Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 354

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—Tu hermana debe de ser una auténtica chismosa. ¿Acostumbra a estar fuera tantas horas?

—Usted lleva fuera casi tanto como ella —respondió Isabel—. Debe de haber salido de casa poco antes de su llegada.

La señora Touchett miró a la joven sin resentimiento; parecía gustarle que le contestase con descaro y estar dispuesta a mostrarse benévola.

—Puede que ella no tenga una excusa tan buena como la mía. Dile, de todos modos, que debe venir a verme esta noche a ese espantoso hotel. Puede venir con su marido si quiere, pero no es necesario que vengas tú. Ya tendré tiempo más que suficiente de verte más adelante.

4

La señora Ludlow era la mayor de las tres hermanas, y la que normalmente era considerada la más sensata; se las solía catalogar a Lilian como la práctica, a Edith como la bella y a Isabel como la más «intelectual». La señora Keyes, la segunda del grupo, era esposa de un oficial del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos, y como en nuestro relato no volverá aparecer, es suficiente con decir que era en efecto muy bonita y que servía de adorno en los distintos destinos militares, situados principalmente en el poco refinado oeste, a los que, para enorme disgusto suyo, se veía sucesivamente relegado su marido. Lilian se había casado con un abogado de Nueva York, un joven de voz potente y lleno de entusiasmo por su profesión; no era un gran partido, como tampoco lo era el de Edith, pero en alguna ocasión se había comentado que Lilian podía considerarse una joven afortunada por el simple hecho de casarse, ya que era mucho menos agraciada que sus hermanas. Sin embargo, era muy feliz, y ahora, como madre de dos pequeños tiranos y señora de una casita de piedra rojiza brownstone, encajonada como a la fuerza en la calle Cincuenta y tres, parecía encontrar su situación tan exultante como la más audaz de las fugas. Era robusta y de baja estatura, y si bien su figura se ponía en tela de juicio, se le reconocía presencia, aunque no majestad. Además, a decir de la gente, había mejorado desde la boda, y las dos cosas en la vida de las que estaba más segura eran la vehemencia de su marido en las discusiones y la originalidad de su hermana Isabel.

—Jamás he sido capaz de seguir el ritmo de Isabel: no me habría quedado tiempo para otra cosa —había comentado en más de una ocasión, pese a lo cual, no obstante, siempre la tenía presente con cierta nostalgia; y la vigilaba como una maternal spaniel haría con un galgo en libertad—. Quiero verla felizmente casada, eso es lo que quiero ver.

—Pues yo, por mi parte, no tendría ningún deseo especial de casarla.

Edmund Ludlow estaba acostumbrado a responder en un tono fuertemente audible.

—Sé que lo dices por discutir; siempre me llevas la contraria. No sé qué es lo que tienes en su contra, como no sea su originalidad.

—Es que no me gustan los originales; me gustan las traducciones —había respondido el señor Ludlow en más de una ocasión—. Isabel está escrita en un idioma extranjero. Yo no la entiendo. Debería casarse con un armenio o un portugués.

—¡Eso es precisamente lo que me da miedo que haga! —exclamó Lilian, que creía a Isabel capaz de cualquier cosa.

Lilian escuchó con enorme interés el relato que su hermana le hizo de la aparición de la señora Touchett, y al caer la noche se dispuso a acatar las órdenes de su tía. De lo que Isabel dijo más tarde no queda constancia, pero sin duda fueron las palabras de su hermana las que indujeron a Lilian a decirle a su marido cuando ambos se estaban arreglando para la visita:

—Espero de todo corazón que haga algo bueno por Isabel; está claro que la ha dejado prendada.

—¿Y qué quieres que haga? —preguntó Edmund Ludlow—. ¿Que le dé un buen regalo?

—No, claro que no; nada por el estilo, sino que se interese por ella, que la comprenda. Está claro que es la persona adecuada para apreciar a alguien como Isabel. Ha vivido mucho tiempo en compañía de extranjeros; se lo ha contado todo a Isabel. Y tú siempre has sido de la opinión de que Isabel tiene mucho de extranjera.

—Y tú quieres que le dé un poco de comprensión foránea, ¿eh? ¿No crees que aquí reciba la suficiente?

—Es que debería viajar al extranjero —dijo la señora Ludlow—. Es la persona adecuada para ir al extranjero.

—Y quieres que la anciana dama se la lleve con ella, ¿no es así?

—Se ha ofrecido a llevarla, se muere por que Isabel vaya. Pero lo que yo quiero es que cuando lleguen allí, le ofrezca a Isabel todas las ventajas. Estoy segura de que lo único que tenemos que hacer —afirmó la señora Ludlow— es darle la oportunidad.

—¿La oportunidad de qué?

—La oportunidad de perfeccionarse.

—¡Dios nos libre! —exclamó Edmund Ludlow—. ¡Que no se perfeccione más, por favor!

—Si no supiese que eso lo dices solo por discutir, me sentaría fatal —respondió su mujer—. Pero tú sabes que la quieres.

—¿Sabes que te quiero? —preguntó el joven, en tono de broma, a Isabel un poco más tarde mientras se cepillaba el sombrero.

—¡Lo que sé es que me trae completamente sin cuidado! —exclamó la joven, con una voz y una sonrisa que, sin embargo, desmentían el desdén de sus palabras.

—Vaya, qué importante se siente desde la visita de la señora Touchett —dijo su hermana.

Pero Isabel rebatió el comentario con mucha seriedad.

—No digas eso, Lily. No me siento nada importante.

—Si eso no es malo —le aseguró Lily, siempre conciliadora.

—Ya, pero la visita de la señora Touchett no es motivo para sentirse así.

—Ah —exclamó Ludlow—, ¡se siente más importante que nunca!

—Si alguna vez me siento importante —declaró la joven—, será por mejores razones.

Fuera como fuese, lo cierto es que se sentía distinta, como si algo le hubiese sucedido. Cuando esa noche se quedó sola, se sentó un rato a la luz de la lámpara, con las manos vacías, sin ocuparse en sus distracciones habituales. Después se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación, y fue de una estancia a otra, prefiriendo aquellos lugares en los que la luz era difusa y estaba a punto de extinguirse. Se sentía intranquila, agitada incluso; por momentos la recorría un leve temblor. La importancia de lo sucedido no guardaba proporción con el hecho en sí: su vida había dado un auténtico vuelco. Lo que vendría a partir de ahora resultaba aún demasiado impreciso; pero Isabel estaba en una situación que hacía que cualquier cambio cobrase importancia. Sentía el deseo de dejar atrás el pasado y, como se decía a sí misma, empezar de nuevo. Dicho deseo no era en absoluto fruto de lo ocurrido ese día; era algo tan familiar como el sonido de la lluvia en el cristal y la había empujado a empezar de cero en numerosas ocasiones. Cerró los ojos y tomó asiento en uno de los rincones en penumbra del silencioso salón, pero no lo hizo movida por el deseo de quedarse adormilada para olvidar. Por el contrario, se encontraba demasiado despierta y deseaba dominar aquella sensación de estar viendo demasiadas cosas a la vez. Su imaginación era, por la fuerza del hábito, activa hasta el absurdo; cuando la puerta no estaba abierta, saltaba por la ventana. No estaba en absoluto acostumbrada a mantenerla aherrojada; y en los momentos importantes, cuando habría agradecido utilizar tan solo el juicio, pagaba las consecuencias de haber dado demasiadas alas a la facultad de ver sin enjuiciar. En aquel momento, dominada por la sensación de que se había producido el anuncio de un cambio, se vio invadida poco a poco por un sinfín de imágenes de las cosas que iba a dejar atrás. Los días y las horas vividos volvieron a ella, y durante largo rato, en medio de un silencio solo interrumpido por el tictac del gran reloj de bronce, pasó revista de ellos. Había sido una vida muy feliz y ella una persona muy afortunada: esa era la certeza que parecía emerger con más nitidez. Había tenido a su alcance todo lo mejor, y en un mundo en el que las circunstancias de tantos eran tan poco envidiables era una ventaja no haber presenciado jamás nada especialmente desagradable. A Isabel se le antojó que lo desagradable había estado incluso demasiado ausente de su experiencia, puesto que, por su relación con la literatura, sabía que con frecuencia constituía una fuente de interés e incluso de aprendizaje. Su padre la había mantenido alejada todo de ello… su apuesto y adorado padre, que siempre había demostrado tanta aversión hacia lo desagradable. Suponía una gran felicidad haber sido hija suya; Isabel se sentía verdaderamente orgullosa de su progenitor. Tras su muerte, creyó entender que lo que su padre había hecho era mostrar a sus hijas su lado más valiente, pero que en la práctica no había logrado eludir la parte mala, como era su aspiración. Sin embargo, eso no hizo sino aumentar la ternura que él le inspiraba; no resultaba ni siquiera doloroso haberlo considerado generoso en demasía, demasiado bondadoso, demasiado indiferente a las intenciones sórdidas. Mucha gente sostenía que llevaba demasiado lejos tal indiferencia, sobre todo el gran número de personas a las que debía dinero. De tales opiniones Isabel nunca fue informada con claridad; no obstante, puede que al lector le resulte interesante saber que, si bien reconocían que el señor Archer era poseedor de una cabeza privilegiada y de unos modales cautivadores (de hecho, como uno de ellos había comentado, siempre estaba «cautivando» algo), habían declarado que hacía muy mal uso de su vida. Había dilapidado una considerable fortuna, sus relaciones sociales eran deplorables, y era conocido como un jugador empedernido. Unos cuantos críticos acérrimos iban más allá y afirmaban que ni siquiera había sabido educar a sus hijas. No habían recibido la educación apropiada ni habían contado con un hogar permanente: habían sido al mismo tiempo malcriadas y desatendidas; y o bien se las había dejado en manos de niñeras e institutrices (casi siempre muy malas) o habían sido enviadas a colegios frívolos, dirigidos por franceses, de los que, al cabo un mes, se las habían llevado hechas un mar de lágrimas. Este punto de vista de la cuestión habría suscitado la indignación de Isabel, porque a su modo de ver había gozado de grandes oportunidades. Incluso cuando su padre había abandonado a las niñas durante tres meses en Neufchatel al cuidado de una bonne francesa que se había fugado con un aristócrata ruso alojado en el mismo hotel. Ni siquiera en aquella situación irregular (el incidente había ocurrido cuando ella contaba once años) había experimentado miedo ni vergüenza, sino que, debido a su educación liberal, lo había considerado un episodio romántico. Su padre tenía una visión muy amplia de la vida, de la que daban prueba su inquietud constante y la incoherencia de conducta que en ocasiones mostraba. Su deseo era que sus hijas, incluso de niñas, viesen cuanto fuese posible del mundo. Con tal propósito, antes de que Isabel cumpliese los catorce, las había llevado a cruzar ya tres veces el Atlántico, aunque en cada una de esas ocasiones no les había concedido más que unos cuantos meses para disfrutar del objetivo propuesto, un proceder que había despertado la curiosidad de nuestra heroína sin permitirle satisfacerla. Isabel debió de haber sido la más fiel adepta de su padre, puesto que, del trío, era la que más le «compensaba» por aquellas situaciones desagradables que él jamás mencionaba. En los últimos días de su vida, el deseo de abandonar un mundo en el que la dificultad de hacer lo que a uno le apetecía parecía ir en aumento con la edad se había visto en gran medida contrarrestado por el dolor de separarse de una hija tan inteligente, tan notable y superior. Más tarde, cuando cesaron los viajes a Europa, él continuó concediendo a sus hijas todo tipo de caprichos, y aunque estuviese inmerso en dificultades económicas, jamás hubo nada que alterase la irreflexiva certeza que ellas tenían de encontrarse en posesión de muchas cosas. Isabel, pese a bailar muy bien, no conservaba recuerdo alguno de haber destacado en los ambientes coreográficos de Nueva York; su hermana Edith, a decir de todos, resultaba muchísimo más atractiva. Edith constituía un ejemplo tan claro de éxito que Isabel no podía seguir albergando ilusiones acerca de lo que era necesario para obtener semejante distinción, ni tampoco acerca de su propia capacidad de saltar, brincar, dar grititos… sobre todo, para alcanzar el efecto deseado. Diecinueve de cada veinte personas (entre ellas su propia hermana menor) declaraban que Edith era con mucho la más guapa de las dos; pero la que hacía el número veinte, además de opinar lo contrario, se complacía en pensar que todos los demás eran unos estetas vulgares. Isabel sentía en lo más profundo de su ser un deseo de complacer incluso más insaciable que el de Edith; sin embargo, las profundidades del ser de esta joven dama se hallaban en un lugar muy inaccesible, y entre el mismo y la superficie, la comunicación se veía obstaculizada por una decena de fuerzas caprichosas. Veía cómo los jóvenes acudían en tropel a visitar a su hermana; pero, en general, sentían miedo de Isabel; tenían el convencimiento de que para hablar con ella necesitaban de una preparación especial. Una reputación de lectora empedernida la rodeaba como la envoltura nebulosa de una diosa de epopeya; se daba por supuesto que esa cualidad engendraba preguntas difíciles y hacía que la conversación con ella resultase un tanto fría. A la pobre muchacha le agradaba que la considerasen inteligente, pero odiaba que la tomasen por un ratón de biblioteca; acostumbraba a leer a escondidas y, pese a gozar de excelente memoria, se abstenía de hacer citas pedantes. Tenía una enorme ansia de saber, pero en realidad prefería casi cualquier otra fuente de información a la página impresa: sentía una curiosidad inmensa ante la vida, todo lo observaba y de todo se maravillaba. Guardaba en su interior una gran reserva vital, y obtenía el placer más intenso al experimentar la relación existente entre los impulsos de su propio espíritu y las convulsiones del mundo exterior. Por dicho motivo, disfrutaba al ver las grandes muchedumbres y las vastas extensiones de un país, al leer acerca de guerras y revoluciones, al contemplar cuadros históricos, empeños estos que la habían empujado con frecuencia a cometer conscientemente el error de perdonar mucha mala pintura en aras del asunto que reflejaba. En tiempos de la guerra de Secesión era todavía muy pequeña; pero pasó meses de aquel largo período en un estado de entusiasmo casi apasionado, durante el que en ocasiones (para gran confusión suya) se sintió conmovida casi de forma indiscriminada por el valor de uno u otro ejército. Naturalmente, la cautela de aquellos suspicaces jóvenes nunca había llegado tan lejos como para convertirla en una proscrita social; puesto que el número de aquellos cuyos corazones, cuando se aproximaban a ella, latían a un ritmo que les recordaba que también tenían cabeza, le había impedido familiarizarse con las excelsas disciplinas propias de su sexo y su edad. Había contado con cuanto una joven podía apetecer: cariño, admiración, dulces, flores, la sensación de no carecer de ninguno de los privilegios del mundo en que vivía, abundantes oportunidades de bailar, infinidad de vestidos que estrenar, la revista Spectator de Londres, las últimas publicaciones, la música de Gounod, la poesía de Browning, la prosa de George Eliot.

Ahora todas estas cosas, a medida que la memoria las evocaba, se transformaban en un sinnúmero de escenas y personajes. Recuperó cosas olvidadas; muchas otras, que últimamente había considerado de enorme importancia, desaparecieron de su mente. El resultado fue una especie de caleidoscopio, pero los giros de dicho instrumento se vieron finalmente interrumpidos por la llegada de la criada, que anunció la visita de un caballero. El nombre del caballero era Caspar Goodwood. Se trataba de un joven cabal de Boston, que conocía a la señorita Archer desde hacía doce meses y que, al considerarla la joven más bella de su tiempo, había dictaminado que aquella época, según el criterio al que antes he aludido, constituía un período de la historia necio a más no poder. Le había escrito de vez en cuando, y hacía una o dos semanas lo había hecho desde Nueva York. Isabel había pensado que era muy posible que fuese a visitarla; de hecho, durante todo aquel lluvioso día lo había estado esperando vagamente. Ahora que sabía que se encontraba allí, sin embargo, no sentía grandes deseos de recibirlo. Era el joven más atractivo que jamás había visto, sin duda un joven espléndido, que inspiraba en ella un raro sentimiento de gran respeto. Nunca había experimentado algo así por ninguna otra persona. Todo el mundo en general era de la opinión de que deseaba casarse con ella, pero, por supuesto, eso era algo que quedaba entre ellos. Lo que sí cabe al menos afirmar es que el joven había hecho el viaje de Nueva York hasta Albany expresamente para verla, tras haberse enterado en aquella ciudad, en la que había estado pasando unos días y había esperado encontrarse con ella, de que la joven se encontraba todavía en la capital del estado. Isabel retrasó unos minutos el momento de ir a verle; anduvo de un lado a otro de la habitación, con la sensación de hallarse ante nuevas complicaciones. Pero al fin acudió a su encuentro y lo halló de pie junto a la lámpara. Era alto, fuerte y un tanto envarado; era además esbelto y moreno. No era apuesto en sentido romántico, sino de una belleza un tanto turbia; pero había algo en su fisonomía que atraía la atención, atención que se veía recompensada en función del encanto que uno encontrara en los ojos azules de increíble fijeza, que no parecían pertenecer a una tez del color de la suya, y en una mandíbula de esa forma un tanto angulosa que suele ir asociada a un temperamento resuelto. Isabel se dijo para sus adentros que esa noche su barbilla denotaba resolución; pese a lo cual, media hora después, Caspar Goodwood, que aparte de resuelto había llegado allí esperanzado, regresaba a su alojamiento con la sensación de ser un hombre derrotado. Y no era, cabría añadir, un hombre que aceptase la derrota así como así.

5

Ralph Touchett era un filósofo, pero aun así llamó a la puerta de su madre (a las siete menos cuarto) con una gran dosis de ansiedad. Hasta los filósofos tienen sus preferencias, y hay que reconocer que de sus progenitores era el padre el que mejor se correspondía con su idea del encanto de la dependencia filial. Su padre, como a menudo se decía para sus adentros, era quien se mostraba más maternal de los dos; su madre, por otro lado, era paternal, e incluso, para decirlo en la jerga al uso, mangoneadora. No obstante, sentía enorme afecto por su único hijo y siempre había insistido en que pasase tres meses al año en su compañía. Ralph correspondía con toda justicia a su afecto y sabía que, en los pensamientos de su madre y en aquella vida suya tan organizada y estructurada, a él invariablemente le correspondía el turno inmediatamente posterior al de aquellos otros asuntos que reclamaban su atención inmediata, a todas aquellas puntualizaciones necesarias para que funcionasen a la perfección los engranajes de su voluntad. Ralph la encontró ya arreglada para la cena, pero abrazó a su hijo sin quitarse los guantes y le hizo tomar asiento a su lado en el sofá. Se interesó concienzudamente por la salud de su marido y por la del propio joven, y, al obtener una información muy poco alentadora sobre ambas, observó que estaba más convencida que nunca del acierto de su decisión de no exponerse al clima inglés. De haberlo hecho, es posible que ella también se sintiese débil. Ralph sonrió al imaginarse a su madre débil, pero no se molestó en recordarle que sus dolencias no eran resultado del clima inglés, ya que se pasaba gran parte del año alejado del mismo.

Él había sido un niño de corta edad cuando su padre, Daniel Tracy Touchett, oriundo de Rutland, en el estado de Vermont, llegó a Inglaterra como socio minoritario de un banco del que unos diez años más tarde logró control predominante. Daniel Touchett comprendió que tenía ante sí una estancia de por vida en su país de adopción y, desde el principio, mantuvo con respecto al mismo una actitud sencilla, juiciosa y transigente. No obstante, como se dijo a sí mismo, no tenía intención de renunciar a sus raíces estadounidenses, ni tampoco de enseñarle a su único hijo arte tan sutil. El problema de integrarse a la vida de Inglaterra le había resultado de tan fácil solución, aun sin llegar a ser un converso, que le parecía igual de sencillo que su heredero legal se encargase tras su muerte de dar continuidad a aquella banca antigua y gris con la luminosa claridad de su país natal. Con todo se esforzó en intensificar dicha claridad, y envió al muchacho a educarse a Estados Unidos. Ralph asistió durante varios trimestres a un colegio en Estados Unidos y se licenció en una universidad de allí, tras lo cual, cuando a la vuelta su padre lo encontró nativo en exceso, fue enviado a estudiar tres años en Oxford. Oxford pudo con Harvard, y al final Ralph se volvió lo suficientemente inglés. Su aparente conformidad con las maneras del entorno no era, sin embargo, sino una máscara tras la que se escondía una mente que disfrutaba enormemente de su independencia, en la que nada permanente lograba imponerse, y que, con inclinación natural a la aventura y la ironía, se permitía una libertad de opinión sin límites. Comenzó siendo un joven muy prometedor; en Oxford, para enorme satisfacción de su padre, descolló y la gente de su alrededor afirmaba que era una verdadera lástima que a un joven tan inteligente se le negase la posibilidad de hacer carrera. Puede que de haber regresado a su país hubiese disfrutado de tal oportunidad (aunque este punto está rodeado de incertidumbre), pero incluso en el supuesto de que el señor Touchett hubiese accedido de buen grado a separarse de él (que no era el caso), a Ralph le habría resultado muy difícil interponer de forma permanente todo aquel océano entre él y ese anciano al que consideraba su mejor amigo. Ralph no solo quería a su padre, lo admiraba y disfrutaba cuando tenía la oportunidad de observarlo. Daniel Touchett, en su opinión, era un genio, y pese a que él carecía de aptitudes para los misterios de la banca, se propuso aprender lo suficiente para poder equipararse a la importante figura que su padre había representado en ella. Sin embargo, no era eso lo que más admiraba en él, sino aquella superficie marfileña, como pulimentada por el aire inglés, que el anciano había opuesto a cualquier intento de penetración. Daniel Touchett no había estudiado ni en Harvard ni en Oxford, y solo a él podía culparse de haber depositado en manos de su hijo las claves de la crítica moderna. Ralph, cuya mente estaba repleta de ideas que su padre jamás habría adivinado, tenía en gran estima la originalidad de este. Los estadounidenses, con razón o sin ella, son muy apreciados por la facilidad con la que se pliegan a las condiciones de otro país; pero el señor Touchett había logrado que en los propios límites de su adaptabilidad residiese en gran parte la razón de su éxito general. Había conservado con toda su frescura la mayoría de sus rasgos primigenios; su acento, como el hijo siempre observaba con placer, era el propio de las regiones más exuberantes de Nueva Inglaterra. Al final de su vida había llegado a ser, en su propio terreno, tan apacible como rico; combinaba una perspicacia consumada con una disposición superficial a confraternizar, y su «posición social», que jamás le había importado lo más mínimo, conservaba la turgencia perfecta de una fruta que nadie ha manoseado. Quizá fuese debido a la ausencia de imaginación y de lo que ha venido en denominarse conciencia histórica, pero su percepción estaba completamente cerrada a muchas de las impresiones que la vida inglesa produce en el forastero culto. Existían ciertas diferencias que nunca había percibido, ciertos hábitos que jamás había adquirido, ciertos misterios en los que nunca se había adentrado. En lo que a estos últimos se refiere, si algún día hubiera indagado en ellos su hijo no habría tenido tan buena opinión de él.

Ralph, tras dejar Oxford, había dedicado un par de años a viajar, después de lo cual se había visto encaramado a un alto taburete del banco de su padre. La responsabilidad de tales puestos y el honor que representan, en mi opinión, no se miden por la altura del taburete, que responde a consideraciones de otra índole: a Ralph, que de hecho tenía las piernas muy largas, le gustaba estar de pie en el trabajo o moverse de un lado a otro. A este ejercicio, sin embargo, se vio forzado a dedicar solo un breve período de tiempo, ya que después de un año y medio se percató de que tenía problemas graves de salud. Había cogido un fortísimo resfriado, que se había alojado en sus pulmones y había hecho verdaderos estragos en ellos. Se vio obligado a dejar de trabajar y a cumplir a rajatabla con la penosa obligación de cuidarse. Al principio no se aplicó mucho; tenía la impresión de que no era de sí mismo en absoluto de quien estaba cuidando, sino de otra persona carente de interés y atractivo, con la que no tenía nada en común. Esa persona, sin embargo, mejoró al ir conociéndola, y Ralph alcanzó finalmente a mostrar a regañadientes cierta tolerancia hacia ella, e incluso un respeto contenido. El infortunio engendra extrañas complicidades, y nuestro joven, sabedor de que en aquel empeño se jugaba algo (generalmente pensaba que su reputación de ingenioso), dedicó a su tosco pupilo una atención considerable que fue debidamente apreciada y que al menos surtió el efecto de mantener con vida a aquel pobre diablo. Uno de sus pulmones empezó a sanar, el otro prometía seguir el ejemplo, y se le aseguró que podría resistir otros doce inviernos si se trasladaba a los climas donde suelen refugiarse los tísicos. Como había llegado a sentir enorme aprecio por la ciudad de Londres, maldijo la monotonía de aquel exilio; pero, al tiempo que lo maldecía, se fue adaptando, y poco a poco, al descubrir que aquel organismo suyo tan sensible agradecía los favores hasta si se hacían de mala gana, empezó a concedérselos de mejor grado. Hibernaba en el extranjero, como suele decirse: tomaba el sol, se quedaba en casa cuando hacía viento, se metía en la cama si llovía, y en un par de ocasiones en que había nevado durante la noche, ni siquiera volvió a levantarse.

Una secreta reserva de indiferencia (como un trozo grande de pastel que una anciana niñera cariñosa hubiese metido a hurtadillas en el bolsillo de su primer uniforme escolar) vino en su auxilio y le ayudó a reconciliarse con el sacrificio, puesto que, en el mejor de los casos, estaba demasiado enfermo para todo lo que no fuese aquella ardua tarea. Como se decía a sí mismo, en realidad no había nada que le hubiese apetecido mucho hacer, de manera que por lo menos no desertó ni abandonó el campo de batalla. En el momento presente, sin embargo, la fragancia del fruto prohibido parecía en ocasiones flotar a su alrededor y recordarle que el mayor de los placeres es entrar en acción. Vivir como él lo hacía era como leer un buen libro en una mala traducción, pasatiempo mezquino para un joven convencido de que podría haber sido un lingüista excelente. Pasaba inviernos buenos e inviernos malos, y en el transcurso de los primeros fue presa a veces de la ilusión de una recuperación casi total. Sin embargo, dicha ilusión se esfumó unos tres años antes de que ocurriesen los hechos con los que se inicia este relato: en esa ocasión se había quedado en Inglaterra hasta más tarde de lo habitual y el mal tiempo le había sorprendido antes de arribar a Argel. Llegó más muerto que vivo y permaneció allí varias semanas debatiéndose entre la vida y la muerte. Su convalecencia fue un auténtico milagro, pero la primera lección que de ella extrajo fue que milagros así solo ocurren una vez. Se dijo a sí mismo que su hora no estaba lejos y que le convenía tenerlo muy en cuenta, aunque también se le ofrecía la oportunidad de pasar el tiempo que le restaba del mejor modo posible siempre en la medida de sus posibilidades. Ante la perspectiva de perderlas, el simple uso de sus facultades se convirtió en un placer infinito; le pareció que el gozo de la contemplación jamás había sido explorado. Lejos quedaban los tiempos en los que le había resultado arduo verse obligado a renunciar a la idea de sobresalir, una idea no menos incómoda por su vaguedad ni menos placentera por haber tenido que enfrentarse a la vez con accesos de ejemplar autocrítica. Sus amigos lo encontraban ahora más alegre, y lo atribuían a la teoría, ante la que asentían con complicidad, de que iba a recobrar la salud. Pero aquella serenidad no era sino un manto de flores silvestres que crecía sobre su ruina.

Es muy probable que fuese esa sabrosa cualidad de la cosa contemplada en sí misma lo que contribuyó al súbito interés que despertó en Ralph la llegada de una joven que, a todas luces, de insípida no tenía nada. Algo le decía que, si mostraba la disposición adecuada, allí encontraría suficiente ocupación para infinidad de días. Cabría añadir, de forma somera, que la idea de amar, a diferencia de la de ser amado, tenía todavía sitio en su reducido esquema. Tan solo se había prohibido a sí mismo el derroche de su manifestación. No obstante, ni él debía inspirar pasión alguna en su prima ni ella, aunque lo intentase, debía despertarla en él.

—Y ahora, háblame de la joven —le dijo a su madre—. ¿Cuáles son tus intenciones con respecto a ella?

La respuesta de la señora Touchett no se hizo esperar.

—Mi intención es pedirle a tu padre que la invite a quedarse tres o cuatro semanas en Gardencourt.

—No es necesaria tanta ceremonia —dijo Ralph—. Mi padre la invitará como la cosa más natural.

—Yo no estoy tan segura. Es mi sobrina, no la suya.

—¡Por Dios bendito, querida madre! ¡Menudo sentido de la propiedad! Esa es aún más razón para que la invite. Pero después de eso… me refiero a dentro de unos tres meses, porque sería absurdo invitar a la pobre muchacha a quedarse solo tres o cuatro míseras semanas, ¿qué te propones hacer con ella?