La performatividad de las imágenes

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La performatividad de las imágenes
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Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2020-A-3066

ISBN edición impresa: 978-956-6048-29-9

ISBN edición digital: 978-956-6048-30-5

Imagen de portada: Oriol Vilapuig, Bestiari, 2015. Tinta y lápiz sobre cartón 120x160 cm. Cortesía del artista.

Diseño de portada: Paula Lobiano

Corrección y diagramación: Antonio Leiva

© ediciones / metales pesados

© Andrea Soto Calderón

E mail: ediciones@metalespesados.cl

www.metalespesados.cl

Madrid 1998 - Santiago Centro

Teléfono: (56-2) 26328926

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Santiago de Chile, octubre de 2020




Pero allí donde está el peligro, crece también lo que salva.

HÖLDERLIN

Índice

Prólogo

I. Potencias e impotencias

El cansancio de la mirada

Contra el espectáculo

Repensar la crítica

De lo inesperado

El desgarro de las imágenes

II. Poéticas de las imágenes

Imagen reproductiva, imagen productiva

Performatividad de las imágenes

De la acción al movimiento

De la transmisión al encuentro

Del esquema a la escena

III. Sublevar las formas

Imagen dispositivo

El poder flotante de las imágenes

Elogio de la superficie, la capacidad de aparecer

El detalle, su potencia

Formas de interrupción frágil

Agradecimientos

Prólogo

Desde hace al menos un par de décadas, la mayoría de las reflexiones críticas en relación a las imágenes no dejan de afirmar un lamento sostenido, una compasión de la agonía de nuestro presente que, según se dice, se caracteriza por una mezcla de refinamiento tecnológico y extrema estupidez, una pérdida de interés en la realidad de la vida y un deseo radical de huir del cuerpo para entregarse a la seducción de las imágenes.

Así, la mayoría de esas reflexiones críticas señalan un progresivo proceso de desrealización de la vida en donde se desprecia toda realidad concreta, una anemia material que solo engulle espectros; hundidos en un pantano que no tiene fundamentos en el que no hay ninguna regularidad que se nos pueda asegurar. Una desorientación generalizada que refiere no solo a la falta de horizonte hacia el cual dirigirnos, sino a nuestra profunda incapacidad para imaginar, crear e inventar.

Este libro quisiera delinear una línea digresiva de este extenso paisaje teórico que ubica a las imágenes en una suerte de alteridad radical contra la que el pensamiento ha construido su poder de verdad. Al menos desde Platón se respira un aire de época que no deja de actualizarse: aquella sugerente imagen de una caverna en donde los hombres estaban encadenados en compañía de sombras que tomaban por reales no difiere demasiado en su estructura a la que siguiese la tradición de Moisés y que, en términos más contemporáneos, se modula como una crítica a la sociedad del espectáculo.

La crítica en términos actuales no solo incide en el poder que las apariencias ostentan, en su capacidad para inhibir la reflexión y el conocimiento verdadero, en su reducción a una experiencia inmediata, emocional o pasajera, sino sobre todo en la creencia de que son elementos poderosamente manipulables dentro de unas tecnologías dominantes de simulación y mediación de masas. La pregunta que no deja de manifestarse bajo diversas formas es la de cómo escapar a las seducciones e inconsistencias de las imágenes, cómo atravesar estas superficies para acceder a la verdad que encubren.

En una atmósfera cultural en la que mirar es una suerte de enfermedad, una dolencia, un mal que nos ataca con una furia devoradora, propongo explorar nuestras fuerzas imaginantes, adentrarnos en los funcionamientos de las imágenes, recuperar la potencia que habita en nuestra mirada; no aquella que se congela entre las pantallas, sino la que nos atraviesa como un relámpago en donde se avista lo que nos espera.


El cansancio de la mirada

La primera vez que oí hablar del cansancio de la mirada fue a Norval Baitello Jr., en un coloquio de semiótica de la comunicación y la cultura en São Paulo. El ojo ya no ve, la mirada ya no avista, decía Norval. Voz que se extendía en su libro La era de la iconofagia. Era tal su determinación y acertado diagnóstico en relación a las desconexiones contextuales de las imágenes, que parecía imposible que esa certeza no se instalase. Nuestros ojos, de tanto ver, ya no ven. En realidad, Norval no usa la expresión cansancio de la mirada, sino «el padecimiento de los ojos», tomando la expresión del capítulo de un libro de Dietmar Kamper, Bildstörungen. Im Orbit des Imaginären. La afirmación es categórica: la abundancia de imágenes y estímulos visuales nos ahogan y nos anestesian, impidiéndonos digerir aquello que vemos; a su vez, esas imágenes demandan nuestros cuerpos, nos devoran.

Entre una crítica despiadada al dominio de la visión en la cultura occidental y la denuncia de un no poder ver, circulan contornos y tensiones que cuestionan la mirada y no cesan de interrogar aquella máxima aristotélica según la cual el ojo sería el más noble de los sentidos. La mirada como un modo de fijar el temblor del incidente que es el yo.

La crítica al exceso de las imágenes no comienza con Mitologías de Roland Barthes o con La sociedad del espectáculo de Guy Debord; es anterior, remite al menos a finales del siglo XIX con la creciente preocupación por la organización de la multiplicidad sensible de los mensajes. Sin embargo, me pregunto qué tan fecunda es la crítica, en términos de darnos herramientas para el presente, si solo se reduce a una denuncia. De hecho, podríamos cuestionar que exista un exceso de imágenes. Sin duda hay un exceso visual, pero de una hegemonía que no cesa de repetir las mismas imágenes. Con todo, el mayor problema tal vez sean todas esas realidades que no tienen imágenes, esto es, que carecen de capacidad para ser imaginadas.

Sin lugar a dudas existe un sistema dominante de información que selecciona y elimina toda la singularidad de las imágenes, extrayéndolas de sus contextos, vaciándolas de sentido y transformándolas en iconos, lo que no es equivalente a decir que existen demasiadas imágenes. La paradoja que muchos análisis encubren es que en condiciones de incremento exponencial de la cantidad y circulación de imágenes en la vida cotidiana, crece en idéntica proporción la deflación de las imágenes. En este sentido, podemos afirmar que hay una escasez de imágenes, es decir, de operadores de diferencia. En las industrias visuales prevalece el modelo de consumo colapsando cualquier praxis que introduzca un dinamismo conflictivo. La inflación visual es al mismo tiempo un empobrecimiento del significado, de la creación y multiplicación de sentidos. Así, el problema no es tanto el exceso de imágenes sino precisamente lo contrario, su escasez. Quizás una de las mayores dificultades que tenemos para desarrollar un pensamiento crítico de la cultura visual es que, en las sospechas ante su abundancia y en los peligros de sus excesos, hemos desconfiado tanto de las imágenes que nos hemos quedado sin herramientas para explorar sus potencias, sus intervalos, sus capacidades para unir diferencias, ese doble juego que opera sobre su analogía y desemejanza.

Por ello, resulta lamentable que muchas teorías sobre las imágenes no nos permitan alguna comprensión de las funciones de la imagen en las definiciones de los sentidos de lo común, del sentido por el cual una sociedad aprende a reconocerse a sí misma, del lugar de las representaciones en las formas de organización social. Y es que las imágenes no se reducen a lo visible, son dispositivos que crean cierto sentido de realidad. Por lo mismo, también tienen la capacidad de interrumpir los flujos mediáticos, su carácter es disruptivo. No solo existe la realidad de las mercancías, de quienes las producen y las consumen; toda imagen tiene sus sombras, sus restos que no dejan de multiplicarse y de interrogar a esa realidad que se presenta como única, como si no se pudiese perder el carácter necesario de las cosas. El parecer, si bien se diferencia, no se puede separar del ser.

 

Si se quiere dar una mirada crítica de la cultura visual o incluso de las imágenes, la crítica no puede ser contra las imágenes; tampoco contraponiéndole la temporalidad de la lectura, sino con ellas. Tratar con imágenes puede que no sea cuestión de la mirada, al menos no de como ella se ha construido. También es cierto que después de John Berger mirar no pueda nunca más significar lo mismo. Algo de esto insinúa Georges Didi-Huberman cuando dice que el acto de ver se abrió literalmente, se desgarró.

Es posible que nuestros ojos estén atiborrados de logotipos, de iconos, lo cual no es equivalente a decir imágenes. Más que cansancio de la mirada, diría que de lo que se trata es de una desconexión, pero al mismo tiempo me parece pertinente recordar que toda desconexión porta la potencia de los vínculos por construir.

En un relato corto titulado «El amor es ciego», Boris Vian imagina lo que serían los efectos de la niebla sobre las relaciones existentes. Los habitantes de una gran ciudad se despiertan una mañana cubiertos por una liviana y opaca niebla, que comienza a modificar progresivamente todos sus comportamientos. Las necesidades que imponen las apariencias se vuelven caducas y los habitantes comienzan un proceso de experimentación colectiva. Los amores se vuelven libres, facilitados por la desnudez permanente de todos los cuerpos. Las orgías se expanden. La piel, las manos, las carnes recobran sus prerrogativas pues «el dominio de lo posible se extiende cuando no se tiene miedo de que la luz se encienda». Incapaces de hacer durar una niebla que no han contribuido a formar, los habitantes se vienen abajo cuando «la radio señala que algunos eruditos constatan una regresión regular del fenómeno». En vista de esto, todos deciden sacarse los ojos para que la vida siga siendo feliz1.

Intenso compromiso con el ver, con la experiencia que nos posibilita la niebla, con alimentar la noche en la que se afina la mirada, pero sobre todo con estrechar los vínculos, trabajar en cultivar las relaciones que son las que nos permiten ver.

¿Qué será aquello de la responsabilidad de tener ojos? ¿La responsabilidad de ver? ¿Cómo se curva el ojo? ¿Cómo se pliega para contener?

La relación con las imágenes no pasa tanto por aquello que reúne una mirada, ni con la forma que aísla, sino más bien con una superficie con la que uno se encuentra, con una confusión, una creencia que nos lleva a tientas. Aunque la historia del arte ha hecho sistemáticos intentos por transformar la mirada en una disciplina, acoger imágenes tiene poco que ver con estar ante algo, con modular la justeza de esa distancia. Mirar no cabe en una mirada.

Contra el espectáculo

Probablemente la crítica más aguda realizada en los últimos años a la creciente espectacularización de la vida sea, después de Theodor Adorno, la que hace Guy Debord en La sociedad del espectáculo, donde analiza diversos aspectos de los cambios estructurales que se han producido bajo la dominación de las condiciones actuales de producción.

La tesis que sostiene es que la vida se ha convertido en espectáculo, donde espectáculo quiere decir una inversión concreta de la vida, en la que los seres humanos somos espectadores y partes de un movimiento del cual no tenemos agencia. A juicio de Debord, el espectáculo se muestra como si fuese la sociedad misma, pero no es más que el lugar de la mirada engañada y la falsa conciencia.

Debord, en la cuarta tesis de La sociedad del espectáculo, afirma que «el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes»2. Es una visión de mundo que se ha objetivado. Así, el espectáculo constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante. Si la primera fase de dominación de la economía había implicado una evidente degradación del ser en el tener, la fase presente sería la de una ocupación total de la vida social que habría conducido a un deslizamiento generalizado del tener al parecer3. Se trata de la vida puesta por completo al servicio del capital, en donde ni siquiera el aumento del ocio puede considerarse como una liberación del trabajo, ni del mundo conformado por ese trabajo, sino como otra actividad perdida en la sumisión de su resultado:

Cuanto más contempla menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad menos comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo respecto del hombre activo se manifiesta en que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo representa4.

Debord insiste, desde diversas perspectivas, en que el consumo y circulación de las mercancías ocupa el lugar central que regula las condiciones de existencia, invadiendo la vida y expropiándola de vínculos. Como ya mostraba Charles Chaplin en Tiempos modernos (1936), los trabajadores continúan repitiendo los mismos gestos al servicio de la máquina incluso después de salir de la fábrica. Para Debord, la orientación revolucionaria no puede sino contemplar una crítica a la totalidad de la sociedad, una crítica que no pacte con ninguna forma de poder, que se pronuncie sobre todos los aspectos de la vida social alienada y que aprenda que no puede combatir la alienación bajo formas alienadas. Para destruir efectivamente la sociedad del espectáculo son necesarios hombres que pongan en acción una fuerza práctica.

Sin lugar a dudas, el diagnóstico de Debord es certero, agudo e incluso parece más actual que cuando fue formulado décadas atrás. Sin embargo, como bien señala Jacques Rancière, en cierto sentido el diagnóstico de Debord no deja de perpetuar la visión platónica que opone la pasividad del espectáculo y la ilusión del parecer al ser. No cesa de ahondar en la distancia entre apariencia y realidad, aquella sentencia que más tarde radicalizara Giorgio Agamben al afirmar que en la sociedad espectacular se disuelve toda posibilidad de resistencia política, la sociedad espectacular «anula y vacía de contenido cualquier identidad real y sustituye al pueblo y a la voluntad general, por el público y su opinión»5. Se afirmaría así una lógica de dominio absolutizada, como si la política no se efectuara siempre en el orden de las apariencias.

Este modo de entender la crítica a la sociedad mediatizada por imágenes ha marcado al menos a cuatro generaciones. Sin duda es una referencia obligada para quien quiera explorar modos de subvertir la hegemonía cultural y visual en la que estamos inmersos. Y desde luego mi intención no es negar su diagnóstico, ni tampoco intentar negar la creciente deserotización de la que habla Franco Bifo Berardi o la tendencia generalizada de la industria cultural a estereotipar nuestros imaginarios, deseos y opiniones, como tampoco el sistemático proyecto de dislocación del mundo6. Negar la radicalización neoliberal de la cultura como mercancía sería, como mínimo, ceguera.

Sin embargo, discrepo respecto de quienes entienden que la crítica pasa por ahondar en la separación entre verdades y apariencias. Por supuesto es necesaria una diferenciación, pero no una separación, porque verdad y apariencia nunca están realmente separadas, sino que cohabitan, coexisten y se posibilitan recíprocamente. Los discursos contra las apariencias y los espectáculos no me parecen erróneos, sino que me resultan poco fértiles.

La crítica, si solo se queda en el juicio, en la denuncia, no es fecunda o, como mínimo, muestra sus límites para abordar nuestra situación histórica. La depreciación de las imágenes, desde Platón, no tiene que ver solamente con una desvalorización de la relación de los espectadores con las sombras que pasan ante ellos, sino también con un mecanismo de construcción de un mundo jerarquizado en que se le otorga un grado inferior, en relación al conocimiento, a la percepción sensible. Como sostiene Rancière, lo que hay de interesante en la imagen matricial de la caverna de Platón es que, en el fondo, el punto estructural de la caverna no tiene que ver propiamente con la forma o materia de las imágenes, sino con que los espectadores están encadenados, que los espectadores son declarados y construidos por Platón como personas que no pueden girar la cabeza, que no pueden moverse, que no pueden ver lo que hay detrás. Por tanto, en cierto modo, la imagen designa no una realidad visual, sino una posición de los que están enfrente, personas que no pueden moverse7.

El argumento que vendría a sostener Rancière es que el espectáculo no tiene tanto que ver con la suma y multiplicación de imágenes, y tampoco con las relaciones que establecen los encadenados a partir de esas imágenes, entre ellos o con la verdad, sino que el espectáculo, tal y como lo presenta Platón, es la organización del mundo de la impotencia. El espectáculo es un mundo en donde los sujetos se ven desposeídos de su potencia a la hora de actuar. Este pensamiento de la impotencia es el que no deja de perpetuarse en diversos teóricos y teóricas contemporáneas y es el que, a mi modo de ver, nos deja sin herramientas para poder orientarnos en nuestro presente.

Mi interés se centra en explorar cómo un trabajo de las imágenes, por las imágenes y entre las imágenes puede hacer mover un régimen dominante de visibilidad; cómo contestar esa realidad desde las imágenes. En ese sentido, el filme de Debord La sociedad del espectáculo (1973) constituye un campo mucho más fructífero para este propósito. Aun cuando Debord afirma categóricamente que «no se puede combatir la alienación bajo formas alienadas», su filme acoge esa contradicción y es un montaje de películas de Hollywood, de imágenes publicitarias, de afiches, de espectáculos. Rancière nos invita a reparar en un momento del filme: aquel en el que la voz en off sostiene que el espectáculo es el capital llegado hasta este punto de asimilación que se convierte en una imagen. Y en ese momento lo que vemos en el filme no es, como podríamos esperar, la mercancía, es una carga policial. Hay aquí un primer desplazamiento: Debord invierte la función de las imágenes para poner en escena un movimiento histórico de liberación. Segundo desplazamiento: introduce un fragmento de una película hollywoodense de Raoul Walsh donde representa al general Custer8, que más que una denuncia parece una invitación a habitar la potencia de esa imagen. Y así sucesivamente a lo largo del filme.

Por una parte, me parece interesante esta desinscripción que hace Rancière del lugar que se le ha otorgado a Debord en la tradición de la crítica; por otra, me parece absolutamente necesario un ejercicio que cuestione la praxis de la crítica bajo el imperativo de una demanda de pureza que insista en la separación entre imágenes y apariencias. Trabajar en la diferenciación, pero no en la separación, es crucial para adentrarnos en los pliegues en donde lo nuevo puede aparecer, así como también para objetar la creencia recurrente que los discursos de resistencia proclaman, según los cuales toda acción emancipadora tiene que pasar por la toma de la palabra, cuando los procesos de transformación no son solo una cuestión de la articulación de un discurso o de los modos en que se toma la palabra, sino de disposiciones de cuerpos; articulaciones entre lo pensable, lo decible, lo visible, lo audible.

Por ello es fundamental volver a pensar la puesta en forma de la apariencia y de la visibilidad, de la aparición y de la presencia, restaurar la capacidad de aparecer. Las apariencias, si son anudadas a sus contextos, tienen la capacidad de rearticular una posición, pero también de mantenerse de manera flotante, inaparente. Se trata de experimentar con superficies que no borren la porosidad de las apariencias, que no se sometan a la tiranía de la transparencia9 como si fuese algo a traspasar, sino que aprendan a soportar el peso de sus espectros.