Czytaj książkę: «¿Por qué los hombres gritan y las mujeres lloran?»

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© Plutón Ediciones X, s. l., 2020

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I.S.B.N: 978-84-18211-02-7

Prólogo

Siempre suelo escribir la introducción de mis libros al final, cuando ya está todo escrito, no antes.

Es una costumbre no cultivada a propósito; esto ocurre porque una obra —por lo menos así me ocurre a mí— cambia y se modifica durante su elaboración, va marcando ella misma el camino; parte de un punto, con una ruta más o menos pensada de antemano, pero, finalmente, toma su propio rumbo.

Este libro, como siempre me ha ocurrido lo programase o no, consta de dos partes bastante diferenciadas y que pueden leerse, si se desea, independientemente la una de la otra.

La primera parte de ¿Por qué los hombres gritan y las mujeres lloran? —al final de esta introducción explicaré el porqué del título— es claramente divulgativa e intenta, tomando como base la antropología cultural y también la biología y la psicología, explicar, o más bien exponer, las diferencias y similitudes entre hombres y mujeres. Espero, al menos en parte, haberlo conseguido y que además su lectura resulte entretenida.

En la segunda parte, el libro toma un camino más personal —pues como escribió Goethe “puedo prometer ser objetivo, pero no imparcial”— en el cual me permito exponer mi punto de vista, nunca gratuito y siempre reflexionado y documentado, acerca de la problemática actual de la relación entre sexos, tanto a nivel de relaciones personales como desde una perspectiva social.

Al lector corresponde decidir si he conseguido mi propósito. Ahora, como prometí, paso a explicar el origen del título de este libro, título a partir del cual surgió esta obra.

Conversando con mi mujer, Gloria Arnal, la charla derivó, en un momento dado, hacia los problemas y desencuentros que hay en la actualidad y que ha habido históricamente, entre mujeres y hombres.

Le comenté a Gloria, a título de curiosidad que, en mi experiencia como psicoterapeuta, siempre me ha impactado más ver a una mujer gritar que llorar, también le dije que, de igual manera, me sorprendía más ver a un hombre llorar que gritar, al exponer un problema o profundizar en un conflicto.

A la demanda de mi esposa de explicarle tal cosa, respondí que, desde una perspectiva antropológica y de aprendizaje, cuando las cosas se ponen feas, la mujer ha tendido a expresar su frustración llorando y a utilizar esa estrategia con el fin de lograr su objetivo, mientras que los hombres han utilizado la amenaza de confrontación física que implican los gritos y gestos violentos para expresar su malestar e intentar salirse con la suya en un conflicto.

Por eso, cuando una mujer grita en vez de caer en el llanto ante un conflicto, refleja que sus mecanismos atávicos de resolución de problemas emocionales o de seguridad personal ya no le sirven, ha llegado al límite, y su estrategia inconsciente cambia —cuando una mujer grita porque ya no puede llorar, la cosa es muy seria. De igual forma, los hombres, enseñados desde tiempos muy antiguos a lidiar con los problemas mediante conductas agresivas y de amenaza, cuando en terapia rompen a llorar, también estamos ante algo grave; ese hombre se ve desbordado como la mujer que grita en vez de llorar.

Tras la explicación, mi esposa sugirió: “Qué te parece un libro de título ¿Por qué los hombres gritan y las mujeres lloran?”. Y de esta manera nació la idea y elaboración de este libro, cuyo título debo a mi mujer.

Una última cosa, lector: te pido que enfrentes la obra con la mayor imparcialidad posible hasta acabar de leer la parte expositiva —que es la primera parte del libro—, pues de eso se trata; no de juzgar, ni de polemizar, sino de llegar a un entendimiento y a un diálogo constructivo, y eso siempre es resultado de una mente limpia, desprejuiciada y con disposición a escuchar, argumentar y dialogar.

Gracias lector, por haberte interesado en este libro que tienes ahora en tus manos.


Dedicatoria

A Gloria, mi mujer, que me mostró qué

es el amor incondicional, lo que es lo mismo

que decir que, me dio y enseñó todo.

Primera Parte

Capítulo 1

Hombres, mujeres, biología y algo más

Sexo, género y biología

La palabra “sexo” como se utiliza en el lenguaje cotidiano es ambigua, porque se refiere tanto a una categoría de persona (hombre o mujer) como a los actos que realizan las personas (actos y actividades sexuales).

Para comenzar bien y aclarando el tema, debemos separar ambos significados:

Sexo como actividad sexual o sexo como diferencias biológicas entre hombres y mujeres.

En realidad, y para facilitar la comprensión, en este capítulo nos referiremos a sexo como las diferencias físicas entre hombres y mujeres, mientras que con “género” haremos referencia a las diferencias psicológicas, sociales y culturales entre los hombres y las mujeres. Diferenciar entre sexo y género es importante, ya que muchas diferencias entre hombres y mujeres no son biológicas en origen.

Orígenes de las diferencias sexuales

A menudo se piensa que las diferencias de sexo son genéticas, pero esto no es así.

El sexo no se hereda de la misma manera que otras características físicas como por ejemplo el color del pelo. No existen genes que estén presentes en un sexo y ausentes en otro. Las diferencias de sexo se forman de la siguiente manera:

Los humanos poseemos 23 pares de cromosomas y, el esperma y el óvulo contribuyen con un cromosoma en cada par, en todos estos pares, excepto en uno, los dos cromosomas son idénticos. En las hembras, el par 23 también es idéntico, pero en los varones los dos cromosomas del par 23 son diferentes (una diferencia mínima a nivel genético que producirá grandes diferencias a nivel biológico).

Un cromosoma (el X) está presente en el par femenino, pero el otro cromosoma del par 23 de los varones (cromosoma Y) no se encuentra en las mujeres.

Las gónadas del embrión están indiferenciadas, pero si un cromosoma Y está presente, las gónadas evolucionarán a testículos, si el cromosoma Y está ausente, evolucionarán a ovarios.

Los testículos producen hormonas andrógenas que hacen que los tejidos genitales se conviertan en genitales masculinos externos; si el andrógeno no se presenta en esta fase los tejidos se convierten en genitales femeninos.

Los testículos también producen sustancias que impiden que los conductos sin desarrollar se transformen en el útero y las trompas de Falopio.

En resumen: la existencia o ausencia del cromosoma Y actúa en el desarrollo del embrión como un interruptor, que conduce el desarrollo del organismo por uno de los dos caminos.

En la pubertad se desencadena un desarrollo rapidísimo que diferencia anatómicamente los caracteres sexuales de ambos sexos.

La edad media de la pubertad ha disminuido en las sociedades modernas; hace un siglo, la edad media de la primera menstruación era de 14,5 años, hoy día es de 12.

Los niños alcanzan la pubertad algo más tarde, los hombres adultos poseen por término medio un 10 a 15% más de fuerza muscular que las mujeres del mismo tamaño y una mayor efectividad de utilización de sus fibras musculares.

¿Hay diferencias biológicas de comportamiento?

Muy a menudo nos preguntamos si las diferencias entre hombres y mujeres se deben más a factores biológicos o ambientales/educativos (refiriéndonos, evidentemente, a diferencias en el comportamiento). Por ejemplo, el nivel de agresividad y deseo sexual en primera instancia se ve afectado claramente por los niveles de testosterona, los cuales son mucho más altos en hombres que en mujeres, sin embargo, el nivel de agresividad y de deseo y conquista sexual varía mucho en las diferentes culturas, existiendo algunos casos de culturas preindustriales en los cuales los patrones de deseo y agresividad están equiparados o invertidos con mayor prevalencia en las mujeres.

Lo más plausible es que en un origen, la mayor fuerza física de los varones hiciese que los mismos se orientaran más a la caza y a la guerra, sencillamente como factor inconsciente de la supervivencia de la tribu, mientras que en las mujeres más débiles físicamente, se orientaran más al mantenimiento y cuidado de niños y ancianos. Esto no es más que una conducta adaptativa de la especie para maximizar su posibilidad de supervivencia.

Si las mujeres lactan y son menos fuertes que los hombres lo más adaptativo es cuidar y criar a los niños (en esa época no había biberones) y que los hombres salgan a cazar y a defender la tribu.

Esta conducta mediada por la naturaleza crea patrones de conducta que se repiten y, por tanto, se perpetúan en la especie; esto produce un cambio de comportamiento y un aumento de las diferentes habilidades entre los hombres y las mujeres.

Se crean los patrones “proveedor” (varón) y “distribuidor” (hembra).

El hombre consigue los recursos primarios en su mayor parte y, la mujer los distribuye y administra.

Evidentemente, hoy en día no es necesario arrojar una lanza y, además, existen biberones y sacaleches, por lo que estos patrones de conducta no son necesariamente los más adaptativos para la supervivencia de la especie.

¿Qué ocurre ahora entonces?

Aquellas conductas mediadas por la biología (niveles de testosterona y la diferenciación producida entre hombres y mujeres) ya no son en principio necesarios para la supervivencia de la especie.

Parece difícil, ¿verdad? Homogeneicemos el género de la especie, al fin y al cabo, no es necesario levantar 100 kg para manejar un avión de combate, ni tampoco tener pechos que produzcan leche para dar de comer a un bebé. Pues no, no es tan fácil.

Los hombres siguen produciendo 10 veces más testosterona que las mujeres y, además, en todos estos milenios, las mujeres han desarrollado, en general, áreas cerebrales implicadas en las habilidades comunicativas, lingüísticas y empáticas, así como una alta capacidad conductual aprendida sobre mediación en conflictos, capacidad organizativa y distributiva de recursos y habilidades en el cuidado de los más débiles (las conductas adquiridas también se heredan y crean su impronta en la especie).

Los hombres han desarrollado más las áreas de visión espacial y pensamiento abstracto. Siguen siendo, en general, más proactivos y decididos a corto plazo.

Quizás dentro de unas generaciones no sea así, tal vez exista para entonces una especie de hermafroditismo mental y de comportamiento, incluso físico. Pero ahora no es así, simplemente no es así.

El problema al que nos enfrentamos es que se están intentando introducir cambios artificiales en la relación entre sexos, así como resistencias ilógicas a nuevos roles de relación entre géneros, y así es como viene el desencuentro y el desastre. No se encuentra el tono a la forma de relacionarse.

No soy muy optimista en este tema, en mi opinión siempre se darán cierto tipo de desavenencias en las relaciones entre hombres y mujeres, es inevitable; incluso aunque parezca absurdo es deseable en términos evolutivos; no ya de supervivencia, sino de mejora cognitiva de la especie.

Las tensiones generan dinamismo —como diría Hegel. Una tesis (idea adoptada como válida) genera una antítesis (la idea opuesta), las cuales, al entrar en lucha, generan una síntesis de ambas... ¿Qué ocurre ahora? Que esa síntesis se convierte finalmente en una nueva tesis al ser aceptada por todos y a su vez vuelve a generar una antítesis... en un ciclo sin fin.

Esto es poco consuelo (la teoría nunca lo es) para los hombres y mujeres de hoy. Vamos a intentar, buceando en la ciencia, en la historia —y en el sentido común también— cómo podemos acometer esta crisis que, a nivel social y personal, nos afecta en mayor o menor medida a todos.

Evidencias de diferencias biológicas entre géneros

Empecemos con algo de biología y entendamos (con un ejemplo médico) la cantidad de peso específico que tiene la biología en la reproducción de conductas tomadas tradicionalmente como masculinas o femeninas. Una vez más la “batalla” entre importancia de la educación versus importancia de la herencia —una división a todas luces simplista.

Existen dos síndromes en ciertos individuos, denominados Síndrome de feminización testicular y Síndrome androgenital.

En la primera condición, los individuos nacen con una estructura cromosómica, con los testículos y la distinción de hormonas normales. Si a esas personas les realizaran unas pruebas de sexo de las que les hacen a los atletas olímpicos se les designaría como “machos” pero, dado que su tejido genital no reacciona a la testosterona durante el desarrollo del embrión, externamente parecen tener genitales femeninos. Estos niños casi siempre son educados como niñas, ya que su condición no se diagnostica hasta que empiezan a menstruar en la fase de la pubertad (o más bien no menstrúan).

La segunda condición, el Síndrome androgenital es la situación inversa. Los individuos con unas características cromosómicas femeninas normales esconden hormonas andrógenas extras antes de nacer y se desarrollan genitales externos masculinos. Muchas de estas niñas son educadas como varones y su anormalidad médica solo se percibe en fases posteriores de su desarrollo.

Las investigaciones sobre cada uno de estos dos tipos de anomalía apuntan hacia la importancia de la socialización en oposición a las diferencias biológicas.

Los bebés que son tratados como varones desde que nacen adquieren características de comportamiento de género masculino. Esto habla de la poderosa influencia del aprendizaje social sobre las diferencias de género.

Aquí es obligada una pregunta que más bien es una reflexión:

¿Qué ocurre cuando los roles aprendidos sobre lo que es conducta masculina y femenina son cada vez más difusos, indiferenciados y homogéneos? ¿Qué tipo de relación entre sexos dará tal tipo de crianza a la que la sociedad tiende? No es una crítica ni una pregunta retórica, solo, como apunto, una reflexión.

Socialización en el género.

La dificultad de una educación no sexista

Los estudios de interacción entre madre e hijo muestran diferencias en el tratamiento de los niños y las niñas, aunque los padres piensen que sus reacciones son las mismas en ambos casos.

A los adultos que se les pide que describan la personalidad —inexistente aún— de un bebé, lo hacen de diferente manera si creen que es niño o niña.

A los recién nacidos varones se les describía como “grandes”, “fuertes” o “guapos”. De las niñas se decía que eran “encantadoras”, “dulces” y “cariñosas”. En realidad, no existían diferencias de peso, tamaño, ni mucho menos de comportamiento en los bebés que eran descritos de una u otra forma en función de si se creía que eran varones o hembras.

Aprendizaje del género

Los aspectos de aprendizaje temprano del género son, casi con toda seguridad, inconscientes; preceden a la fase en que los niños son capaces de etiquetarse a sí mismos como “niño” o “niña”. Una serie de claves pre-verbales constituyen el desarrollo inicial de la conciencia de género. Solemos tratar a los niños pequeños de distinto modo, según sean varón o hembra; las diferencias sistemáticas en el vestir, el corte de pelo, entre otras, proporcionan claves visuales al niño en fase de crecimiento.

Alrededor de los dos años los niños entienden de forma parcial el concepto de género, si bien hasta que no tienen cinco o seis años no saben que el género de una persona no cambia, que todos tienen un género, o que las diferencias entre niños y niñas tienen una base anatómica.

A pesar de que se ha cambiado mucho en la educación, en los medios de comunicación y en los valores transmitidos de forma institucional en escuelas y centros de enseñanza, la dificultad de lograr una educación no sexista aún se mantiene en parte; esto tal vez no sea deseable (se tiende demasiado a la ligera a confundir “sexista” con “discriminatoria” y ambos términos, realmente no tienen nada en común. Comprender las diferencias intrínsecas y naturales entre sexos no tiene nada que ver con oprimir a uno de ellos por parte del otro, de esta confusión, que analizaremos en la última parte del libro, surge una crisis social que, como no, responde a los intereses económicos de ciertos sectores a los que les trae sin cuidado el tema de la igualdad o de la justicia social).

A pesar del intento institucional de borrar las diferencias dadas por los patrones de género, resulta difícil cambiar el aprendizaje de los mismos, ya que los niños están constantemente expuestos a leyes implícitas de lo que es ser masculino o femenino en la calle, con las amistades, con la familia... es decir, en el mundo real no politizado.

Por otra parte, el intento de lograr una educación, en principio, no sexista e igualitaria, ha disparado la “compensación del machismo precedente” exacerbando el rol femenino dominante y menoscabando casi cualquier conducta masculina tradicional.

Es exageradamente constante e intensa la inversión de roles en el cine; donde el personaje fuerte, capaz y hábil es la mujer casi invariablemente, relegándose al varón al aspecto sumiso y torpe que antes se atribuía a las figuras femeninas, meras comparsas de los varones en la mayoría de las películas.

Es normal ver en la publicidad anuncios que cosifican el cuerpo masculino como objeto sexual, tal y como antes se hacía con las mujeres (por otra parte, no entiendo el “problema”, ¿a quién y por qué no le gusta y ofende ver una mujer o un hombre atractivos?).

Una vez más estamos en la antítesis como respuesta a la tesis precedente; en este caso la antítesis a un machismo declarado ha resultado ser un feminismo igualmente discriminatorio y represor; con mecanismos que operan desde lo políticamente correcto y cada vez más, ya ni eso —recordemos que todos los movimientos totalitarios empiezan ganándose al pueblo con buenas palabras y una vez lograda una posición fuerte se revelan en toda su maldad y odio, pues ya han “conquistado la plaza”— derivando hacia una conducta más castradora que conciliadora (quién orquesta esto nunca quiso una conciliación, como se verá en la última parte del libro).

Actualmente, se está en el punto de la agresión verbal descarada, del incumplimiento de las leyes penales y civiles; lo que comenzó en las universidades a partir de los últimos años de la década de los 60 ha irrumpido en los gobiernos, las empresas, los medios de comunicación y las calles.

Desde cierto punto de vista (el de la psicología social, un punto estrictamente antropológico evolutivo), este feminismo es algo previsible, normal y hasta cierto nivel necesario; como dije, un machismo exacerbado ha generado una fuerza contraria de igual intensidad, pero cuando hay tensión, los sectores que pueden beneficiarse económicamente de ello hacen su agosto avivando el fuego, al fin y al cabo “a río revuelto, ganancia de pescadores”.

Esperemos que la antítesis generada sea desligada de intereses que nada tienen que ver con el problema del buen entendimiento y la justicia social, y se puedan generar nuevos roles integradores que satisfagan tanto a las mujeres y a los hombres y, por tanto, a la relación entre ambos.

En mi opinión no soy muy optimista respecto a esto, como mencioné, páginas atrás, la relación entre sexos siempre se ha caracterizado por ser una especie de lucha de poder. Son importantes las leyes y las instituciones para impedir las injusticias sociales, sin duda, pero, probablemente, esta lucha seguirá mientras dure la especie, salvo en el caso que homogeneicemos tanto a la humanidad que se borre el concepto de género a todos los efectos, excluyendo quizás el anatómico. Con esto no solo se acabarían los problemas entre hombres y mujeres, sino que, de hecho, se acabarían los hombres y las mujeres. No olvidemos que ambos (como todo en nuestro pensamiento dual) se define por su opuesto. Muerto el perro se acabó la rabia (y claro, también el perro).

Identidad de género y sexualidad

Según Freud, el aprendizaje de las diferencias de género en los bebés y niños pequeños se centra en la posesión o carencia de pene. Para Freud esta posesión o carencia es el símbolo de la masculinidad o femineidad.

Según este autor, en la fase edípica, el niño se siente amenazado por la disciplina y por la autonomía que le exige el padre, e imagina que el padre intenta castrarle, en parte de forma consciente, pero mayoritariamente inconsciente, el niño ve en el padre un rival por el afecto de la madre. Al reprimir los sentimientos de la líbido hacia la madre y aceptar al padre como un ser superior, el niño se identifica con el padre y se vuelve consciente de su condición masculina. El niño abandona su amor por la madre por un miedo inconsciente a ser castrado por el padre. Por el contrario, y siempre según Freud, las niñas tienen “envidia del pene”, porque carecen del órgano visible que caracteriza a los niños; la madre se devalúa a los ojos de la niña porque también carece de pene. Cuando la niña se identifica con la madre, acepta la actitud de sumisión, reconoce que es “la segunda mejor”.

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