Czytaj książkę: «Querido Milo»
Viento Joven
ISBN Edición Impresa: 978-956-12-3406-2.
1ª edición: agosto de 2019.
Obras Escogidas
ISBN Edición Impresa: 978-956-12-3407-9.
1ª edición: agosto de 2019.
ISBN Edición Digital: 978-956-12-3447-5.
Editora General: Camila Domínguez Ureta.
Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.
Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.
Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.
© 2019 por Angélica Dossetti Calderón.
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A Julio Castro Díaz
ÍNDICE
Querido Milo
Epílogo
A veces la vida se ensaña con nosotros y creemos que somos los seres más desdichados del mundo. Después levantas la cabeza y te das cuenta de que aún te quedan fuerzas para seguir luchando.
Ema S.
Miércoles 20 de agosto
Querido Milo:
Me has hecho mucha falta desde que viajaste. Las cosas por estos lados van de mal en peor: mamá dice que se debe a mis estados de ánimo tan cambiantes, pero no estoy segura de que sea ese el motivo. Me siento sola, no tengo con quien hablar de mis cosas y es por eso que decidí escribirte, sin la intención de preocuparte, por cierto.
Tengo unas ganas locas de saber de ti, tu lejanía me atormenta porque me he dado cuenta de que en estos años de amistad te transformaste en mi conciencia y, ahora que no puedo hablar contigo, ando perdida, dando botes como pelota guacha.
Tuve la idea de escribir un diario –sabes que tengo la manía de llenar cuadernos– y hasta comencé uno. Sin embargo, no era lo que necesitaba: te quería a ti, con tu mirada atenta, escuchando mis problemas y dispuesto a regañarme si era pertinente.
Hace cinco años llegaste a mi vida como un regalo de vacaciones de invierno, cuando viajé desde República Dominicana con mi amiga Ana para visitar a mi abuela. Hacía un tiempo que residía en ese país paradisíaco, pero extrañaba el mío y a mi gente. Cuando te vi desde la ventana de mi dormitorio ibas con Diego, tu hermano mayor, y tu quiltrita, saliendo de tu casa en bicicleta. Jamás imaginé que ese momento sería el comienzo de la amistad que nos uniría para siempre.
Nunca olvidaré tu cara serena, enmarcada por esos crespos desordenados color miel, en los que me gustaba enredar mis dedos. Aunque te encuentres a miles de kilómetros de distancia, sigo atenta al recuerdo de tu voz profunda de locutor de radio y al color de tu piel bronceada, que envidié desde el primer momento. Eres un chico guapo, todos lo saben, pero un cuerpo estilizado y una cara bonita no sirven de nada si no van acompañados de algo más. En tu caso, esa belleza radica en tu lealtad a toda prueba, en tu prudencia, en saber las palabras precisas en el momento oportuno y en tu sonrisa, que se escapa con facilidad.
Estos años hemos sido más que amigos, hemos sido cómplices de causas perdidas, aventureros en las desgracias y soñadores inseparables. El mundo se podría haber caído a pedazos, pero yo siempre supe que estarías ahí para salvarme.
Milo de mi corazón, aquí estoy extrañándote mientras lucho contra las majaderías de mamá, las de siempre, predecibles. Hoy, por ejemplo, durante los cincuenta minutos que duró el viaje hasta la casa de mi abuela Normi, me habló sin parar de esos temas que detesto escuchar: que las cosas pasan por algo, que Dios sabe lo que hace, que son pruebas que nos pone la vida, etcétera, etcétera. Pero fui incapaz de prestarle atención, me enfoqué nada más que en las gotitas de lluvia que caían sobre el parabrisas del auto y asentí con la cabeza para que quedara conforme y no continuara con más divagaciones.
La Normi, enfundada en la jardinera de mezclilla que se resistía a abandonar y que ocultaba su todavía armoniosa figura, nos recibió en el portón de su parcela con cara de pena y los labios sellados. Caminé cerro arriba como una zombi, abriéndome paso entre la manada de perros que habían corrido a saludarme. A mis espaldas, mi madre jadeaba debido al peso de la mochila que cargaba, profiriendo más de una palabrota cada vez que sus tacos se atascaban en el terreno barroso.
–Insistes en venir vestida de oficinista –le reclamó mi abuela.
–No moleste, mamá, que tengo que volver a la pega... –le contestó con un gruñido. Los mismos altercados de siempre, como si esas mujeres disfrutaran discutiendo...
¿Te has dado cuenta de lo joven que se ve la Normi? Yo diría que se ha sacado varios años de encima desde que dejó Santiago para venirse a vivir al campo. Vieras con qué agilidad camina esquivando hoyos y piedras. Tanto es así, que a veces pienso que me cambiaron a la abuela, aunque lo de sobreprotectora no se le ha quitado.
–¿Cómo está? –la Normi se acercó a mamá susurrándole al oído. Pero cuando el silencio reina, es imposible no escuchar.
–Como la ves... no dice mucho... no sé qué hacer... ¿Crees que le haga bien quedarse una temporada contigo? –mi mamá le contestó haciéndose la distraída.
–No sé.
La Normi subió la escalera de la terraza, se cambió las botas de agua por unos zuecos y nos invitó a ingresar a la casa.
Milo, no tienes idea de cuánto me molesta que hablen de mí como si no estuviera presente. Tampoco me gusta que mamá piense que estoy deprimida y pretenda mandarme a terapia con un sicólogo, a sabiendas que los detesto.
–No has estudiado nada –me dijo ayer apenas entró a mi pieza, sin siquiera llamar a la puerta–, faltan poco más de dos meses para los exámenes libres y menos de cuatro para la PSU, y no te he visto tomar ningún libro –me lo dijo de una forma que no parecía un regaño ni tampoco preocupación por mi futuro, sino que más bien hablaba por decir algo.
–Estoy cansada –le respondí, y seguí mirando por la ventana hacia la calle.
–¿Tus amigos van a venir hoy? –dio un par de zancadas y me tomó por los hombros para masajearlos, mientras yo cerraba un poco los ojos y sentía que me iba volando sobre las nubes.
–Ahora están en el colegio. En la tarde nos vamos a encontrar en el preu –respondí, a pesar de estar perdida en el infinito de los recuerdos que aparecían por el relajo que me provocaban los masajes. Y, ¿sabes?, vinieron a mi mente las veces que paseamos por la vereda frente a la ventana de mi dormitorio.
Mamá terminó sus masajes, me miró como si lo hiciera por primera vez en muchos años y se sentó en el borde de la cama.
–¿Por qué no me dices la verdad? Tú sabes que no soporto las mentiras. –Sacó un paquete de cigarrillos de su bolsillo y comenzó a jugar con él.
–¿De qué mentiras me hablas? –Apenas le di una ojeada y continué con la mirada perdida en la ventana.
–¿Crees que no me he dado cuenta de que hace más de un mes que no hablas con tus amigos?
Suspiré, y por un segundo tuve el impulso de confesarle todo lo que tengo guardado, pero me arrepentí.
–Y si sabes, ¿para qué preguntas?
–¿Me quieres contar qué pasó?
–¡No! –le respondí, seca, casi con bronca.
Mamá se levantó de la cama y comenzó a dar pasos sin destino, tomó un cigarrillo, se lo puso en la boca, luego se lo quitó y lo regresó a la cajetilla, que guardó en el bolsillo de sus pantalones.
–No sé qué hacer contigo. –Movió la cabeza de lado a lado. Percibí su frustración.
–Dejarme tranquila es una buena opción...
–¿Dejarte tranquila? Estás loca, niñita...
–En verdad, mamá, no tengo ganas de hablar contigo ahora...
–Nunca quieres –me interrumpió.
Quedamos sumidas en un silencio molesto, como si sostuviéramos una lucha interna, esperando que a alguna se le escapara una palabra.
–Entonces, ¿hoy sí irás al preuniversitario? –Se sentó de nuevo en la cama de mi pequeña habitación color verde esperanza, esa que ya no tengo.
–No sé –respondí en un susurro.
Mamá miró hacia el cielo raso y luego sus ojos inspeccionaron todo mi cuarto en menos de un segundo.
–Ema, ¿qué haré contigo?
No le respondí.
–Anoche me estuve comunicando hasta tarde con tu papá por wasap y quedamos de acuerdo en que tal vez sería una buena idea que terminaras el año con él en República Dominicana –me dijo, como tratando de ordenar sus ideas.
Tú sabes lo que significa República Dominicana para mí, cómo me fascina esa tierra que no puedo quitar de mi cabeza y menos de mi corazón. Recuerda que viví allí con mi familia durante casi dos años, en el elegante hotel en Punta Cana que administra mi papá. Todavía estaría nadando en sus tibias aguas color turquesa y respirando su aire caliente de no haber sido porque mi padre engañó a mamá con una empleada del mismo recinto vacacional. Apenas ella se enteró, nos agarró a mi hermano Nico y a mí como si fuéramos paquetes y nos embarcó en un avión de vuelta a Chile. Mamá nunca más regresó, pero nosotros continuamos visitando a papá por lo menos una vez al año.
No sé por qué te escribo estas cosas, supongo que a veces olvido que ya conoces mi historia, pero creo que nunca te mencioné lo mucho que sufrí con la separación de mis papás. Aunque, si lo pienso detenidamente, de no haber existido ese lío de faldas, tú y yo jamás hubiéramos llegado a ser tan amigos, casi hermanos. Creo que la Normi tiene razón cuando dice que de todo lo muy malo siempre nace algo muy bueno.
–¿Por qué quieres que me vaya? –En ocasiones me pongo melodramática y todo me ofende. Solté la cortina verde que sostenía con una mano y me di vuelta para mirar a mamá como si me estuviera expulsando de casa.
–No es que quiera echarte, ¿cómo se te ocurre?... Solo se nos ocurrió que te haría bien un cambio de aire –explicó tratando de que su hija adolescente y últimamente un poco trastornada, no malinterpretara sus palabras.
¿Te conté que encontré debajo de su cama el libro Aprenda a comunicarse con sus hijos adolescentes? Me dio risa cuando lo vi... Pobre...
–No quiero ir, por lo menos no por ahora. –Volví a apartar la cortina para seguir mirando por la ventana, imaginando que te veía caminando por la vereda como antes.
–Pero, ¿por qué no? Si a ti te encanta estar allá. –Ya la conoces, sabes que no se daría por vencida fácilmente...
–Porque tengo cosas que terminar aquí, mamá –le dije, ya un poco molesta.
–Con tu papá pensamos que quizás no sea conveniente que rindas la PSU este año y, con respecto a los exámenes libres, podrías venir por unos pocos días y darlos.
¿Cómo me puedes pedir que tenga paciencia con ella si sabes que no se rinde con nada?
Como sabes, tengo mi propio sistema de estudios, que llamé “Ema’s High School of Ñuñoa”... Jamás imaginé que pasaría casi toda la Enseñanza Media estudiando en casa con profesores particulares y rindiendo exámenes libres... Qué injusticia más grande fue que me expulsaran del Colegio Americano en Primero Medio... Me parece escuchar tu voz profunda prometiéndome que nunca más hablaríamos de ese tema, pero perdóname porque todavía me hierve la sangre. Nunca quise ser una de ese tipo de minas “aisladas” que se educan en casa como si les diera alergia el resto de los mortales. Pero lamentablemente no me quedó otra alternativa, ya que después de salir de tan mala forma del cole, pasé a ser una paria a la que no quisieron recibir en ningún colegio medianamente digno. Recuerdo que sugeriste el liceo municipal, pero mi mamá me quería lejos de las protestas y las tomas. ¿Será que sabe que soy como un imán para atraer los problemas? En fin, nada que hacer, faltan unos pocos meses para que termine Cuarto Medio y llegue el fin de mi época de escolar.
–Aparte de los exámenes, tengo otras cosas pendientes, mamá, así que no insistas.
Me tomó de un brazo y me forzó a mirarla a la cara. Estaba como loca, con los ojos desorbitados y su rostro pálido se veía más blanco aún en contraste con su pelo negro. En ese momento no supe de dónde sacó las fuerzas para apretarme el brazo, pues su cuerpo menudo parecía el de una niña desvalida.
–¡No sigas, Ema, no te hace bien seguir mandando cartas, pidiendo entrevistas, o paseándote con carteles frente a La Moneda! –Sus ojos castaños mostraban una furia que pocas veces había visto en ella.
–¡Suéltame! –Zafé mi brazo y me puse de pie–. ¡¿De qué hablas, mamá?!
–¡¿Acaso crees que no sé en qué pasos andas?! Lo que pasó ya pasó, no hay nada más que hacer. Ya no puedes cambiar las cosas.
–Estás descontrolada, mamá, déjame sola...
–No, niñita, vives en mi casa y aquí se hace lo que yo digo. –Su rostro casi rozaba el mío, y sentía su respiración en mi cara. Respiré profundo y conté hasta diez.
–Mamá, en verdad creo que estás nerviosa. Déjame sola, te lo pido por favor. –Traté de que mi voz sonara calmada.
–¡No estoy nerviosa! Tú me tienes así, sin saber qué hacer, adivinando tus estados de ánimo y ya no lo soporto.
Su voz me retumbó en la cabeza, miré al suelo y respiré profundamente para poder controlarme y no gritar que odiaba el mundo con sus injusticias, como tantas otras veces lo había hecho, casi siempre con pésimos resultados. Preferí mantenerme callada.
–¿Qué te parecería pasar unos días con tu abuela? No me gusta que estés tan solita. –La voz angustiada de mi mamá rompió el silencio roto, esta vez sin gritos.
–No quiero –gruñí.
–Por favor... una semana...
Y aquí me tienes, escribiéndote una carta en papel, a la antigua, de esas que ya no existen, porque donde la Normi con suerte llega el agua y la luz. De tecnología, ni hablar; lo único que notifica mi celular es que está sin cobertura. En ocasiones creo que enloqueceré sin internet.
La Normi me preparó el dormitorio del fondo a la derecha, el que siempre ha dicho que me pertenece. Instaló un escritorio frente a una de las ventanas, y desde ahí puedo escribirte esta carta mirando lo agreste del cerro.
Te quiero mucho, mucho, mucho, Milo. Siempre juntos.
Ema S.
En el cerro, lunes 25 de agosto
Mi querido Milo:
Hoy amanecí un poco retraída, sin ganas de salir de mi dormitorio. Mientras trato de recordar los meses pasados, escucho canciones antiguas, como esas que cantábamos arriba del bus durante los paseos de curso... Qué época tan maldita... Ya sé, ya sé que no todo fue malo, es que a veces un solo hecho horrible arruina todo lo hermoso.
Nunca me ha gustado el invierno. Me cargan sus días cortos y grises, el frío que se cuela por las ropas, la lluvia helada y esa sensación de estar metida en medio de una oscuridad que no quiere dar tregua. Podría decir que me preocupan los indigentes en las calles, capeando el clima debajo de las cornisas, tapados con cartones y unos cuantos perros rodeándolos para darles calor, pero la verdad es que soy muy egoísta como para pensar en ellos. Solo me mantengo atrapada en mi propia desazón, contando los días que faltan para que llegue septiembre.
Para mí todos los inviernos son tristes, pero el del año pasado fue el peor de todos. Perdón por escribir de esto, pero no tengo con quien hablarlo. Lo que pasa es que cuando una nube se posa sobre mi cabeza generalmente es muy negra y no se va con facilidad.
Una chica del Colegio Americano me contó una vez que le dolía el corazón porque su novio la había dejado por otra y no sabía qué hacer. La miré y me reí, sin poder disimular mi sorpresa. ¿Cómo a alguien, que no está a punto de tener un infarto, le puede doler el corazón? Y sin embargo, ahora la comprendo, porque desde hace unos meses me duele el corazón como si me lo fueran a arrancar del pecho y lo estuvieran exprimiendo lentamente.
No sé si lo recuerdas, pero para nosotros, todo comenzó en una tarde de los primeros días de junio del año pasado. Como de costumbre, me encontraba encerrada en mi dormitorio, lidiando con mi típico desgano de invierno, a veces estudiando, otras viendo series o simplemente pegada a la estufa para espantar el frío. Eran cerca de las cinco y mi mamá y el Nico aún no llegaban. Estaba sola aprovechando una tranquilidad muy apreciada gracias a la ausencia de mi hermano, cuando de improviso, el sonido molesto del citófono me desconcentró.
–¿Qué hacen aquí? ¿Acaso nos íbamos a juntar? –le pregunté a Sofí, mientras ella entraba a mi casa con cara seria y movimientos torpes, como si no pudiera controlar su largo cuerpo. La seguía Cote, con las mangas de la blusa del uniforme arremangadas y el pelo como un nido de pájaros, del que salían unas mechas rojas.
Eran las chicas, nuestras amigas. Sofía, a quien envidiaba por su cuerpo perfecto y su risa fácil, a pesar de esa simpleza que a veces me volvía loca. Ella, la morena de pelo lacio que solo aspiraba a ser una modelo, que era buena para meterse en problemas y no medía los riesgos, solo motivada por sus ansias de aparentar y ostentar ropa de marca. ¿Te acuerdas? En ocasiones pensaba que no tenía nada que ver con nosotros, pero la aceptábamos porque era tu apéndice, tu amiga de la infancia. En cambio, María José, nuestra querida Cote, se parecía más a mí, especialmente en lo impulsiva y defensora de causas perdidas; claramente no por su porte imponente ni su carácter rebelde y aguerrido.
–No –respondieron en coro.
–¿Qué pasó?
Las chicas se miraron con seriedad, como cuando tienen que decir algo pero no saben cómo. Tú y yo conocemos muy bien esas caras.
–Ocurrió algo tremendo, Ema –dijo Cote, con esa mirada serena que rara vez abandona. Luego dejó su mochila en uno de los sillones, se zafó la corbata del uniforme, intentó arreglar su cabello y me arrastró de un brazo para que me sentara junto a ellas–. Desde hace un tiempo Milo ha estado un poco decaído...
–Ya lo sé, me contó que estaba estresado –la interrumpí porque habíamos hablado hacía pocos días y me habías contado que te andabas quedando dormido en cualquier parte.
–El miércoles pasado se desmayó en la clase de Educación Física... –Cote se quedó en silencio por un instante, como si intentara encontrar las palabras correctas para continuar hablando–. Lo mandaron a la enfermería y llamaron a su mamá...
Ahora que lo pienso, no puedo comprender por qué no me lo dijiste el mismo día en que te desmayaste. ¿Por qué me lo tuvieron que contar las chicas si tú, más que mi amigo, eres mi hermano?
–Ya, y ¿qué pasó? –Miré a Sofí que, cabizbaja, se rascaba incesantemente sus negras cejas.
–¿No hai’ hablao’ con él? –Apenas me dio un vistazo esquivo, sin dejar de restregarse una ceja.
–No, no he hablado con él porque, como les dije, el fin de semana me fui al campo con la Normi... ¡¿Me pueden decir de una buena vez qué onda?!
–El jueves lo llevaron al médico, le hicieron varios exámenes y resultó que está enfermo –dijo Cote con la voz entrecortada por los suspiros.
–Me estás asustando, Cote, ¿me puedes decir claramente qué es lo que tiene Milo?
–Milo dejó de ir al colegio después del desmayo... –continuó como si le costara contar todo lo que sabía.
–¿Significa que sigue enfermo, entonces? Tenemos que ir a verlo... Voy a llamar a mamá para avisarle y las acompaño. –Me puse de pie de un salto, pero Sofí me sostuvo por un brazo mientras Cote me miraba a los ojos.
–Espera... Hoy en el colegio nos dijeron que Milo tiene leucemia –Cote terminó la frase con dificultad y, tapándose la cara con ambas manos, se puso a llorar como si en cada una de las lágrimas se le fuera un poquito de vida.
–¿Me están hueviando? –No me respondieron–. ¡Me están tomando el pelo, ¿verdad?! –Y desde ese momento, todo se volvió borroso.
Leucemia era una palabra demasiado conocida para mí. Desde muy niña supe que mi abuelo materno había muerto por esa enfermedad. No sé si alguna vez te lo conté, pero desde que tengo memoria, el primer día hábil de abril de cada año me llevaban religiosamente al médico para que me hagan los exámenes necesarios. Así mamá se queda tranquila porque está convencida de que nuestra familia carga con la maldición de la sangre que se transforma en agua y que, generación tras generación, le arrebata algún miembro de la familia.
–Ojalá fuera una broma, Ema, pero no... –Sofí se puso de pie alisándose la falda azul marino del uniforme y se acercó a Cote, que a cada segundo se encogía más en el sillón, para abrazarla–. Yo le digo a la Cote que no se torture tanto, que hoy en día casi todo tiene remedio y que de seguro Milo se va a recuperar, y en unos días más va a andar haciendo las tonterías de siempre. Pero, parece que no me cree porque, desde que la profe fue a la sala a decirnos lo de la enfermedad, se lo ha pasado así. –Sofí hablaba sin parar, tratando de aparentar su optimismo de siempre.
Cote apartó las manos de su cara, miró hacia el cielo raso como si pidiera paciencia a un ser superior, y luego sus ojos se clavaron en el rostro impávido de Sofí.
–Cada día tú me sorprendes más: no sé si eres tonta, ingenua o demasiado positiva...
–No la agarri’ conmigo poh’, si no te he hecho na’... Lo único que quiero es que estés tranquila...
–No sé cómo puedes haber sido amiga de Milo durante tantos años y no tomar en serio lo que le está pasando...
Ya sabes cómo se ponen cuándo discuten, pero tú no estabas ahí para separarlas y yo seguía como en las nubes, pero de esas negras de tormenta. No recuerdo cómo llegué a sentarme en el silloncito de la sala, desde donde me parecía estar mirando una película en la que nuestras dos amigas discutían. Tampoco advertí en qué momento se fueron, o si todo había sido un sueño, porque de pronto era de noche y yo seguía sentada en el mismo lugar en medio de la tiniebla.
La penumbra se desvaneció cuando mi mamá abrió la puerta del departamento y entró un rayo de luz desde el pasillo del edificio. Luego encendió las luces de la sala y descubrió mi presencia.
–Ema, ¿qué haces a oscuras? –dijo sorprendida–. Anda, Nico, guarda tus útiles y espérame en tu dormitorio. –Le dio un golpecito cariñoso en la espalda a mi hermano–. ¿Qué ocurre, Ema? –insistió, pero yo me sentía en un lugar muy lejano como para poder contestarle–. ¡Ema! –me sacudió por un brazo.
–Mamá, ¿toda la gente se muere cuando tiene leucemia? –le pregunté, sintiendo que la garganta me dolía y se me tapaba la nariz.
Ahora te lo puedo contar, porque ya todo pasó y no estoy obligada a disimular la falsa alegría que demostraba cuando te visitaba en el hospital. Milo, sentí tanto miedo, tanto, tanto...
–¿A qué te refieres, Ema? –Levanté la mirada y me encontré con sus ojos.
–Dime si todas las personas se mueren cuando tienen leucemia, como el abuelo Pepe. –Se me nubló la vista.
–Algunas personas mueren y hay otras que se mejoran. ¿Por qué me lo preguntas? –Se encuclilló frente a mí.
Sentí que todo mi cuerpo se estremecía y que un calor súbito se apoderaba de mi cara. Y sin poder soportar más el dolor en la garganta, lloré, lloré como nunca en toda mi vida había llorado. Lloré por la gente que se muere, por los que viven, por los que sufren. Lloré porque yo misma me daba pena, sentada en el rincón de la sala, impactada con la noticia terrible que acababa de conocer y que primero me había aturdido, pero que luego había comenzado a ahogarme por dentro. Lloré porque no pude evitar pensar en ti ya muerto y me daba una pena infinita imaginar mi vida sin tu compañía.
–Milo tiene leucemia –dije, cubriéndome la cara con las dos manos.
–¿Qué estás diciendo?... ¿De dónde sacaste eso? –A mamá se le esfumaron los colores del rostro.
–Hoy vinieron las chicas y me lo contaron.
–¿Sofía y Cote?
–Sí.
–¿Estás segura?
–No sé, fue lo que ellas me dijeron... pero, ¿por qué me mentirían con algo así? –Mamá me abrazó con todas sus fuerzas mientras yo continuaba llorando.
–Tranquila, mi gorda, mañana iremos las dos a hablar con la mamá de Milo. Así aprovechamos de verlo y averiguamos en qué podemos ayudar.
Qué noche más larga, más oscura y más helada. El sonido del puntero de mi reloj despertador dejaba en evidencia lo lento que avanzaba por cada una de las horas, y yo no lograba cerrar los ojos porque se me aparecía tu imagen agonizante en una cama de hospital. De tanto en tanto miraba el computador sobre mi escritorio, hasta que me decidí a abrirlo y buscar en Google la palabra “leucemia”. El resultado fueron miles de páginas que abrí con desesperación y leí sin entender casi nada. Me odié por ser tan ignorante en Biología, por no saber qué era un glóbulo, por no tener el más mínimo indicio de lo que te estaba ocurriendo.
Milo de mi corazón, perdóname por esta carta. En este momento no sé si es conveniente que te la envíe, pero, como te mencioné al comienzo, hoy he estado melancólica. Quizás sean las hormonas, como tú dices, no sé...
Te quiero un millón. Siempre juntos.
Ema S.
En mi dormitorio, lunes 1 de septiembre
Milito, mi Milito:
Te sigo extrañando. Ya llevo una semana confinada en este cerro, condenada a tener que soportar a la Normi preguntándome a cada momento si me siento bien y si quiero comer... Pobre mi vieja, siempre empeñada en hacerme feliz y hacer realidad todos mis deseos. Igual que en el tiempo en que éramos vecinos en el condominio... No había nada mejor en la vida que mi abuela viviera frente a la casa de mi mejor amigo.
Hoy escuché el típico “¿Puedo pasar?”, con un par de golpecitos y la puerta abriéndose para dejar ver la sonrisa de la Normi. La miré como si lo hiciera por primera vez en muchos años: su cuerpo delgado, que no reflejaba la mujer fuerte que era, y su piel, curtida por los años que asomaban en sus arrugas. Desde que vive en el campo decidió abandonar su apariencia cuidada y hasta elegante, cambiándola por atuendos parecidos a los que usan los leñadores que vemos en las películas gringas. Se olvidó del maquillaje y la tintura para el pelo, dejando que las canas crecieran libres hasta sus hombros.
–¿Cómo está mi chiquilla?
En ese momento había comenzado a escribirte, pero con ella presente tuve que dejar de hacerlo.
–Bien, Normi, gracias.
Mi abuela abrió la ventana y un airecillo con aroma de boldo agitó la cortina.
–¿Por qué no sales? Está tan lindo el día. –Entró acompañada de dos de sus perras más viejas–. ¿Te acuerdas de la Rebe y la Javi? –Y se sentó a mi lado en la cama, acariciándome la cabeza.
–No tengo ganas y, como me dijiste que podía hacer lo que quisiera siempre y cuando comiera... –Mi abuela puede perdonar cualquier cosa, menos que me salte una de las comidas...Tú la conoces...
–Es que no puedes quedarte aquí, encerrada por el resto de la vida –me interrumpió–. ¿Qué te parece si vamos al canil a ver la perra que me vinieron a dejar los rescatistas y que está a punto de parir?
Mi abuela siempre ha sabido cómo entusiasmarme, así que me bajé de la cama y la seguí por los senderos ripiados que recorren, como si fuera un laberinto, el extenso terreno lleno de árboles y malezas. Este cerro se encuentra a poca distancia de la carretera que se dirige hacia el sur de la capital.
–¡Mira, allí está! –Normi dio un par de pasos inseguros por la pendiente escarpada, mientras se equilibraba con su bastón de excursionismo–. Tis-tis-tis –hizo un sonido con su boca y desde la oscuridad de la casucha emergió la cabeza de una perra negra–. Venga, Mamita.
El animal salió arrastrándose y moviendo la cola incesantemente. No lo creerás, pero la perra preñada era idéntica a la Bella, tu mascota inseparable.
La Normi se arremangó los pantalones de mezclilla, se arrodilló y tendió a la perra en el suelo, para luego apoyar una de sus orejas sobre la abultada barriga del animal.
–Oye, Ema, ¿qué es lo que escribes con tanta dedicación? –Me pareció que la pregunta no venía al caso.
–Nada –respondí sin pensar.
–¿Cómo que nada?, si pasas todo el día en eso –dijo mientras acariciaba las evidentes protuberancias en la panza de la perra–. Tú estás lista, los perritos lo único que quieren es salir –miró a Mamita directamente a los ojos, mientras le tomaba la cabeza con las dos manos y le daba un beso en su nariz. La perra batió con más fuerza la cola–.Ya pues, no seas tan misteriosa y cuéntame un poco más...
Milo, tú sabes que adoro a mi abuela, a mamá y hasta al Nico que es tan hincha pelotas, pero en verdad me tienen aburrida con sus “¿cómo estás?”, “¿qué escribes?” y otras preguntas por el estilo.
–Cartas, escribo cartas –le dije, un poco harta.
–Pero si ya ni se usan las cartas... ¿A quién le escribes? ¿Algún noviecito? –dijo poniendo cara de viejita pícara... Uf...
–No tengo noviecito, Normi, le escribo a Milo –le aclaré para que dejara de pensar tonteras.
–¿A Milo?
–Sí, Normi, a Milo.
–Ahhh... Por lo menos no son ese tipo de cartas como las que les has mandado a los del Congreso y del Gobierno. Mira que me está dando miedo que nos vengan a buscar los de Seguridad Interior...
–¡Abuela!
–¿Y qué le escribes a Milo? –No sé por qué me miró como si yo estuviera loca. Pero tú la conoces, ella a veces es un poco rara.
–Le cuento sobre lo que hacemos aquí... o de las cosas que recuerdo haber hecho en los últimos meses...
–¿Crees que sea conveniente que te pases tanto tiempo pensando en lo ocurrido en el último tiempo? A veces es mejor olvidar las cosas malas –me dijo mientras, sentada sobre una roca, acariciaba a la perra tan parecida a la tuya.
–Es que no quiero olvidar...
Si se borran tus recuerdos, te quedas sin nada, eres nadie. Sé que no te gusta que le hable mal a mi abuela, pero ya no quiero que nadie más me diga lo bueno que sería que rescatara solo los lindos momentos de los últimos meses, pero que deseche los otros.