interior de su sombrero, preguntándose si después de todo su anfitriona había sido la persona adecuada a la que acudir.

—Creo que no la entiendo. Soy un viejo amigo de la señora Osmond, y creo que ella querría que yo tuviese éxito.

—Sea todo lo viejo amigo que quiera. Cuantos más viejos amigos tenga mejor para ella, puesto que no se lleva del todo bien con algunos de los nuevos. Pero, por ahora, no trate de que rompa una lanza por usted. Su marido podría ser de otra opinión y, como persona que quiere lo mejor para ella, le aconsejo que no multiplique los puntos de fricción entre ellos.

En el rostro del pobre Rosier apareció una expresión de alarma. Aspirar a la mano de Pansy Osmond era un asunto más complicado de lo que su gusto por hacer las cosas con propiedad había previsto. Pero el extremado buen sentido que ocultaba bajo la apariencia del cuidadoso propietario que hace la «mejor oferta» acudió en su auxilio.

—No veo por qué tengo que tener tan en cuenta al señor Osmond —respondió.

—Cierto, pero a ella sí. Dice que es usted un viejo amigo suyo. ¿Es que quiere hacerla sufrir?

—No, por nada en el mundo.

—Pues, en ese caso, tenga mucho tiento y deje las cosas como están hasta que yo haya sondeado el asunto.

—¿Que deje las cosas como están, querida madame Merle? Recuerde que estoy enamorado.

—¡Venga, no se va a morir por eso! ¿Para qué ha venido a verme si no va a hacer caso de lo que yo le diga?

—Es usted muy amable; me portaré bien —prometió el joven—. Pero me temo que el señor Osmond sea duro de roer —añadió con voz suave mientras se dirigía a la puerta.

—Eso no es nada nuevo —dijo madame Merle tras una breve carcajada—. Pero su mujer tampoco es fácil.

—¡Es una mujer espléndida! —repitió Ned Rosier a modo de despedida.

El joven decidió que su conducta sería la propia de un pretendiente que, como era su caso, era ya un modelo de discreción, pero no vio nada en las promesas que le había hecho a madame Merle que le impidiese mantener la ilusión mediante alguna visita ocasional a la casa de la señora Osmond. Reflexionó una y otra vez acerca de los consejos de madame Merle, dándole vueltas en la cabeza a la impresión que le había causado el tono un tanto circunspecto de la dama. Había acudido a ella de confiance, como decían en París, pero tal vez se hubiese precipitado. Le costaba pensar en sí mismo como en alguien irreflexivo; muy rara vez se le podría haber reprochado algo así. Pero lo cierto era que solo conocía a madame Merle desde hacía un mes y que, bien pensado, su impresión de que era una mujer encantadora no garantizaba que fuera a estar dispuesta a empujar a Pansy Osmond a sus brazos, por muy preparados que estuviesen estos para recibirla. Se había mostrado sin duda benévola con él, y era una mujer respetada por la familia de la joven, con cuyos miembros mostraba una sorprendente relación (Rosier se había preguntado más de una vez cómo conseguía hacerlo) de ser íntima sin permitirse familiaridades. Pero tal vez él hubiese exagerado tales ventajas. No había ninguna razón en especial por la que madame Merle tuviera que tomarse la molestia de ayudarle. Una mujer encantadora se muestra así con todo el mundo. Y Rosier se sintió un poco tonto al pensar que se había dirigido a ella empujado por la creencia de que lo había distinguido con un trato especial. Era probable que, aunque aparentemente lo hubiese dicho en broma, solo le apreciara por sus bibelots. ¿Acaso se le había pasado por la cabeza que él le fuera a ofrecer dos o tres de las joyas de su colección? Si le ayudara a casarse con la señorita Osmond, le regalaría todo su museo. No era algo que le pudiese decir abiertamente, ya que parecería un soborno demasiado burdo, pero le gustaría que ella lo creyera.

Con estos pensamientos fue de nuevo a visitar a la señora Osmond a su casa, en la que organizaba reuniones todos los jueves, de modo que su presencia podía interpretarse en términos generales como cuestión de urbanidad. El objeto del afecto tan bien controlado del señor Rosier vivía en una de las casas altas, en pleno corazón de Roma, una estructura oscura y sólida que daba a una piazzetta soleada en el barrio del palacio Farnese. También la pequeña Pansy vivía en un palacio, según los cánones romanos, pero para la mente aprensiva del pobre Rosier semejaba una mazmorra. Le pareció un mal presagio que la joven con la que deseaba casarse, y a cuyo exigente padre dudaba poder convencer, estuviese encarcelada en una especie de fortaleza doméstica, un enorme edificio con un severo y antiguo nombre romano que olía a sucesos históricos, a crimen, intrigas y violencia, que aparecía en la guía Murray y era visitado por turistas que, tras echar una ojeada, parecían decepcionados y deprimidos, y que tenía frescos de Caravaggio en el piano nobile, así como una hilera de estatuas mutiladas y urnas polvorientas en la amplia galería de nobles arcos que sobresalían en el húmedo patio donde una fuente manaba de un nicho musgoso. Podría haberle hecho mayor justicia al palazzo Roccanera si hubiese tenido el ánimo más tranquilo; podría haber compartido el sentir de la señora Osmond, quien una vez le había contado que cuando ella y su marido se instalaron en Roma escogieron aquella residencia por su afición al color local. Sin duda, al palacio no le faltaba color local, y aunque él sabía menos de arquitectura que de esmaltes de Limoges, era capaz de apreciar que las proporciones de las ventanas, e incluso los detalles de las cornisas, tenían un aire grandioso. Pero a Rosier le atormentaba la convicción de que en los tiempos pintorescos de la ciudad se encerraba allí a las jóvenes muchachas para mantenerlas alejadas de sus amores verdaderos, y que luego, ante la amenaza de ser enviadas a conventos, se veían obligadas a contraer matrimonios impíos. Había un aspecto, no obstante, al que siempre hacía justicia cuando se encontraba en los salones cálidos y ricamente amueblados de la señora Osmond, situados en la segunda planta. Reconocía que aquellas personas tenían «cosas buenas». Se debía al gusto del señor Osmond, no al de ella. Así se lo había comentado la señora Osmond la primera vez que acudió a la casa, cuando, tras preguntarse durante un cuarto de hora si su «estilo francés» era mejor que el que él tenía en París, tuvo que admitir que en efecto así era, que tenían cosas mucho mejores, y finalmente venció su envidia, como se espera de un caballero, hasta el punto de expresarle a su anfitriona la auténtica admiración que le despertaban sus tesoros. Supo por la señora Osmond que su esposo había reunido una gran colección antes de su matrimonio y que, aunque había añadido varias piezas de calidad durante los últimos tres años, sus mejores hallazgos correspondían a la época en la que el hombre había carecido de la ventaja de su consejo. Rosier interpretó esta información según sus propios principios. Se dijo a sí mismo que «consejo» significaba «dinero»; y el que Gilbert Osmond hubiese logrado sus mejores piezas durante la época en que carecía de dinero confirmaba su teoría más preciada: que un coleccionista puede ser pobre siempre que sea paciente. Por lo general, cuando Rosier se presentaba allí los jueves por la noche, su atención se centraba en primer lugar en las paredes del salón, donde había tres o cuatro objetos que sus ojos siempre buscaban con anhelo. Pero, tras su conversación con madame Merle, había comprendido la extrema gravedad de su situación; y ahora, al entrar, miró a su alrededor buscando a la hija de la casa con tanta avidez como se podía permitir un caballero cuya sonrisa, mientras cruzaba el umbral, daba por supuestas todas las comodidades domésticas.

37

Pansy no se encontraba en la primera de las habitaciones, una amplia estancia de techo cóncavo y paredes recubiertas de antiguo damasco rojo. Era aquí donde solía sentarse la señora Osmond, aunque esa noche no se encontrara en su lugar habitual, rodeada por el círculo de sus amistades más íntimas en torno a la chimenea. La habitación, que resplandecía con una luz tamizada y difusa, contenía los objetos de mayor tamaño y casi siempre desprendía un aroma a flores. Pansy debía de estar en la siguiente estancia, destinada a los más jóvenes, en la que se servía el té. Osmond estaba de pie frente a la chimenea, con las manos a la espalda; tenía un pie levantado y estaba calentándose la suela. A su alrededor una media docena de personas hablaban entre sí, pero él no se sumaba a la conversación. En sus ojos tenía aquella expresión, bastante habitual en él, de parecer contemplar objetos más dignos de su interés que los que le ofrecían las simples apariencias. Rosier, que entró sin que lo anunciasen, no captó la atención de Osmond, pero el joven, que era muy puntilloso, si bien era más consciente que nunca de que había venido a ver a su esposa y no a él, se acercó a estrecharle la mano. Osmond le tendió la mano izquierda sin cambiar de postura.

—¿Cómo está usted? Mi esposa debe de andar por aquí.

—No tema, ya la encontraré —respondió Rosier alegremente.

Sin embargo, Osmond lo retuvo; nunca en su vida se había sentido el joven examinado con tanto detenimiento. «Madame Merle se lo ha contado y no le agrada», razonó para sus adentros. Había esperado que madame Merle estuviera allí, pero no la veía. Quizá se hallase en alguna de las otras estancias, o tal vez apareciese más tarde. Nunca le había caído especialmente bien Gilbert Osmond, ya que tenía la impresión de que se daba demasiados aires. Pero Rosier no era un hombre fácil de irritar y, por lo que respecta a la cortesía, se sentía impulsado a hacer siempre lo más correcto. Miró a su alrededor y sonrió, todo ello sin aparente esfuerzo, y dijo al fin:

—Hoy he visto una pieza preciosa de porcelana de Capo di Monte.

Osmond no respondió al principio.

—Me importa un bledo la porcelana de Capo di Monte —dijo al fin sin dejar de calentarse la suela de la bota.

—Espero que no esté usted perdiendo el interés…

—¿El interés por cacharros y platos viejos? Pues sí, lo estoy perdiendo.

Por un instante, Rosier olvidó su delicada situación.

—¿No estará usted pensando en deshacerse de… de una o dos piezas?

—No, no estoy pensando en deshacerme de nada en absoluto, señor Rosier —dijo Osmond, con los ojos fijos aún en los de su visitante.

—Ah, lo que quiere usted es conservar, no añadir —recalcó Rosier con animación.

—Exactamente, no tengo nada que desee emparejar.

El pobre Rosier se dio cuenta de que se había sonrojado y se sintió disgustado por aquella muestra de falta de confianza en sí mismo.

—Ah, bueno, pues yo sí —fue todo cuanto logró murmurar, consciente de que su murmullo resultó parcialmente inaudible al darse la vuelta.

Se encaminó a la estancia contigua y se encontró con la señora Osmond, que en ese momento traspasaba el umbral. Iba vestida de terciopelo negro; tenía un aire elegante y espléndido, tal como había dicho antes y, al mismo tiempo, ¡ah, tan radiante de dulzura! Ya sabemos lo que el señor Rosier pensaba de ella y los términos en los que le había expresado su admiración a madame Merle. Al igual que el aprecio que sentía por su querida hija adoptiva, el sentimiento de Rosier se basaba en parte en su gusto por lo decorativo, en su instinto por lo auténtico, pero también en su capacidad para apreciar valores sin catalogar, el secreto de un «lustre» más allá de cualquier pérdida o redescubrimiento registrado, y que su devoción por los materiales frágiles aún no le impedía reconocer. La señora Osmond, en el momento actual, habría satisfecho por completo tales gustos. La huella del paso de los años tan solo la enriquecía; la flor de su juventud no se había marchitado, tan solo se mantenía con mayor serenidad en lo alto del tallo. Había perdido un poco de aquella vehemencia pronta que su esposo había lamentado en privado; ahora tenía más bien aspecto de saber esperar. En cualquier caso, en ese momento, enmarcada en el dorado umbral, a nuestro joven caballero le pareció el vivo retrato de una distinguida dama.

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9782378079987
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